16

—¿No quiere llevarse un fusilero? —indagó Florio.

—Ya llevo esto —dijo Mould señalando la 45 automática que portaba al cinto, en una pistolera.

Estaba en pie, en la proa de la motora que un juego de serviolas tenía suspensa a un costado del New Hope. Un marinero se hallaba frente al volante del timón, a popa, y otro, situado en el centro de la lancha, cuidaba de que esta no rozase con el casco del navío. Los demás espacios de la motora, capaz para veinticinco personas, aparecían cubiertos por lonas amarradas a una y otra regala.

—Además —prosiguió—, si alguien ha salido con vida de esa explosión, no estará para buscar camorra.

Florio se encogió de hombros.

—La expedición la dirige usted —concedió.

Mould dio la señal de arriar. La lancha chocó horizontalmente con el agua y los cables fueron retirados de los guardacabos metálicos de popa y proa.

Dave Kempe, el corresponsal de la televisión, gritó a Mould desde la cubierta:

—Hágalo ligerito, ¿eh? Si no, ¡adiós vuelo!

Haciendo caso omiso de la advertencia, Mould dijo a Florio:

—No estaría de más que echase una ojeada al botiquín. No sé si tendremos algo contra las quemaduras.

Florio agitó la mano en despedida e inició el descenso de la escalerilla que daba acceso al puente.

Asomado a la proa, Mould guiaba al timonel entre los arrecifes. Invisible desde el mar, la motora pasó de largo por dos veces ante la embocadura del abra. Al tercer intento Mould descubrió el angosto canal de agua azul que discurría entre las escolleras. El timonel redujo el régimen hasta dejar el motor casi en punto muerto y enfiló cautelosamente el pasaje.

—Hay gente aquí —advirtió Mould al avistar las pinazas.

—¿Qué especie de barcas son esas? —quiso saber Pincus, el marinero que estaba en el centro de la motora.

—Arrímate a la playa, Gantz —ordenó Mould al timonel—. Y quédate en la lancha mientras Pincus y yo echamos un vistazo.

Gantz dejó que la proa se encallase en la arena y apagó el motor.

—No parece, desde luego, que haya nadie por aquí —observó Pincus—. Es tanto el silencio, que hace ruido.

—Fuera lo que fuese —repuso Gantz—, esa explosión tiene que haberles hecho trizas.

Un rumor les hizo volver la cabeza hacia el pequeño promontorio que dominaba el abra.

En la cima, hundido hasta la cintura en los matorrales, un hombre se tambaleaba ebriamente. Agitaba los brazos y parecía que quisiese hablar. Todavía lo estudiaban, cuando el hombre profirió un gemido y cayó hacia adelante, los brazos desplegados como en un salto del ángel. Chocó en la ladera, dio una voltereta y resbaló hasta concluir su caída en la arena, al otro lado de la ensenada.

Mould y Pincus emprendieron a paso gimnástico el ascenso de la playa. El hombre había quedado boca arriba, los pies en el agua. Llevaba un calzón de cuero crudo que le cubría hasta la rodilla, y nada más. Tenía el cuerpo cubierto de arañazos y hematomas.

—¿Está vivo? —inquirió Pincus.

—Parece. Fíjate en esto: tiene chamuscado el pelo. La explosión debió pillarle muy cerca.

Seguro que pasaba hambre: no pesará más de sesenta kilos.

Como Pincus hiciera ademán de alzar al desconocido, Mould le detuvo:

—Déjalo. No tiene sentido moverle antes de hora. Quizá haya a bordo una camilla con que transportarle.

Mould regresó a la motora.

—Mejor que vengas tú también, Gantz —dijo—. Si hay uno, puede haber más. Para enterrarlos, aunque más no sea.

—Hay un sendero ahí —señaló Pincus.

Salieron de la playa en fila india.

La vereda, que serpeaba entre matorrales, no parecía conducir a ningún sitio. Salvo el ruido de sus pisadas y el zumbido de los mosquitos, nada se oía. Hasta que, de pronto, percibieron un tintineo, de cristal, y la voz de una mujer que canturreaba para sí misma.

