5
1914. En vísperas de la gran masacre, nuestra ciudad padeció una repentina escasez de ingenieros. La Fábrica seguía trabajando a pleno rendimiento, pero por algún extraño motivo los belgas se quedaban en su pequeño reino, a la débil sombra de su rey de opereta. Con mucha zalema y circunloquio, se le hizo saber al Fiscal que ya no tendría más inquilinos.
Efectivamente, el verano se anunciaba tan caluroso bajo las pérgolas como en las molleras de muchos patriotas, desmontadas pieza a pieza y vueltas a montar como el mecanismo de un reloj. En todas partes se blandían puños y recuerdos dolorosos. Aquí, como en el resto del mundo, las heridas tardan en cerrarse —sobre todo las que aún gotean—, y se infectan a su antojo en las veladas de recuerdo y rencor. Por orgullo y por estupidez, todo un país estaba dispuesto a arrojarse al cuello de otro. Los padres azuzaban a los hijos. Los hijos azuzaban a los padres. Sólo las mujeres, madres, esposas o hijas, presenciaban aquello con el pálpito de la desgracia en el corazón y una lucidez que les hacía ver mucho más allá de aquellas tardes de gritos de júbilo, rondas para todos y canciones patrióticas que hacían zumbar los oídos y temblar la verde fronda de los castaños.
Nuestra pequeña ciudad oyó la guerra, pero no puede decirse que la hiciera. Más bien puede afirmarse sin faltar a la verdad que vivió de ella: los obreros siguieron haciendo funcionar la Fábrica. Hacían falta. Los de arriba dieron una orden, por una vez, y sin que sirva de precedente, buena: por decisión de ya no recuerdo qué remoto mandamás, todos los trabajadores quedaron adscritos al servicio civil. Gracias a ello, ochocientos paisanos dieron la espalda a los calzones color granza de la infantería y al horizonte azul. Ochocientos hombres que, a ojos de algunos, no lo fueron jamás y que todas las mañanas abandonaban una cama caliente y unos brazos dormidos en vez de una trinchera enfangada, para ir a empujar vagonetas en lugar de cadáveres. ¡Menuda suerte! ¡Adiós a los silbidos de los obuses, al miedo, a los camaradas gimiendo y muriendo a unos pocos metros, enganchados en las alambradas…, a las ratas devorando los cadáveres…! Y, en su lugar, la vida, la auténtica vida, nada más y nada menos. La vida, estrechada cada mañana, no como una quimera oculta tras la humareda, sino como una cálida certeza que huele a sueño y a mujer. «¡Enchufados!», pensaban los soldados convalecientes, sin brazos, sin piernas, tuertos, destripados, gaseados, despedazados, cuando se cruzaban en nuestras calles con los obreros, mochila al hombro, sonrosados y enteros. Algunos, con el brazo en cabestrillo o una pierna de madera, se volvían a su paso y escupían al suelo. Era comprensible. Se puede odiar por menos.
Pero no todo el mundo era obrero. Los escasos campesinos en edad de ser reclutados cambiaron la azada por el fusil. Algunos partieron, orgullosos como cruzados, sin saber que sus nombres no tardarían en estar grabados en un monumento aún por erigir.
Pero, si hubo una incorporación a filas sonada, fue la del maestro, que, por increíble que parezca, se llamaba Fracasse. No era de aquí. Le organizaron una fiesta de despedida. Los niños compusieron una cancioncilla de lo más tierna y conmovedora, que consiguió hacerlo llorar. El municipio le regaló una petaca para tabaco y unos guantes de vestir. Me pregunto qué haría con aquel par de guantes de tejido delicado y color salmón, que sacó de un estuche de piel de zapa y de un papel de seda y miró con incredulidad. No sé cómo acabaría Fracasse al final de aquellos cuatro años, si muerto, lisiado o, a lo mejor, sano y salvo. Lo cierto es que no volvió, y no me extraña. La guerra no sólo produjo muertos a paletadas; también partió en dos el mundo y nuestros recuerdos, como si todo lo que había ocurrido antes hubiera ido a parar a un limbo o al fondo de un viejo bolsillo en el que nadie se atrevería a volver a meter la mano.
Enviaron a un sustituto que ya no estaba para que lo movilizaran. Recuerdo, sobre todo, sus ojos de loco, dos canicas de acero en blancos de nácar. «¡Estoy en contra!», le espetó al alcalde, cuando éste acudió a la escuela para presentarle a sus alumnos. Lo apodaron «el Contra». Estar en contra es muy respetable. Pero ¿en contra de qué? Nunca lo supimos. De todas formas, en tres meses todo había acabado: el Contra debía de haber empezado a perder la chaveta hacía tiempo. A veces, dejaba de explicar y miraba a los niños imitando el ruido de la metralleta con la boca o el silbido de un obús, se tiraba al suelo y se quedaba completamente inmóvil durante largos minutos. En eso estaba muy solo. La locura es un país en el que no entra quien quiere. En esta vida todo hay que merecerlo. En cualquier caso, él entró como un señor, largando amarras y velas con la gallardía de un capitán que da barreno a su barco y espera, de pie en la proa, a que se hunda.
