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Primer lunes de diciembre. En nuestra ciudad. 1917. Frío siberiano. La tierra crujía bajo los pies y el ruido resonaba hasta en la nuca. Recuerdo la gran manta con la que habían cubierto el cuerpo de la pequeña, que se empapó enseguida, y a los dos gendarmes que lo vigilaban junto a la orilla del canal: Berfuche, un retaco con las orejas cubiertas de pelos, como los jabalíes, y Grosspeil, un alsaciano cuya familia se había expatriado hacía cuarenta años. Un poco apartado de ellos se encontraba Bréchut hijo, un mocetón barrigudo, con los pelos tiesos como cerdas de escoba, estirándose el chaleco sin saber qué hacer, si quedarse o marcharse. Él era quien la había descubierto flotando en el agua, cuando se dirigía al trabajo. Llevaba las cuentas de capitanía. Y sigue llevándolas, sólo que ahora tiene veinte años más y la cabeza más lisa que una bola de billar.
Un cuerpo de diez años no abulta mucho, sobre todo si está empapado en agua helada. Berfuche levantó una esquina de la manta y se sopló en las manos para calentárselas. Apareció el rostro de Belle de Jour. Unos cuervos pasaron sin hacer ruido.
Parecía una princesa de cuento, con los labios azules y los párpados blancos. Sus cabellos se mezclaban con la hierba, quemada por las heladas matinales. Sus manitas se habían cerrado sobre el vacío. Ese día hacía tanto frío que los bigotes se nos cubrían de escarcha mientras resoplábamos como toros y pateábamos el suelo para que la sangre nos circulara por los pies. Unas ocas torponas trazaban círculos en el cielo. Parecían haber perdido el rumbo. El sol se arrebujaba en su abrigo de niebla, que se deshilachaba poco a poco. Hasta los cañones parecían haberse helado. No se oía nada.
—Puede que hayan firmado la paz —aventuró Grosspeil.
—¡Estás tú listo, la paz! —rezongó su compañero volviendo a cubrir el rostro de la pequeña con la manta empapada.
Había que esperar a los señores de V. Llegaron al cabo de un rato, acompañados por el alcalde, que traía la cara de los malos días, la que ponemos cuando nos sacan de la cama a horas poco cristianas, y más con un tiempo en que no dejaríamos en la calle ni al perro. Venía con el juez Mierck, el secretario del juzgado —cuyo nombre nunca he sabido, pero al que todo el mundo llamaba Postilla, debido al feo eczema que le cubría la mitad izquierda de la cara—, tres suboficiales de la gendarmería, de los que no se dejaban ver a menudo, y, por si fueran pocos, un militar. No sé qué pintaba allí el militar, pero, de todas formas, no se entretuvo mucho: echó un vistazo rápido y enseguida hubo que acompañarlo al café de Jacques. Aquel figurón no debía de haberse acercado a una bayoneta en su vida, salvo en alguna armería, y no demasiado. No había más que verle el uniforme, impecablemente planchado y cortado, como un maniquí de la tienda de Poiret. Debía de hacer la guerra sentado en un gran sillón de terciopelo, junto a una buena estufa de hierro colado, y luego contarla por la noche, bajo artesonados dorados y arañas de cristal, a jovencitas en traje de baile, con una copa de champán en la mano, a los acordes de una empelucada orquesta de cámara.
Bajo el sombrero Cronstadt y los andares de glotón ahíto del juez Mierck, se ocultaba un hombre atrabiliario. Puede que el vino de las salsas le hubiera enrojecido las orejas y la nariz, pero no lo había ablandado. Levantó la manta con sus propias manos y observó a Belle de Jour largo rato. Los demás esperaban una palabra, un suspiro, algo. Después de todo, la conocía bien, la veía todos los días, o casi todos, que iba a menear el bigote al Rébillon. Observaba el pequeño cuerpo como si fuera una piedra o un trozo de madera, sin emoción, con una mirada tan fría como el agua que corría a dos pasos.
—Es la hija pequeña de Bourrache —le susurró alguien al oído con cara de querer decir: «La pobre criatura no tenía más que diez años. Y pensar que ayer mismo le llevó a usted el pan y le alisó el mantel…».
Mierck giró sobre los talones y se encaró con quien había osado hablarle.
—Bueno, ¿y eso a mí qué? ¡Un muerto es un muerto!