La senda desembocaba en un calvero. La mujer estaba recogiendo botellas, que metía en un saco de arpillera. Desgreñada, inmunda, llevaba un informe vestido gris.

—¡Hola! —saludó Mould.

La mujer alzó la mirada. Su rostro no denotaba ni sorpresa ni inquietud ni felicidad: carecía de expresión.

—¿Ha habido muchos heridos?

Nada respondió la mujer. Hubo un súbito movimiento entre los arbustos. Pincus examinó la orilla del calvero.

—¡Me cago en…! —exclamó—. ¡Teniente!

Había alrededor de la explanada un cordón de hombres armados. Mould se llevó la mano al cinto.

—Toque eso —le previno Nau, que se había destacado pedreñal en mano—, y su viaje habrá concluido.

—¿Quién es usted?

—El hombre que le ha apresado. Con saber eso le basta.

—¿Qué diablos…?

—Calle la boca.

Windsor se encaró a Nau.

—Por favor te lo pido, L’Ollonois, desiste de esto.

—Y tú cierra la tuya, doctor: trabaja demasiado. —Nau se volvió hacia los muchachos—. Desnúdenme a esos dos —señaló a Mould y a Pincus—, y átenlos bien. Al otro déjenlo tal cual. Vendrá con nosotros.

—Escúcheme —empezó a decir Mould.

Pero, antes de que pudiese añadir nada, el cuchillo que le habían puesto en la garganta le hizo echar atrás la cabeza. Nau se dirigió a los suyos:

—Quiero conmigo hasta el último hombre. Primero cargaremos de ellos la lancha, como si fueran troncos. Eso será la zorra. Los que vayan de comparsa, en las pinazas, representarán humildes pescadores.

Mould y Pincus habían sido atados espalda contra espalda. El extremo de la liana que los inmovilizaba aparecía prietamente recogido a la altura del cuello.

La cuadrilla bebía con profusión, se reía de Jack el Murciélago y saludaba con vítores sus amenazas de sangrienta represalia.

—Ya estamos dispuestos —dijo Nau—. Seremos pequeños en número, pero no en corazón; y, cuanto menos numerosos, mayor la unión y mejores las partes del botín. Hizzoner…

El aludido pronunció la oración de ritual y Nau concluyó la ceremonia diciendo:

—Encended vuestros hornos, muchachos, enardeceros condenadamente, pues este será un día como los de antaño.

Al darse la vuelta, Maynard notó en la boca arena y sabor de agua salada. Los oídos seguían zumbándole, pero nuevos ruidos se aliaban ahora a ese otro. Impulsado por el instinto de conservación, se arrastró, en busca de cobijo, hacia los matorrales. Apenas guarecido, los primeros hombres irrumpían en la playa y entraban en la lancha gris.

Recordaba la lancha. Había llegado con dos o tres hombres a bordo, a quienes trató de alertar. ¿Acertaría a decir algo antes de desvanecerse? ¿Por qué marchaban sin él? ¿Y por qué colaboraban con la cuadrilla los hombres de uniforme? Descubrió entonces que uno de los uniformados era Nau.

Uno a uno, los hombres entraban en la lancha, se tumbaban en el fondo, pronos, uno sobre otro, y, en cuanto un departamento quedaba lleno, tendían la lona y la amarraban.

—Por última vez, L’Ollonois —dijo Windsor—, desiste de esto.

—Y, por última vez también, doctor, ¡calla la boca!

—¡Ningún animal sano busca su exterminio!

—En eso convengo —dijo Nau.

Y, de un golpe tan veloz y medido que se hubiera dicho producto de un impulso eléctrico, se sacó del cinto el cuchillo y le sajó a Windsor, de oreja a oreja, la garganta.

El arma había vuelto al cinturón antes de que cobrase Windsor plena conciencia de lo sucedido. Apareció en su cuello un hilo rojo que se fue oscureciendo hasta rezumar. Se llevó una mano a la garganta, abrió la boca, la cerró, y, por último, se sentó en la arena.