Todas las tardes se paseaba por la orilla del canal dando brincos. Hablaba solo, la mayoría de las veces diciendo cosas que nadie entendía, se detenía unos instantes para pelear, armado con una vara de avellano, contra un adversario invisible y seguía su camino saltando y canturreando: «¡Tururururú, tururururú!».
Un día de intenso cañoneo, se pasó de la raya. Los cristales de las ventanas temblaban cada cinco segundos como la superficie del agua un día de fuerte viento. El aire apestaba a pólvora y carne putrefacta. Hedía incluso dentro de las casas. Tapábamos las rendijas de las ventanas con trapos húmedos. Más tarde, los chavales contaron que el Contra se había pasado más de una hora apretándose la cabeza entre las manos como si quisiera reventársela; luego, se había subido al escritorio y se había quitado toda la ropa, metódicamente, mientras cantaba La Marsellesa a pleno pulmón. Luego, desnudo como su madre lo trajo al mundo, echó a correr hacia la bandera, la tiró al suelo y se meó encima de ella, antes de intentar prenderle fuego. Ése fue el momento en que el hijo de Jeanmaire, que casi tenía quince años y era el más alto de clase, se puso en pie tranquilamente y lo detuvo golpeándole en plena frente con un atizador de hierro.
—¡La bandera es sagrada! —dijo el chico más tarde, no poco orgulloso, rodeado de gente que escuchaba el relato de su hazaña. Ya tenía madera de héroe. Murió tres años después en el Camino de las Damas. También por la bandera.
Cuando llegó el alcalde, el maestro yacía completamente desnudo sobre el azul, el blanco y el rojo, con el pelo medio socarrado por el fuego, que no había llegado a prender realmente. Poco después, se lo llevaron dos enfermeros, vestido con una camisa de fuerza que le daba aspecto de esgrimista. Un chichón violáceo destacaba en su cabeza como una extraña condecoración. El Contra ya no hablaba. Parecía un niño pequeño al que acaban de reñir. Creo que en ese momento ya estaba completamente ido.
El caso es que la escuela se había quedado sin maestro, y que la situación, si bien no desagradaba a los chavales, no era del gusto de las autoridades, que tenían gran necesidad de calentarles la cabeza y fabricar kilos de joven soldado impaciente por pelear. Tanto más cuanto que en esos momentos, pasado el optimismo inicial. —«¡En quince días, haremos que los boches se traguen Berlín!»—, no se sabía cuánto iba a durar la guerra y convenía preparar reservas. Por si acaso.
El alcalde se tiraba de los pelos y movía todos lo hilos a su disposición. Pero nada. Encontraba tan pocas soluciones como sustitutos para Fracasse.
Y, de pronto, un buen día, el 13 de diciembre para ser exactos, la solución se presentó sola en el coche de línea que llegó de V. y se detuvo, como siempre, ante la ferretería de Quentin-Thierry, en cuyo escaparate las cajas de clavos de todos los tamaños se alineaban inmutablemente junto a las trampas para topos. Vimos bajar a cuatro tratantes de ganado, rojos como capelos de cardenal, riendo y dándose codazos tras haber remojado sus negocios; después, a dos mujeres, dos viudas que se habían desplazado a la ciudad para vender sus labores de punto de cruz; tras ellas, al viejo Berthiet, un notario jubilado que una vez por semana acudía a la sala posterior del Grand Café del Excelsior para jugar al bridge con carcamales de su estilo; después, a tres jovencitas que habían ido de compras para la boda de una de ellas; y, en último lugar, cuando parecía que ya no quedaba nadie, a una joven. Un auténtico rayo de sol.
La muchacha miró a la derecha y luego, lentamente, como para hacerse una idea del lugar, a la izquierda. Ya no se oía el bramar de los cañones ni el estallido de los obuses. El día conservaba un poco del calor del otoño y el aroma de la savia de los helechos. La recién llegada tenía a sus pies dos pequeños bolsos de cuero marrón, cuyos cierres de cobre parecían guardar misterios. Vestía con sencillez, sin adornos ni perifollos. Se inclinó ligeramente, cogió sus dos bolsos, y su silueta desapareció de nuestra vista dulcemente, envuelta en el brumoso vapor azul y rosa del atardecer.
Tenía un nombre —que supimos más tarde— en el que dormitaba una flor, un nombre que le sentaba tan bien como un traje de noche: Lysia. No había cumplido los veintidós años, venía del norte, estaba de paso. Se apellidaba Verhareine.
Su breve paseo, que tuvo lugar lejos de nuestras miradas, la llevó hasta la mercería de Augustine Marchoprat. A petición de la joven, la mercera le explicó dónde estaba el ayuntamiento y la casa del alcalde: eso fue lo que preguntó la desconocida, «con una voz todo azúcar», dijeron más tarde los cursis. Y la tía Marchoprat, que tenía la lengua un palmo de larga, cerró la puerta, echó la persiana de hierro y corrió a contárselo todo a su vieja amiga Mélanie Bonnipeau, una beata amojamada que se pasaba las horas muertas vigilando la calle desde su ventana baja, entre las plantas verdes que extendían ante los cristales sus acuosas volutas y junto a su rollizo gato castrado, que parecía un monje grave. Las dos viejas empezaron a hacer cábalas y a tejer una de aquellas novelas de baratillo con las que entretenían las noches de invierno, contándose otra vez todos los episodios y haciéndolos aún más farragosos y ñoños, hasta que, media hora después, pasó Louisette, la criada del alcalde, una muchacha brava como una oca.