Antes de aquello, para nosotros el juez Mierck era el juez Mierck, punto y aparte. Tenía su lugar y lo ocupaba. No se lo apreciaba demasiado, pero se le mostraba respeto. Sin embargo, después de lo que dijo aquel primer lunes de diciembre ante el cadáver empapado de la pequeña, y más teniendo en cuenta el tono en que lo dijo, seco, casi risueño, con una chispa de alegría en los ojos ante la perspectiva de un asesinato, es decir, de un asesinato de verdad —porque no cabía, duda de que lo era—, en aquellos días de guerra en que todos los asesinos habían cogido vacaciones en la vida civil para encarnizarse mejor bajo el uniforme, después de su respuesta, digo, la comarca le dio la espalda de golpe y no volvió a acordarse de él más que con desprecio.
—Bien, bien, bien… —canturreó Mierck, como si se dispusiera a ir a la bolera o a salir de caza. De pronto, le entró hambre. Un antojo, un capricho: le apetecían unos huevos pasados por agua.
—¡Pasados por agua, no duros! —se apresuró a advertir.
Pasados por agua y enseguida, allí, al borde del pequeño canal, a diez grados bajo cero, junto al cuerpo de Belle de Jour. Eso también dio mucho que hablar…
Uno de los tres gendarmes, el que acababa de acompañar al figurín de los galones, se puso a sus órdenes y volvió a salir disparado en busca de los huevos. «Más que huevos, pequeños mundos, pequeños mundos…». Así los llamó el juez Mierck mientras rompía la cáscara con un minúsculo martillo de plata labrada que llevaba ex profeso en un bolsillo del chaleco porque tenía a menudo aquel antojo, tras el cual siempre acababa con el bigote embadurnado de amarillo.
En tanto llegaban los huevos, el juez recorrió con la mirada los alrededores, palmo a palmo, silbando con las manos entrelazadas a la espalda, mientras los demás trataban de entrar en calor. Y habló; ahora ya no había quien lo parara. De su boca no volvió a salir un «Belle de Jour», a pesar de que él también la llamaba así, como puedo atestiguar. Ahora hablaba de «la víctima», como si la muerte, además de arrebatarle la vida, también le hubiera robado su hermoso nombre de flor.
—¿Fue usted quién pescó a la víctima?
Bréchut hijo, que sigue tirándose del chaleco como si quisiera esconderse en él, dice que sí con la cabeza, y Mierck le pregunta si le ha comido la lengua el gato. Bréchut responde que no, también con la cabeza. Es evidente que eso irrita al juez, que con lo del asesinato se había puesto de buen humor, pero está empezando a perderlo, sobre todo porque el gendarme sigue sin aparecer. Por fin, Bréchut consiente en dar detalles, y Mierck lo escucha murmurando «bien, bien, bien…» de vez en cuando.
Pasan los minutos. Sigue haciendo un frío que pela. Las ocas han optado por desaparecer. El agua fluye sin descanso. Una esquina de la manta permanece sumergida en la corriente, que la agita, tira de ella, la suelta, haciendo que parezca una mano que lleva el compás, que se hunde y reaparece. Pero eso el juez no lo ve. Mierck escucha el relato de Bréchut hijo sin perder detalle, sin acordarse de los huevos. En esos momentos, el chico aún tiene las ideas claras, pero más tarde, después de visitar todos los bares para contar la historia y dejarse invitar por los dueños, lo convertirá en una novela. Acabará, a medianoche, borracho como una cuba, aullando el nombre de la niña con voz rota y meando en los pantalones todos los chatos bebidos a derecha e izquierda. Al final de la parranda, sucio como un gorrino, ya no hacía más que los gestos, ante un público numeroso. Gestos hermosos, graves y dramáticos, que el vino volvía más elocuentes.
Las gruesas nalgas del juez Mierck rebosaban de su silla de cazador, un trípode de madera de ébano y piel de camello que nos impresionó mucho las primeras veces que lo enseñó; un recuerdo de las colonias, donde había pasado tres años persiguiendo ladrones de gallinas y de grano con destino a Etiopía, o algo por el estilo. La plegaba y la desplegaba constantemente en los escenarios de los crímenes, meditando ante ella como un pintor ante su modelo o agitándola en el aire como un bastón de mando, al estilo de un general pidiendo guerra.
El juez escuchó a Bréchut mientras se comía los huevos que el obsequioso gendarme había traído finalmente a paso ligero, envueltos en una humeante servilleta blanca. Ahora Mierck tenía el bigote gris y amarillo. Las cáscaras yacían a sus pies. El juez las aplastó con el talón mientras se limpiaba los labios con un pañuelo de batista. Al romperse, crujieron como los huesos de cristal de un pajarito y se le quedaron pegadas a la suela como pequeños espolones, mientras al lado, a tan sólo unos pasos, Belle de Jour seguía tendida bajo la empapada manta de lana. Pero eso no le amargó los huevos al juez. Casi diría que hasta le supieron mejor.