—Sí, mejor sentado, doctor —dijo Nau. Y se volvió de espaldas.

—¡Jesús! —exclamó Gantz.

Jack el Murciélago lo empujó hacia la lancha.

Los hombres de Nau reanudaron la operación de carga. A Justin, sin embargo, se le hubiera dicho paralizado. No conseguía apartar de Windsor la mirada según se balanceaba aquel de atrás hacia delante.

Desde su escondite del otro extremo de la ensenada podía apreciar Maynard la profunda conmoción que vivía su hijo. No sabía a qué atribuirla: habiendo visto tantas muertes, ¿por qué había de afectarle una más? Quizá, pensó Maynard, se debía a que era esta la primera vez que veía morir a alguien a quien había conocido antes, en la vida real, y, por eso, la propia muerte resultaba real por primera vez.

Justin miró a Nau. Cuanto acertó a decir fue:

—Pero…

Nau le tomó del brazo.

—Vamos, TueBarbe. Lo hecho, hecho está. Era una cirugía necesaria y hubo que efectuarla.

Advirtió Maynard que Justin se resistía —solo por un instante, pero inconfundiblemente— al envite de Nau, y de nuevo le inundó el pecho la esperanza.

Windsor cayó de lado, produjo un jadeo y expiró.

Hizzoner fue el último en embarcar en la lancha. La coleta enhiesta de cordeles embreados, recogió los faldones de su túnica y, con la delicadeza de una damisela que tratase de salvar un charco, subió a bordo y se tumbó. La lona fue tendida sobre él.

—Murciélago, tú, a proa —ordenó Nau—. Yo me quedo en el medio. Y tú —señaló a Gantz—, al gobernalle. Mueve un dedo fuera de propósito, prueba abrir la boca, y daré de ti la misma cuenta que diera del doctor. ¿Estamos?

—Usted manda —respondió Gantz.

Y, poniendo en marcha el motor, reculó hasta alejarse de la playa. Los cuatro hombres que habían quedado en ella embarcaron en una pinaza ya enjarciada y siguieron a la motora hacia la salida del abra.

Maynard permaneció en su escondrijo hasta cerciorarse de que nadie más descendía a la ensenada. Luego atravesó la media luna de la playa, puso un remo en una de las piraguas, la empujó hasta la orilla y saltó a su interior.

En ese momento percibió, a su espalda, un rumor de ropa y otro, de pisadas sobre la arena húmeda. Giró sobre sí mismo, el remo a la altura de la cara.

Parada en la playa, de pie, Beth.

—Adiós —dijo.

Imaginándose a tiro de una pistola apuntada hacía él, Maynard se agachó con un movimiento vivo. Pero nada tenía Beth en las manos.

—Suceda lo que quiera, supongo que no volveré a verte. Maynard abatió el zagual y compuso una desvaída sonrisa.

—Vivo, no, en todo caso.

—Siendo así, buena suerte.

Maynard asintió con un cabeceo.

—Lo mismo te digo —repuso.

Hundido el canalete en el agua, empezó a remar hacia la embocadura del abra.

—¿Qué es lo que ve? —indagó Dave Kempe.

—Que viene muy cargada —respondió Florio—. El agua sobrepasa la línea de flotación. —Para afirmar los gemelos, tenía prietos los codos contra los costados—. Parece que trae un par de muchachos.

Pero ¿qué es esto? ¿El Día del Nativo?

—Este barco es del gobierno, señor Kempe —dijo Florio tratando de no perder la paciencia—. Tenemos una responsabilidad.

—No para con esa clase de gente.

Florio orientó de nuevo los binóculos.

—Pues, sí: son dos chiquillos. ¿Por qué no filma un poco? Sería un bonito artículo.

