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—¡Ay, ay, ay! —Justin apartó la mirada de la revista que estaba leyendo, el último número de The American Rifleman, y agregó—: ¡Mamá me mata!
Maynard, que ocupaba el asiento vecino, el del pasillo, cerró la carpeta que contenía todos los recortes del Today.
—¿Pues qué has hecho?
—Me he olvidado de la clase de piano.
—¿Para cuándo era?
—Para mediodía. Las tomo todos los sábados.
Maynard consultó su reloj.
—Son las nueve y media, nada más. Llamaremos a la señorita desde el aeropuerto. No pondrá inconvenientes.
—Es un señor. Mr. Yanovsky. Y no acepta excusas.
—Las mías, sí. Le diré que es un caso crítico de manchas solares. Usé ya ese subterfugio estando en el Tribune, por causa de una resaca de padre y muy señor mío. —La evocación hizo sonreír a Maynard—. Y surtió efecto: el editor pensó que se trataba de cáncer.
—Eso no evitará que le cobre la clase a mamá —arguyó Justin pese a todo.
—La pagaré yo. ¿Trato hecho?
—No sé qué decirte. —Justin se había ruborizado—. Mamá asegura que das cheques sin fondos.
—Conque eso dice, ¿eh? Un miserable cheque en descubierto no autoriza a tanto. Yo pagaré tu lección de piano y el cheque será bueno. ¿Esta bien?
—Bueno.
—Bien. —Maynard frunció el ceño—. Tu madre no debería decirte esas cosas.
—Ella asegura que un mal ejemplo es el mejor sermón.
Maynard rio sonoramente.
Para empezar, la frase es otra: «Un buen ejemplo es el mejor sermón». Lo dijo Benjamín Franklin.
—Ya lo sé. Pero no iba bien.
—¿Con qué no iba bien?
—Con lo que ella quería decir.
—«¡Oh, que también esto, que los mismos cabellos, de entera solidez, se vayan y descompongan tajea abajo!» —rio Maynard nuevamente.
—¿Qué es eso?
—De Hamlet. El famoso discurso de la depilación.
—¿Qué es Hamlet?
—Una obra teatral. No tardarás en conocerla.
Justin volvió al The American Rifleman.
—Eh, ¿no teníamos nosotros uno como este? —Y señaló una foto de un revólver Colt Frontier.
—Ajá. Una verdadera pieza de museo: un .32 .20. ¿Recuerdas cómo brillaba la funda? Y eso que el cuero tenía un siglo…
—Aquí dicen que los Colts de un solo disparo no ofrecían precisión. La culata era demasiado pequeña.
—Con que acertasen a seis metros, les bastaba. Entonces solo se disparaba a bocajarro.
—¿Y qué me dices de los combates a pistola? Cuando se acorralaban unos a otros…
—De esos, estoy seguro, no se producían ni diez en diez años. Cuando salían a relucir los revólveres, se disparaban como viniese a mano: por la espalda, por debajo de una mesa, por detrás de una puerta.
—Pero eso no es juego limpio.
—Ni nadie pretendía que lo fuese. La cosa era terminar cuanto antes y escapar sin quebranto. —Maynard hizo una pausa y se encaró a su hijo—. Ninguna pelea tiene sentido, Justin. Si uno se ve abocado a una pelea, lo mejor que puede hacer es concluirla. Lo del «juego limpio» es asunto del contrario.
Se encendió la señal luminosa que pedía el uso de los cinturones y la azafata anunció por el interfono que el avión tomaría tierra en el Aeropuerto Nacional en breves minutos.
Hasta el año anterior, cuando los padres de Maynard se trasladaron a Arizona, Maynard y Justin habían pasado muchos finales de semana cazando en la pequeña finca que el abuelo, llamado Gramps, poseía en Pensilvania. Campeón de tiro cuando la Segunda Guerra Mundial, y probador de armas para el Pentágono durante la de Corea, Gramps tenía en su casa de campo, una construcción de piedra que databa del siglo dieciocho, toda una colección de efectos militares, desde un mosquetón de los tiempos de Jacobo I hasta un rifle Ferguson de percusión por pedernal utilizado en la batalla de Kings Mountain, durante la Revolución, hasta un curioso ejemplar (el favorito de Justin) de «lanzapiedras» proteiforme, con cuya ayuda un soldado contemporáneo hubiera rendido como un batallón. Estuvieron aquellos finales de semana llenos de calor, intimidad, amenidades y emociones.
