18
La mañana del día 3, mientras regresaba a casa chapoteando en el barro de la carretera, los gendarmes detienen a dos muchachos medio muertos de hambre y frío. Dos desertores. Del 59 de infantería. No eran los primeros a los que echaban el guante. La desbandada había empezado hacía meses. Todos los días había quien se largaba del frente y desaparecía en el campo, prefiriendo reventar solo en el bosque o detrás de un matorral antes que destrozado por los obuses. Digamos que aquellos dos eran un regalo del cielo; para el ejército, que quería hacer un escarmiento, y para el juez, que buscaba un culpable.
Dos gendarmes muy ufanos pasean a los muchachos por las calles. La gente sale a verlos. Dos guripas, dos corchetes. Dos muchachos zarrapastrosos, con el pelo enmarañado, el uniforme hecho jirones, barba de una semana, ojos desorbitados, el estómago vacío, el paso vacilante, sujetos con mano firme por dos gendarmes de los de verdad, altos, fuertes, coloradotes, con las botas relucientes, los pantalones bien planchados y aire triunfal.
La muchedumbre aumenta y, sin saber por qué, tal vez porque las muchedumbres siempre son un poco idiotas, se vuelve amenazadora, se cierra cada vez más en torno a los detenidos. Agita los puños, escupe insultos, tira piedras… En el fondo, ¿qué es una muchedumbre? Nada, un montón de pelagatos, inofensivos si les hablas mirándoles a los ojos. Pero juntos, casi pegados, envueltos en el olor de los cuerpos, de la transpiración, de los alientos, mirándose unos a otros, al acecho de una palabra, justa o injusta, se convierten en dinamita, en una máquina infernal, en una olla a presión lista para estallarte en la cara si se te ocurre tocarla.
Los gendarmes se temen lo peor. Avivan el paso. Los desertores también se ponen al trote. Los cuatro hombres se refugian en el ayuntamiento, donde el alcalde se les une sin pérdida de tiempo. Poco a poco, vuelve la calma. Una casa consistorial no es más que una casa, pero una casa con la bandera azul, blanca y roja siempre izada en la fachada, y el bonito lema para ingenuos de marca mayor: «Libertad, igualdad, fraternidad», primorosamente esculpido en la piedra, basta para enfriar los ánimos de unos revoltosos de opereta. La gente se tranquiliza. Se calla. Espera. No se oye una mosca. Hasta que, pasados unos instantes, sale el alcalde. Se aclara la garganta. Salta a la vista que está acobardado. Hace frío, pero se seca la frente; luego, bruscamente, grita:
—¡Volved a vuestras casas!
—Los queremos —replica una voz.
—¿A quién? —Pregunta el alcalde.
—¡A los asesinos! —Grita una voz distinta a la primera, coreada de inmediato, como en un eco siniestro, por decenas de voces amenazadoras.
—¿Qué asesinos? —vuelve a preguntar el alcalde.
—¡Los asesinos de la niña! —Le responden.
El alcalde, asombrado a más no poder, los mira boquiabierto, pero consigue reponerse y se encara con ellos.
Les dice que se han vuelto locos, que eso es absurdo, una mentira, una fantasía, que esos dos hombres son desertores, que los gendarmes van a entregárselos al ejército y que el ejército sabrá qué hacer con ellos.
—¡Son ellos, los queremos! —Insiste un cretino.
—¡Pues no los tendréis! —Responde el alcalde, furioso y decidido a no ceder—. ¿Y sabéis por qué? Porque el juez ya está al corriente, porque ya está en camino, porque está a punto de llegar.
Hay palabras mágicas. «Juez» es una palabra mágica. Como «Dios», como «muerte», como «niño» y unas cuantas más. Son palabras que imponen respeto, se opine lo que se opine sobre lo que significan. «Juez», además, produce un cosquilleo de intranquilidad en la espalda, incluso a quien no tiene nada que reprocharse y es tan inocente como un cordero. La gente sabía perfectamente que el juez era Mierck. La ocurrencia de los «pequeños mundos» había dado mucho que hablar —¡zamparse unos huevos pasados por agua al lado de un cadáver!—, tanto como el desprecio que había mostrado hacia la pequeña, para la que no había tenido ni una palabra ni un gesto de lástima. Pero, por mucho que lo odiaran, para todos aquellos botarates seguía siendo el juez, alguien que podía enviarlos a meditar entre cuatro paredes con una simple firma. El amiguete del verdugo. Una especie de hombre del saco para adultos.
