20

Mierck había hecho encerrar al joven bretón en la cárcel de V., pese a que el ejército se había reafirmado en su decisión de fusilarlo. Era una carrera a ver quién se lo cepillaba primero. No obstante, aún tardaron algún tiempo. El suficiente para que yo fuera a verlo. Llevaba allí seis semanas.

La cárcel, la conocía perfectamente. Era un antiguo convento que databa de la Edad Media. Los presos habían sucedido a los monjes. Nada más. Aparte de eso, el sitio apenas había cambiado. El refectorio seguía siendo refectorio y las celdas, celdas. Simplemente habían añadido barrotes, puertas y cerraduras, y colocado barras de metal erizadas de púas en lo alto de los muros. La luz penetraba con dificultad en el enorme edificio, que siempre estaba en penumbra, hasta los días más soleados. Lo que sentías cuando entrabas allí eran ganas de salir cuanto antes, y a ser posible corriendo.

Dije que me enviaba el juez. Era mentira, pero nadie se molestó en comprobarlo. Todos me conocían.

Cuando el guardia me abrió la puerta de la celda del soldado bretón, apenas vi nada. En cambio, oí algo de inmediato. El muchacho estaba cantando, en voz muy baja, casi infantil, y bastante buena, por cierto. El guardia nos dejó solos y cerró la puerta a mi espalda. Mis ojos se acostumbraron a la penumbra, y lo vi, por primera vez. Estaba sentado en el suelo, acurrucado en una esquina de la celda, con el mentón sobre las rodillas, y balanceaba la cabeza al ritmo de la canción. Era rubio y de ojos azules, que mantenía clavados en el suelo. No sé si me había oído entrar, pero cuando le hablé no pareció sorprenderse.

—Entonces, ¿de verdad fuiste tú quien mató a la niña? —le pregunté.

El muchacho dejó de cantar y, sin levantar la vista y al son de su canción, canturreó:

—Fui yo, sólo yo, fui yo, sólo yo…

—Escucha, yo no soy el juez, ni el coronel —le dije—. No tienes nada que temer, a mí puedes decirme…

El muchacho me miró con una sonrisa ausente, como si estuviera muy lejos de allí y quisiera quedarse donde estaba. Seguía balanceando la cabeza, como esos angelotes de los nacimientos que, cuando les metes una moneda, continúan dando las gracias un buen rato. Y, en lugar de responder, siguió cantando su canción, que hablaba de «verdes trigales, alondras, ramos de flores y bodas».

Aún seguí allí un rato más, mirándolo, mirando sobre todo sus manos y preguntándome si eran las manos de un asesino. Cuando me marché, no levantó la cabeza; siguió cantando y balanceándose ligeramente. Mes y medio más tarde, tras comparecer ante un tribunal militar por deserción y asesinato, fue declarado culpable de ambos cargos y fusilado sin dilación.

En una sola noche, Mierck y Matziev consiguieron transformar a un muchacho campesino en un perturbado, además de culpable ideal y confeso. Es verdad que los acontecimientos de la famosa noche no llegaron a mi conocimiento hasta mucho más tarde, cuando al fin conseguí dar con Despiaux. Pero lo que sí sabía ya entonces era que ni el juez ni el coronel habían ido a interrogar al Fiscal. El testimonio de Joséphine había caído en el olvido más absoluto. Muchas veces me he preguntado el motivo. Al fin y al cabo, Mierck odiaba a Destinat, y era una ocasión inmejorable para hacérselas pasar canutas y arrastrar su nombre y su pose de emperador romano por el fango.

