19

Fue Madame de Flers quien me llevó junto a Clémence. La conocía de vista. Pertenecía a una familia muy antigua de V. Gente como Destinat. Su marido, «el Comandante», había muerto en combate el 14 de septiembre. Recuerdo que fui injusto con ella, que pensé que la viudez le sentaría como un traje de noche y que la utilizaría para ensoberbecerse aún más en los saraos del prefecto y en las rifas benéficas. A veces soy bastante idiota, y bastante mal pensado, en todo caso tanto como el que más. De la noche a la mañana, decidió ser útil. Dejó V. y su casa, inmensa como otro palacio de Versalles, y se vino aquí, a la clínica. «No durará ni tres días —dijeron algunos—. ¡Cuando vea la sangre y la mierda le dará un patatús!».

Pero se quedó, a pesar de la sangre y la mierda, olvidándose de su «de» y de su dinero con una bondad y una sencillez ilimitadas. Vivía en un pisito y se pasaba las horas, los días y las noches a la cabecera de los moribundos y los resucitados. La guerra destroza, mutila, mancha, envilece, despanzurra, desmiembra, aplasta, despedaza y mata, pero a veces también pone en hora algunos relojes.

Madame de Flers me cogió de la mano. Me llevó consigo. Yo me dejé llevar.

—Ya no nos quedan habitaciones, ni sitio… —dijo a modo de disculpa.

Entramos en una enorme sala común llena de estertores en la que flotaba un agrio hedor a vendajes, pus y miseria. Era el olor de las heridas, del dolor y de las llagas, no el de la muerte, que es más limpio y más insidioso. Habría unas treinta camas, tal vez cuarenta, todas ocupadas, en algunas de las cuales sólo se distinguían formas alargadas cubiertas de vendajes que se movían imperceptiblemente. En el centro de la sala, cuatro sábanas blancas colgadas del techo formaban una especie de precaria y movediza alcoba. Clémence estaba allí, rodeada de soldados que no la veían y a los que no veía.

Madame de Flers apartó una de las sábanas, y la vi. Estaba inconsciente, con el rostro hacia el techo, los ojos cerrados y las manos unidas sobre el pecho. Respiraba con una lentitud majestuosa que le henchía el cuerpo pero no le alteraba las facciones. Junto a la cama había una silla. Más que sentarme, me derrumbé en ella. Con gesto suave, Madame de Flers le puso una mano en la frente y se la acarició.

—El niño está bien —me dijo. La miré sin comprender—. Lo dejo, quédese el rato que quiera —añadió volviendo a apartar la sábana, como a veces se hace en el teatro. Luego, desapareció detrás de aquel lienzo blanco.

Me quedé toda la noche con Clémence. La miraba. No dejaba de mirarla. No me atrevía a hablarle, por miedo a que alguno de los heridos que la rodeaban como celosos guardianes oyera mis palabras. Posaba la mano en su cuerpo, para sentir su calor, y también para darle el mío, porque estaba seguro de que percibía mi presencia, de que sacaba fuerzas de ella, fuerzas para volver junto a mí. Estaba muy hermosa. Quizá un poco más pálida que el día anterior, cuando nos separamos, pero también más dulce, como si el profundo sueño en el que vagaba hubiera ahuyentado los motivos de preocupación, las inquietudes, las penas del día. Sí, estaba muy hermosa.

Nunca la conocí fea, ni vieja, ni arrugada, ni gastada. Durante todos estos años, he vivido con una mujer que nunca ha envejecido. Yo me encorvo, expectoro, me quiebro, me arrugo, pero ella sigue igual, sin estigmas ni deterioro. La muerte me ha dejado al menos eso, que nada puede arrebatarme, aunque el tiempo me haya robado su rostro, que me esfuerzo en recobrar tal como realmente era, si bien a veces, a modo de recompensa, se me concede vislumbrarlo en los reflejos del vino que bebo.

El soldado que estaba a la izquierda de Clémence, oculto tras la sábana colgada del techo, se pasó toda la noche balbuceando una historia sin pies ni cabeza. A veces canturreaba y a veces se enfurecía. Sin embargo, su voz no cambiaba. No comprendí muy bien a quién se dirigía, si a un compañero, a un pariente, a una novia o a sí mismo. Hablaba de todo, de la guerra, por supuesto, pero también de herencias, de prados por segar, de tejados por reparar, de banquetes de boda, de gatos ahogados, de árboles cubiertos de orugas, de ajuares bordados, de arados, de monaguillos, de inundaciones, de colchones prestados y no devueltos, de leña por cortar… Era un molino de palabras que no cesaba de remover los momentos de su vida, pegándolos unos a otros de cualquier modo, hasta componer una interminable y absurda historia, hecha, en el fondo, a imagen de la vida. De vez en cuando, pronunciaba un nombre: Albert Jivonal. Supongo que era el suyo y que necesitaba decirlo en voz alta, quizá para demostrarse a sí mismo que aún estaba vivo.

Su voz era como el instrumento solista en la sinfonía de los moribundos que se interpretaba a mi alrededor.

Las respiraciones, los estertores, los entrecortados jadeos de los gaseados, los quejidos, los llantos, las risas histéricas, los nombres murmurados —nombres de madres y esposas—, y, dominándolo todo, la letanía de Jivonal, hacían que tuviera la sensación de que nosotros, Clémence y yo, que la velaba, estábamos encerrados en la toldilla de un barco invisible e íbamos a la deriva por el río de los muertos, el mismo de las historias maravillosas que los maestros nos contaban en la escuela y que nosotros escuchábamos con los ojos como platos y el miedo metido en el cuerpo, mientras fuera la noche empezaba a caer como un manto de lana negra sobre los hombros de un gigante.