La gente se miraba. Luego, lentamente al principio y después muy deprisa, la muchedumbre empezó a dispersarse, como víctima de una súbita diarrea. No quedó más que una docena de individuos, tiesos como postes, clavados al empedrado. El alcalde les dio la espalda y se volvió adentro.
La idea de agitar el nombre del juez como un espantajo había sido buena. Una idea casi genial, que probablemente había evitado un linchamiento. Ahora el alcalde no tenía más que avisar al juez, cosa que evidentemente no había hecho.
Mierck llegó a primera hora de la tarde, acompañado por Matziev. Al parecer, a esas alturas se hablaban ya como si se conocieran de toda la vida, lo que no me extraña, porque los había visto juntos antes y los vi juntos después. Ya he dicho que en mi opinión estaban hechos de la misma mala pasta. Así pues, se presentaron juntos en el ayuntamiento, que se transformó en bastión, gracias al refuerzo de una decena de gendarmes llamados ex profeso. La primera orden del juez fue que colocaran ante la chimenea del despacho del alcalde dos buenos sillones y trajeran vino y algo para acompañarlo, léase viandas, quesos y pan blanco. El alcalde mandó a Louisette a buscar lo mejor que encontrara.
Matziev sacó uno de sus cigarros. Mierck consultó su reloj y se puso a silbar. El alcalde se quedó de pie, sin saber qué hacer. El juez le hizo un gesto con la cabeza, que el alcalde interpretó como una orden para ir a buscar a los dos soldados y sus guardianes. Y eso hizo.
Los pobres diablos entraron al despacho, donde, gracias al excelente fuego, no tardaron en recuperar el color. El coronel les dijo a los gendarmes que salieran a ver qué tiempo hacía, lo que provocó las risas de Mierck. Los dos compinches observaron a los pobres chicos durante un buen rato. Digo chicos porque, en definitiva, lo eran. Uno, Maurice Rifolon, veintidós años, natural de Melun, domiciliado en París, calle Amandiers 15, en el vigésimo distrito, obrero tipógrafo. El otro, Yann Le Floc, veinte años, natural de Plouzagen, un pueblecito bretón del que no había salido antes de la guerra, trabajador del campo.
«Lo que más llamaba la atención —me explicó el alcalde más tarde, mucho más tarde— eran sus diferencias. El chico bretón tenía la cabeza gacha. Saltaba a la vista que estaba muerto de miedo. En cambio el otro, el obrero, la mantenía erguida y nos miraba directamente a los ojos, sin sonreír, aunque poco le faltaba. Era como si aquello le resbalara, como si le resbalara todo».
Abrió el fuego el coronel:
—¿Saben por qué están aquí? —Les pregunta.
Rifolon sostiene su mirada, pero no responde. El bretón levanta un poco la cabeza y balbucea:
—Porque nos fuimos, mi coronel, porque huimos…
En ese momento, Mierck decide entrar en juego.
—Porque han matado a alguien.
El bretón lo mira con ojos desorbitados. En cambio, el otro, Rifolon, replica, sin inmutarse:
—Claro que hemos matado, para eso fueron a buscarnos, para matar a los enemigos de enfrente, que se nos parecen como si fueran hermanos nuestros, para matarlos y para que nos maten. Fue gente como ustedes la que nos dijo que lo hiciéramos…
Al bretón le entra el pánico.
—Yo no estoy seguro de haber matado a nadie, puede que no, puede que no le haya dado a nadie… No se ve bien, y además yo no sé disparar… Si hasta el cabo se burla de mí… «¡Le Floc —me dice—, no le darías ni a una vaca en un pasillo!». Así que no es seguro, puede que no haya matado a nadie…
El coronel se acerca a ellos, le da una larga chupada al cigarro y les echa el humo a la cara. El más joven tose. El otro ni siquiera parpadea.
—Habéis matado a una niña, a una criatura de diez años…
El chico bretón da un respingo.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?