¿Qué? ¿Un nuevo Tom Sawyer, este abandonado en una isla perdida? —Hizo una pausa—. Claro que… podría resultar. Puede ser que aún saquemos algo de este desastre. —Y, lanzado escalerilla abajo, voceó—: ¡Schussman! ¡La cámara!

Asomándose sobre la baranda del puente, Florio dijo a uno de los marineros:

—No estaría de más que fuese preparando las riostras.

La motora llegó junto al barco y quedó meciéndose en su propia estela. Al mirar hacia abajo, Florio vio que Gantz, el timonel, tenía el semblante blanco como la tiza.

—¿Qué ocurre? —le preguntó.

Pero no obtuvo respuesta.

Los otros dos tripulantes de la lancha atendían a la sujeción de los cabos con la espalda vuelta al barco. Las cabrias rechinaron, la lancha ascendió.

Los dos muchachos, que tenían cruzados los brazos, y las manos encajadas bajo ellos, presentaban un aspecto tenso, preocupado. Por debajo de una de las lonas asomaba un brazo, su muñeca ceñida por un brazalete.

—Todo eso ¿son… cadáveres?

El equipo de televisión, la cámara montada en su caballete rodante, se precipitó hacia la amurada conforme la lancha aparecía a nivel de cubierta.

—¿Qué demonios…? —exclamó Florio según enfilaba la escalerilla.

Las lonas se alzaron violentamente. Un objeto contundente golpeó y abatió a Florio haciéndole rodar escalerilla abajo. Lo último que vio, antes de que la visión se le oscureciera, fue la desconcertante imagen de una cabeza humana enmarcada en un halo flamígero.

El ruido del tiroteo reverberaba en el agua y Maynard sintió en los tímpanos sus vibraciones. También cundían los gritos; pero, a esa distancia, apenas eran audibles y no parecían angustiados.

Motora y pinaza se encontraban a sotavento del buque. Así pues, y a fin de no ser visto, Maynard remó hacia el lado contrario.

No tenía trazado ningún plan concreto. Si Nau y sus hombres habían sido muertos, estaba a salvo. Sí, por el contrario, el vencedor era Nau, pues… su situación no sería más precaria en el barco que en la isla. Aquí, por lo menos, no se les ocurriría buscarle. Y, si echaban a pique el barco con él a bordo… Imposible pronosticar, a tanta distancia.

El fuego había cesado. No se habían hecho, en todo caso, más de una docena de disparos.

Maynard aferró la cadena del ancla. Tras amarrar la piragua a uno de los eslabones, eso para evitar que derivase hacia sotavento y denunciara su presencia, escaló la cadena y se coló por la tronera a ella destinada. Hallando desierta la cubierta delantera se deslizó hasta encontrar refugio tras un mamparo, donde hizo alto.

De abajo le llegaban ecos de pisadas y rechinos como de objetos arrastrados por las planchas metálicas de las cubiertas. Cuando oyó risas, supo cómo había concluido la batalla.

Como para confirmar sus temores, sonó, a popa, grandilocuente, la voz de Hizzoner:

—Los crímenes que habéis cometido, vosotros y Dios los conocéis…

Impulsándose con las manos, afianzado con los pies, Maynard escaló el lateral en declive de la casilla del timonel, ganó el techo del puente y, desde allí, mediante un salto inaudible, su cubierta.

—… No creo, pues, necesario deciros —proseguía Hizzoner— que la única manera de alcanzar de Él el perdón y la remisión de vuestros pecados es un arrepentimiento sincero y auténtico unido a la fe en Cristo…

Los imbornales que existían en el puente permitieron a Maynard avistar la sección de popa de la cubierta.

Había dos cuerpos tendidos en un rincón: el de un hombre calvo y panzudo que vestía un traje oscuro, y el de otro, este apuesto y más joven, que llevaba un conjunto deportivo, de color tostado.

Mientras Nau y los dos muchachos esperaban en pie, a popa, Rollo, Jack el Murciélago y el resto de la cuadrilla atendían a la carga de alimentos y municiones en la lancha y en la pinaza.