—También a mí me gustaría —repuso Maynard—. Algún día lo haremos.
—¿Cuándo? —Justin le miró pidiendo una promesa. Maynard no podía hacerla.
—No lo sé. —Y, viendo que el chico apartaba la vista desencantado, agregó—: Oye, ¿recuerdas el día del tiro al pichón? Lo hiciste muy bien.
—Si solo acerté tres…
—De acuerdo, pero…
Había sido una estupidez sacarlo a colación. Maynard ya no recordaba que, de tan larga como era la culata del rifle, el chico hubo de sujetarlo bajo el brazo, en lugar de apoyárselo en el hombro.
—Yo tampoco pasé de tres, al primer intento.
—Sí, pero la segunda vez fueron diecinueve —arguyó Justin.
El aparato descendió sensiblemente, perdió velocidad y brincó al ser accionados los alerones.
¿Ya has decidido qué museo quieres ver?
—El nuevo. Aeroespacial, creo que le llaman. ¿No dijiste que tenías para dos horas?
—Poco más o menos. Pero no te inquietes si me retraso un poco. Y, por amor de Dios, no vayas a salir del edificio.
—¡Papá…! —exclamó Justin en un tono que denotaba ofensa y censura: su buen sentido y madurez habían sido puestos en entredicho injustamente.
—Lo siento.
—Lo que sigo sin entender es por qué no has hablado con ese tipo por teléfono.
—El teléfono no es una buena forma de conocer a la gente, de caerles simpático o merecer su confianza. Y es preciso que ese hombre confíe en mí.
—¿Por qué?
—Porque pretendo que me diga cosas que le han ordenado callar. Pienso que habló ya una vez, tiempo atrás, y eso le hundió profesionalmente.
—Entonces cerrará el pico.
—Es posible, pero yo confío en lo contrario. Confío en que esté enojado.
En el aeropuerto tomaron un taxi. Maynard dejó a Justin en el Museo Aerospacial Smithsoniano —no sin antes haberle provisto del número de teléfono de la redacción del Today en Washington, «por si se declara un incendio en el edificio, o algo parecido»—, y luego dio al taxista unas señas de la parte alta de la ciudad, cerca de la Catedral.
Conforme el auto avanzaba por la Rock Creek Parkway, Maynard repasó las preguntas que pensaba formular a Michael Florio, el miembro de la Guardia Costera que había sido trasladado por cuestionar las desapariciones de yates. Durante la conversación telefónica, Florio había mostrado recelo. Por lo pronto se había negado a hablar con Maynard como no fuera llamando él a la centralita del Today: una anticuada, pero por lo general efectiva, manera de asegurarse de que el autor de la llamada es quien pretende ser o, por lo menos, trabaja donde dice hacerlo. Y a continuación recitó a Maynard la conocida letanía burocrática de que: «no conocía a ciencia cierta la razón de su traslado; los traslados son una cosa de todos los días, y él se había limitado a obedecer».
La reacción no sorprendió a Maynard. A pocos años, como se encontraba, del retiro, ¿por qué iba Florio a comprometer su pensión haciendo que un semanario mencionase su nombre?
El taxi giró en la Connecticut Avenue, acometió la pendiente de la Calle Treinta y Cuatro y, habiendo penetrado en un barrio tranquilo, abundante de árboles, de viejas casas ni muy grandes ni de mucho precio, el conductor se detuvo ante una, estucada en gris y provista de un porche delantero algo destartalado.
Michael Florio era un hombre de acaso cuarenta y cinco años, de esbelta cintura y condiciones físicas de manifiesta aptitud. Llevaba muy corto el cabello, una camiseta de manga corta y una fina pátina de polvo blanco en la cara. En torno a los ojos tenía marcas como de gafas de las que se utilizan para soldar.
