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Al día siguiente, el alcalde había recogido velas. Iba cabizbajo, con un traje de terciopelo grueso, un paletó de lana, un gorro de nutria y zapatos claveteados. El atuendo de galán y los aires de grandeza y seguridad en sí mismo se habían quedado en el armario. Ya no tenía que interpretar ningún papel: Lysia Verhareine lo había calado. Había pasado el momento de hacerse el distinguido. Además, presentarse en casa del Fiscal hecho un figurín era ponérselo en contra desde el principio. Destinat lo habría mirado como si fuera un mono vestido de hombre.

La joven maestra conservaba su sonrisa ausente. Su vestido era tan sencillo como el del día anterior, pero tenía los tonos de un bosque en otoño y adornos de encaje de Brujas que le daban una austeridad religiosa. El alcalde arrastraba los pies por el barro de las calles. Ella los posaba apenas sobre la tierra esponjada por el agua, sorteando los charcos con pequeños saltos, como si jugara a trazar el rastro de un grácil animal sobre el suelo empapado. Bajo sus tersas facciones de mujer joven se adivinaba la niña traviesa que sin duda había sido, la muchachita que dejaba de jugar a la rayuela para colarse en los jardines y robar rojas cerezas o grosellas.

Lysia se quedó esperando ante la escalinata del Palacio mientras el alcalde entraba a exponer el asunto a Destinat. El Fiscal lo recibió de pie, en el vestíbulo, entre el cielo raso, a diez metros de su cabeza, y las frías baldosas blancas y negras, que dibujaban el tablero de un juego iniciado en la noche de los tiempos, en el que los hombres son los peones, en el que hay hombres poderosos y guerreros, y criados y muertos de hambre que los miran de lejos, sin dejar de caer. El alcalde lo soltó todo. De un tirón. Sin adornarlo ni elegir palabras bonitas. Hablaba con los ojos clavados en las baldosas y las polainas de Destinat, confeccionadas con becerro de primera calidad. No ocultó nada: la excrementicia Marsellesa, el apocalíptico espectáculo y la idea que habían tenido muchos, y sobre todo él, de alojar a la joven en la casita del parque. Luego se calló y esperó, aturdido como un animal que hubiera chocado violentamente contra una cerca o el grueso tronco de un roble. El Fiscal no respondió. Miró con tranquilidad a través de la vidriera de la puerta de entrada la figura menuda que iba y venía; luego, hizo saber al alcalde que deseaba ver a la joven, y la puerta se abrió ante Lysia Verhareine.

Yo podría embellecer la escena; después de todo, no es tan difícil. Pero ¿para qué? La verdad es mucho más efectiva cuando la contemplamos de frente. Lysia entró y tendió a Destinat una mano tan fina que al principio el Fiscal apenas la vio, ocupado como estaba en observar el calzado de la joven, unos pequeños zapatos de verano de crepé y cuero negro con la punta y el talón ligeramente manchados de barro, un barro más gris que marrón, que había dejado su pegajoso rastro sobre el embaldosado, oscuro en las casillas blancas y claro en las negras.

El Fiscal era famoso porque llevaba los zapatos más brillantes que el casco de un guardia republicano, hiciera el tiempo que hiciese. Ya podía haber un metro de nieve, llover a cántaros o haber un palmo de barro en la calzada; el cuero que cubría los pies de aquel hombre siempre estaba reluciente. Un día lo vi quitándoles el polvo en un pasillo de la Audiencia, cuando creía que nadie lo observaba, mientras al lado, tras un panel de nogal patinado por los años, doce miembros de un jurado sopesaban la cabeza de un hombre. Aquel día, había en sus gestos una pizca de desdén mezclado con asco. Y comprendí muchas cosas. Destinat odiaba las manchas, incluso las más naturales y terrenas. Por lo general, ver los sucios zapatones de los reos sentados en el banquillo, o de los hombres y las mujeres con los que se cruzaba en la calle, le revolvía el estómago. Según cómo llevaras los zapatos, eras considerado digno o indigno de que te mirara a los ojos. Todo dependía de un embetunado perfecto, reluciente como el cráneo de un calvo después de un verano de mucho sol o, por el contrario, de una costra de tierra seca, una película de polvo del camino o unas gotas de lluvia sobre un cuero seco y agrietado.

Pero allí, ante aquellos pequeños zapatos salpicados de barro que redibujaban el damero de mármol y, con él, el universo, ocurrió algo muy distinto. Fue como si de pronto el mundo hubiera dejado de girar.

Destinat acabó por coger la pequeña mano que le tendían y la retuvo en la suya. Largo rato.

—Una eternidad —nos dijo el alcalde más tarde—. ¡Una eternidad, y me quedo corto! —añadió antes de proseguir—: El Fiscal no le soltaba la mano, la retenía en la suya, y sus ojos… ¡Tendríais que haber visto sus ojos! Ya no eran sus ojos, ni sus labios eran sus labios; se movían, o temblaban un poco, como si quisiera decir algo, pero no salía nada, nada. Miraba a la chica, la devoraba con los ojos como si nunca hubiera visto a una mujer, o al menos a una como ella… Yo, como podéis figuraros, no sabía dónde meterme… Aquellos dos estaban en otra parte, solos en algún sitio, perdidos el uno en los ojos del otro; porque la chica tampoco parpadeaba, le clavaba esa sonrisa suya y no la apartaba, no bajaba la cabeza, no parecía apurada ni incómoda. Y, claro, el que se sentía como un idiota era yo… Intenté agarrarme a algo, a alguna cosa que pudiera justificar mi presencia y no hacerme parecer un intruso, y acabé refugiándome en el gran retrato de su mujer, en los pliegues de su vestido, que le llegan hasta los pies. ¿Qué otra cosa podía hacer, eh? Fue ella la que acabó retirando la mano; pero no apartó los ojos. Y el Fiscal se miró la suya, su mano, como si le hubieran arrancado la piel. Tras unos instantes de silencio, me miró, me dijo «sí», y eso fue todo, un simple sí. Luego no sé lo que pasó.

