21

Pasaron las semanas, y volvió la primavera. Todos los días iba a la tumba de Clémence, dos veces. Por la mañana y antes del anochecer. Le hablaba. Le contaba mi vida hora a hora, como si aún estuviera a mi lado, en el tono de una conversación cotidiana, en la que las palabras de amor no necesitan muchos adornos ni grandes aspavientos para brillar como monedas nuevas.

Pensé en tirarlo todo por la borda, el trabajo, la casa, todo, y marcharme. Pero me acordé a tiempo de que la tierra es redonda y comprendí que, tonto como soy, no tardaría en volver sobre mis pasos. En el fondo, contaba un poco con Mierck para que me ayudara a cambiar de aires. Me decía a mí mismo que querría vengarse y encontraría el modo de hacer que me despidieran o me trasladaran. En definitiva, era un cobarde. Dejaba en manos de otro la decisión que yo no era capaz de tomar. Pero Mierck no hizo nada, o lo que hizo no funcionó.

Corría 1918. Nos aproximábamos al final de la guerra. Es fácil decirlo ahora, mientras escribo, sabiendo como sé que, efectivamente, acabó en el dieciocho, pero creo que digo bien. Sentíamos que tocaba a su fin, lo que hacía aún más lamentables y absurdos los últimos convoyes de heridos y muertos que pasaban por allí. Nuestra pequeña ciudad seguía llena de mutilados y rostros espantosos, recosidos a la buena de Dios. La clínica, como los prestigiosos balnearios a los que acude la gente bien, no se vaciaba, aunque en la clínica la temporada alta se había prolongado durante cuatro años, sin aflojar. De vez en cuando, veía a Madame de Flers, desde lejos, y el corazón me daba un vuelco, como si la pobre fuera a verme y acercarse a mí como aquel día, para llevarme junto a la cabecera de Clémence.

Todos los días, o casi todos, me acercaba hasta la orilla del pequeño canal y seguía buscando como un perro tozudo o estúpido, no tanto porque esperara encontrar algún detalle esencial como por no dejar que las cosas cayeran en el olvido. A veces, entreveía la esbelta silueta de Destinat por encima de la tapia del parque, y sabía que él también me veía vagando por allí. Desde que se había jubilado, casi no salía de casa, y recibía menos. Es decir, no recibía; se pasaba el día en el silencio de su despacho, sin leer siquiera, sentado con las manos entrelazadas —eso lo sé por Barbe—, mirando por la ventana o dando vueltas por el parque, como un animal solitario. En el fondo, no éramos tan distintos.

Un día, exactamente el 13 de junio de ese año, iba, como tantas veces, por la orilla del canal cuando, pasada «la Morcilla», oí crujir la hierba a mis espaldas. Me volví. Era él. Aún más alto de lo que recordaba, con el pelo de un gris casi blanco peinado hacia atrás, traje negro, zapatos impecablemente lustrados y un bastón rematado por un pequeño pomo de marfil en la mano derecha. Se había detenido y me miraba. Creo que había esperado a que pasara para salir por la puerta del fondo del parque.

Nos observamos durante unos instantes sin decir nada, como dos animales que se estudian antes de arrojarse uno sobre otro, o como dos viejos amigos que vuelven a encontrarse al cabo de los años. Yo no debía de tener buen aspecto. Me parece que en unos meses el tiempo me había estropeado el cuerpo y la cara más que en diez años.

Fue Destinat quien rompió el hielo:

—Lo veo a menudo por aquí, ¿sabe usted?…

Y dejó que la frase se arrastrara, sin intentar, o sin poder, completarla. Yo no sabía qué decir. Hacía tantísimo tiempo que no le dirigía la palabra, que a decir verdad ya no recordaba cómo hacerlo.

Destinat hurgó en el musgo que tapizaba la orilla con la punta del bastón, se me acercó un poco y me observó detenidamente, sin mala voluntad, pero con una insistencia enfermiza. Lo más extraño es que, lejos de molestarme, aquella mirada me produjo una sensación grata, reconfortante y tranquilizadora, como cuando un médico anciano que nos conoce desde niños nos examina para descubrir nuestros dolores y nuestras penas.

—Nunca me ha preguntado si…

Una vez más, Destinat dejó la frase en el aire. Vi que los labios le temblaban ligeramente y sus ojos parpadeaban por unos instantes, deslumbrados por el sol. Yo sabía de sobra a qué se refería. Nos entendíamos perfectamente.

—¿Habría obtenido una respuesta? —Repuse arrastrando las palabras, como él.

