16

Cuando salí del Rébillon, caía una lluvia helada que me despejó un poco. El cielo parecía haberla tomado con la humanidad entera. El agua bajaba en tromba por las calles y azotaba las fachadas de las casas. Apenas se veía a nadie.

A falta de paraguas, me cubrí la cabeza con las manos y eché a andar, tan pegado a las paredes como podía. Pensé en Joséphine, que estaría maldiciéndome y acordándose de toda mi familia en su celda de la gendarmería. Creo que incluso sonreí.

Cuando llegué a la oficina de impuestos, estaba chorreando y tenía los pies congelados, pero las ideas otra vez claras. La cabeza había dejado de darme vueltas, a pesar del aguardiente. El coche ya estaba allí, rodeado de un gentío que gesticulaba y parecía haberla tomado con un capitán de Ingenieros, que intentaba calmar los ánimos. Me acerqué. El militar trataba de razonar con todo el mundo. Algunos hombres empezaban a enseñar los puños. Las mujeres, en cambio, más bien resignadas, esperaban tiesas como postes, indiferentes a la lluvia. De pronto, sentí una mano en el hombro. Era nuestro párroco, el padre Lurant.

—No podemos salir… Han requisado la carretera para los convoyes. Esta noche tienen que llevar al frente dos regimientos. Mire…

No me había fijado hasta ese momento, pero, desde el instante en que el cura me los señaló con el dedo, no vi otra cosa: decenas, centenares, tal vez miles de hombres, que esperaban de pie en absoluto silencio, con el fusil al hombro, la mochila a la espalda y la mirada perdida, sin esbozar un gesto, sin decir palabra, como si la lluvia no les afectara. Parecían rodearnos hasta perderse en la noche, que empezaba a beberse la luz a lametones. Semejaban un ejército de sombras. Sin embargo, eran los mismos muchachos que se habían pasado el día trotando por V., yendo de bar en bar como animales al abrevadero, cantando a pleno pulmón, vociferando barbaridades, desahogándose en los burdeles, tambaleándose con la botella en la mano y agarrándose unos a otros. Ahora ninguno reía. Habían adquirido la rigidez de las estatuas, y también su color de bronce. Apenas se les veían los ojos, que parecían agujeros negros y sin fondo clavados en el reverso del mundo.

—Venga conmigo —me dijo el cura—. Quedarse aquí no sirve de nada.

Lo acompañé casi sin pensar, mientras el capitán seguía intentando calmar los ánimos de aquella gente, que esa noche no podría volver a casa para calentarse el culo en su mullida cama.

No era la primera vez que el estado mayor requisaba la carretera, que, dicho sea de paso, era más bien estrecha y se encontraba en un estado lamentable, tras tres años de soportar el paso de los camiones y los cascos de miles de pencos. Así pues, cuando se preparaba una ofensiva, la carretera quedaba cerrada para la población civil y reservada a los convoyes, que acarreaban sin interrupción ni descanso, a veces durante todo el día y toda la noche, su lenta y traqueteante procesión de tristes hormigas hacia los despanzurrados restos de su hormiguero de tierra y metal.

El padre Lurant me llevó hasta el obispado, donde un conserje de tez amarillenta e hirsuta pelambrera nos abrió la puerta. El cura le explicó la situación, y el conserje, sin abrir la boca, nos guió a través de un dédalo de pasillos y escaleras que olían a cera y a jabón negro, hasta una enorme habitación en la que dos estrechos camastros de hierro se hacían compañía.

Al ver las exiguas camas, pensé en la nuestra, tan grande y mullida. Me habría gustado estar con Clémence, entre sus brazos, buscando la ternura que siempre sabía encontrar en ellos. Pregunté si había modo de avisarle, como hacía siempre que no podía volver a casa. En esos casos, telefoneaba a casa del alcalde, que enviaba a la mía a su criada, Louisette. Pero el conserje dijo que no merecía la pena intentarlo, pues, como la carretera, las líneas telefónicas estaban requisadas por tiempo indefinido. Recuerdo que se me encogió el corazón. Me habría gustado que Clémence supiera lo que ocurría, que no se preocupara. También me habría gustado que supiera que pensaba en ella y en el niño.

