15

Tardamos cuatro horas en llegar a V. El caballo se hundía en el lodazal. Las rodadas se habían convertido en auténticas charcas. En algunos sitios, más que fundirse, la nieve parecía verter cántaros de agua que hacía desaparecer la calzada y corría a llenar las cunetas. Para colmo, había que dejar paso, apartándonos como podíamos, a los convoyes que, a pie, en carretas o en camiones, subían hacia la línea del frente. Los soldados nos miraban con ojos melancólicos. Ninguno se movía, ninguno hablaba. Eran como pálidos animales vestidos de azul que se dejaban llevar dócilmente al gran matadero.

El Postilla, el secretario del juez Mierck, nos indicó que tomáramos asiento en una antesala tapizada de seda roja y nos dejó solos. Yo conocía bien aquella sala. Allí dentro había tenido más de una ocasión de meditar sobre la existencia humana, el aburrimiento, el peso de una hora, de un minuto, de un segundo, hasta el punto de que habría podido coger un papel y dibujar con los ojos cerrados, sin dudar ni equivocarme, la situación de cada mueble, la posición de cada objeto y hasta el último pétalo de cada una de las ajadas anémonas que languidecían en el jarrón de la repisa de la chimenea. Joséphine dormitaba con las manos apoyadas en los muslos. De vez en cuando, daba una cabezada y enderezaba el cuerpo bruscamente, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.

Por fin, al cabo de una hora, el Postilla vino a buscarnos rascándose la mejilla. Las finas escamas de piel muerta se posaban sobre su traje negro, lustroso en los codos y las rodillas. Sin decir palabra, nos hizo pasar al despacho del juez.

Al entrar no vi nada, pero oí dos risas. Una, espesa como un escupitajo, la conocía. La otra era completamente nueva para mí, pero aprendí a reconocerla enseguida. En la habitación flotaba una nube de humo apestoso que ponía una cortina entre el grueso juez, sentado ante su escritorio, el individuo que permanecía de pie junto a él y nosotros, que no sabíamos qué hacer. Luego, poco a poco, nuestros ojos se acostumbraron a la neblina, y el rostro del juez emergió de ella, junto con el de su acompañante. Era Matziev. Seguía riendo, igual que el juez, como si no existiéramos, como si no estuviésemos a tres pasos de ellos. El militar daba caladas a su cigarro. El juez se agarraba la panza. Al cabo de un rato, dejaron morir sus risas lentamente, sin demasiada prisa. Se produjo un silencio, que también se prolongó, hasta que al fin Mierck posó sobre nosotros sus saltones ojos verdes, sus ojos de pez, al igual que hizo el militar, aunque éste mantuvo en la boca, además del cigarro, una fina sonrisa que en dos segundos nos transformó en congéneres de los gusanos.

—¿Y bien? ¿Qué hay? —nos espetó el juez con irritación, observando a Joséphine como si tuviera ante sí a un animal extraño.

Mierck no me apreciaba y yo no lo apreciaba a él. El trabajo nos obligaba a tratarnos con frecuencia, pero no gastábamos más saliva de la necesaria. Nuestras conversaciones eran breves, siempre en un tono frío, y mantenidas sin apenas mirarnos. Hice las presentaciones y empecé a resumir lo que me había contado Joséphine, pero Mierck me interrumpió y se dirigió a ella:

—¿Profesión? —Joséphine abrió una boca de un palmo y pensó durante unos segundos, los suficientes para que el juez se impacientara—. ¿Es sorda o idiota? ¿Profesión?

Joséphine se aclaró la garganta, me lanzó una mirada y murmuró:

—Recuperadora…

El juez miró al militar, y los dos se sonrieron.

—¿Y qué es lo que recupera la señora? —preguntó Mierck.

Era su forma de reducir a la nada a su interlocutor. No le hablaba ni de tú ni de usted; se refería a él o a ella en tercera persona, como si no estuviera delante, como si no existiera, como si nada indicara su presencia. Lo anulaba con un pronombre. Como ya he dicho, sabía servirse del idioma.

Vi que el rostro de Joséphine se ponía rojo como un tomate y sus ojos relucían con un brillo asesino. Si llega a tener a mano un cuchillo o una pistola, le da el pasaporte a Mierck, por la vía rápida. Cada día, sin ni siquiera darnos cuenta, matamos a mucha gente, de pensamiento y de palabra. Bien mirado, al lado de todos esos crímenes abstractos, los asesinatos reales son escasos. El equilibrio entre nuestros deseos culpables y la realidad absoluta sólo se da en las guerras.

Joséphine respiró hondo y se lanzó. Habló, alto y claro, de su penoso modo de vida, del que no tenía por qué avergonzarse.