Por lo visto, lo repitió al menos veinte veces, dando botes y meneándose como si tuviera el baile de san Vito. En cuanto al tipógrafo, seguía manteniendo la calma y una media sonrisa. Fue a él a quien se dirigió el juez a continuación:
—No parece usted sorprendido…
El aludido se tomó su tiempo antes de responder. Miró a Mierck de arriba abajo y luego al coronel. «Era como si los estuviera sopesando con la mirada y eso lo divirtiera», me dijo el alcalde.
—A mí ya no me sorprende nada —contestó al fin—. Si ustedes hubieran visto lo que yo llevo visto en estos meses, sabrían que todo es posible.
Una frase bonita, ¿verdad? Y una bofetada en la cara del juez, que está empezando a ponerse roja.
—¿Lo niega? —Vocifera Mierck.
—Lo confieso —responde el otro tan tranquilo.
—¿Qué? —Grita su compañero agarrándolo por las solapas—. Pero ¿qué estás diciendo? ¿Es que te has vuelto loco? ¡No le hagan caso, yo no lo conozco, sólo llevamos juntos desde ayer por la tarde! Yo no sé lo que ha hecho él… ¡Cabrón! ¡Cabrón! ¿Por qué haces esto? ¡Díselo, vamos, díselo de una vez!
Mierck lo hace callar empujándolo hacia una esquina del despacho, con una cara que quiere decir: «Contigo ya arreglaré cuentas». Luego se vuelve hacia el otro.
—¿Confiesas?
—Todo lo que usted quiera —responde el tipógrafo, impasible.
—¿Lo de la niña?
—La maté yo. Fui yo. La vi. La seguí y le pegué tres puñaladas por la espalda.
—No, la estrangulaste.
—Sí, es verdad, la estrangulé, con las manos, tiene razón, no llevaba cuchillo.
—A la orilla del pequeño canal.
—Exactamente.
—Y la arrojaste al agua.
—Sí.
—¿Por qué lo hiciste?
—Porque tenía ganas…
—¿De violarla?
—Sí.
—Pero no lo hiciste.
—No me dio tiempo. Oí ruidos y eché a correr.
Las réplicas se suceden como en el teatro, según cuenta el alcalde. El obrero permanece erguido y habla alto y claro. El juez no cabe en sí de gozo. Cualquiera diría que hubieran ensayado la escena hasta el último detalle. El joven bretón llora, se sorbe la nariz, agita los hombros y gira la cabeza a derecha e izquierda sin parar. Matziev se envuelve en el humo de su cigarro.
El juez se dirige al alcalde:
—¿Es usted testigo de la confesión?
El alcalde no es testigo, es un espectador atónito. Sabe que el obrero se está burlando del juez. Sabe que Mierck lo sabe. Y, por último, comprende que eso al juez lo trae sin cuidado. Tiene lo que quería: una confesión.
—¿Realmente puede hablarse de confesión? —Pregunta tímidamente el alcalde.
El coronel sale al quite:
—Tiene usted dos orejas, señor alcalde, y un cerebro. De modo que ha oído y comprendido.
—Tal vez quiera llevar usted la investigación… —Sugiere el juez.
El alcalde calla.
El muchacho bretón sigue llorando. El otro está tieso como el palo de una vela. Sonriente. Lejos de allí. En definitiva, él ha echado sus cuentas: desertor, fusilado; asesino, guillotinado. En ambos casos, ¡zaca! ¡Se acabó lo que se daba! Lo que quería era acabar cuanto antes. Nada más. Y de paso hacer la puñeta a todo el mundo. Bravo.
Mierck llamó a un gendarme, que condujo al tipógrafo a un pequeño cuarto de la planta baja donde se guardaban las escobas. El agente lo encerró y se quedó montando guardia ante la puerta.
El juez y el coronel se concedieron una pausa y comunicaron al alcalde que lo llamarían cuando lo necesitaran. Entre hipidos, el joven bretón fue conducido al sótano por otro gendarme, el cual, como la puerta no tenía llave, lo esposó y le dijo que se sentara en el suelo. A una orden del juez, el resto del pelotón se dirigió al escenario del crimen para peinarlo minuciosamente.
La tarde tocaba a su fin. Louisette volvió cargada con la comida que había conseguido aquí y allí. El alcalde le dijo que la preparara y fuera a servir a aquellos dos señores, y, en un gesto que le honra, añadió que llevara alguna cosa a los detenidos.