Destinat respiró hondo, hizo tintinear en su mano izquierda el reloj contra una pequeña y curiosa llave negra que pendía de la misma cadena y miró a lo lejos, hacia el cielo, que era de un hermoso azul claro; pero de pronto sus ojos se volvieron hacia mí y se clavaron en los míos hasta hacerlos vacilar.

—No hay que fiarse de las respuestas. Nunca son lo que nos gustaría que fueran, ¿no le parece?

Luego, con la punta del zapato izquierdo, arrojó al agua el trozo de musgo que había arrancado con el bastón. Un musgo tierno, de un verde nuevo, que bailó un vals en un remolino, antes de alejarse hacia el centro de la corriente y hundirse en ella.

Me volví hacia Destinat. Había desaparecido.

La vida siguió su curso, como suele decirse, y la guerra acabó. Poco a poco, la clínica fue vaciándose, y nuestras calles también. Los bares hacían menos caja y Agathe Blachart, menos servicios. Los hijos y los maridos volvieron. Algunos, enteros; otros, totalmente destrozados. Por supuesto, muchos jamás regresaron, aunque había gente que aún albergaba esperanzas, contra toda lógica, de ver aparecer a los suyos por la esquina, entrar en casa, sentarse a la mesa y esperar el jarro de vino. Las familias cuyos miembros varones trabajaban en la Fábrica habían pasado la guerra sin grandes inquietudes ni privaciones. Las demás salían de cuatro años terribles. El abismo siguió ensanchándose, sobre todo cuando en su interior se pudrían uno o dos muertos. Algunos no volvieron a hablarse. Otros acabaron odiándose.

Bassepin puso en marcha el negocio de los monumentos. Por supuesto, el nuestro fue uno de los primeros que vendió: un soldado con la bandera en la mano izquierda, el fusil en la derecha, el cuerpo adelantado y una rodilla ligeramente flexionada, con un enorme y orgulloso gallo galo al lado, tieso sobre los espolones, en actitud de lanzar su canto.

El alcalde lo inauguró el 11 de noviembre de 1920. Soltó un discurso, florituras, metáforas y visajes, y a continuación leyó los nombres de los cuarenta y tres pobres diablos de nuestra pequeña ciudad que habían caído por la patria, haciendo sendas pausas para dar tiempo a que Aimé Lachepot, el guarda forestal, tocara un redoble de tambor. Mujeres de riguroso luto lloraban en silencio, mientras sus hijos pequeños les tiraban de la mano tratando de arrastrarlas hasta la tienda de Margot Gagneure, que estaba a dos pasos y vendía toda clase de chucherías, especialmente barritas de regaliz y pirulís con sabor a miel.

A continuación, se procedió a izar la bandera. La banda tocó una marcha fúnebre, que todos los presentes escucharon muy tiesos y con la mirada fija. En cuanto sonó el último compás, la multitud corrió hacia el ayuntamiento, donde se daba un vino de honor. Con el espumoso y los canapés de paté, la gente se olvidó de los muertos, habló, incluso volvió a reír. Y, al cabo de una hora, rompió filas, dispuesta a representar año tras año la comedia de la pena y el recuerdo.

Destinat asistió a la ceremonia en primera fila. Yo estaba dos metros detrás de él. Pero no vino al ayuntamiento. Se volvió al Palacio arrastrando los pies.

Destinat iba a V. con frecuencia, pese a llevar cuatro años largos jubilado. A las diez menos diez, el Rancio enganchaba los caballos. A las diez en punto, Destinat bajaba, se instalaba en el coche, y arreando. Cuando llegaba a V., daba un paseo, siempre el mismo: calle Marville, plaza de la Prefectura, paseo de Baptiste-Villemaux, calle Plassis, calle de Autun, plaza Fidon, calle de Bourelles… El Rancio lo seguía con el coche, a veinte metros de distancia, tranquilizando con la mano a los dos caballos, que tenían tendencia a piafar mientras soltaban sus boñigos. Destinat se cruzaba con gente que lo saludaba. Inclinaba un poco la cabeza, pero nunca abría la boca.

A mediodía, entraba en el Rébillon, donde lo recibía Bourrache. Seguía teniendo su mesa, comiendo los mismos platos y bebiendo el mismo vino que cuando hacía rodar cabezas. La única diferencia era que, después del café, reposaba la comida. El comedor se vaciaba, y Destinat seguía allí. Al rato, llamaba a Bourrache con un gesto. El patrón cogía una botella de aguardiente, la mejor que tenía, y dos copitas y se sentaba frente a él. Llenaba las copas y se bebía la suya. Destinat, en cambio, aspiraba el aroma del licor, pero nunca lo probaba.