—Pase. —Florio le mostró el pasillo y cerró la puerta—. ¿Le apetece una cerveza?
—Gracias.
El dueño de la casa volvió sobre sus pasos y entró en la cocina. Maynard dedujo que vivía solo, puesto que la dependencia había sido convertida en taller. Una mesa circular, con un tornillo de banco aplicado a su borde, aparecía cubierta de brocas, cinceles, diminutos martillos y pedazos de marfil y de hueso. Los estantes tenían una profusión de tallas: ballenas, tiburones, peces, pájaros y barcos.
—Bonita colección —comentó Maynard.
—Lo que usted diga. —Sacó del frigorífico dos latas de cerveza—. Hay que buscarse alguna ocupación para cuando llegue el retiro. No es cosa de pasarse veinte años sentado en el porche mirando como se pone el sol. —Según entregaba la cerveza a Maynard, agregó—: No concedo entrevistas.
—Ya lo supuse.
—Lo que le diga… en caso de que le diga algo… será extraoficial.
—Perfectamente.
—¿De veras? —Florio se mostró sorprendido.
Maynard dio un sorbo a la cerveza.
—No quisiera molestarle, pero no es usted quien me interesa.
—Tanto mejor. No quiero interesar a nadie. Al diablo con la gente: el buey solo bien se lame.
—No pretendo hostigarle. Ni siquiera citar su nombre, si prefiere el anonimato.
—Ni más ni menos.
Florio comenzaba a serenarse. Tomando asiento a un lado de la mesa, indicó a Maynard la silla situada frente a la suya. Había en el tornillo, a medio tallar, una cabeza de águila de la que el hombre no conseguía apartar la mirada.
—No se interrumpa por mí —pidió Maynard al tiempo que indicaba el trabajo.
—Bueno.
Florio apuró la cerveza, se puso los ajustados anteojos contra el polvo y, con un fino cincel entre los dedos, atacó la talla.
—¿Sabe que todavía me telefonean?
—¿Quiénes?
—Los parientes de las personas desaparecidas. Saben que me interesé por las víctimas, como así fue, en efecto, y piensan que puedo ayudarles. No es cierto, pero ellos lo creen. Le destroza a uno ver cómo se aferran a la esperanza.
—¿Y puede alguien? Ofrecer ayuda, quiero decir. Florio sacudió la cabeza.
—Lo malo de este asunto es que nadie lo haya ventilado. No es el Watergate, para empezar. Es… —Apartó la mirada de su trabajo—. No sé cómo calificarlo. Ya lo dice la Guardia Costera: «Si podemos localizarlos sin problemas, lo haremos. Si no, mala suerte. Si te comunicas por radio diciendo que estas en apuros, nos descrismaremos por ayudare», y puede creerme que lo hacen: esos tipos son prodigiosos cuando se ponen manos a la obra; «pero si desapareces sin dejar rastro, ¡alabado sea Dios!». Son policías de patrulla, no una oficina de personas extraviadas.
—¡Seiscientas diez embarcaciones! Tiene que haber alguna respuesta.
—Ya lo creo: una serie de ellas. Y, por lo que me dijo por teléfono, algunas ya las conoce usted. Pero hay más: yates mal construidos que sus dueños llevan adonde no debieran; gente que hunde sus embarcaciones para cobrar el seguro, y que luego se ahogan antes de que lleguen los socorros; fenómenos meteorológicos. En muchos casos, explicaciones razonables. Pero lleva usted razón: ¡seiscientos diez yates son muchos yates! ¿Y cuántos serán ya? Nadie lo sabe. Ahí tiene el caso del Marita: un buen ejemplo que al mismo tiempo es también malo.
—Explíquemelo.