«En ese momento, mi hermano estaba en el frente —me contó más tarde Louisette—. Yo sabía que era duro. A él también le había rondado por la cabeza dejarlo todo y volver. “¡Tú me esconderás!”, me dijo una vez que vino de permiso, y yo le respondí que no, que si hacía eso se lo diría al alcalde y a los gendarmes. No lo habría hecho, pero me daba miedo que desertara de verdad, lo cogieran y lo fusilaran. ¡Total, lo mataron igualmente una semana antes del armisticio! Todo esto lo digo para que comprenda que esos pobres chicos me daban pena; así que, antes de ir a llevarles la comida a esos dos señorones, me ocupé de los detenidos. El del sótano, cuando le tendí el pan y el tocino, no los quiso. Estaba acurrucado en un rincón y lloraba como un crío. Se lo dejé todo al lado, sobre un tonel. En cuanto al otro, el del cuarto de las escobas de la planta baja, cuando llamé a la puerta, no respondió. Volví a llamar, y tampoco… Yo tenía las manos ocupadas con el pan y el tocino, así que el gendarme me abrió la puerta, y entonces lo vimos. El pobre chico sonreía, se lo juro, sonreía y nos miraba a la cara con los ojos muy abiertos. Di un grito y dejé caer al suelo todo lo que llevaba. El gendarme soltó un “¡Mierda!” y se arrojó sobre él, pero era demasiado tarde. Estaba muerto y bien muerto. Se había ahorcado con el pantalón; lo había hecho tiras y las había atado a la falleba de la ventana. Nunca hubiera imaginado que una falleba aguantara tanto…».
Cuando se enteraron de lo ocurrido, Mierck y Matziev no se descompusieron.
—¡Una prueba más! —Le dijeron al alcalde, y se miraron con cara de satisfacción.
Estaba anocheciendo. El coronel añadió unos troncos a la chimenea y el juez hizo venir a Louisette. La chica se acercó cabizbaja y temblorosa. Pensaba que iban a interrogarla sobre el ahorcado. Pero Mierck le preguntó qué había traído para comer. Louisette respondió:
—Tres longanizas, costillas, jamón, pies de cerdo, un pollo, hígado de ternera, un queso de vaca y otro de cabra —respondió Louisette.
El rostro del juez se ilumina.
—Bien, muy bien… —Dice con la boca hecha agua, y le hace el pedido: primero, el jamón y las costillas, luego hígado de ternera braseado, a continuación un guiso de pollo, berza, zanahoria, cebolla y longaniza, después los pies de cerdo estofados y, para acabar, los quesos y una tarta de manzana. Y vino, claro. Del mejor. Blanco para empezar y después tinto. Y, con un gesto de la mano, la manda otra vez a la cocina.
Louisette no parará de hacer viajes entre el ayuntamiento y la casa del alcalde en toda la noche. Llevando botellas y soperas, regresando con cacharros vacíos, volviendo con nuevos platos… El alcalde estaba en su casa, conmocionado, presa de un repentino acceso de fiebre que lo había obligado a acostarse. Los gendarmes habían descolgado al tipógrafo y lo habían trasladado al depósito de cadáveres de la clínica. En el ayuntamiento sólo quedaba el guardia encargado de vigilar al muchacho bretón. Louis Despiaux, se llamaba. Un buen hombre, del que hablaré más adelante.
El despacho del alcalde, donde se habían instalado el juez y el coronel, daba a un pequeño patio interior en el que un escuálido castaño intentaba arañar el cielo. Desde una de las ventanas, se veía perfectamente aquel arbolillo raquítico, que carecía de espacio para extender sus ramas e intentar convertirse en un auténtico árbol. Poco tiempo después del Caso, el alcalde lo hizo talar; cuando lo miraba, veía algo más que un árbol enfermo, y no podía soportarlo. El despacho comunicaba con el patio a través de una puerta baja situada en una esquina. Encima del dintel, la pared estaba pintada con un ingenioso dibujo que simulaba hileras de libros, lo que permitía prolongar la biblioteca, más bien escasa, en la que un puñado de libros raros, que jamás se habían abierto, hacía compañía a los tomos de los códigos civil y municipal. Al otro lado del patio había un retrete y un pequeño cobertizo bajo el que se guardaba la leña para el fuego.