Hizzoner consagraba su sermón a un grupo de seis hombres congregados junto a la regala de babor. Dos eran civiles, los cuatro restantes vestían trajes de faena, de la Guardia Costera. Un séptimo, este con uniforme de oficial, estaba tendido en la cubierta, a espaldas del grupo. Estaba vivo, pero, herido de bala en la cadera, trataba de restañar la sangre mediante un pañuelo aplicado a la perforación. Porque el hombre le parecía conocido, Maynard lo miró con fijeza.

—Si ahora recurrís a Jesucristo en sinceridad —salmodió Hizzoner—, aunque tarde, aun a la hora undécima (Mateo 20:69), os recibirá.

«Está a punto de acabar», pensó Maynard. Registró el puente con la mirada. ¿Guardarían armas allí? ¿Llevaban armas a bordo? Lo ignoraba todo sobre buques de guerra. En ese momento atrajo su atención la máquina que, protegida por una funda de lona, ocupaba un soporte en una esquina del puente.

—Mi solo y sentido deseo, por compasión hacia vuestras almas, es que mis palabras de esta triste y solemne ocasión…

Una ametralladora.

Maynard se deslizó hacia el otro extremo del puente, donde, saltando la baranda, rodeó la obra de construcción hasta encontrar apoyo para los pies en la angosta cornisa que quedaba bajo la ametralladora.

La pinaza se hallaba justo enfrente de él. Los hombres que asistían a la carga le daban la espalda; pero, si alguno se volvía, no tendría más remedio que verle.

Maynard soltó los enganches que sujetaban la funda de lona al mamparo, la retiró y la dejó en el techo de la casilla del timonel.

Era una arma descomunal. Aunque había visto fotos de esas grandes ametralladoras calibre 50, nunca se había echado una a la cara: tenía uno la impresión de manejar un cañón. A un costado de la ametralladora, fija, una caja de municiones. Porque no osaba abrirla y examinar su interior, pidió a Dios que estuviese llena. Mientras buscaba con una mano la palanca de maniobra, la otra encontró el gatillo. Contenido el aliento, retiró el cerrojo de seguridad y… lo soltó.

Tan nutrida fue la ráfaga, que no se percibían los disparos: se hubiera dicho un eructo. En menos de cinco segundos, los tripulantes de la pinaza y los hombres que la cargaban o bien estaban muertos, o bien se retorcían, abatidos, en cubierta.

El dedo prieto en el gatillo, Maynard giró la ametralladora hacia la derecha. La rociada mató a Rollo. Jack el Murciélago, que había retrocedido un paso, saltó por la borda con dos impactos en el pecho. Hizzoner se desplomó en un revuelo de ensangrentadas túnicas.

Nau había reculado a un rincón y se atrincheraba tras los dos chiquillos. Adelantada la mano hasta la pistolera de Justin, extrajo de ella la Walther y se la puso al niño en la sien.

Maynard apuntó la ametralladora a la cabeza de Nau y dijo:

—Suelta eso.

Nau sonrió.

—No, gracias —repuso.

—Te mataré.

—A mí, sí. A este —indicó a Manuel con la cabeza—, también. Pero a este —asestó con más fuerza el arma contra la sien de Justin—, no. A este no le matarás. Cierto que debieras hacerlo, y que yo lo haría; pero tú no lo harás. Y, si yo muero, él morirá conmigo.

Miró Maynard a Justin y lo que vio fue un chiquillo asustado.

Estaba seguro de poder meterle a Nau una bala entre los ojos antes de que consiguiese él apretar el gatillo y matar a Justin. Su certeza era casi total. Pero no total.

—Tienes razón: no lo haré —replicó Maynard—. Así pues, ¿dónde nos deja eso?

—Me llevaré a los chicos a tierra. Tú pasarás aquí la noche. A una hora u otra, antes de que amanezca, vendré por mi gente. Tú podrás ir a tierra, a por la tuya, mañana. No les haré daño. Te doy mi palabra.

—Tu palabra no vale una mierda.

