9
Llevaban más de una hora costeando despaciosamente la línea de los arrecifes, donde el agua era verdiazul. No habían conseguido nada, ni siquiera que picasen, y Justin estaba aburrido. Sentado bajo el baldaquino que cubría la parte central de la embarcación, un Mako de veintidós pies de eslora, había apoyado la caña en la regala.
Maynard estaba de pie ante el cuadro de mandos.
—Debe de ser que las aguas son demasiado someras por aquí —dijo según reseguía con el dedo el mapa descriptivo de la zona de Navidad adosado al cuadro—. Si esto no miente, detrás de ese promontorio hay un escalón marino que casi toca la costa. Encontraremos allí auténticas simas, el hábitat de los monstruos. ¿Qué dices a eso, amiguito?
—Como quieras —replicó Justin apáticamente.
—A animarse —dijo Maynard con una sonrisa—. La pesca no tendría ningún atractivo si uno hiciera presa a cada cinco minutos.
—Lo que tú digas. —Justin rebobinó—. Pero ¿es mucho pedir una vez por hora?
Tras recuperar su propio sedal, Maynard abrió el paso de la válvula de alimentación. Inundadas sus entrañas de energía, el motor fuera borda vaciló, espurreó y, luego, previa una emisión de humo negro, se adaptó al nuevo régimen. Cabeceó la proa y el barquito hendió con brío la lisa superficie del agua.
Brisa y marea antagonizaban detrás del promontorio y el mar espumeaba en aquel punto. La línea de los arrecifes residía hacia el oeste y dentro de su recinto, a la izquierda, el agua tenía tonalidades verdiblancas salpicadas de pardo por los corales. El escalón abierto más allá era escarpado y el agua, de un azul uniforme e intenso.
Al salir de la turbulencia, Maynard redujo marcha y lanzó ambos aparejos. Habiendo consultado el reloj, conectó la radio y dijo ante el micrófono:
—Mencken a Marinero… Mencken a Marinero… Simple llamada de contacto.
—¿Dónde están ustedes? —Le llegó la voz de Windsor—. No les veo.
Maynard verificó su itinerario con el mapa.
—Aquí dice Paso de Mangrove. Lo que no sé es hacia dónde conduce el paso. No hay nada a la vista. Ni por tierra ni por mar.
—Ya se han alejado bastante. Den la vuelta y pongan rumbo hacia aquí.
—No veo motivo de alarma. Esto parece el confín del mundo.
—No es esa la cuestión. Están en el limite de autonomía de la radio. Si el motor fallara…
—Está en regla. Le llamaré más tarde.
Maynard colgó el micrófono y apagó la radio. Luego siguió hacia el oeste surcando la zona de aguas profundas. A cosa de un kilómetro de distancia, el yermo —una faja de arena blanca empenachada de malezas verdegris— parecía espejear donde el calor era absorbido por el aire limpio.
—¡Auxilio! —gritó Justin.
Un pez había picado el anzuelo. El extremo posterior de la caña sujeto entre las piernas, la punta, que cimbraba violentamente, le iba a dar, sin que pudiera él evitarlo, contra el yugo.
—¡Mantén alta la caña! —Maynard dejó el motor en punto muerto—. ¡No le des hilo, que se te soltará!
—¡Es que no puedo con él!
—¡Claro que puedes! —Avanzó la mano para sujetar la caña de Justin, pero se contuvo—. Retrocede y alza la punta… eso es… ahora acompáñale y rebobina.
—¡Mira!
La presa —una loncha de plata que se retorcía reflejando el sol— había salido a la superficie, a popa.
—¡Rebobina!
—¡Tengo entumecidos los dedos!
—Entonces mantenlo así… pero no dejes que se hunda la punta.
Apoyado en la regala, Justin sujetó la caña con la mano izquierda, manteniéndola en posición vertical, mientras flexionaba los dedos de la diestra.
—¿Qué es?
—Una barracuda. De seis u ocho kilos.
La caña cabeceó y Justin dio un respingo. El pez se escapaba haciendo voltear la bobina.
—Que tire cuanto quiera —aconsejó Maynard—. Cuando deje de hacerlo, enrolla a escape.
Justin aseguró con fuerza la caña. Rígidos, los dedos se le escapaban de la manivela.
—¡Sácalo tú!
—¡Ni hablar! Es tu pez. Además, lo estás haciendo muy bien. Cuida, solo, de que no se te afloje el hilo.
