17
Hippolyte Lucy está junto a Clémence, inclinado sobre ella, con el rostro tenso y el instrumental a mano. A mí me han sentado en una silla. Miro sin comprender. La habitación está llena de gente. Vecinas, viejas, jóvenes, que hablan en voz baja como si ya estuvieran en el velatorio. ¿Dónde estaban todas esas arpías cuando Clémence gemía, cuando intentaba pedir ayuda? ¿Eh? ¿Dónde estaban estas comadres que ahora vienen a cebarse en la desgracia ajena, ante mis narices, a mi costa? Me levanto con los puños cerrados, con una cara que debe de parecer la de un energúmeno, un asesino, un demente… Retroceden. Las pongo de patitas en la calle. Cierro la puerta. Nos quedamos los tres solos, Clémence, el médico y yo.
Como ya he dicho, Hippolyte Lucy era un buen médico. Un buen médico y un buen hombre. Yo no veía lo que estaba haciendo, pero sabía que era lo mejor. Me dijo unas palabras: «hemorragia», «coma», y que debíamos darnos prisa. Levanté a Clémence. Pesaba menos que una pluma. Era como si lo único que siguiera vivo fuera el vientre, como si la vida se hubiera refugiado en aquel vientre demasiado hinchado, voraz, muerto de hambre.
La tuve abrazada a mí en el interior del coche, mientras el doctor hacía restallar el látigo contra las ancas de sus dos pencos. Llegamos a la clínica. Me separaron de ella. Dos enfermeras se la llevaron en una camilla con ruedas. Clémence desapareció entre olores a éter y crujidos de sábanas blancas. Me dijeron que aguardara.
Pasé horas sentado en una sala de espera, junto a un soldado que había perdido el brazo izquierdo. Recuerdo que decía estar muy contento de haber perdido un brazo, y encima el izquierdo, una auténtica suerte, teniendo en cuenta que él era diestro. En seis días estaría en casa, y para siempre. Lejos de aquella guerra de cornudos, como la llamaba. Un brazo perdido, una vida ganada. Años de vida. Lo repetía constantemente, enseñando el brazo invisible. Incluso le había puesto un nombre: Zángano. Y le hablaba sin cesar, lo ponía por testigo, lo reñía, lo pinchaba. La felicidad depende de muy poco. A veces pende de un hilo, a veces, de un brazo. La guerra es el mundo al revés: consigue convertir a un mutilado en el hombre más feliz de la tierra. Aquél se llamaba Léon Castrie. Era de Morvan. Me hizo fumar un montón y me emborrachó de palabras, que era lo que necesitaba. No me hizo ninguna pregunta. Ni siquiera esperaba que le diera conversación. Se la daba su brazo invisible. Cuando al fin decidió marcharse, se puso en pie y me dijo: «El Zángano y yo tenemos que irnos». Era la hora de la sopa. Castrie. Léon Castrie, treinta y un años, cabo del 127, soltero, campesino de la región de Morvan. Amaba la vida y le gustaba la sopa de col. Eso es lo que recuerdo de él.
No quise volver a casa. Prefería estar allí, aunque no sirviera de nada. Vino una enfermera. Empezaba a anochecer. Me dijo que el niño estaba a salvo, que podía verlo si quería, que no tenía más que seguirla. Le dije que no con la cabeza. Le dije que a quien quería ver era a Clémence. Le pregunté cómo estaba. La enfermera respondió que había que seguir esperando, que iría a preguntarle al médico. Y se marchó.
Al cabo de un rato, llegó un médico, un militar, exhausto, desbordado, al límite de sus fuerzas. Iba disfrazado de carnicero, de matarife, con el delantal empapado en sangre y la gorra de faena también. Llevaba días operando sin descanso, creando Zánganos en cadena, dejando contentos a algunos, muertos a muchos y jodidos a todos. Para él, una mujer joven en medio de toda aquella carne viril era como un error. Volvió a hablarme del bebé, tan grande, tan grande que no había podido salir solo. Me repitió que se había salvado. Luego, también él me dio un cigarrillo. Mala señal; demasiado bien conocía yo esos cigarrillos, porque estaba harto de dárselos a tipos a los que sabía que no les quedaba mucho, de vida o de libertad. Fumamos en silencio. Al cabo de unos instantes, mientras soltaba el humo, eludiendo mi mirada, murmuró: «Su mujer ha perdido demasiada sangre…». La frase quedó flotando en el aire como el humo de los cigarrillos. No cayó al suelo, no desapareció. Y, en ese momento, la sangre que cubría al médico como si se la hubieran echado encima a cubos se convirtió en la de Clémence. De pronto, me dieron ganas de matarlo, de matar a aquel pobre diablo con ojeras hasta el suelo y barba de tres días que se trababa en cada frase, aquel hombre al límite de la resistencia que había hecho todo lo que estaba en su mano para hacer volver a Clémence a este lado de la vida. Jamás, de eso estoy seguro, he tenido tantas ganas de matar a alguien con mis propias manos. Matar con violencia, con saña, salvajemente. Matar.
—Tengo que volver… —murmuró el médico arrojando la colilla al suelo. Luego, me puso la mano en el brazo, ajeno a las ideas asesinas que aún me rondaban por la cabeza—. Puede ir a verla —añadió antes de marcharse con penosa lentitud.
El mundo no deja de girar porque sufran unos cuantos. Ni los cabrones de ser cabrones. Seguramente, las casualidades no existen. Me lo digo a menudo. Los dramas propios nos vuelven egoístas. Me había olvidado por completo de Belle de Jour, Destinat, Joséphine en su calabozo, Mierck y Matziev. En un momento en que yo debería haber estado allí y no estaba, aquellos dos canallas habían aprovechado para hacer su enjuague, tan tranquilos, tanto que era como para pensar que habían tramado la muerte de Clémence con el único objetivo de deshacerse de mí y tener las manos libres. En el fondo, es lo que hicieron. Sin escrúpulos.
Un crimen como el del Caso no puede por menos de sacudir a toda una región. Es como una ola; la noticia corre como un reguero de pólvora y hace temblar todo a su paso. Da miedo, pero también tema de conversación. Mantiene ocupadas las cabezas y las lenguas. No obstante, saber que un asesino merodea por los alrededores, que está ahí, muy cerca, que tal vez nos hemos cruzado con él, que tal vez nos lo crucemos mañana, que tal vez sea nuestro vecino, no es bueno para nadie. Sobre todo en tiempo de guerra, cuando es más necesaria que nunca una paz civil digna de tal nombre en la retaguardia. Si no, apaga y vámonos.
No hay mil maneras de resolver un asesinato. Yo sólo conozco dos: detener al culpable, o detener a alguien y decir que es el culpable. O lo uno o lo otro. Y caso resuelto. Así de fácil. Para la población, el resultado es el mismo en ambos casos. El único que sale perdiendo es el detenido, pero su opinión, en definitiva, ¿a quién le importa? Otra cosa es que los crímenes continúen. Cierto. Pero, en el caso que nos ocupa, no continuaron. La pequeña Belle de Jour fue la única niña estrangulada. No hubo más. Prueba, para aquéllos que querían esgrimir alguna, de que el individuo al que se había detenido era el culpable. Y sanseacabó. Asunto concluido. Y aquí paz y después gloria.
Nada de lo que contaré a continuación lo vi con mis propios ojos, pero eso no cambia las cosas. Llevo años tirando de los hilos, buscando las palabras, los rastros, las preguntas, las respuestas… Es como la verdad. No hay invención. Además, ¿por qué iba a inventar?