Luego, hablaban.

—¿Y de qué? —Me atreví a preguntarle un día a Bourrache, pero después, mucho después.

Su mirada se perdió en el vacío. Era como si contemplara una escena lejana, o una imagen borrosa. Le brillaban los ojos.

—De mi pequeña… —murmuró al fin, y gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas mal afeitadas—. El que hablaba era él; yo escuchaba. Oyéndolo, cualquiera diría que la conocía mejor que yo; sin embargo, cuando mi niña aún estaba entre nosotros, nunca lo vi decirle nada, apenas una palabra cuando le servía el pan o le llevaba una jarra de agua. Sin embargo, era como si lo supiera todo sobre ella. Me la describía, me hablaba del color de su tez, de su pelo, de su voz de pájaro, de la forma de su boca, y también de su color; citaba pintores del pasado de los que yo no había oído hablar y decía que mi hija podía haber estado en sus cuadros. Y luego me hacía todas las preguntas imaginables sobre su carácter, sus pequeñas manías, sus expresiones de niña, sus enfermedades, sus primeros años, y tenía que contarle y contarle… No se cansaba nunca.

Cada vez que venía, era la misma canción. «¿Y si habláramos de ella, mi querido Bourrache?», decía. A mí no me apetecía, porque se me encogía el corazón, y me duraba toda la tarde y toda la noche. Pero no me atrevía a decírselo a él, así que hablaba. Una hora, y otra, y otra… Podría haber estado días enteros hablando de ella, y no se habría cansado. A mí aquello, aquella pasión por mi pobre hija, me parecía raro, pero me decía a mí mismo que debían de ser los años, que el Fiscal empezaba a chochear, simplemente, y que el hecho de estar solo, de no haber tenido hijos, lo estaba consumiendo.

Un día llegó a preguntarme si tenía alguna foto de la pequeña que pudiera darle. Las fotografías, ya sabe, no son nada baratas. No se las hace uno todos los días. Sólo tenía tres, y en una de ellas estaba con sus hermanas. Fue la madrina de Belle la que se empeñó en que se la hicieran, y la que la pagó. Las llevó al estudio de Isidore Kopieck, el ruso de la calle États. Él fue quien las hizo posar, a las dos mayores sentadas en el suelo, en un decorado de hierba y flores, y a Belle en medio, de pie, sonriente y llena de gracia, como una auténtica Virgen María. Yo tenía tres copias de esa foto, una para cada hija. Le di la de Belle de Jour al Fiscal. Si lo hubiera visto… ¡Ni que le hubiera regalado una mina de oro! Temblaba como una hoja y no paraba de darme las gracias y estrecharme la mano como si me la quisiera arrancar.

La última vez que vino fue una semana antes de morir. Otra vez el ritual de siempre: la comida, el café, el aguardiente y la conversación. Las preguntas sobre la pequeña, casi las mismas de siempre, y luego, después de un gran silencio, va y me dice, con un hilo de voz: «No conoció el mal, se fue sin conocerlo. A nosotros, en cambio, el mal nos ha vuelto tan feos…». Luego, se levantó lentamente y me estrechó la mano durante unos instantes. Le ayudé a ponerse el abrigo, cogió su sombrero y se quedó mirando la sala, como si estuviera calculando lo que medía. Le abrí la puerta y le dije: «Hasta la próxima, señor Fiscal». Él me sonrió, pero no respondió. Y se fue.

Escribir es doloroso. Lo he comprendido en estos meses que llevo haciéndolo. Hace que te duela la mano, y el alma. El hombre no está hecho para este trabajo. Además, ¿para qué sirve? Si Clémence siguiera a mi lado, jamás se me habría ocurrido emborronar todas estas páginas, pese al asesinato de Belle de Jour y su misterio, pese a la muerte del joven bretón, que me ha dejado mella en algún rincón de la conciencia. Sí, su presencia habría bastado para alejarme del pasado y darme fuerzas. En el fondo, escribo por ella y para ella, para mentirme, para engañarme, para convencerme de que sigue esperándome, dondequiera que esté. Y de que oye todo lo que tengo que decirle.

Escribir hace que seamos dos.

Cuando se vive solo desde hace mucho tiempo, se puede acabar hablando en voz alta, con las cosas y las paredes. Lo que yo me empeño en hacer no es muy distinto. A menudo me he preguntado qué hacía el Fiscal. ¿Cómo mataba el tiempo, en qué pensaba, de qué hablaba consigo mismo? Un viudo comprende a otro viudo; en fin, creo yo. En el fondo, había muchas cosas que habrían podido unirnos.