—No puedo.
—¡No vas a poder!
—Se me va a escapar.
—Es posible.
La punta de la caña se enderezó de pronto; el hilo quedó laxo.
—¡Ya te lo dije! —se lamentó Justin.
—¡Rebobina, maldita sea, que no se ha soltado! Justin enrolló como un desesperado y la línea volvió a atiesarse.
Maynard se asomó a la popa.
—Se está acercando al barco. Despacio, despacio…
El cable del sedal quebró la superficie. Asegurándolo con la mano, Maynard haló de la presa, que voló sobre el yugo y fue a dar en la cubierta.
—Una señora pieza. —Se volvió hacia Justin—. Buena captura.
El chico estaba embriagado de gozo.
—¡Fíjate qué dientes! —dijo.
Sirviéndose de unas pinzas que encontró en un estante, bajo el cuadro, Maynard desprendió el anzuelo de la boca de la barracuda.
—¡Buena captura! —repitió.
—¿Podemos disecarlo?
—¿Quieres dárselo a tu profesor de piano?
—A mamá. ¡No se lo va a creer!
Los dos rompieron a reír.
Maynard viró hacia el este, puso proa hacia el promontorio y, cuando habían recorrido cierta distancia a media marcha, giró de nuevo al oeste para perseguir un banco de peces en ceba cuyos pilotos —los de mayor tamaño— no parecían interesados, sin embargo, en las rutilantes «cucharillas» que el Mako arrastraba. Uno de ellos asomó a la superficie, para mecerse juguetonamente en la estela. Un pequeño tiburón apareció en otro punto y estuvo soleándose hasta que, alertado por el zumbido del motor, coleó y se perdió de vista.
A la una en punto, Maynard se puso en contacto con Windsor, le dio cuenta de la captura lograda por Justin y prometió regresar antes de una hora.
—Tengo hambre —dijo Justin.
—Yo también.
—Y sed, además.
Maynard cabeceó afirmativamente.
—Vamos a volver, qué demonios. A lo mejor ya han arreglado el teléfono.
Entretenido en otear mar adentro mientras Justin recogía los aparejos, Maynard divisó al frente, hacia el oeste, algo que, parecido a un punto, flotaba a ras de agua. Tras cerciorarse de que las cañas estuviesen fijas en sus soportes, embragó y puso proa a poniente.
—¿No dijiste que regresábamos? —preguntó Justin.
—Y lo haremos. Dentro de un minuto —respondió al tiempo que señalaba el punto.
—¿Qué es?
—Lo ignoro. Una tortuga, quizá, o un tiburón. Investiguemos.
—¿Para qué?
—Por la simple razón de que… —Sonrió Maynard en la Calle Setenta y Ocho, reconócelo, puede uno pasar días, y hasta semanas, sin ver un tiburón.
El punto cobró forma rápidamente.
—Es una barca —señaló Justin.
—Más bien una canoa.
—¿Cómo habrá llegado hasta ahí?
—La habrá arrastrado la corriente desde aquella isla… —Maynard indicó un terrón grisáceo visible en el horizonte, hacia el oeste—… la de Poniente.
La embarcación era un tronco ahuecado y ahusado a ambos extremos. Maynard lo circunnavegó a marcha lenta. Nada había en su interior, excepto un único remo de tosca factura.
—¡Mira! —Justin apuntó a lo lejos—. Allí abajo.
Maynard frunció el ceño. El sol estaba alto y la lisa superficie del mar era un espejo.
—¿Qué ves?
—Alguien que nada.
—¿Y qué más? —Maynard seguía deslumbrado por la fulgente lámina de sol—. Debe de ser madera a la deriva.
—La madera a la deriva no hace señales con la mano. Acuclillándose junto a Justin bajo el baldaquino, formó una visera con la mano y entonces divisó la minúscula silueta, que blandía un brazo en alto.
—Que me cuelguen si lo entiendo. Debe haberse caído de la canoa.
Era una muchacha de corta edad, que se mantenía a flote gracias a un pequeño chaleco salvavidas color naranja. Agitaba, en efecto, la mano; pero lo hacía en forma que extrañó a Maynard: no había ni violencia ni angustia en la señal. Movía la chica el brazo de uno a otro lado con la regularidad de un metrónomo. Y, según se acercaban, ni un grito ni una sola palabra escapó de su boca.
Maynard puso el motor en punto muerto dejando que el barco se acercara a la chica por su propio impulso.
