23

Pasados unos años, tras el entierro de Barbe, me dije que había llegado el momento de visitar el Palacio. La llave que me había confiado la vieja criada me convertía en el señor de una propiedad huérfana. Fui andando desde el cementerio como si me dirigiera hacia algo que me esperaba desde hacía mucho tiempo y que no me había atrevido a mirar.

Cuando hice girar la llave en la gran puerta, tuve la sensación de estar abriendo el sobre que contenía el delgado papel en el que toda la verdad estaba escrita en pálidas letras desde siempre. Y no me refiero tan sólo a la verdad del Caso, sino también a mi verdad, a lo que me convertía en un hombre, un hombre que avanza por la vida.

Yo no había estado en el Palacio en vida del Fiscal. No era sitio para mí. Habría parecido un trapo entre pañuelos de seda, ni más ni menos. Me contentaba con rozarlo, dar vueltas a su alrededor, contemplarlo de lejos, con admirar su constante resplandor de gran incendio y su altivez coronada de pizarra y gabletes de cobre. Luego vino lo de Lysia Verhareine, Destinat esperándome ante la puerta, en lo alto de la escalinata, lívido, y los dos yendo con paso de condenado a muerte hacia la casita, subiendo a la habitación…

El Palacio no era la casa de un muerto. Era una casa vacía, o simplemente vaciada, vaciada de vida desde hacía mucho tiempo. Que el Fiscal, Barbe y el Rancio hubieran vivido en ella no cambiaba esa evidencia, que se percibía desde el mismo vestíbulo. El Palacio era un sitio muerto, que había dejado de respirar hacía mucho tiempo, un lugar en el que hacía décadas que no resonaba el ruido de los pasos, el sonido de las voces, las risas, los rumores, las discusiones, los sueños y los suspiros.

Dentro no hacía frío. No había polvo, ni telarañas, ni el abandono que cabe esperar cuando se fuerza la entrada de una tumba. El vestíbulo, con su enlosado blanco y negro, parecía un inmenso damero del que se hubieran llevado las fichas. Había jarrones, preciosas mesitas, consolas doradas sobre las que parejas de bailarines de porcelana de Sajonia habían suspendido sus pasos de minueto por los siglos de los siglos. Un gran espejo devolvía la imagen del visitante, que se vio más gordo, más viejo y más feo de lo que imaginaba y descubrió ante así una imagen deformada de su padre, una resurrección grotesca.

En una esquina, un gran perro de cerámica montaba guardia con las fauces abiertas, enseñando el reluciente esmalte de los colmillos y la gruesa y roja lengua. En el techo, muy alto y casi invisible, una araña de al menos tres toneladas aumentaba la zozobra de quien se encontraba debajo. En la pared de enfrente de la puerta, un gran cuadro estrecho y alto, de tonos crema, plata y azul, mostraba a una mujer muy joven en traje de noche, con una diadema de perlas en la frente, una mano ocupada en abrir un abanico de nácar y la otra posada sobre la cabeza de un león de piedra. Una mujer de tez pálida pese al barniz, oscurecido por el tiempo; labios de un rosa apenas insinuado; ojos estremecedoramente melancólicos, que no obstante se esforzaban en sonreír, y talle erguido con elegancia, pero aquejado de una languidez turbadora.

Permanecí varios minutos contemplando a aquella mujer a la que nunca había visto, aquella mujer a la que no había llegado a conocer: Clélis de Vincey… Clélis Destinat. En el fondo, ella era la señora de la casa, y era ella quien me miraba a mí, el zafio intruso. Estuve a punto de dar media vuelta y largarme. ¿Con qué derecho entraba allí, a remover aquel aire inmóvil, poblado de viejos fantasmas?

Pero la mujer del retrato no me parecía hostil, sino sorprendida y benévola a un tiempo. Creo que le hablé, aunque ya no recuerdo qué le dije exactamente; pero eso carece de importancia. Era una muerta de un tiempo muy lejano. Su vestido, su peinado, su actitud, su pose, la convertían en algo así como una frágil y suntuosa pieza de un museo olvidado. Su rostro me recordaba otros rostros, que, incansables, fugaces, borrosos, giraban a mi alrededor, cambiaban sin cesar y tan pronto envejecían como rejuvenecían, de tal suerte que, en aquella vertiginosa danza, no conseguía detener a ninguno para verlo bien y reconocerlo.