Mierck siguió con los puyazos:

—Vaya, que se gana la vida matando bichos —rezongó, y soltó una risa falsa, exagerada a más no poder, a la que se unió Matziev, que seguía dando chupadas al cigarro como si el destino del mundo dependiera de ello.

Posé una mano en la de Joséphine y empecé a hablar. Repetí, breve pero detalladamente, lo que ella me había contado la noche anterior. Mierck, serio al fin, me escuchó sin interrumpirme y, cuando acabé, se volvió hacia el militar. Los dos hombres intercambiaron una mirada indefinible y, a continuación, el juez cogió el abrecartas con la mano derecha y lo hizo bailar sobre la carpeta del escritorio durante un largo rato. Un baile muy rápido, entre polca y contradanza, vivo y nervioso como el galope de un semental, que cesó tan bruscamente como había comenzado. Y ahí empezó el suplicio de Joséphine.

Sin necesidad de ponerse de acuerdo, el juez y el coronel optaron por una ofensiva conjunta. Cuando dos están hechos de la misma pasta, no necesitan gastar mucha saliva para entenderse. Joséphine capeó el temporal como Dios le dio a entender, manteniendo su versión y lanzándome constantes miradas con unos ojos que parecían querer decir: «Pero ¿por qué te haría caso?, ¿qué coño hago yo aquí?, ¿cuándo van a dejarme en paz este par de cabrones?». Yo no podía hacer nada por ella. Me limité a asistir al trabajo de zapa y, cuando Joséphine confesó con la mayor inocencia que se había quitado el frío a base de tragos de aguardiente, vi con impotencia cómo Mierck y Matziev la freían a fuego lento a base de sarcasmos. Cuando se cansaron de atormentarla, Joséphine bajó la cabeza, soltó un profundo suspiro y se miró las manos, hinchadas por el frío y las penalidades. Había envejecido veinte años en diez minutos.

Luego se produjo un momento de calma. Como cuando acaba una partida de cartas. Matziev encendió otro cigarro y dio unos pasos por el despacho. Mierck se recostó en el sillón y hundió los pulgares en los bolsillos del chaleco que ceñía el balón de su barriga. Yo no sabía qué hacer. Cuando me disponía a abrir la boca, Mierck se puso en pie de un salto.

—¡Ya no lo necesito! Puede marcharse. En cuanto a ella —murmuró mirando de nuevo a Joséphine—, se quedará haciéndonos compañía el tiempo que haga falta para comprobar sus afirmaciones.

Joséphine se volvió hacia mí, asustada. Mierck me indicó la puerta y se levantó para acompañarme. Posé una mano en el hombro de Joséphine. A veces tratamos de decir con gestos lo que las palabras no pueden expresar; pero el juez me arrastraba ya hacia la sala de espera, donde el Postilla mataba el tiempo dando cabezadas. Mierck le ordenó que saliera con un gesto, cerró las puertas, se acercó a mí como no se había acercado jamás y, con la cara pegada a la mía y los ojos clavados en los míos, empezó a hablarme en voz baja, mientras yo observaba las venas muertas de su rostro, las arrugas, las protuberancias de la piel, los minúsculos lunares, y recibía en el mío su aliento de tragaldabas, una mezcla de tufo a cebolla, bouquets de vinos caros y efluvios de carne y café.

—Aquí no ha pasado nada, ¿entendido? Esa loca lo ha soñado todo… ¡Fantasías, sandeces, desvaríos de borracha, visiones! Nada, ¿me oye? Y, por supuesto, le prohíbo molestar al señor Fiscal… ¡Se lo prohíbo! Además, como ya le manifesté, la investigación está en manos del coronel Matziev. Usted obedecerá sus órdenes. Puede marcharse.

—¿Y Joséphine Maulpas? —pregunté a pesar de todo.

—Tres días en el calabozo le aclararán las ideas.

Mierck dio media vuelta y regresó a su despacho. Yo me quedé allí plantado, como un idiota.

—Conque tres días… —rezongó Joséphine—. Una semana me tuvo allí el muy cerdo, a pan duro y puré de guisantes, y encima servidos por una monjita tan simpática como el palo de una escoba… ¡Cabronazo! ¿Estás seguro de que la palmó?

—Seguro.

—¡Me alegro! Si existe el infierno, al menos habrá servido de algo. Espero que le diera tiempo a ver venir la muerte y que sufriera durante horas… Y el otro, el soplapollas del cigarro, ¿también murió?

—No lo sé. Puede que sí. Pero también puede que no.

Joséphine y yo seguimos desenredando juntos las madejas de nuestras vidas durante un buen rato. Hablando de aquel modo de momentos pasados, nos hacíamos la ilusión de que no todo estaba dicho, de que aún había un hueco para nosotros en el gran mosaico del azar. Luego, insensiblemente, las palabras nos arrastraron hacia nuestra infancia, hacia el perfume de los campos en los que habíamos jugado a la gallinita ciega, los miedos comunes, las canciones, el agua de las fuentes… Cuando la campana de la iglesia dio las doce, ya no sabíamos con certeza si aquel mediodía pertenecía a nuestra niñez o al tiempo presente, áspero y ya herrumbroso.