Lo sabía perfectamente, seguro, pero eso ya no tenía importancia. Lysia Verhareine y él abandonaron el Palacio. Destinat se quedó allí. Largo rato. De pie en el mismo sitio. Luego subió a sus habitaciones, caminando pesadamente. Eso lo sé por El Rancio, que dijo que nunca había visto a su señor tan encorvado, tan lento y tan aturdido, y que ni siquiera recibió respuesta cuando le preguntó si se encontraba bien. Pero puede que esa misma noche volviera al vestíbulo, en la penumbra apenas atenuada por la azulenca fosforescencia de las farolas de la calle, para convencerse de lo que había visto, para contemplar las delgadas marcas de barro sobre el damero blanco y negro, y a continuación los ojos de su mujer, que también sonreía, pero con una sonrisa de otro tiempo, que ya no iluminaba nada y que en ese momento debió de parecerle infinitamente lejana.

Después vinieron días extraños.

La guerra continuaba, quizá con más fuerza que nunca. Las carreteras se convirtieron en surcos de un interminable hormiguero que se teñía de gris y barbas exhaustas. El ruido de los cañones no cesaba ni de día ni de noche; puntuaba nuestras vidas como un reloj macabro que abarcaba con su gran aguja los cuerpos heridos y las vidas muertas. Lo peor es que ya casi ni lo oíamos. Todos los días veíamos pasar, en la misma dirección, hombres a pie, jóvenes que iban hacia la muerte creyendo aún que podrían eludirla. Sonreían a lo que aún no conocían. Llevaban en los ojos la luz de su vida anterior. El cielo era lo único que seguía siendo puro y alegre, y permanecía ajeno al mal y la putrefacción, que se extendían a ras de suelo bajo su bóveda de estrellas.

Así pues, la joven maestra se había instalado en la casita del parque. Le iba más que a ninguno de sus anteriores ocupantes. Lysia Verhareine la convirtió en un pequeño estuche hecho a su imagen en el que el viento entraba sin que lo invitaran para acariciar las cortinas azul pálido y los ramos de flores silvestres. Pasaba muchas horas sonriendo, no se sabía a qué, ante la ventana o en el banco del parque, con un cuaderno de cuero rojo en las manos, y sus ojos parecían atravesar al horizonte, ir siempre más allá, hacia un punto muy poco visible, o visible solamente para el corazón, pero no para los ojos.

No tardamos en adoptarla, aunque nuestra pequeña ciudad no suele abrirse a los forasteros, y quizá menos aún a las forasteras. Pero la joven maestra supo seducir a todo el mundo con pequeñeces, e incluso quienes podrían haber sido sus rivales, es decir, las chicas jóvenes que buscaban marido, no tardaron en darle los buenos días con una leve inclinación de cabeza, que ella devolvía con la misma vivacidad ligera con que hacía todo.

Los alumnos la miraban con la boca abierta, y ella lo aceptaba, divertida pero sin maldad. La escuela nunca estuvo tan llena ni fue tan alegre. Los padres no conseguían retener a sus hijos, que hacían cualquier tarea que se les mandara en casa a regañadientes y para los que cada día que pasaban lejos del pupitre era un largo y aburrido domingo.

Todas las mañanas, Martial Maire, un infeliz que había perdido media cabeza bajo las pezuñas de un buey, dejaba ante la puerta del aula un ramo de flores que había cogido él mismo o, cuando no había flores, un manojo de hierbas aromáticas en el que el tomillo difundía un aroma a menta y la alfalfa, un perfume de azúcar. A veces, cuando no encontraba ni flores ni hierbas, dejaba tres guijarros que había lavado cuidadosamente en la fuente de la calle Pachamort y secado en su agujereado jersey de lana. Luego se marchaba, antes de que la señorita llegara y descubriera su regalo. Otra se habría reído del pobre tonto y habría tirado las hierbas o las piedras. Sin embargo, Lysia Verhareine las recogía despacio, mientras, alineados ante ella, sus alumnos contemplaban sin chistar sus sonrosadas mejillas y sus cabellos, de un rubio ambarino; las mantenía en la palma de la mano unos instantes, como acariciándolas, y una vez en el aula colocaba las flores o las hierbas en un pequeño recipiente de cerámica en forma de cisne, y los guijarros en el canto del escritorio. Martial Maire observaba la escena desde fuera. La joven maestra le lanzaba una sonrisa, y él echaba a correr. A veces, cuando se lo encontraba en la calle, le acariciaba la frente como se hace con alguien que tiene fiebre, y él se quedaba extasiado bajo la tibieza de su mano.

A muchos les habría gustado estar en la piel de aquel infeliz. En cierto modo, Maire encarnaba parte de su sueño. La joven lo mimaba como a un niño, y él tenía detalles de novio joven. A nadie se le ocurrió burlarse jamás.