Bréchut acabó su historia, que el juez mascó al mismo tiempo que sus «pequeños mundos», con cara de entendido.
—Bien, bien, bien… —murmuró, levantándose y ajustándose la corbata de plastrón.
Luego contempló el paisaje como si lo desafiara con la mirada. Muy tieso y con el sombrero bien encasquetado.
La mañana derramaba su luz y sus horas. Todo el mundo estaba inmóvil, como un grupo de figurillas de plomo en un teatro en miniatura. Berfuche tenía la nariz roja y los ojos llorosos. Grosspeil estaba volviéndose del color del agua. El Postilla sostenía su libreta, en la que ya había acabado de tomar notas, y de vez en cuando se rascaba la mejilla mala, que el frío había jaspeado de marcas blancas. El gendarme de los huevos parecía de cera. El alcalde había vuelto al ayuntamiento, contento de regresar al calor. Había cumplido. El resto no le incumbía.
El juez respiraba el aire azul a pleno pulmón, con las manos a la espalda, subiendo y bajando sobre las puntas de los pies. Esperaba a Víctor Desharet, el médico de V. Pero ya no tenía prisa. Saboreaba el momento y el lugar. Procuraba grabárselo en lo más profundo de la memoria, donde almacenaba tantos escenarios de crímenes y paisajes de asesinatos. Era su museo particular, y estoy seguro de que, cuando lo recorría, sentía emociones que nada tenían que envidiar a las de los asesinos. La frontera entre la presa y el cazador es así de delgada.
Llega Desharet. El médico y el juez. ¡Tal para cual! Se conocen desde el instituto. Se tratan de tú, pero en sus labios el «tú» suena de un modo tan curioso que parece un «usted». Comen juntos a menudo, en el Rebillon y en otros sitios, durante horas y en abundancia, especialmente chacina y menudos: morro, callos en salsa, pies de cerdo, mondongo, sesos, riñones fritos… A fuerza de tratarse y alimentarse de lo mismo, han acabado por parecerse: el mismo color de tez, la misma papada, la misma tripa, los mismos ojos, que parecen sobrevolar el mundo y evitar el barro de las calles tanto como la compasión.
Desharet examina el cuerpo como mero caso clínico. Está claro que le preocupa mojarse los guantes. Sin embargo, también conocía a la pequeña; aunque, bajo sus manos, ya no es una niña asesinada, sino sólo un cadáver. Le toca los labios, le levanta los párpados y le descubre el cuello, momento en que todo el mundo ve los moretones violáceos, que forman una especie de collar.
—¡Estrangulamiento! —Sentencia el facultativo.
Para decir eso no hacía falta haber pasado por la facultad, pero el caso es que allí, esa gélida mañana, tan cerca del pequeño cuerpo, el dictamen es como una bofetada.
—Bien, bien, bien… —vuelve a murmurar el juez, contento de tener un asesinato, uno de verdad, al que hincarle el diente; y encima el asesinato de un menor, que para redondear la cosa es una niña. Y de pronto, girando sobre los talones entre visajes y poses, con el bigote embadurnado de yema, pregunta—: Y esa puerta ¿qué es?
Todos miran la dichosa puerta como si acabara de aparecérseles la Virgen, una pequeña puerta entreabierta que deja ver una extensión de hierba helada y pisoteada, una puerta en una tapia larga y alta, y al otro lado de la tapia, un parque, un parque serio con árboles serios, y tras todos esos árboles, que entrelazan sus desnudas ramas, la silueta de un edificio alto, una mansión señorial, un caserón enorme y complicado.
—Pues… el parque del Palacio —responde Bréchut retorciéndose las manos en el frío.
—Un palacio… —Repite el juez como si se burlara de él.
—Sí, bueno, el palacio del Fiscal.
—Mira tú por dónde… Así que es ahí… —murmuró el juez, más para sí mismo que para nosotros, que en ese momento debíamos de importarle menos que una cagada de mosca. Era como si se alegrara de oír el nombre de su rival y de que aquel nombre, el de un hombre poderoso como él, al que odiaba no se sabía muy bien por qué, tal vez simplemente porque el juez Mierck sólo podía odiar, porque ésa era su naturaleza profunda, quedara envuelto en los efluvios de una muerte violenta—. Bien, bien, bien… —volvió a decir Mierck, súbitamente animado, dejando caer el corpachón sobre su exótico asiento, que había plantado justo enfrente de la pequeña puerta del parque del Palacio.
Y allí siguió un buen rato, helándose como un pardal en un tendedero, mientras los gendarmes se soplaban en los guantes y pateaban el suelo, Bréchut hijo ya no se sentía la nariz, y la cara del Postilla pasaba del gris al azul.