—Entonces ¿quién es? —le preguntó la tía Marchoprat.
—¿Quién es quién?
—¡La chica de los dos bolsos, tonta!
—Una chica del norte.
—¿Del norte? ¿De qué norte? —preguntó la mercera.
—Pues del norte. ¿Es que hay más de uno?
—¿Y qué quiere?
—Quiere el puesto.
—¿Qué puesto?
—El puesto de Fracasse.
—¿Es maestra?
—Eso dice.
—Y el alcalde ¿qué ha dicho?
—¡Uf, se ha deshecho en sonrisas con ella!
—¡No me extraña!
—Le ha dicho: «¡Es usted mi salvación!».
—¡Es usted mi salvación!
—Sí, así mismo.
—¡Otro que no tiene más que una idea en la cabeza!
—¿Qué idea?
—¿Qué idea va a ser, simple? Una idea en el pantalón. Ya conoces a tu señor… ¡Es un hombre!
—Pero en los pantalones no hay ideas…
—¡A fe que eres tonta, hija mía! A ti, ¿quién te hizo a tu pequeño? ¿Una corriente de aire?
Ofendida, Louisette dio media vuelta y se marchó. Las dos viejas estaban satisfechas. Ya tenían con qué pasar la velada, hablando del norte, de los hombres, de sus vicios y de la joven forastera, que tenía pinta de cualquier cosa menos de maestra y que sobre todo era muy atractiva, demasiado atractiva para ser maestra, tan atractiva como para no necesitar tener un oficio.
Al día siguiente, lo sabíamos todo, o casi todo.
Lysia Verhareine había dormido en la habitación más grande del único hotel de nuestra ciudad, a expensas del ayuntamiento. Por la mañana el alcalde había ido a recogerla, vestido como un joven novio, para presentarla a todo el mundo y enseñarle la escuela. Había que verlo pavoneándose y dando unas sacudidas con las piernas como para desgarrar el pantalón de jaspe negro, con una gracia que sus cien kilos hacían parecer la danza de un elefante de circo, mientras la señorita miraba más allá del paisaje, como si quisiera proyectarse, perderse en él, al tiempo que nos saludaba con un leve movimiento de su fina mano.
La joven entró en la escuela y miró el aula como si fuera un campo de batalla. Allí todo olía a niño campesino. En el suelo aún había restos de cenizas de la bandera. Varias sillas volcadas daban al lugar un aspecto de final de juerga. Algunos observábamos la escena desde el exterior, sin disimulo, con la nariz pegada a los cristales. En la pizarra se leía el comienzo de un poema:
Debieron de sentir la mordedura del frío en los corazones, desnudos bajo las estrellas abiertas, y la muerte, medio…
Los versos se detenían ahí, y también la letra, que debía de ser la de el Contra, su letra, que estaba allí y nos recordaba sus ojos y sus movimientos de gimnasia, mientras él —pero ¿dónde?— debía de estar tumbado en un jergón inmundo o estremeciéndose bajo las duchas frías y las malvas descargas de electricidad.
Tras abrir la puerta y señalar la bandera, el alcalde dijo algo; luego, se metió los dedos de salchicha en los bolsillos del chaleco de seda, como dándose importancia con su silencio, y de vez en cuando nos lanzaba una mirada aviesa que sin duda quería decir: «¿Qué hacéis ahí, y qué queréis? ¡Apartad el hocico de los cristales y largaos de una vez!». Pero ninguno de los que estábamos allí, bebiéndonos la escena como una copa de vino raro, se dio por aludido.
La joven dio unos pasitos a la derecha y luego a la izquierda, hasta los pupitres, en los que aún descansaban las plumas y los cuadernos. Se inclinó sobre uno, leyó una página y la vimos sonreír al tiempo que los cabellos le espumaban el cuello como una gasa de oro, entre la blusa y la piel desnuda. Luego, se detuvo ante las cenizas de la bandera, levantó un par de sillas, arregló distraídamente las flores secas de un jarrón, borró sin remordimientos la pizarra y los versos inacabados y después sonrió al alcalde, que se quedó clavado en el sitio, petrificado por aquella sonrisa de veinte años, mientras a menos de quince leguas los hombres se destripaban a bayonetazos y se lo hacían en los pantalones, y morían a miles diariamente, lejos de la sonrisa de una mujer, sobre una tierra devastada en la que la mera idea de la mujer se había convertido en una quimera, un sueño de borracho, un insulto demasiado hermoso.
El alcalde se palmeó el estómago para disimular. Lysia Verhareine salió del aula con un garbo digno de un paso de baile.