El cura se desnudó con toda naturalidad. Se quitó el manteo y la sotana y se quedó en camiseta y calzoncillos delante de mí, con la tripa sobresaliendo como un enorme membrillo retenido por un ceñidor de franela, que también acabó quitándose. A continuación, extendió las húmedas prendas frente a la estufa y se quedó de pie junto a ella para secarse y calentarse, frotándose las manos por encima de la tapa. Tal como estaba, casi desnudo o, en todo caso, sin la ropa sacerdotal, parecía mucho más joven. Comprendí que debía de tener mi edad y lo miré como si lo viera por primera vez. Él debió de adivinar lo que estaba pensando. Los curas son muy listos; saben meterse en la cabeza de la gente y ver lo que pasa dentro. Me miró y sonrió. Al calor de la estufa, su manteo soltaba vapor como una locomotora y de su sotana ascendía un vaho que olía a humus y lana quemada.

El conserje volvió con dos platos de sopa, una hogaza de pan negro, un trozo de queso más duro que una piedra y una jarra de vino. Lo dejó todo sobre la mesita y nos dio las buenas noches. Me desnudé y, como el sacerdote, dejé la ropa ante la estufa. Olor a madera, un tufillo mezcla de sebo y calcinación, y efluvios diversos, no muy distintos a los del cura.

Comimos con apetito sin preocuparnos de los buenos modales. El padre Lurant tenía las manos grandes, regordetas y sin vello, de piel delicada y uñas impecables. Masticaba parsimoniosamente todo lo que se metía en la boca y bebía el vino con los ojos cerrados. Nos lo acabamos todo. No quedó ni una corteza ni una miga. Los platos limpios. La mesa vacía. La tripa llena. Luego, estuvimos hablando un buen rato, como jamás lo habíamos hecho. Hablamos de flores, su gran pasión, «la mejor prueba, si es que hace falta alguna, de la existencia de Dios», dijo él. Sí, de flores, solos en aquella habitación, mientras a nuestro alrededor no había más que noche y guerra, mientras fuera, en algún lugar, había un asesino que había estrangulado a una criatura de diez años, mientras lejos de mí Clémence se desangraba en nuestra cama, y gritaba, chillaba, sin que nadie la oyera ni acudiera en su ayuda…

Yo no sabía que se pudiera hablar de flores. Quiero decir que no sabía que se pudiera hablar de los hombres hablando simplemente de flores, sin pronunciar ni una sola vez las palabras «hombre», «destino», «muerte», «fin», «pérdida»… Lo supe esa noche. El cura también tenía el don de las palabras. Como Mierck. Como Destinat. Pero él hacía con ellas cosas hermosas. Las acariciaba con la lengua y la sonrisa, y de pronto una nadería parecía una maravilla. Deben de enseñarlo en los seminarios: encandilar a la gente con unas cuantas frases bien construidas. Lurant me describió su jardín, que estaba detrás de la casa parroquial, pero rodeado por una alta tapia que impedía verlo. Me habló de las camomilas, los eléboros, las petunias, los claveles, las clavellinas, las ondulantes anémonas, las uvas de gato, los cestillos de plata, las rizadas peonías, los ópalos de Siria, los estramonios, las flores que sólo viven una estación, las que brotan año tras año, las que sólo se abren de noche y languidecen por la mañana, las que resplandecen del alba al crepúsculo, desplegando las delicadas campanillas rosa o malva de sus corolas, y al llegar la noche se cierran bruscamente, como si una mano cruel hubiera apretado sus pétalos de terciopelo hasta asfixiarlas…

El cura habló de estas flores en un tono distinto. Ya no era el de un cura. Ni el de un horticultor. Era el tono de un hombre lleno de amargura y heridas. Cuando se disponía a decir en voz alta, en la penumbra de la habitación, el nombre de aquella flor, lo detuve con un gesto. No quería oírlo. Lo sabía de sobra. Me resonaba en la cabeza desde hacía dos días, una y otra vez. El rostro de la niña volvió a mí como una bofetada. El cura se quedó en silencio. Fuera, la lluvia había vuelto a convertirse en nieve, y los copos se abalanzaban en masa sobre la ventana. Parecían luciérnagas de hielo, sin vida ni luz, que no obstante, durante tres o cuatro segundos, conseguían crear ilusión de vida y luz.

Más tarde, me pasé años intentando hacer crecer esas flores en nuestro pequeño jardín. No lo conseguí. Las semillas se quedaban en la tierra, se obstinaban en pudrirse, se negaban a ascender hacia el cielo, a salir de la oscura masa húmeda y pegajosa. Sólo prosperaban la grama y los cardos, que lo invadían todo, alcanzaban alturas increíbles e inundaban con sus peligrosas hojas los cuatro palmos de tierra. Acabé dejándoles ganar.

He pensado muchas veces en la frase del cura sobre las flores, Dios y la prueba. Y me he dicho que, seguramente, en el mundo hay sitios en los que Dios nunca pone los pies.