Antes de marcharse, Joséphine me besó en ambas mejillas. Era la primera vez que lo hacía. Me gustaron mucho esos besos. Eran como un sello, algo que establecía entre nosotros un parentesco en la soledad, la fraternidad de una historia vieja pero todavía en carne viva. Joséphine dobló la esquina y desapareció. Volví a quedarme solo. Volví a pensar en Belle de Jour.

La niña venía a nuestra ciudad todos los domingos desde que tenía ocho años. Tener ocho años entonces no era lo mismo que tenerlos ahora. A los ocho años sabíamos hacer de todo; teníamos la cabeza sobre los hombros y los brazos fuertes. Éramos casi adultos.

Bourrache, que, como ya he dicho, tiene el instinto del dinero, había elegido a las madrinas y los padrinos de sus hijas siguiendo el olor de los billetes. Ésa era la razón de que, el día de su bautizo, la pequeña estuviera en brazos de una pariente lejana que vivía en nuestra ciudad y que en la época del Caso frisaba los ochenta. Adélaide Siffert, se llamaba. Una mujer alta y huesuda, con el rostro tallado a hachazos, manos de carnicero, piernas de leñador, solterona y contenta de serlo, pero buena como ella sola.

La señora Siffert había llevado los libros del ayuntamiento durante cuarenta años, pues se daba buena maña con el tintero y la pluma, que manejaba sin hacer faltas ni tachones. Cobraba una modesta jubilación que le permitía vivir sin grandes lujos, pero comiendo carne a menudo y tomándose su copita de oporto por las tardes.

Así pues, todos los domingos, Bourrache enviaba a la pequeña a visitar a su madrina. La niña llegaba en el coche de mediodía y volvía a V. en el de las seis de la tarde. Adélaide Siffert preparaba un asado de cerdo, judías verdes, frescas si era la temporada, y en conserva el resto del año, una ensalada y una tarta de manzana. Era un menú inmutable. Lo sé por la propia Adélaide. La pequeña siempre repetía tarta. También lo sé por la anciana. Luego pasaban la tarde haciendo costura. A veces, Belle de Jour hacía un poco de limpieza. A las cinco, se tomaba una taza de café con leche, cogía otro trozo de tarta y le daba un beso a su madrina, que le ponía un billete en la mano. La anciana la veía alejarse desde la puerta. Ella había tenido su visita, y la niña, sus cinco francos, que Bourrache le cogía en cuanto la veía llegar. Todos contentos.

Cuando hacía mal tiempo, porque llovía a cántaros o porque nevaba con fuerza, la pequeña solía quedarse a pasar la noche en casa de su madrina. Cuando tal cosa ocurría, nadie se preocupaba, y a la mañana siguiente la niña cogía el primer coche, que pasaba a las ocho.

La tarde del asesinato —pues, según Víctor Desharet, que puso sus sucias zarpas en el cuerpo de la criatura para abrirle el vientre como se abre una camisa, fue durante la tarde cuando se cometió el crimen—, Adélaide había tratado de retener a la niña: estaba cayendo una helada como para partir las piedras y al respirar tenías la sensación de que el aire te desgarraba los pulmones. Pero la pequeña no dio su brazo a torcer. «¡No tengo frío, madrina, con tu caperuza voy muy calentita!». Y eso, aquel comentario, halagó a la anciana, porque la caperuza de marras, de pana amarillo oro que se veía a una legua y forro de piel de conejo, se la había hecho ella como regalo cuando la niña cumplió siete años. Belle de Jour se anudó los cordones, se puso las manoplas y, vivaracha como una ardilla, se marchó dando brincos.

La pena mata. Y muy deprisa. El sentimiento de culpa también, al menos cuando se tiene una pizca de conciencia. Adélaide Siffert siguió a su ahijada a la tumba. Entre los dos entierros transcurrieron veintidós días. Ni una hora más. Y, durante esas tres semanas, las lágrimas rodaron sin cesar por el rostro de la anciana, sin cesar, digo bien, ni de día, cosa de la que puedo dar fe, ni de noche, lo que casi me atrevería a jurar. Las buenas personas se van pronto. Todo el mundo las quiere, y la muerte también. Los canallas, en cambio, tienen la piel dura. Por lo general se mueren de viejos, y casi siempre en su cama. Como unos benditos.

Cuando salí del despacho del juez Mierck, dejando allí a Joséphine, no me sentía orgulloso. Estuve un rato dando vueltas por V. con las manos en los bolsillos, poniéndome perdidos los bajos del pantalón con el barro que cubría las aceras.