—¿Estás herida? —voceó.
Nada dijo ella pero movió negativamente la cabeza.
Para obviar un posible accidente por causa de la hélice, apagó el motor. Arrodillado en la popa, tendió la mano a la chica conforme la distancia se acortaba.
—Ha sido una suerte que pasáramos. Podrías haber estado flotando aquí una semana sin ver a nadie. —Le rozó la muñeca con los dedos. Tenía blanca la piel, era rubia y no debía de pasar, calculó, de los doce o trece años—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
La asió de la muñeca, se apoyó en el yugo y tiró. Algo anormal ocurría: la muchacha pesaba demasiado. Y en sus ojos relampagueaba el miedo, el terror.
—¿Qué suc…?
Algo tiró de ella con violencia, hacia abajo, arrancándola de la mano de Maynard. Este reparó en el tubo de goma que le asomaba bajo el vestido, a la altura de la nuca.
Se produjo entonces un chapoteo, el agua estalló y un objeto voló hendiendo el aire en dirección a su cara. Maynard cayó de espaldas al tiempo que un hacha se hincaba en la cubierta.
Maynard reculó sin volverse y, lejos ya de la popa, se levantó a trompicones. La muchacha había desaparecido y un hombre acuclillado, jadeante, acababa de subir a bordo. Agua mezclada con baba le caía de la nariz y la boca. Tenía los largos cabellos pegoteados a la cabeza y los hombros, y partículas de algas enganchadas en la barba. Llevaba los pies envueltos en pieles no curtidas que sujetaba a las piernas con correhuelas de cuero crudo. Carecía de dientes.
Blandiendo en alto el hacha, sin perder a Maynard de vista ni por un instante, el desconocido extendió la mano tras de sí y de un tirón subió a bordo a un flaco muchacho de pelo oscuro y negros ojos vivaces.
El hombre entregó el hacha al mozalbete y dijo:
—Y ahora, chico, da cuenta de él. —Y señaló a Maynard.
—¿Justin?
Maynard giró brevemente la cabeza. Justin se había agazapado tras el cuadro de mandos.
—¡No te muevas de ahí! —le ordenó.
El muchacho asió torpemente el hacha.
—¡Que des cuenta de él, te digo! —gritó el hombre.
El muchacho permanecía inmóvil. El hombre se sacó del cinturón una daga que le plantó al chico tras la oreja haciéndole sangrar.
—¡Haz lo que se te ha enseñado, portugués de los infiernos!
Maynard deslizó la mano bajo la camisa y sacó la pistola. Alojó una bala en la recámara y apuntó contra el hombre.
—Suelte el cuchillo.
Le temblaba la mano. Nunca había dirigido un arma cargada contra un ser humano. Su crianza, su formación y experiencia le impedían encañonar a un ser vivo. «El día que asestes un arma en dirección a otro hombre», le había dicho su padre cierta vez, «será como si ya le hubieras matado».
Para afirmar la pistola, colocó la mano izquierda bajo la diestra. Ovillado todo él, su enemigo reptaba sinuosamente, como una cobra, mudando la daga de una mano a otra. Maynard centró la mira en la abierta boca de su agresor. El hombre profirió un grito y saltó. Maynard le disparó en la cara.
El proyectil, calibre 32, era demasiado rápido y pequeño para abatir a su atacante, de manera que, aunque le mató antes de que hubiera completado el salto —la bala le había entrado por el ojo izquierdo y fue a salir por detrás de la oreja derecha—, no consiguió desviarle. El cuerpo, ya sin vida, chocó en la regala y, rebotando allí, fue a estrellarse en la cubierta, a los pies de Maynard.
Mudo de espanto, Maynard miró la cara vuelta hacia él, donde un único ojo estático contrastaba con la cavidad hueca y rezumante que había ocupado su compañero. Lo que segundos antes había sido un hombre no era ahora más que un despojo. Y esa metamorfosis la había operado él con solo comprimir medio centímetro el dedo.
—¡Papá! —gritó Justin.
El instante que gastó su aturdido cerebro en asimilar la advertencia fue suficiente para que el cetrino muchacho se le lanzara encima como un gibón: las piernas enlazadas en torno a la cintura de Maynard, le clavaba en la cara las uñas de la mano derecha en tanto el brazo contrario blandía de manera salvaje el hacha y los dientes le buscaban el cuello.