Cuando Louisette llegó con el jamón y las costillas, fue recibida con una exclamación. No un ligero bufido, no, sino una expresión de júbilo, a la que siguió una broma del coronel a cuenta de la chica, que ella ya no recordaba pero que hizo reír al juez. Louisette puso los platos, los cubiertos, los vasos y el resto de los cacharros sobre una mesa redonda y sirvió la comida. El coronel arrojó el cigarro a la chimenea y se sentó el primero, tras preguntarle cómo se llamaba.
—Louisette —respondió ella.
—Un nombre precioso para una chica preciosa —parece ser que dijo el coronel.
Y también parece ser que Louisette sonrió y se guardó el cumplido en el bolsillo, sin darse cuenta de que aquel engreído se burlaba de ella, aquel tipo al que le faltaban tres dientes y cuyos ojos se daban la espalda. Luego habló el juez. Le pidió que bajara al sótano y comunicara al gendarme que querían hablar con el detenido. La muchacha salió del despacho y bajó al sótano temblando, como si descendiera a los Infiernos. El joven bretón había dejado de llorar, pero no había tocado ni el pan ni el tocino que le habían dejado. Louisette dio el recado al gendarme. Despiaux asintió y le dijo al detenido que lo acompañara; pero, como no reaccionaba, lo agarró de las esposas y se lo llevó arriba.
—En el sótano había mucha humedad. —Quien habla es Despiaux, que me cuenta su historia y recuerda sus escrúpulos mientras compartimos mesa en la terraza del Café de la Croix, en V. Es una agradable tarde de junio. Junio del veintiuno. Hace poco que he encontrado su rastro. Tras la famosa noche que me dispongo a relatar, dejó la gendarmería y se marchó al sur, a casa de un cuñado que tenía viñas. Más tarde, se fue a Argelia, donde trabajó para una empresa que se dedicaba al avituallamiento de barcos. Por fin, a principios de 1921, volvió a V., donde trabaja como auxiliar de contable en Carbonnieux, los grandes almacenes. Un buen empleo, según dice. Es un individuo alto y delgado, aunque no en exceso, con el rostro aún joven, pero el pelo blanco como la harina. Dice que encaneció de golpe, tras la noche del chico bretón. Tiene como un agujero, una especie de vacío en la mirada. Algo que se adivina muy profundo, que te gustaría explorar, pero dudas en hacerlo por miedo a perderte—. El muchacho aquél —sigue contándome— no había dicho ni dos palabras en todo el rato que llevábamos juntos. Había estado llorando como una Magdalena. Después, nada. Le dije que teníamos que subir. Cuando llegamos al despacho del alcalde, hacía tanto calor que parecía que estuviéramos en el Sahara. O en el horno de una panadería. En la chimenea ya no cabían más troncos, y los que había estaban rojos como la cresta de un gallo. El coronel y el juez estaban sentados, con la boca llena y los vasos en la mano. Me cuadré y ellos levantaron los vasos ligeramente a modo de respuesta. Recuerdo que me pregunté dónde acababa de entrar.
Al ver a aquellos dos fantoches, el joven bretón salió de su estupor. Empezó a gimotear y, al cabo de unos instantes, reanudó la letanía de los «¿qué?», lo que echó a perder el buen humor del juez. De modo que, entre dos dentelladas a una costilla, Mierck le soltó lo de la muerte del tipógrafo, en pocas palabras y como si tal cosa. El chico, que sabía de lo ocurrido tan poco como el propio Despiaux, recibió la noticia como una pedrada en pleno rostro. Se tambaleó y, de no sujetarlo el guardia, se habría caído al suelo.
—Como ves —le dijo el coronel—, tu cómplice no ha podido soportar lo que hicisteis y ha preferido desaparecer.
—Al menos, él era un hombre de honor —añadió el juez—. ¿A qué esperas para confesarlo todo?