La ciudad estaba revolucionada. Borracha. Los reclutas recorrían las calles en manadas lanzando al aire sus bravuconadas y sus chocarrerías. Una nueva hornada, pero esta vez de aquí te espero, se disponía a buscarle las cosquillas al boche. De momento, todos bromeaban. Las calles y los bares eran un hervidero de uniformes. Un torrente, un río de polainas nuevas, de relucientes botones, de hombreras recién cosidas que cantaba, gritaba y silbaba a las escasas chicas, que corrían a refugiarse en las tiendas. Era como el embate de un inmenso celo, masivo, salvaje, colectivo y sangrante, una marea de vida bruta que se oía hervir y estaba a punto de rebosar.

Me pregunté qué iba a hacer yo en medio de todos aquellos idiotas, que todavía no habían comprendido nada y que, en su mayoría, no tardarían en hacer el viaje de vuelta en una caja de pino, si es que conseguían encontrar todos sus trozos en el fondo de los agujeros de obús o colgando de las alambradas.

A fuerza de caminar sin rumbo y andar a ciegas, llegué ante la puerta del Rébillon. Sentí una punzada. Enseguida comprendí que no podía haber ido a otro sitio, que tenía que acabar allí, empujar la puerta y ver a Bourrache, sus ojos negros, su alto corpachón, estrecharle la mano y murmurar las absurdas frases que se dicen en ocasiones así.

Era la primera vez que veía el enorme comedor completamente vacío. Ni una mesa puesta. Ni un ruido. Ni una voz. Ni el tintineo de un vaso al chocar con otro. Ni el humo de una pipa. Ni un olor a comida. Sólo un fuego mortecino en el gigantesco hogar. Y Bourrache, delante, sentado en un taburete diminuto, con los pies extendidos hacia las escasas brasas y la cabeza inclinada, inclinada sobre el vacío. Un gigante muerto.

No me había oído entrar. Me detuve a unos pasos de él y pronuncié las palabras. No se movió. No respondió. Observé el fuego, el palpitar de las hermosas y últimas llamas, que menguaban, se retorcían, pugnaban por mantenerse erguidas y acababan encogiéndose y muriendo. Y, de pronto, vi la mirada de Clémence, sus ojos y su sonrisa. Vi su vientre. Vi mi insolente felicidad y vi el rostro de Belle de Jour, no muerta y empapada, sino tal como la había visto la última vez, viva y sonrosada, cimbreña como el trigo verde, en aquella misma sala, zigzagueando entre las mesas y sirviendo a los parroquianos jarras de vino de Toul y de Vic.

Las llamas cedieron el sitio a finas columnas de humo acre y gris, que escapaban del hogar para danzar por la sala y extenderse por el ennegrecido techo. Al cabo de unos instantes, con una lentitud de buey exhausto, Bourrache volvió el rostro, un rostro en el que no había nada, ni la más mínima expresión, se levantó, extendió las dos manazas hacia mi cuello y empezó a apretar, a apretar, a apretar cada vez más. Por extraño que parezca, no me asusté; lo dejé hacer. Sabía que no estaba ante un asesino, ni siquiera ante un loco, sino simplemente ante un padre que acababa de perder a su hija y para quien ahora el mundo era como un inmenso sol pintado de negro. Sentía que me asfixiaba. Oía un zumbido en mi interior. Veía manchas blancas, fogonazos, y las facciones de Bourrache, que, congestionado, temblaba y temblaba, hasta que, de pronto, apartó las manos de mi cuello violentamente, como si se las hubiera quemado en un hierro al rojo, se dejó caer al suelo y se echó a llorar.

Traté de recobrar el aliento. Estaba empapado en sudor. Ayudé a Bourrache a levantarse y lo senté a la mesa más próxima. Él se dejó llevar sin oponer ni un gesto ni una palabra. Sollozaba y se sorbía la nariz. Yo sabía dónde guardaba el aguardiente de ciruela. Cogí una botella y dos vasos, y los llené hasta arriba. Lo obligué a beberse el suyo y yo apuré el mío. Me serví otro, y Bourrache tres más, que se bebió de un trago, como un autómata. Vi que sus ojos volvían poco a poco a este mundo y me miraban con sorpresa, como si se preguntara qué pintaba yo allí. Un militar soplagaitas hizo tamborilear los dedos en el cristal de la puerta, muy cerca de nuestra mesa. Muerto de risa, paseaba la mirada por la sala con la nariz aplastada contra el vidrio. De pronto, nos vio, y la sonrisa se le heló en los labios. Se largó. Yo me quedé cuatro horas más. Cuatro horas y dos botellas de matarratas. Cuatro horas y apenas tres palabras. Era lo menos que podía hacer.

Mientras tanto, Clémence había empezado a gemir y retorcerse, sola. Sin mí. Sin que yo lo supiera.