Maynard no conseguía ver. Trató de rechazar al muchacho, pero los flexibles miembros de aquel diablo eran como tentáculos: no bien conseguía librarse Maynard de uno, otro aparecía pronto a arañar, a rajar, a patear. La pistola se le cayó de la mano.
Maynard retrocedió trompicando. Alzó la mano y la cerró en torno a un puñado de cabellos, mas, sin darle tiempo a tirar, el chico volvió la cabeza y le hincó los dientes en los dedos hasta el mismo hueso. El hacha, entretanto, caía sobre la espalda de Maynard en breves golpes cortantes que le laceraban la carne. Una garra se le había clavado en los ojos, que trataba de saltar de sus cuencas. Inmovilizada una mano de su agresor, y después la otra, sintió en la mejilla una dentellada que se la desgarraba. Como le soltara una de las manos para asestarle una puñada en la boca, fue a hundirle esa misma mano un enhiesto dedo en el oído.
«¡Lánzate por la borda!», le gritó el cerebro. «Échate al agua y no tendrá más remedio que soltarte». A ciegas, avanzó unos pasos, inhaló hondamente y saltó al vacío.
Percibió entonces un ruido extraño y, al mismo tiempo, vagamente familiar: un rugido cavernoso y explosivo, como el que aquella vez, camino de la escuela y por haber patinado en el hielo, produjera, al estrellarse contra un árbol, el autobús en que viajaba. Luego, conforme el sonido se reducía a un murmullo, se encontró en una fiesta que el Today daba en despedida de alguno. ¿Por qué ese murmullo en una fiesta?
Alguien trataba de hablarle, pero su voz se perdía entre los susurros. De pronto, la fiesta se trasladó al exterior, era invierno y sentía mucho frío.
Por último, hasta los murmullos se apagaron. Y se hizo el silencio.
El muchacho se escabulló de bajo el cuerpo de Maynard, a quien dejó tendido en la cubierta, la cabeza flotando en la cavidad del desagüe, situada bajo el motor fuera borda. En el armazón del motor, y allí donde Maynard se había golpeado el cráneo contra una de las abrazaderas metálicas, pendía un piloso jirón de cuero cabelludo. Asomado a la popa, el chico ayudó a la muchacha a subir a bordo. Trémula a causa de la larga inmersión, trató ella de retirar el tubo de goma que ocultaba su vestido, pero no lo alcanzaba. Su compañero metió la mano bajo la falda y lo extrajo tirando hacia abajo. Presentaba la forma de una Y invertida, por cuyos brazos, habían estado respirando, sujetos a la muchacha, el hombre y el chico.
Justin seguía detrás del cuadro de mandos, los ojos fijos en su padre. La sangre de la herida que Maynard tenía en la cabeza le resbalaba cuello abajo y, mezclada con el agua y el aceite de la cavidad del desagüe, se perdía por el orificio de la popa. Sintió Justin el deseo de correr junto a su padre, de restañar su herida y pedirle que despertara. Quería verle incorporarse y sonreír diciendo que todo había sido una broma. Aunque no sentía frío, se estremeció y los dientes le castañetearon.
Viendo la radio, situada en el cuadro de mandos, al alcance de la diestra, descolgó el micrófono y, tras oprimir el pulsador de emisión, susurró:
—¡Auxilio! ¡Han matado a mi padre!
Al alzar la vista vio el puño del delgaducho mocito, que volaba hacia él describiendo un amplio arco. Trató de esquivar el golpe, pero el puño le alcanzó tras la oreja y le hizo rodar por la cubierta.
—Nadie va a ayudarte —masculló el chico—. Nadie volverá a ayudarte. ¡Ahora tendrás que valerte por ti mismo, hijo de perra!
El mozalbete se hizo con el micrófono, que se balanceaba en el aire.
—Ven aquí, Mary —dijo—. Cantémosles la canción.
Windsor estaba en la cocina, de pie ante el mostrador, escuchando la radio. Aunque la transmisión era débil y abundaba en crujidos, no le costó descifrar las palabras. Eran dos voces, ambas agudas, jóvenes y muy alegres, las que cantaban:
Le estafó a su amigo su última guinea,
Mató curas y frailes: ¡Dios me valga!
Degolló a un pequeñín el desalmado,
El desalmado bucanero.
Windsor no esperó a la carcajada que, le constaba, sonaría a continuación. Apagada la radio, dijo, lleno de pesadumbre:
—Que un viento propicio hinche tus velas, amigo mío.