Se produjo un silencio, que no duró mucho. Despiaux dice que el muchacho lo miró, después miró a Mierck, luego a Matziev y, de pronto, soltó un alarido como el gendarme no había oído en su vida, como no imaginaba que un hombre fuera capaz de soltar, y lo peor era que parecía que no fuera a acabar nunca, que no paraba, que no podías evitar preguntarte de dónde salía aquel grito. No obstante, el fustazo que Matziev le propinó en pleno rostro consiguió ponerle fin. El coronel se había levantado ex profeso. El chico se calló de golpe. Un gran verdugón violeta, salpicado de gotitas de sangre, le cruzaba el rostro. Con un gesto de la cabeza, Mierck dio a entender al gendarme que podía volver a bajarlo al sótano; pero, cuando Despiaux se disponía a cumplir la orden, la voz de Matziev lo detuvo.
—Tengo una idea mejor —rezongó—. Llévelo al patio para que se le refresquen las ideas. Puede que allí recupere la memoria.
—¿Al patio? —preguntó Despiaux.
—Sí —respondió Matziev señalando hacia la ventana—. Veo que tiene usted ahí un buen poste para atarlo. ¡Vamos!
—Pero, mi coronel, hace mucho frío… —se atrevió a decir Despiaux—. Está helando…
—¡Haga lo que le dicen! —le gritó el juez, que acababa de cortarse otra loncha de jamón.
—Yo tenía veintidós años —me dijo Despiaux mientras tomábamos otro Pernod—. Con veintidós años, ¿qué podía decir? ¿Qué podía hacer? Llevé al chico al patio y lo até al castaño. Serían las nueve. Pasamos del despacho, donde no se podía estar de calor, a la oscuridad y a la helada, porque estaríamos a diez bajo cero, puede que a doce. Yo no me sentía orgulloso. El muchacho sollozaba. «Harías mejor contándolo todo, si fuiste tú. Luego todo habrá acabado y volverás dentro», le dije al oído. «Pero no fui yo, no fui yo…», me juró en voz muy baja, como en una queja. El patio estaba oscuro. En el cielo había docenas de estrellas y delante de nosotros teníamos la ventana del despacho, totalmente iluminada, y en esa ventana, como en un teatrillo infantil, se veía una escena irreal: dos hombres con la cara roja que comían y bebían alrededor de una mesa bien servida, sin preocuparse de nada más.
Cuando volví a entrar en el despacho, el coronel me dijo que esperara en la habitación de al lado, que ya me llamarían. Así que fui allí, me senté en una especie de banco y esperé retorciéndome las manos y preguntándome qué debía hacer. En aquella habitación también había una ventana desde la que se veía el patio y al detenido, atado al árbol. Preferí quedarme a oscuras. No quería encender la luz y que me viera. Estaba avergonzado. Me habría gustado salir corriendo, largarme de allí, pero me lo impedía el uniforme, el respeto que me imponía. Si fuera hoy, no me lo impediría nada. De vez en cuando oía sus voces, sus risotadas, los pasos de la criada del alcalde, que les llevaba platos humeantes que olían a gloria. Pero aquel día esos aromas eran como un hedor insoportable que se te pegaba a la nariz. Yo tenía una bola en el estómago. Me avergonzaba de ser hombre.
Louisette no paraba de hacer viajes.
—¡Con un frío que pelaba! —me confirmó ella misma.
La cena duró dos horas. Mierck y Matziev no tenían prisa. Estaban disfrutando, de la comida y de lo demás. Cuando entraba en el despacho, Louisette no miraba a su alrededor. Era una especie de tic. Los ojos siempre clavados en los pies. Y esa noche con más razón.
—Me daban miedo los dos, y además empezaban a estar borrachos…
Al chico bretón no llegó a verlo en el patio. A veces, lo mejor es no ver.
De vez en cuando, el coronel salía lo justo para decirle unas palabras al detenido. Se inclinaba sobre él y le hablaba al oído. Entre castañeteos de dientes, el chico sollozaba que no había sido él, que él no había hecho nada. El coronel se encogía de hombros, se frotaba las manos, se soplaba en ellas, hacía como que temblaba de frío y volvía a toda prisa al despacho. Despiaux lo veía todo, sumido en la oscuridad, como si también estuviera atado.
Hacia medianoche, Mierck y Matziev, con los labios aún relucientes de la grasa de los pies de cerdo, se acababan los quesos. Hablaban cada vez más alto y, de vez en cuando, cantaban y daban palmadas en la mesa. Se habían bebido seis botellas. Mano a mano.