—Bueno, porque era un barco consistente, bien construido y conservado, con un capitán con todos los títulos, legalmente podía conducir el mismísimo Queen Elizabeth II, y tripulado por profesionales de primera fila. Se hundió, si es que lo hizo, con un tiempo ideal y el mar como un plato: en semejantes condiciones un bebé hubiera podido sobrevivir agarrado tres días a una almohadilla hinchable. Y malo, porque el Marita estaba matriculado en las Bahamas, y a la Guardia Costera no se le da un higo lo que pudiera ocurrirle.
—La Costera, ¿conjetura algo?
—Oh, claro está. Suponen que o bien se estrelló contra un arrecife y se hundió, o bien le explotó uno de los motores. Pero a ver cómo consigue usted hacer explotar un motor diésel; y, caso que lo consiguiera, ¡no le digo cómo iba a dejar de despojos todo el contorno! En cambio, no se encontraron restos de ninguna clase. Y, si en efecto, dieron contra un arrecife y se fueron a pique, ¿por qué no llegó nadie a la costa? Tiburones, dicen. ¡Y una mierda!
Florio echó mano de un taladro mecánico de dentista, lo conectó y, conteniendo el aliento, lo aplicó delicadamente a uno de los ojos del águila. Luego, tras soplar el polvo de hueso originado por la perforación, continuó:
—El Banshee constituye un mejor ejemplo. Registrado en Wilmington, era propiedad de un tipo que gana fortunas fabricando ripias de cedro. Se habían pasado un mes pescando entre Puerto Rico y Haití, a la captura de un pez espada con que establecer una nueva marca. Al llegar a Puerto Príncipe, el propietario regresó en avión, mientras el capitán cuidaba de devolver el yate a puerto. Camino de Mayaguana, avisó por radio que atracaría allí al anochecer. Y después de eso no se volvió a saber ni de él ni de la embarcación. El tiempo era bueno, los dos tripulantes llevaban quince años con él y no habían admitido ningún pasajero. La Guardia Costera piensa que el capitán pudo haber echado a pique el barco y, luego, desaparecer del mapa. Pero digo yo: ese tipo se sacaba treinta mil anuales, más la mitad de lo que produjesen las excursiones, cuando el dueño no se servía del yate, más los gastos de educación de sus tres hijos en una escuela privada, más una casa en Fort Lauderdale. Amigo, un trato así no lo hubiera conseguido ni en Palau.
—Y, según usted, ¿qué pudo ocurrirles a uno y otro yate?
—Lo ignoro. Se puede considerar lo de los traficantes de drogas. Ambos barcos gozaban de amplia autonomía, mil millas o más: una tentación para los saltamontes. Pero me consta que el patrón del Banshee llevaba armas a bordo, de manera que no creo que lo secuestraran. Pero, aunque así fuese, aunque ambos hubieran sido secuestrados, quedan otros seiscientos nueve: una desaparición cada dos días, por término medio, durante tres años. Con la misma regularidad del reloj que en el Ayuntamiento va señalando el crecimiento de la población: a cada tanto, ¡bingo!, y por otro. Si quiere que le diga la verdad, dudo que nadie descubra nunca lo que fue de esas embarcaciones. No ya de su totalidad, sino ni aun de la mitad de ellas…
—¿Por qué?
—¿Otra cerveza?
Florio comenzó por las razones más sencillas: la dificultad de patrullar vastas extensiones oceánicas; la ineptitud y negligencia de esa nueva casta de marinos: los aficionados; los incomprensibles trastornos magnéticos que inutilizaban brújulas y equipos de transmisión; los fenómenos meteorológicos, cuya potencial y súbita violencia no eran conocidas todavía más que de forma teórica.
—¿Ha oído hablar de las macroolas? Algunos las llaman olas monstruo.
—No.
—Las olas siguen un movimiento ondulatorio que se llama cadencia, guardando determinadas distancias entre cresta y seno. Esa cadencia se interrumpe de vez en cuando, y entonces las olas se amontan unas encima de otras, en número de tres o cuatro, consiguiendo una formación monstruosa, de, a veces, treinta y hasta cuarenta y cinco metros de altura. Surgen imprevisiblemente, y no duran más que un instante, pues la cadencia no tarda en restablecerse; pero ese solo instante basta. Imaginemos un petrolero que avanza normalmente entre olas de, digamos, seis metros de altura. Y, cuando menos se espera, se encuentra ante un muro de agua negra, de diez pisos de alto, que se le precipita encima rugiendo y a una velocidad de ochenta a cien kilómetros por hora. El seno que se abre ante esas formaciones a menudo tiene más profundidad que largura el buque, que, de esa forma, se abalanza hacia el fondo, al pie de una montaña de agua de millones y millones de toneladas de peso muerto a punto de caer sobre él.