Me sorprendió que el Fiscal no hubiera descolgado aquel cuadro. Yo no habría podido vivir con un enorme retrato de Clémence plantado ante mis ojos de aquel modo, día tras día, hora tras hora. Yo había destruido todas sus fotografías, hasta la última, hasta la más pequeña. Un día arrojé al fuego aquellas imágenes mentirosas, en las que resplandecía su clara sonrisa. Sabía que guardarlas y contemplarlas no haría más que aumentar mi dolor, como cuando se sobrecarga un carro ya lleno, a riesgo de hacerlo volcar en la cuneta.

Pero puede que, en el fondo, Destinat ya no viera aquel gran cuadro, puede que aquel retrato de la mujer a la que había amado y perdido hubiera acabado convirtiéndose en una simple pintura. Puede que hubiera adquirido esa condición de pieza de museo, esa deshumanización que impide que nos conmovamos al contemplar las figuras bajo su capa de barniz, porque creemos que nunca han vivido, que no han respirado, dormido, sudado y sufrido como nosotros.

Las persianas, medio bajadas, mantenían todas las habitaciones en una agradable penumbra. Todo estaba en su sitio, ordenado, impecable, como esperando a que el propietario volviera en cualquier momento de sus vacaciones para reintegrarse en su entorno habitual. Lo más curioso es que el aire no olía a nada. Una casa sin olores es una casa muerta.

Me quedé mucho rato y proseguí aquel viaje singular, como un intruso que podía moverse a su antojo, pero que sin darse cuenta seguía un itinerario claramente señalizado. El Palacio se convertía en una caracola, y yo recorría lentamente su espiral, avanzando poco a poco hacia su corazón, dejando atrás habitaciones anodinas, la cocina, el trastero, el lavadero, el cuarto de la plancha, el salón, el comedor, la sala de fumar, hasta llegar a la biblioteca, cuyas paredes estaban totalmente cubiertas de hermosos libros.

No era muy grande. Sobre el escritorio había recado de escribir, un sencillo abrecartas, una carpeta de cuero negro y una lámpara de tulipa redonda, y a uno y otro lado sendos sillones, amplios, profundos y de largos brazos. Uno estaba como nuevo; el otro, en cambio, conservaba la huella de un cuerpo y tenía el cuero agrietado y más lustroso en algunos sitios. Me senté en el que parecía nuevo. Era cómodo. Los sillones estaban uno frente a otro. Así pues, tenía ante mí el asiento en el que Destinat se pasaba las horas muertas, leyendo o cavilando.

Los libros, alineados a lo largo de las paredes como soldados de un ejército de papel, amortiguaban los ruidos del exterior. No se oía nada, ni el viento, ni el rumor de la cercana Fábrica, ni el canto de los pájaros en el parque. En el sillón de Destinat había un libro boca abajo, a caballo de uno de los brazos. Era un libro muy viejo, de páginas amarillentas con las esquinas arrugadas que sin duda unos dedos habían pasado y vuelto a pasar durante toda una vida. Era un ejemplar de los Pensamientos de Pascal. Lo tengo conmigo. Me lo llevé. Está abierto por la misma página que entonces, el día de mi visita al Palacio. Y en esa página, atestada de santurronerías y palabras huecas, hay dos frases que arrojan su luz como pendientes de oro sobre un montón de inmundicia, dos frases subrayadas con lápiz por la mano de Destinat, dos frases que me sé de memoria:

Por hermosa que sea la comedia, el último acto siempre es sangriento.

Al final, se echa tierra sobre la cabeza, y ahí acaba todo.

Hay palabras que te dan un escalofrío y te cortan la respiración. Éstas, por ejemplo. No conozco la vida de Pascal, y además me trae sin cuidado, pero seguro que no apreciaba demasiado la comedia de la que habla. Como yo. Como Destinat, sin duda. Él también debió de probar su vinagre y perder rostros amados demasiado pronto. Si no, no podría haber escrito eso; cuando se vive entre flores, no se piensa en las espinas.

Con el libro en la mano, fui de habitación en habitación. Había unas cuantas. En el fondo, todas se parecían. Eran habitaciones desnudas. Quiero decir que siempre habían estado desnudas, que se las notaba abandonadas, sin recuerdos, sin pasado, sin eco. Tenían la tristeza de las cosas que nunca han sido utilizadas. Les faltaba un poco de uso, algún que otro desconchón, un aliento humano en sus cristales, el peso de cuerpos cansados en sus camas de dosel, horas de juegos infantiles en las alfombras, golpes de nudillos en las puertas, lágrimas secas en los parqués.