Al amanecer, me pareció observar que Clémence se movió un poco. Es posible que el cansancio me jugara una mala pasada, pero creo que volvió el rostro hacia mí ligeramente. De lo que sí estoy seguro es de que esa vez respiró más profunda y prolongadamente de lo que lo había hecho hasta ese momento. Sí, dejó escapar un gran suspiro, uno de ésos que exhalamos cuando nos decimos que algo ha llegado a su fin, y respirando de ese modo queremos mostrar que lo esperábamos, que nos alegramos sinceramente de que haya llegado. Le puse la mano en el cuello. Yo lo sabía. A veces descubrimos con sorpresa que sabemos cosas sin haberlas aprendido. Yo sabía que aquel suspiro era el último, que no lo seguiría ningún otro. Apoyé la cabeza contra la suya y me quedé así largo rato. Sentía que el calor la iba abandonando poco a poco. Recé a Dios y a todos los santos para que me sacaran de aquel sueño.

Albert Jivonal murió poco después que Clémence. Se calló, y supe que había muerto. Lo odié, porque imaginé que, al entrar en la muerte, se encontraría justo detrás de ella, como en una infinita cola, y que, desde el lugar en el que ahora estaba, sin duda podría verla, a unos metros delante de él. Sí, sin conocerlo, sin ni siquiera haberle visto la cara, lo odié. Tener celos de un muerto… Querer estar en su lugar…

La enfermera de día pasó a las siete. Le cerró los ojos a Clémence, que curiosamente los había abierto en el momento de morir. Todavía me quedé a su lado largo rato. Nadie se atrevía a decirme que me fuera. Me fui yo mismo, solo, más tarde. Y eso fue todo.

El entierro de Belle de Jour se celebró en V., una semana después del asesinato. Yo no asistí. Tenía mi propio duelo. Dicen que la iglesia estaba llena a rebosar y que en el atrio también había un centenar largo de personas, a pesar de que llovía con ganas. El Fiscal estaba presente. El juez, también, y Matziev. Y la familia, por supuesto: Bourrache, su mujer, a la que hubo que sostener, y las dos hermanas de la niña, Aliñe y Rose, que parecían no comprender lo que ocurría. También estaba la tía, Adélaide Siffert, que hablaba sola con voz temblorosa y repetía a todo el mundo: «Si lo hubiera sabido, si lo hubiera sabido». El problema es que nunca se sabe.

Nosotros no éramos muchos. Digo «nosotros» porque me parecía que todavía estábamos juntos, aunque yo estuviera de pie y Clémence metida en un ataúd de roble rodeado de grandes cirios, aunque ya no la viera ni la oyera. Ofició el padre Lurant. Dijo unas palabras sencillas y justas. Bajo las vestiduras sacerdotales, volví a ver al hombre con el que había compartido cena y habitación mientras Clémence se moría.

Yo hacía años que no me hablaba con mi padre, y Clémence no tenía familia. Mejor. No habría podido soportar que unos u otros me cobijaran bajo sus alas, tener que hablar y escuchar, dejar que me rodearan con los brazos, que me compadecieran. Quería estar solo cuanto antes, ya que ahora iba a estar solo toda la vida.

En el cementerio éramos seis: el cura, Clémentine Hussard, Léocadie Renaut, Marguerite Bonsergent —tres viejas que no se perdían un entierro—, Ostrane —el enterrador— y yo. El padre Lurant pronunció la última oración. Todo el mundo escuchó cabizbajo. Ostrane agarraba con sus callosas manos el mango de la pala. Yo miraba el paisaje, los prados que descienden hacia el Guerlante, el monte, con sus árboles desnudos y sus caminos parduzcos, el cielo encapotado. Las viejas arrojaron una flor sobre el ataúd. El cura hizo la señal de la cruz. Ostrane empezó a echar paletadas. Me fui el primero. No quería ver más.

Esa noche tuve un sueño. Clémence estaba bajo tierra y lloraba. Animales de toda especie se arrastraban hacia ella, con sus espantosos hocicos, sus colmillos, sus garras… Ella se protegía el rostro con las manos, pero los animales seguían acercándose y acababan rodeándola, mordiéndola, arrancándole minúsculos pedazos de carne, que engullían en sus fauces. Clémence pronunciaba mi nombre. Tenía la boca llena de tierra y raíces, y los ojos sin pupilas. Blancos y opacos.

Me desperté sobresaltado, empapado en sudor, jadeante. Vi que estaba solo en la cama. De pronto, comprendí hasta qué punto una cama puede ser grande y estar vacía. Pensé en ella, allí abajo, bajo la tierra, en esa primera noche de exilio. Lloré como un niño.

Luego vinieron muchos días, ya no sé cuántos. Y muchas noches. No salía. Fluctuaba. Dudaba. Cogía la carabina de Gachentard, metía una bala en la recámara y me pegaba el cañón al paladar. Estaba borracho desde que salía el sol hasta que se ponía. La casa empezaba a parecer una pocilga y a oler como un estercolero. Yo sacaba fuerzas de la botella. A veces, gritaba y aporreaba las paredes. Me visitaron algunos vecinos, pero los puse en la calle. Hasta que una mañana, en que me había asustado al ver mi cara de náufrago en el espejo, una monja de la clínica llamó a la puerta. Llevaba en brazos un pequeño bulto envuelto en lana que rebullía débilmente. Era el niño. Pero eso lo contaré en su momento, no ahora. Lo contaré cuando haya acabado con los demás.