—¿Y la ola los desbarata?
—A algunos. Otros, incapaces de refrenar su propio impulso, continúan su avance hacia la sima. Y los engulle el océano. —Florio tomó un sorbo de cerveza, seleccionó de entre la infinidad de objetos que cubrían la mesa un pequeño cincel de hoja en forma de cuchara y continuó—: Luego están las colisiones.
—Pero, en la mayoría de los casos, se da parte de ellas.
—¿Lo cree así? Hace un par de años, un petrolero atracaba en Long Beach, en California, tras una travesía que se había desarrollado, desde Oriente, sin contratiempo alguno. Hasta que uno de los estibadores del muelle va y dice: «¿Qué le ha pasado a su anda, capitán?». «¿A qué se refiere?», le pregunta el capitán. «Eche una ojeada», le responde el estibador. El capitán baja a tierra y, cuando se planta ante la nave, ve que lleva enganchado en el ancla de estribor un aparejo y todo un juego de velas.
—¿Acaso no notaron nada? ¿No oyeron gritos de nadie?
—¿Un buque de ciento treinta mil toneladas que marcha a razón de veinticinco nudos por hora? No puede notar ni ver ni oír nada, aunque tenga pantalla de radar y gente sentada ante ellas las veinticuatro horas del día, como los tenía este. De noche, con mal tiempo y el mar encrespado, un gran buque y un pequeño velero son poco menos que invisibles el uno para el otro. La marinería ni siquiera se enteró de lo ocurrido.
Florio abordó entonces la maraña de recovecos jurisdiccionales que entorpece los asuntos del mar: el FBI es competente en aquellos casos en que existan pruebas de un delito federal, si bien apenas dispone de recursos para investigar los que se producen en alta mar; la Drug Enforcement Administration puede actuar si sospecha un tráfico de estupefacientes; pero, si este implica contrabando, también la aduana puede tomar parte en causa; muchos yates desaparecen en las aguas jurisdiccionales de un país extranjero, cosa que despierta el interés del Departamento de Estado y la Interpol. La Guardia Costera quedaba siempre entremedias, atada de pies y manos.
En la mayoría de los casos, el resultado de esa interacción de jurisdicciones era la pasividad. Después de todo, y considerada globalmente, la pérdida de un yate y unas cuantas vidas no afectaba sensiblemente a la opinión pública.
—Si el desaparecido fuese Robert Redford —apuntó Florio con una risita contenida—, es muy posible que el gobierno organizase una escandalera. Pero, si se trata de un fulano cualquiera, despídame usted. Además, las leyes contienen un subterfugio a la vista del cual el propietario de un yate hará bien en no levantar la liebre con ninguna denuncia a la policía, pues las compañías de seguros suelen no pagar en casos de «captura y apresamiento». Quiere decir que si el tipo cuyo yate desaparece cierra la boca y deja creer que se ha hundido, cobrará el total de la prima; mientras que, de presentarse ante el FBI con la denuncia de que la embarcación ha sido secuestrada en alta mar, no toca un céntimo. El precio de un yate se sitúa entre cien y ciento cincuenta mil pavos: una razón de peso para cerrar los ojos y echarle las culpas a Neptuno. O al Triángulo de las Bermudas. Todo el mundo quiere creer en él.
—¿Usted no?