Pero si hay algo más fuerte que el odio yo diría que son las reglas de ciertos mundos. Destinat y Mierck pertenecían al mismo, el de la buena cuna, los buenos colegios, los besamanos, los automóviles, los artesonados y el dinero. Más allá de los hechos y las antipatías, por encima de las leyes que los hombres puedan discurrir, existe esa connivencia y esa reciprocidad de intereses: «Tú no me haces la puñeta y yo no te la hago a ti». Pensar que uno de los suyos puede ser un asesino es pensar que él mismo puede serlo. Supone admitir ante todo el mundo que aquéllos que tuercen el gesto y nos miran de arriba abajo como si fuéramos un montón de estiércol, tienen el alma podrida, como los demás hombres, lo que equivale a decir que son como el resto de los mortales. Y eso puede ser el principio del fin, del fin de su mundo. Y, por tanto, es insoportable.

Además, ¿por qué iba Destinat a matar a Belle de Jour? Que le hablara, de acuerdo, pero ¿matarla?

Cuando detuvieron al soldado bretón, le encontraron en un bolsillo un billete de cinco francos con una cruz hecha a lápiz en la esquina superior izquierda. Adélaide Siffert afirmó categóricamente que era el mismo que le había dado a su ahijada el domingo en cuestión. Las cruces eran una manía suya, su forma de indicar que un billete era suyo y de nadie más.

El desertor juró que se lo había encontrado a la orilla del pequeño canal. Así pues, había estado allí. Bueno, ¿y qué? ¿Qué prueba eso? Después de todo, el tipógrafo y él habían dormido allí, bajo «la Morcilla», el famoso puente pintado de granate, al abrigo del frío y la nieve, apretados uno contra el otro. Los gendarmes habían visto la hierba aplastada y la señal de dos cuerpos. Eso también lo confesó abiertamente.

Al otro lado del pequeño canal, casi enfrente de la entrada del parque del Palacio, se alza el laboratorio de la Fábrica. Es un edificio alargado y no muy alto, que parece una caja de cristal iluminada día y noche. Día y noche, porque la Fábrica no para jamás, y en el laboratorio siempre hay dos ingenieros verificando la cantidad y calidad de lo que sale del vientre del gran monstruo.

Cuando le dije que quería hablar con los que se encontraban en la Fábrica la noche del asesinato, Arsène Meyer, el jefe de personal, miró el lápiz que tenía en la mano y empezó a darle vueltas en todas las direcciones.

—¿Qué, tienes la respuesta en el lápiz? —Acabé soltándole.

Nos conocíamos desde hacía años, y además, en cierto modo, estaba en deuda conmigo: en 1915, cuando su hermano mayor, un vivales, creyó que el material del ejército —mantas, escudillas y provisiones que estaban almacenadas en unos hangares próximos a la plaza de la Liberté— era suyo, yo cerré los ojos. Eso sí, lo puse a parir al muy imbécil, volvió a dejarlo todo en su sitio y no lo denuncié. Nadie se enteró.

—Ya no están aquí —responde al fin Meyer.

—¿Y desde cuándo no están aquí? —le pregunto.

Meyer vuelve a mirar el lápiz y, al cabo de unos instantes, murmura algo en voz tan baja que apenas lo entiendo.

—Se fueron a Inglaterra, hará dos meses…

Inglaterra, y más en tiempo de guerra, era casi el fin del mundo. Y hacía dos meses era poco después del asesinato.

—¿Y por qué se fueron?

—Porque se lo mandaron.

—¿Quién?

—El director.

—¿Era un traslado previsto?

Se le parte el lápiz. Tiene la frente cubierta de sudor.

—Sería mejor que te fueras —me suelta—. Tengo órdenes, y por muy policía que seas, eres muy poca cosa frente a esos peces gordos.

No quise seguir presionándolo. Lo dejé con su incomodidad, diciéndome que al día siguiente iría a hacerle la misma pregunta al propio director.

No tuve tiempo. Al día siguiente, al amanecer, me traían un mensaje. El juez quería verme de inmediato. El motivo estaba claro. Pensé que, realmente, las noticias volaban.