—Muy cierto —rio Nau—. Pero no tienes otra elección.

—Tendría que aceptar, pero tú sabes que no puedo. Necesito a mi hijo ahora más que nunca.

Los ojos de Justin se ensancharon en una súplica dirigida a Maynard.

—Más me valiera matarle yo mismo —dijo Maynard.

—Nada de eso. Es preferible saberle vivo, sano, libre y contento.

Coaccionado, Maynard titubeó.

—De acuerdo —dijo.

—¡No, papá! —gritó Justin.

—Hay que seguir la corriente, amiguito —dijo Maynard.

—¡No! —repitió el niño al tiempo que trataba de soltarse.

Pero Nau le había rodeado el cuello con el brazo y lo arrastraba hacia la amurada.

—Tú, al timón —ordenó Nau a Manuel.

El chico miró a Maynard. También en sus ojos había una súplica.

La motora quedaba justo debajo del emplazamiento de Maynard. Montada la ametralladora como lo estaba, la lancha quedaba fuera de su ángulo de tiro. Percatado de esa circunstancia, Nau empujó a Justin en aquella dirección.

Sin reflexionar lo que se disponía a emprender, sin buscar alternativas ni sopesar riesgos, Maynard se sacó del cinto el cuchillo de Jack el Murciélago y, con él en la mano, saltó al vacío.

Nau debió de percibir la conmoción del aire, o intuir el ataque, pues se dio vuelta y, mirado que hubo hacia arriba, trató de usar el pedreñal.

Le cayó Maynard encima de los hombros y, ciega, ferozmente, comenzó a asestarle salvajes cuchilladas. Nau rompió en rezongos y juramentos conforme, tratando de sacudírselo de encima, y por liberar las manos, soltaba el pedreñal.

Cuando, al desplomarse, cayó Nau entre los bancos de remeros de proa y popa, Maynard, todavía a horcajadas de él, descargó de nuevo el cuchillo que, prendido esta vez entre dos costillas, allí se quedó incrustado.

Según Nau se daba vuelta retorciéndose, el arma se le escapó a Maynard de la mano y su cuerpo quedó aprisionado bajo el de su enemigo. Todavía consiguió Nau ponerse en pie. Tenía cuello y pecho acribillado de cárdenas heridas incisas. La sangre, que le manaba a chorros torso abajo, confluía en un solo reguero cuyas gotas salpicaban la cubierta. Tenía el cuchillo hincado hasta las cachas entre las dos últimas costillas del flanco derecho. Lo asió con ambas manos y tiró hasta desprenderlo.

La mirada puesta de soslayo en Maynard, dijo:

—Aún no ha llegado el momento, escribano. —Burbujas de sangre le afloraban a los labios—. Soy un príncipe libre. Yo señalaré la hora.

Y alzó el cuchillo.

Maynard hizo por retroceder, pero estaba inmovilizado entre ambos bancos.

Tenía Nau inflamados, y casi fuera de sus órbitas, los ojos; un rictus despectivo le rizó los labios. Asido el cuchillo por encima de la cabeza, en la actitud de un sacerdote inca ante el altar de los sacrificios, bramó:

—¡Ahora!

El sol reverberó en la hoja conforme esta caía describiendo un arco. El cuchillo fue a hincarse en el bajo vientre de Nau, que tiró del arma en un movimiento ascendente. Las vísceras asomaron al desgarrón de la camisa.

Se desplomó hacia la derecha. El hombro de ese lado fue a chocar contra uno de los bancos, y allí se quedó, tumbado boca arriba. El hilo de la vida se había quebrado. Se le dilataron las pupilas y, por último, como un globo que un chiquillo liberase, su pecho produjo y emitió un último aliento.

Apartando de Nau la mirada, Maynard buscó con ella a Justin. Lo encontró, rígido, a popa de la lancha.

—Hola, amiguito —dijo sin fuerza.

Justin tenía los ojos arrasados de llanto. Avanzó hacia la proa, se arrodilló y estrechó entre las suyas la mano de Maynard.