—¿Qué base existe? Oh, claro que he leído todo lo que se ha escrito sobre el tema: que si se trata de la Atlántida, que si de naves espaciales, que si de monstruos marinos y vorágines subacuáticas. No hay duda de que se han producido muchas desapariciones en esa zona. Pero, si me pusiera usted una pistola en la cabeza y me exigiera una explicación, no podría ir más allá de decirle que se trata de una especie de juego de los despropósitos entre el hombre y la naturaleza. Es una zona, no lo olvide, condenadamente grande, sin demasiado tráfico ni comunicaciones, pobre en cuanto a cartografía y previsiones meteorológicas. Con todo eso, cuando don Marinero Bisoño sale de Miami rumbo a las Bahamas, a lo mejor con un Atlas como carta de navegación —y le aseguro que algunos de esos idiotas lo hacen—, se convierte en un accidente en busca de un lugar donde ocurrir.
—Formule una hipótesis loca. Como lo anterior, extraoficialmente —le apremió Maynard—: ¿Qué fue de esas embarcaciones?
Florio retiró los anteojos, que dejó colgando a la altura del cuello. La mirada perdida allende la ventana mientras realizaba, obviamente, un cálculo mental, dijo por fin:
—De un treinta a un cincuenta por ciento de ellos se hundieron, sin más: fenómenos meteorológicos, estupidez, lo que quiera. Otro veinte por ciento, digamos unos ciento treinta barcos, fueron hundidos, o acaso trasladados al Pacífico, por los saltamontes. Un puñado de ellos, no más de una docena en todo caso, fueron robados, como un coche cualquiera, y revendidos en algún otro punto. Hay auténticos chalados que se dedican a eso: tipos que no reculan ante un doble o triple homicidio a cambio de un yate en buen estado.
—Aún nos quedan más de cien embarcaciones.
—Ya lo sé —repuso Florio con una sonrisa amarga—. Y esas son las que me pusieron al cuidado de un montón de faros. —Encarándose a Maynard insistió—: ¿De veras será extraoficial? ¿Sin trastadas?
Maynard asintió.
—Pienso que alguien los roba. No sé quién ni por qué ni qué hacen con ellos. Pero es la única explicación lógica. Mire… la cosa no es de ahora. La cifra que manejamos la obtuve yo, por el simple procedimiento de sumar. En 1974 interrumpí el cómputo porque… porque lo interrumpí. Pero pude haber continuado la suma añadiendo las desapariciones de años precedentes hasta fechas muy antiguas. Claro está que en los últimos años, y porque cada día hay más yates, las desapariciones son más numerosas. Pero, proporcionalmente, la misma cuota de barcos ha estado esfumándose, sin dejar rastro y siempre en la misma zona, desde que se guardan datos de esas cosas. Lo que ocurre en esa parte del mundo viene repitiéndose hace, por lo menos, ochenta años.
—Y usted piensa que continuará igual.
—¡Vaya si lo pienso! Continúa igual. ¿Sabía que esta semana desaparecieron otros dos?
—No he leído nada sobre el particular.
—No, no es fácil que lo hiciese, pues no hay nada concluyente, salvo que dos veleros no se presentaron donde tenían anunciada su llegada. Dos parejas de Nueva Jersey. Es posible que todavía aparezcan; pero, sabiendo por donde navegaban yo no jugaría nada a esa carta.
—¿Dónde fue eso?
—Un estrecho situado entre la longitud… —Florio se interrumpió—. ¡Qué diablos! Enseñárselo es más fácil que explicarlo.
Y levantándose condujo a Maynard, escaleras arriba, a su estudio, un cuartito acogedor con estanterías llenas de libro y atestado de efectos navales: la campana de un barco, la bitácora de otro, un juego de cabillas entrecruzadas, una portañola de latón. Las paredes estaban cubiertas de cartas de navegación.
Florio se arrodilló tras su escritorio y, resiguiendo con el índice una creciente cadeneta de islas, señaló:
—Aquí. Por el Bajío de las Caicos.
Maynard examinó la carta en busca de una referencia visible, más no halló ninguna.
—¿Dónde están? —preguntó.
—¿Las Caicos? Al sudeste de las Bahamas y al nordeste de Haití. Son colonia británica. Su nombre completo es Islas de Caicos y de los Turcos.
—¿Y qué hay ahí?