Salieron juntos al patio, como para tomar el aire. Era la primera vez que Mierck iba a echar un vistazo al detenido. Para Matziev, era la quinta visita. Dieron una vuelta alrededor del árbol, como si el chico no existiera. Mierck levantó la cabeza hacia el cielo y se puso a hablar de las estrellas, en el tono de una conversación. Fue señalándoselas a Matziev y dando sus nombres. Las estrellas eran una de las pasiones del juez. «Las estrellas nos consuelan de los hombres. Ellas son puras». Fueron sus palabras. Despiaux lo oía todo, las frases y el castañeteo de los dientes del detenido, que parecía el ruido de una piedra golpeteando contra un muro. Matziev sacó un cigarro y le ofreció otro al juez, que lo rechazó. Durante unos instantes, siguieron hablando de los astros y del movimiento de los planetas, con la cabeza alzada hacia la lejana bóveda celeste. Y, de pronto, como si les hubieran pinchado con un alfiler, se volvieron hacia el detenido.
Llevaba tres horas a la intemperie. Y no cualquier intemperie. Él había tenido tiempo de sobra para enumerar todas las estrellas, antes de que los párpados se le pegaran del todo, debido a las lágrimas, que se le habían congelado.
El coronel le paseó la brasa del cigarro por debajo de la nariz varias veces, al tiempo que le repetía la misma pregunta. El chico ya ni siquiera respondía; sólo gemía. Al cabo de unos instantes, los gemidos acabaron irritando al coronel.
—¿Qué es usted, un hombre o un animal? —le gritó al oído.
No hubo reacción. Matziev arrojó el cigarro a la nieve, agarró al prisionero, atado al árbol como estaba, y empezó a agitarlo. Mierck contemplaba la escena soplándose en los dedos. Matziev soltó el cuerpo tembloroso del joven bretón y miró a derecha e izquierda, como si buscara algo. Pero no encontró nada, nada salvo una idea, una brillante idea de canalla en su embotada cabeza.
—Todavía tienes demasiado calor, ¿verdad? —susurró al oído del detenido—. ¡Pues voy a refrescarte las ideas, muchacho!
Y sacó del bolsillo una navaja de cazador, que desplegó. Luego, uno tras otro, arrancó metódicamente todos los botones de la guerrera del chico, hizo otro tanto con los de la camisa y le desgarró la camiseta de un tirón. Cuando le quitó las prendas, con la punta de los dedos, el torso desnudo del detenido se convirtió en una gran mancha clara en la penumbra del patio. A continuación, Matziev hizo lo mismo con el pantalón, los calzones y los calzoncillos, y, para acabar, cortó los cordones de los zapatos y descalzó al muchacho lentamente, silbando su «Caroline, mets tes p’tits souliers vernis». El chico chillaba y sacudía la cabeza como un loco. Matziev se incorporó. El detenido estaba completamente desnudo ante él.
—¿Qué, mejor así? ¿Estás más cómodo? Estoy seguro de que ahora recuperarás la memoria.
El coronel se volvió hacia el juez.
—Entremos, estoy empezando a sentir frío —le dijo Mierck.
Los dos compinches se rieron de aquella salida tan ocurrente y entraron a zamparse la enorme y humeante tarta de manzana que Louisette acababa de dejar en la mesa, con el café y la botella de aguardiente de ciruela.
Despiaux contemplaba el cielo de junio y aspiraba el perfume del aire. La noche se acercaba con pasos cortos. Yo me limitaba a escuchar y me encargaba de llamar al camarero para que nuestros vasos no estuvieran nunca vacíos. A nuestro alrededor, en la terraza, había mucha gente, gente ociosa y alegre; pero, bien pensado, creo que en realidad estábamos solos, y teníamos frío.
—Yo estaba de pie, a unos pasos de la ventana —siguió contando Despiaux—. No podía apartar los ojos del cuerpo del chico. Estaba ovillado al pie del árbol, como un perro, tiritando, estremeciéndose de pies a cabeza, como si no fuera a parar nunca. En ese momento, me eché a llorar, le juro que me eché a llorar… Las lágrimas brotaban solas, y no hice el menor esfuerzo para contenerlas. Al cabo de unos instantes, el muchacho empezó a soltar largos aullidos, aullidos de animal, como dicen que hacían los lobos cuando aún había lobos en nuestros bosques. Y, mientras él aullaba, las risas del juez y el coronel sonaban cada vez más fuertes a través de la pared. Los aullidos del chico eran como colmillos que te desgarraban el corazón.
