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La guerra seguía. Los bocazas que decían que en tres semanas y dos patadas mandaríamos a los boches de vuelta a casa con el rabo entre las piernas habían dejado de fanfarronear. El primer aniversario de la contienda no se celebró, salvo en la taberna de Fermillin, un tipo alto y seco con la cabeza como un apagavelas que había pasado diez años en los Ferrocarriles del Norte hasta descubrir —«como una llamada del cielo»— su vocación para la venta de espirituosos.
Su establecimiento se llamaba El Buen Pie. En su momento, más de uno le hizo notar que, tratándose de una tasca, eso no quería decir gran cosa. Él respondió, un tanto secamente, que le había puesto el nombre que le había dado la gana; que si los demás no sabían por qué se lo había puesto, él sí, y que al que no le gustara podía irse a tomar viento.
Dicho lo cual, invitó a una ronda general, que tuvo la virtud de poner a todo el mundo de acuerdo. La mayoría acabó reconociendo que, efectivamente, el nombre no estaba nada mal, que sonaba bien, tenía clase y era un cambio respecto a los Excelsior, Floria, Terminus y Café La Amistad, y hasta daba ganas de beber.
El 3 de agosto de 1915, Fermillin desplegó una gran bandera de paño viejo sobre el rótulo de la taberna. Encima, con grandes letras azules, blancas y rojas, había escrito: «¡Un año ya, gloria a los héroes!».
La fiesta empezó sobre las cinco de la tarde con los fieles del culto: el tío Vbret, un tripón jubilado de la Fábrica que llevaba tres años celebrando su viudez; Janesh Hiredek, un inmigrante búlgaro que hablaba un francés pésimo cuando estaba sobrio, pero que empezaba a citar a Voltaire y Lamartine al segundo litro de vino; Léon Pantonin, Caraverde por mal nombre, debido al color de tez que había adquirido a resultas de un tratamiento revolucionario para curar la pleuresía con óxido de cobre; Jules Arbonfel, un gigante de dos metros con voz de pito y andares de orangután, y Victor Durel, al que su mujer iba a buscar a menudo, para llevárselo dos o tres horas después, cuando estaba como él.
Hasta las tres de la mañana, la tasca se estremeció con las melodías de los grandes clásicos, Nous partons heureux, La Madelon, Les jeunes recrues, Poilu mon frère!, entonadas y coreadas con vigor, voces vibrantes, nudos en la garganta y floridos trémolos. De tanto en tanto, los cánticos se oían con más fuerza, cada vez que se abría la puerta y alguno de los combatientes salía a mear bajo las estrellas, para volver sin pérdida de tiempo a las fauces del monstruo vinícola. Por la mañana, aún se oían voces roncas en el interior del antro, del que también salía un indefinible olor a vino rancio, sangre, camisa sudada, vómitos y tabaco barato. La mayoría había dormido allí dentro. Fermillin, el primero en levantarse, los despertó sacudiéndolos como a ciruelos y les sirvió clarete para desayunar.
Esa mañana vi a Lysia Verhareine pasar por delante de la taberna y sonreír, mientras Fermillin la saludaba con un «señorita…» y una profunda reverencia. Yo la vi, pero ella a mí no. Estaba demasiado lejos. Llevaba un vestido del color sanguíneo de los melocotones de viña, un sombrerito de paja con una cinta carmesí y un gran bolso también de paja que se balanceaba junto a su cadera de un modo alegre y enternecedor. Se dirigía al campo. Era la mañana del 4 de agosto. El sol ascendía en el cielo como una flecha y empezaba a secar el rocío. Iba a hacer un calor como para curtir todos los deseos. No se oían los cañones. Ni aguzando el oído. Lysia dobló la esquina de la granja de los Mureaux para alejarse en el campo, donde el aroma a heno recién cortado y a trigo maduro hacía pensar que la tierra era un gran cuerpo que se desperezaba entre olores y caricias. Fermillin se había quedado en la puerta de la tasca, frotándose la barba y recorriendo el cielo con ojos enrojecidos. Unos muchachos se iban a correr mundo con el almuerzo en el bolsillo. Las mujeres tendían sábanas, que el viento hinchaba en las cuerdas. Lysia Verhareine había desaparecido. Me la imaginé caminando por los senderos del campo estival como por las avenidas de un jardín.
No volví a verla jamás.