—Naufragios, principalmente. En sus tiempos, los españoles tenían que atravesar por aquí, el Estrecho de los Turcos, y por aquí, el de Caicos, de regreso a casa. La zona es un foco de siniestros. Y los Bajíos, una trampa mortal: navega uno en aguas profundas y, de pronto, ¡pumba!, el fondo se te sube a dos metros de la superficie. La gente de las Bermudas solía desplazarse a los Turcos en busca de sal, y en algunas de las Caicos se explotó la pita durante algún tiempo.
—Aguarde —exclamó Maynard, que evocaba detalles de una lectura—. En una ocasión seguí un debate acerca del punto exacto donde Colón pisó el Nuevo Mundo por primera vez. Uno de los polemistas decía que fue en San Salvador…
—Sí. Eso está al norte de las Bahamas.
—… Pero el otro aseguraba que fue en lo que llamó «el grupo de las Caicos». No supe a qué se refería.
Ni hay gran cosa que saber. Es un lugar dejado de la mano de Dios. Y solo Él sabe cuántos barcos se han ido a pique en ese paraje. Centenares de ellos, a buen seguro.
—¿Nadie ha llevado la cuenta?
—No hay manera de hacerlo. Y, en cualquier caso, a la gente le importa un bledo.
—¿Cómo se puede llegar allí?
—¿En avión? Desde Miami, cuando hay vuelos. La línea cambia de manos cada seis meses, o cosa así. Últimamente no han matado a nadie, pero eso debe de ser por lo despacio que van los aviones.
—¿Ha estado allí alguna vez?
—No. Según tengo entendido, el mayor encanto del lugar son los escorpiones.
Una ojeada le bastó a Florio para darse cuenta de que algo estaba maquinando Maynard en la trastienda de su cerebro.
—¿Qué sabe usted de islas tropicales? —preguntó—. Por experiencia directa, quiero decir.
—He visitado Nassau. Una vez estuve pescando en Cayo Walker, y he hecho escafandrismo en Eleuthera. Pero todo eso fue hace años.
—No sé qué bulle en esa cabeza, pero debo decirle que las Caicos no son Nassau. Se parecen tanto a Nassau como Entebbe a Nueva York. Y, en cuanto a civilización, lo mismo.
—Nada bulle en mi cabeza —replicó Maynard.
—Sí que bulle. Pero eso es asunto suyo.
Era la una y media cuando Maynard llegó al Museo Aerospacial. Su ausencia había durado casi tres horas. No vio a Justin ni en la escalinata del edificio ni tampoco en el vestíbulo.
Lo encontró en la cola de los que esperaban para entrar en la sala de proyecciones. Le llamó del otro lado del grueso cordón de falso terciopelo que servía de barrera. Justin abandonó la fila y se coló por debajo de la cuerda.
—Puedes verla, si quieres. No llevamos prisa.
—No. Ya la he visto. Trata de la historia de la aviación. Es tan real, que casi vomité. —Indicó entonces un edificio visible a través de las vidrieras, al otro lado de la explanada—. ¿Podríamos ir allí? Un chico me ha dicho que hay una exposición de armas que es cosa fina.
—Podemos. Falta hora y media para nuestro vuelo.
Mientras cruzaban la avenida, Justin asió la mano de su padre. Al alcanzar el césped del otro lado, Maynard aflojó la suya, pero el chico no la dejó ir. Por de pronto, Maynard, que no tenía costumbre de llevar a nadie de la mano, sintió un leve malestar que, identificado, le apesadumbró: con los meses de separación había perdido contacto con su hijo, no sabía ya de sus preocupaciones y anhelos de la vida diaria. Ni siquiera veía en él a un niño, sino una persona con quien compartía finales de semanas alternos, y conversaciones que, maduras, entretenidas, no eran, sin embargo, íntimas. Y ahora el muchacho parecía deseoso de restablecer ese contacto. Maynard experimentó un sentimiento mixto de emoción, halago y agradecimiento. Y estrechó la mano de Justin.
—No ha estado nada mal el museo —dijo el chico.