El padre Lurant se fue a evangelizar a las tribus de Anal, en las montañas de Indochina. En 1925. Vino a despedirse. La verdad es que no sé por qué se sintió obligado a hacerme esa visita. Tal vez porque un día hablamos de tú a tú, largo rato y en calzoncillos, y compartimos la misma habitación y el mismo vino. No le pregunté por qué se marchaba así, de pronto, cuando lo cierto es que ya no era ningún chaval. Sólo dije:

—¿Y sus flores?

Me miró sonriendo, con esa mirada de cura a la que ya he aludido, que penetra hasta lo más profundo de nosotros y nos saca el alma como se saca un caracol cocido de su concha con un tenedor de dos dientes. Luego me dijo que, en el sitio al que iba, había flores a millares, y millares que no conocía, que jamás había visto o, como mucho, sólo en los libros, y que no se podía vivir eternamente en los libros, que un día había que coger la vida y sus bellezas con las dos manos.

Estuve a punto de decirle que para mí era justo al revés, que para mí la vida era el pan nuestro de cada día, y que si hubiera habido libros que hubieran podido consolarme de ella me habría arrojado dentro de cabeza. Pero, cuando dos personas están tan lejos la una de la otra, hablar no sirve de nada. Me callé. Y nos dimos un apretón de manos.

Mentiría si dijera que pienso en él a menudo. Pero alguna vez, sí. Además de la carabina, Edmond Gachentard, mi antiguo compañero, me regaló algunas imágenes de aquellas remotas tierras. No me refiero a imágenes impresas en papel, sino a las que se te meten en la cabeza y ya no salen.

En su juventud, Gachentard había formado parte del cuerpo expedicionario enviado a Tonkín. De allí se había traído una fiebre que lo hacía ponerse repentinamente blanco como la pared y temblar como una hoja, un tarro de café verde que aún conservaba como una reliquia sobre la mesa del comedor, una fotografía en la que posaba de uniforme delante de un arrozal y, sobre todo, un embelesamiento de la mirada, una especie de ausencia que se manifestaba siempre que pensaba en aquellas tierras, en todo lo que me había contado sobre ellas, en las noches, amenizadas por los cantos de las ranas y los sapos búfalo, en el calor, pegajoso como la pez, en el gran río marrón, que lo mismo arrastraba nenúfares y enredaderas arrancadas de las orillas que árboles y cabras muertas. A veces, Gachentard incluso imitaba las danzas de las mujeres, los graciosos movimientos de sus manos y sus dedos curvados, los visajes de sus ojos y también la música de las flautas, que remedaba silbando y tamborileando con los dedos en un trozo de palo de escoba.

A menudo, me imaginaba al cura en ese decorado, con un sombrero colonial, una sotana blanca orlada de barro seco y los brazos cargados de flores desconocidas, contemplando arrobado la cálida lluvia que azotaba la reluciente vegetación de la jungla. Lo veía sonriendo. Siempre sonriendo. No sé por qué.

Por la mañana, cuando desperté en la habitación del obispado, en lo primero que pensé fue en Clémence. Tenía que volver a casa a toda costa, ponerme en camino de inmediato, prescindir de la carretera si seguía cerrada, ir a campo traviesa, hacer lo que fuera, pero volver junto a ella. Cuanto antes. No puedo decir que fuera un presentimiento. No estaba preocupado. No. Pero echaba en falta su piel, sus ojos, sus besos, y tenía ganas de estar abrazado a ella para olvidarme por unos instantes de aquella muerte que se afanaba a mi alrededor.

Me puse la ropa, que aún no estaba del todo seca, y me eché un poco de agua por la cara. El padre Lurant roncaba como un elefante. Sonriendo. Con cara de felicidad. Me dije que hasta en sueños debía de verse rodeado de flores. Me eché a la calle con el estómago vacío.

Berthe está en la cocina. No la veo, pero la oigo resoplar y la imagino meneando la cabeza de un lado para otro. En cuanto ve los cuadernos, se pone a resoplar. ¿Qué más le dará a ella que me pase el día emborronándolos? Será que le dan miedo las letras. No sabe leer. Para ella, todas esas palabras alineadas una detrás de otra son el gran misterio. Miedo y envidia.

Estoy llegando al punto que temo desde hace meses. Como un horizonte sobrecogedor, una colina desfigurada tras cuyo espantoso rostro se esconde algo ignorado.

Estoy llegando a esa sórdida mañana. A esa detención de todos los relojes. A esa caída infinita. A la muerte de las estrellas.