Es decir, no volví a verla viva. Esa misma tarde, Marivelle hijo llegó corriendo a casa, donde me encontró con el torso desnudo y la cabeza chorreando, pues me la estaba refrescando con un jarro de agua. Él también chorreaba agua, pero por los ojos, de los que le caían gruesas lágrimas que parecían regueros de cera y enrojecían su rostro de adolescente como si lo hubiera acercado a una hoguera. «¡Venga conmigo, deprisa! —me urgió—. Me manda Barbe… ¡Acompáñeme al Palacio!».
El camino al Palacio me lo sabía de sobra. De modo que dejo al chico y salgo disparado, temiendo encontrar a Destinat degollado o destripado por un convicto descontento que habría vuelto a presentarle sus respetos después de veinte años en presidio, allá lejos, bajo un sol de justicia. Ya en el parque, llego a decirme que, a fin de cuentas, acabar así, víctima asombrada de un asesinato atroz, era el justo pago que se merecía, porque, entre todas las cabezas que se había cobrado, sin duda más de una pertenecía a perfectos inocentes a los que habían conducido al cadalso bien sujetos, por más que se desgañitaran proclamando una inocencia virginal.
Así que llego. A la puerta. Abierta. Con el pelo todavía mojado, la camisa por fuera, el pantalón a medio abotonar y el corazón en un puño. Y de pronto, allí, en la escalinata, muy tieso, de pie y bien de pie, convidado de piedra, auténtico maestro de ceremonias, suizo imperial, veo al Fiscal, tan vivo como yo, con todas las tripas en su sitio y toda la sangre en las venas. De repente, al verlo así, inmóvil como una estatua, con las manos abiertas al vacío, los ojos perdidos en la lejanía y el labio inferior un poco caído y tembloroso, me digo que, si no es él, si no es él… Todo se detiene. Vuelvo a ver a Lysia Verhareine doblando la esquina de la granja de los Mureaux, vuelvo a ver la escena decenas y decenas de veces, más real que la real y con todos los detalles, la ondulación del vestido, el balanceo del bolso, la blancura de su cuello bajo el sol naciente, los martillazos de Bouzie, que tiene la herrería a cuatro pasos, los ojos enrojecidos de Fermillin, los escobazos de la señora Séchepart en el umbral de su puerta, el olor a paja fresca, las quejas de los vencejos que vuelan a ras de los tejados, los mugidos de las vacas que Dourin lleva al corral… Todo eso, diez veces, cien veces, como si fuera prisionero de la escena, como si quisiera encerrarme en ella para siempre.
No sé cuántos minutos estuvimos así, de pie en la escalinata, el uno frente al otro, sin mirarnos. El Fiscal y yo. Y tampoco recuerdo muy bien los movimientos, la secuencia de escenas, nuestros gestos. No es mi memoria actual la que tiene lagunas; fue la de aquel momento la que se desgarró sola y dejó su tejido lleno de grandes agujeros. Supongo que lo seguí mecánicamente, como un autómata. Puede que me guiara, que me cogiera de la mano, quién sabe… Más tarde, volví a sentir el corazón, y la sangre, en el pecho. Tenía los ojos abiertos. El Fiscal estaba a mi lado, a mi izquierda, un poco más atrás. Estábamos en una habitación tapizada con tela clara y llena de ramos de flores. Había algunos muebles: una cómoda, un armario, una cama…
Y en esa cama estaba Lysia Verhareine. Con los ojos cerrados. Definitivamente cerrados al mundo y a nosotros. Tenía las manos entrelazadas sobre el pecho. Seguía llevando el vestido color melocotón y unos pequeños zapatos de un marrón peculiar, el de la tierra cuando el sol la ha agrietado y transformado en sedoso polvo. Una mariposa nocturna giraba enloquecida sobre ella, chocaba contra los cristales de la ventana entreabierta, volvía a trazar titubeantes círculos sobre su rostro, golpeteaba de nuevo los cristales y recomenzaba su danza, que entonces me pareció una pavana atroz.
El cuello ligeramente abierto del vestido de Lysia dejaba al descubierto un profundo surco de color rojo negruzco sobre la piel de la garganta. El Fiscal alzó la cabeza hacia el techo y me señaló con los ojos la complicada lámpara de porcelana azul y un contrapeso en forma de globo terráqueo de cobre bruñido, con sus cinco continentes, sus mares y sus océanos; luego, sacó del bolsillo un delgado cinturón de cuero trenzado con adornos en forma de margaritas y mimosas, en el que una mano, que había sido fina y suave, había hecho un lazo, un círculo perfecto que había conseguido juntar, como en un emblema filosófico, la promesa y su cumplimiento, el principio y el final, el nacimiento y la muerte.