Me imagino a Mierck y Matziev de pie, con la nariz pegada al cristal, el culo hacia el fuego, un vaso de aguardiente en la mano, la tripa a punto de reventar por el atracón y los ojos clavados en el muchacho desnudo que se retorcía bajo la helada, mientras charlaban sobre la caza de la liebre, las estrellas o el arte de la encuadernación. Son imaginaciones mías, pero seguro que no ando muy descaminado.
Lo que sí es seguro es que poco después Despiaux vio que el coronel volvía a salir, se acercaba al detenido y lo tocaba con la punta de la bota tres veces, dándole pequeños puntapiés en la espalda y el estómago, como se hace para comprobar si un perro ha estirado la pata de verdad. El chico intentó atrapar la bota, sin duda para suplicar, pero Matziev lo rechazó aplastándole el tacón en la cara. El joven bretón gimió, y luego, cuando el coronel le echó encima un jarro de agua que tenía en la mano, volvió a chillar aún más fuerte.
—Aquella voz… Si hubiera oído usted aquella voz… Ya no era un grito gutural, y lo que farfullaba eran palabras sin orden ni concierto, palabras que, puestas así, unas detrás de otras, no querían decir nada… Y después, al final de aquella letanía, empezó a aullar, aulló que había sido él, que sí, había sido él, que lo confesaba todo, el asesinato, todos los crímenes, que había matado, claro que había matado… Ya no había manera de pararlo.
Despiaux había dejado el vaso en la mesa y miraba en su interior como buscando fuerzas para seguir contando su historia.
El coronel lo llamó. El chico se agitaba como un poseso repitiendo constantemente: «¡Fui yo, fui yo, fui yo!». Tenía la piel totalmente azul, pero salpicada de manchas rojas, y las puntas de los dedos de las manos y los pies se le habían empezado a poner negras a causa de la congelación. Tenía la cara blanca como un cadáver. Despiaux lo envolvió en una manta y lo ayudó a entrar. Matziev volvió junto a Mierck y brindaron por su éxito. El frío había podido más que el joven bretón. Despiaux no consiguió hacerlo callar. Intentó darle una bebida caliente, pero el chico no consiguió tragar. Se pasó la noche velándolo, más que vigilándolo. No había nada que vigilar.
Los atardeceres de junio casi hacen concebir esperanzas en el mundo y la humanidad. Son tantos los perfumes que llegan de las muchachas y de los árboles, y el aire tan grato, que dan ganas de empezar de nuevo, de frotarse los párpados, de creer que el mal no es más que un sueño, y el dolor, un espejismo del alma. Seguramente ése fue el motivo que me llevó a proponer al antiguo gendarme que fuéramos a tomar un bocado a algún sitio. Despiaux me miró como si hubiera dicho una barbaridad y declinó la invitación con la cabeza. Puede que remover todas aquellas cenizas le hubiera quitado el apetito. A decir verdad, yo tampoco me moría de hambre; lo que me había impulsado a proponerle aquello era la desazón, más que nada, y el deseo de evitar que nos separáramos demasiado bruscamente. Pero, antes de que pudiera pedir otra ronda, Despiaux se levantó, se irguió cuan alto era y se alisó el traje con el dorso de las manos. Luego, se caló el sombrero y me miró a los ojos. Creo que era la primera vez que me miraba de aquel modo o, al menos, con aquel brillo un poco amargo en los ojos.
—¿Y usted? —me espetó de pronto en el tono incisivo del reproche—. ¿Dónde estaba esa noche?
Me quedé mirándolo como un idiota. Clémence acudió a mi lado al instante. La miré. Seguía siendo muy hermosa, transparente, pero muy hermosa. ¿Qué podía responder? Despiaux esperaba mi respuesta. Estaba frente a mí, y yo seguía con la boca abierta, mirándolo, mirando al vacío, en el que sólo yo veía a Clémence.
Despiaux se encogió de hombros, se colocó bien el sombrero y me dio la espalda sin despedirse. Se fue. Se fue con sus pesares y me dejó a mí con los míos. Yo sabía, y sin duda él también, que se puede vivir en el pesar como en un país.