—Estupendo —repuso Maynard, que hubiera deseado añadir algo, pero no sabía qué.
Tras contornear el jardín que, alojado en una depresión y plantado de estatuas, flanqueaba la Hirshhorn Gallery, se encaminaron hacia un edificio de ladrillo oscuro, con mansardas.
—¿Qué exposición es esa?
—La del centenario de no sé qué.
—Querrás decir el bicentenario.
—No: el centenario. Eso fue lo que dijo el chico.
El Instituto Smithsoniano había recompuesto, como una más de las ceremonias del bicentenario, una sala de exposición que se presentó al público en 1876, con motivos de los actos del centenario. La muestra, cuya clausura estaba prevista para 1977, había merecido tan buena acogida, que el Instituto la había mantenido abierta.
Había vitrinas con uniformes, maquinaria, objetos domésticos, aparejos de barcos, alimentos y medicinas, y, en la trasera del edificio, una colección de armas con ejemplares de todas las conocidas por el hombre del siglo XIX: fusiles Gatling de cámara estanca, morteros, tomahawks, cuchillos de monte, Derringers y cañones. Uno de los muros lo ocupaba una enorme vitrina consagrada a las armas de fuego de marca Colt.
Plantado ante ese escaparate, Justin absorbía con la mirada, una a una, las piezas expuestas, transportado por su imaginación a los campos de batalla, los campamentos indios y las expediciones ganaderas de la época.
Maynard, entretanto, regresaba mentalmente a su conversación con Michael Florio. Se repetía preguntas y respuestas, recitaba cifras. Cada uno de los interrogantes susceptibles de una respuesta satisfactoria conducía inexorablemente a otro para el que no hallaba ni aun la sombra de una conjetura verosímil.
—Ese es mi favorito —apuntó Justin señalando un rifle de percusión con cámara rotativa para seis cartuchos—. No había visto ninguno de esa clase.
—Son ejemplares raros. No estuvieron mucho tiempo en circulación.
—¿Por qué no? Disparaban seis tiros. Los otros, solo uno.
—Sí, pero pronto aparecieron los Winchester de repetición, que usaban cartuchos, en lugar de cápsulas de fulminante. El inconveniente de los rifles de percusión era que, a veces, al dispararse una cámara accionaba todas las demás. Se perdieron muchos ojos y muchas manos por ese motivo. —Maynard consultó su reloj—. En marcha.
El tráfico era escaso en la carretera del Aeropuerto Nacional, por lo cual llegaron veinte minutos antes de lo previsto. Camino de la puerta de embarque del puente aéreo Washington-Nueva York, cruzaron una sala de la National Airlines donde la gente formaba en fila para tomar el avión de Miami. Maynard se detuvo.
—¿Qué pasa? —quiso saber Justin.
Maynard no respondió. Impulsos y dudas, presentimientos y disuasiones se cruzaban de manera desordenada en su cerebro. El sentido común le pedía volver a Nueva York y archivar el artículo de las misteriosas desapariciones. «Somételo a reflexión. Habla con Hiller». Eso era lo sensato y lo seguro. Algo, sin embargo, le decía que la seguridad que alcanzase con su regreso a Nueva York podía no valer la pena. No se trataba de elegir entre riesgo y seguridad, sino entre la posibilidad de conseguir algo y la certeza de quedarse sin nada.
Tomó a Justin de la mano.
—Ven —dijo al tiempo que retrocedía hacia las dependencias de la National Airlines.
—¡Que ese vuelo no es el nuestro!
—¿Por qué?
—¿Y por qué no? ¿Has estado alguna vez en Miami?
—¡Ni siquiera sé dónde está!
—¡No saber, a los doce años, dónde se encuentra Miami! En fin, es hora de que lo descubras.
Justin se dejó arrastrar.
—¡Ostras! ¡Mamá me va a matar!
—¿Por qué dices eso a cada paso?
Hasta ahora no te ha matado ninguna vez. Además, estarás de vuelta antes de que se entere de que has marchado.
Maynard sacó de la cartera su tarjeta de la American Express y se acercó al despacho de billetes.