En el fondo, Berthe tiene razón. Las palabras dan miedo. Incluso a quienes las conocen y las entienden. Yo lo intento y no lo consigo. No sé cómo explicarme. La pluma tiembla entre mis dedos. Siento un nudo en el estómago. Me pican los ojos. Tengo más de cincuenta años, pero me siento como un niño aterrorizado. Me bebo un vaso de vino. Luego otro, de un trago. Y el tercero. Las palabras…

Tal vez salgan de la botella. Bebo directamente del gollete. Clémence acude a mi lado. Se inclina sobre mi hombro. Siento el soplo de su aliento aún joven sobre el vello gris de mi nuca.

—¡Qué vergüenza, beber tanto de buena mañana! ¡A mediodía estará borracho!

Es Berthe. La mando a paseo. Le digo que me deje en paz. Que se meta en sus asuntos. Se encoge de hombros. Me deja solo. Respiro hondo. Vuelvo a coger la pluma.

El corazón empezó a palpitarme en cuanto vi la casa. Estaba totalmente cubierta de nieve, resplandeciente bajo un sol que fanfarroneaba en el cielo. Delgados cirios de hielo unían el borde del tejado con la blancura del suelo. De pronto, me olvidé del frío, del hambre y de las cuatro horas de marcha forzada por la carretera, en la que continuaba la interminable cabalgata de soldados, carretas, coches y camiones. Había dejado atrás a centenares de hombres que avanzaban con paso cansino y lanzaban miradas aviesas a aquel tipo vestido de civil que parecía correr hacia el mismo sitio al que ellos se resistían a ir.

Y ahora, al fin, había llegado a casa. Nuestra casa. Golpeé la pared con los zapatos, no tanto para quitarme la nieve como para hacer ruido, un ruido familiar que anunciara que estaba allí, al otro lado del muro, a dos pasos, a unos segundos. Me imaginé a Clémence imaginándome y sonreí. Puse la mano en el picaporte y empujé la puerta. Con la felicidad pintada en el rostro. Ya no había guerra. Ya no había fantasma, ya no había niña asesinada. No había más que mi amor, con el que iba a reunirme y al que iba a estrechar en mis brazos, antes de deslizar las dos manos por su vientre y sentir bajo su piel al hijo que iba a nacer.

Y entré.

La vida es curiosa. No avisa. Lo mezcla todo, sin dejarte elegir, de modo que a un instante de dicha le sucede otro de sangre, así, sin más. A veces pienso que somos como una piedrecilla en el camino, que permanece durante días en el mismo sitio, hasta que el pie de un paseante choca con ella y la lanza por los aires, sin razón. ¿Y qué puede hacer una piedra?

En la casa reinaba un extraño silencio que me borró la sonrisa de los labios. Silencio y también la sensación de que llevaba semanas vacía. Todo estaba en su sitio, como siempre, pero las cosas parecían más pesadas y más frías. Y, sobre todo, estaban envueltas en aquel inmenso silencio, que llenaba las habitaciones hasta casi hacer crujir las paredes, un silencio en el que mi voz se ahogó cuando llamé. De pronto, el corazón me dio un vuelco. En lo alto de la escalera, la puerta del dormitorio estaba entreabierta. Di un par de pasos. Creí que no podría dar ni uno más.

Ya no recuerdo todo lo que hice, ni en qué orden, ni en cuánto tiempo. Clémence estaba sobre la cama, con la cara pálida y los labios aún más pálidos. Había perdido mucha sangre y se apretaba el vientre con las manos, como si hubiera intentado sacarse ella misma de las entrañas lo que había llevado en ellas durante meses. A su alrededor reinaba un desorden espantoso, que me hizo comprender todo lo que había intentado, sus caídas, sus esfuerzos… No había conseguido abrir la ventana para pedir ayuda. No se había atrevido a bajar la escalera, seguramente por miedo a caerse y perder al niño. Había acabado echándose en la cama, en aquel campo de batalla y sangre. Respiraba con una lentitud sobrecogedora y tenía las mejillas heladas y el color de tez de alguien a quien la vida se le escapa por momentos. Posé mis labios en los suyos, pronuncié su nombre, lo grité, cogí su rostro entre mis manos, le abofeteé las mejillas, le insuflé aire en la boca… Ni siquiera me acordaba del niño. Sólo pensaba en ella. También yo intenté abrir la ventana, pero me quedé con la falleba en la mano, así que rompí el cristal de un puñetazo, me corté, mezclé mi sangre con la suya, aullé, aullé hacia la calle, con fuerza, como un perro, con la cólera de un animal maltratado. Se abrieron puertas, ventanas… Caí al suelo. Caí. Y sigo cayendo. Ya no vivo más que para caer. Constantemente.