La habitación de Destinat estaba al final de un pasillo, un tanto apartada de las demás. La puerta era más alta y más austera, de un color oscuro tirando a granate. Supe que era su habitación al instante. No podía estar más que allí, al fondo de un pasillo que parecía un pasadizo, un corredor imponente que obligaba a recorrerlo de una determinada manera, con paso grave y cauteloso. En las paredes, a derecha e izquierda, había grabados: caras antiguas, testas de siglos olvidados, empelucadas, con gorgueras, bigotillos de largas guías e inscripciones latinas a modo de collares. Auténticos retratos de cementerio. Avancé hacia la puerta con la sensación de que me observaban. Los mandé al infierno, para quitarme el miedo.

La habitación de Destinat no se parecía en nada a ninguna de las que había visto. La cama era pequeña, estrecha, para una sola persona y de una sencillez monacal: un somier de hierro, un colchón, y sin ningún adorno, ni un mal pabellón colgado del techo. Nada. En las paredes, sobriamente tapizadas de tela gris, no había cuadros ni decoración alguna. Junto a la cama, una mesilla con un crucifijo. Al pie, lo imprescindible para lavarse: una jofaina y una jarra. Al otro lado, una silla alta. Enfrente, un secreter cuyo tablero estaba vacío. Ni un libro, ni un papel, ni una pluma.

La habitación de Destinat se parecía a su dueño. Silenciosa y fría, producía incomodidad, pero al mismo tiempo inspiraba una especie de respeto obligado. Del sueño de su ocupante había extraído una distancia incalculable que la convertía en un lugar poco humano, eternamente condenado a ser impermeable a la risa, a la alegría, a las respiraciones felices. Su misma pulcritud ponía el acento sobre los corazones muertos.

Seguía teniendo el libro de Pascal en la mano. Me acerqué a la ventana. Desde allí se veía el Guerlante, el pequeño canal, el banco al que la muerte había acudido en busca de Destinat, la casita en la que había vivido Lysia Verhareine…

No cabía estar más cerca de lo que había sido la vida misma de Destinat. No hablo de su vida de Fiscal, sino de su vida interior, la única auténtica, la que ocultamos bajo las cremas, la buena educación, el trabajo y las conversaciones. Todo su universo se reducía a aquel vacío, a aquellas paredes frías, a aquellos pocos muebles. Tenía ante mí la parte más íntima del hombre. Estaba, por decirlo así, en su cerebro. No me habría sorprendido demasiado verlo aparecer de pronto y oírle decir que me esperaba y que había tardado lo mío. Aquella habitación estaba tan lejos de la vida, que ver entrar a un muerto no me habría impresionado excesivamente. Pero los muertos tienen sus ocupaciones, que nunca coinciden con las nuestras.

En los cajones del secreter, había calendarios escrupulosamente ordenados, pero con todas las hojas arrancadas; sólo quedaba la matriz, en la que podía leerse el año. Había decenas de ellos, que testimoniaban con su delgadez miles de días idos, rotos, arrojados a la papelera como la pequeña hoja que los representaba. Destinat los guardaba. Cada cual se hace rosarios con lo que puede.

El cajón más grande estaba cerrado con llave. Pero no hacía falta que buscara aquella pequeña llave, que debía de ser negra y tener una forma peculiar, porque sospechaba que estaba en una tumba, enganchada al final de una cadena, al lado de un reloj, en el bolsillo de un chaleco del que probablemente ya no quedaban más que jirones.

Saqué la navaja y forcé el cajón. La tabla se astilló y cedió.

Dentro sólo había un objeto, que reconocí de inmediato. Me quedé sin respiración. Todo se volvió irreal. Era un pequeño cuaderno, delgado y rectangular, con tapas de hermoso cuero rojo. La última vez que lo había visto estaba en las manos de Lysia Verhareine. Hacía muchos años. El día en que subí a lo alto del monte y la encontré contemplando el gran campo de muerte. De pronto, me pareció que entraba en la habitación riendo y se callaba, sorprendida de encontrarme allí.

Cogí el cuaderno a toda prisa, como si temiera quemarme, y huí como un ladrón.

No sé qué habría opinado Clémence de aquello, si le habría parecido bien o mal. Estaba avergonzado. El cuaderno me pesaba enormemente en el bolsillo.

Eché a correr y no paré hasta llegar a casa. Tuve que atizarme de un trago media botella de aguardiente para recobrar el aliento y un poco de calma.

Y esperé a la noche, con el cuaderno sobre las rodillas, sin atreverme a abrirlo, mirándolo durante horas, como si fuera algo vivo, algo vivo y secreto. Cuando llegó la noche, la cabeza me daba vueltas. A fuerza de tenerlas apretadas e inmóviles, no sentía las piernas. Ya no sentía más que el cuaderno, que se me antojaba un corazón, un corazón que —estaba seguro— volvería a latir en cuanto tocara las tapas y lo abriera. Un corazón en el que me disponía a entrar, como un ladrón.