Como de costumbre, me recibió el Postilla, y tuve que hacer antesala una hora larga. Al otro lado de la puerta forrada de cuero, se oían voces, voces risueñas, me pareció. Cuando el secretario volvió para decirme que el señor juez me recibiría, yo estaba entretenido despegándome del dedo una tira de seda roja medio desprendida de la pared, que yo había rasgado unos cuarenta centímetros más. El Postilla me miró con cara de sorpresa y pena, como se mira a un enfermo, pero no dijo nada. Me levanté y lo seguí.

Mierck estaba sentado en su sillón, con el cuerpo echado hacia atrás. A su lado, como un doble suyo, un doble menos grueso y más alto, un doble espiritual, se encontraba Matziev. Cualquiera diría que aquellos dos canallas se habían enamorado el uno del otro, porque no se separaban ni a sol ni a sombra. Matziev alargaba su estancia entre nosotros. Seguía viviendo en casa de Bassepin y dándonos la lata con su fonógrafo. Hubo que esperar hasta finales de enero para que se fuera con la música a otra parte y no volviera jamás.

Mierck no gastó pólvora en salvas.

—¿Con qué derecho va usted a la Fábrica? —Ladró. Yo no abrí la boca—. ¿Qué anda buscando? ¡El caso está resuelto y los culpables han pagado!

—Eso dicen, sí —fue mi respuesta, que tuvo la virtud de ponerlo aún más furioso.

—¿Qué insinúa?

—Yo no insinúo nada. Me limito a hacer mi trabajo.

Matziev jugueteaba con un cigarro que aún no había encendido. Mierck volvió al ataque. Parecía un cochinillo al que le hubieran aplastado los cojones entre dos ladrillos.

—Entonces, haga su trabajo y deje en paz a la gente. Si me entero de que vuelve a hacer preguntas, sea a quien sea, relativas a este sumario, que está juzgado y cerrado, lo pongo entre rejas… Naturalmente —siguió diciendo en tono más suave— comprendo que, en las circunstancias actuales, no sea usted el mismo de siempre… La muerte de su pobre mujer a una edad tan temprana, el dolor…

Al oírlo hablar de Clémence, evocar su imagen, su nombre, la sangre se me subió a la cabeza. Era como tratar de embellecer un montón de estiércol poniéndole encima un jazmín.

—Cállese —le espeté.

Mierck abre unos ojos como platos, se pone rojo y farfulla, fuera de sí:

—¿Cómo? ¿Se atreve usted a darme órdenes? ¿Usted?

—Váyase a la mierda —le respondo.

No se cayó del sillón de milagro. Matziev me miró de arriba abajo, encendió el cigarro sin decir nada y luego agitó la cerilla en el aire un buen rato, a pesar de que ya estaba apagada.

Fuera, brillaba el sol. Yo me sentía como si hubiera bebido. En ese momento me habría gustado hablar con alguien, alguien de confianza que viera las cosas como yo. No me refiero al Caso. Me refiero a la vida, al mundo, a todo y a nada.

Me acordé de Mazerulles, el secretario del Inspector de Instrucción Pública, a quien fui a ver tras la muerte de Lysia Verhareine. Habría sido un bálsamo volver a ver su cabeza de nabo, su tez gris, sus ojos de perro apaleado que se acerca en busca de caricias. Eché a andar hacia la plaza de Carmes, donde se encontraba el edificio de la Inspección. Sin prisa. Me sentía liberado de un peso enorme y volvía a ver la cara que puso Mierck cuando lo mandé al cuerno. Seguro que ya estaba exigiendo mi cabeza a mis superiores. Me daba igual.

Cuando le pregunté al conserje si Mazerulles seguía trabajando allí, se ajustó las gafas, que tenían tendencia a desrizársele nariz abajo, y dijo:

—El señor Mazerulles nos dejó hará un año.

—¿Sabe si sigue en V.?

El hombre me miró como si acabara de caerme de la luna.

—No creo que se haya movido del cementerio, pero puede ir a comprobarlo usted mismo.