Al principio, no dijimos nada. No hablamos. Eso sí, nos miramos; nuestros ojos se buscaban, para luego regresar al cuerpo de la joven maestra. La muerte no le había robado la belleza; todavía no. Por así decirlo, seguía estando entre nosotros, con la tez pálida y las manos aún tibias cuando posé la mía sobre ellas, por primera vez y con temor, porque casi esperaba que abriera los ojos, me mirara y protestara por aquella libertad que me tomaba. Luego le cerré el cuello del vestido para que la tela ocultara el alargado cardenal y completara la ilusión de un sueño que callaba su verdadero nombre.
El Fiscal me dejó hacer. No esbozó un gesto ni dio un paso. Cuando aparté los ojos del rostro de Lysia y me volví hacia él, vi que los suyos, perdidos, me hacían una pregunta, una pregunta para la que no tenía respuesta. Por Dios santo, ¿acaso sabía yo por qué se muere? ¿Por qué se elige morir? ¿Acaso lo sé hoy? Después de todo, la muerte era su especialidad, no la mía. El entendido era él, que tan a menudo la pedía para otros, que, por así decirlo, la tuteaba, que la veía varias veces al año, cuando asistía en el patio de la prisión de V. a la ejecución de alguna de sus víctimas, para, acto seguido, marcharse sin ningún cargo de conciencia a almorzar al Rébillon.
Le indiqué con la cabeza el delgado cinturón y le pregunté si había sido él quien…
—Sí… —respondió sin darme tiempo a acabar.
—¿No ha encontrado nada? —murmuré tras aclararme la garganta.
Él miró a su alrededor, lentamente: el armario, la silla, la cómoda, el tocador, los ramos de flores, repartidos por toda la habitación como perfumados centinelas, la cálida y densa oscuridad que intentaba penetrar por la ventana, la cama, la pequeña cortina, la mesilla, en la que un delicado reloj empujaba sus manecillas para hacer avanzar el tiempo… Luego volvió a buscar mi mirada.
—No he encontrado nada… —musitó descompuesto, menos Fiscal que nunca, sin que me fuera posible saber a ciencia cierta si se trataba de una afirmación, una pregunta, o eran las palabras de un hombre que sentía el suelo hundiéndose bajo sus pies.
Oímos pasos en la escalera, pasos lentos, penosos, dolorosos, pasos de varias personas… Eran Barbe y El Rancio, seguidos por Hippolyte Lucy, el médico. Un buen médico, seco como un sarmiento, muy humano y, en consecuencia, muy pobre, pues rara vez cobraba cuando visitaba a gente humilde, que entre nosotros era la mayoría. «¡Ya me pagará más adelante! —Decía siempre con una sonrisa franca—. No estoy en la miseria…», añadía gruñendo. Sin embargo, fue la miseria la que acabó con él, en el veintisiete. «¡Ha muerto de hambre!», rezongó Desharet, su grueso, rubicundo y cretino colega soltando una tufarada a ajo, cuando llegó de V. en un coche, con cromados y lustroso cuero, para examinar el liviano cuerpo del doctor Lucy, al que habían encontrado tendido en la cocina de su casa, una cocina en la que no había nada, ni un mueble, ni una mala fresquera, ni un corrusco de pan, ni un poco de mantequilla, sólo un plato vacío desde hacía días y un vaso de agua del pozo. «De hambre…», repetía, casi ofendido, el muy imbécil, embutido en franela y tafetán inglés, y con una papada y una barriga que le llegaban al suelo. «De hambre…». No se lo podía creer. Si le hubieran vaciado encima un cubo de estiércol, no se habría sorprendido tanto.
El doctor Lucy se acercó a Lysia, pero no hizo gran cosa. ¿Qué iba a hacer? Posó la mano en la frente de la joven maestra, la deslizó por las mejillas y el cuello, y, al ver el surco, se quedó inmóvil. Ya no podíamos hacer otra cosa que mirarnos unos a otros, con la boca ligeramente abierta, llena de preguntas que jamás saldrían de ella. Barbe nos hizo comprender que allí, en aquella habitación de mujer joven, que ya nunca dejaría de serlo, no hacíamos nada. Nos puso en la puerta con una mirada, y la obedecimos como niños. Los cuatro: el Rancio, el doctor Lucy, el Fiscal y yo.