15

Michael Florio estaba en el puente del New Hope, el cúter de la Guardia Costera, con una taza de café en la mano y la vista distraída por el tropel de chiquillos que se habían congregado en el muelle de la Isla del Sur, en las Caicos, y desde primera hora admiraban aquella máquina de guerra arribada en el curso de la noche.

Estaba cansado y molesto. Cansado, porque apenas había pegado ojo desde que salieron de Florida cuarenta y ocho horas atrás; y molesto, por su convicción de estar perdiendo el tiempo miserablemente.

No había motivo alguno para pensar que Brendan Trask no estuviese sano y salvo. El hecho de que en varios días no se hubiesen recibido noticias suyas no justificaba tanta alarma: no solo era el suyo un potente yate, bien equipado y tripulado, sino que el dueño había hecho saber —públicamente— que no tenía la menor intención de establecer contacto con nadie. Cierto que no había señalado itinerario alguno a las autoridades de Marina; pero era ese un requisito de ordinario más desatendido que observado.

Las condiciones climatológicas habían sido de bonanza: ninguna tempestad —ni aun las ya rutinarias y breves galernas, violentas sin embargo, que producía la zona— capaz de dificultar o impedir una llamada de socorro. Y, aún en el supuesto de que el yate hubiese zozobrado, a esas alturas, y provisto, como iba, de una chalupa, la Boston Whaler que remolcaba y, por ende, cuatro lanchas neumáticas autohinchables, ya hubieran sabido del siniestro, teniendo en cuenta, además, que todo el equipo de salvamento estaba dotado de aparatos de transmisión capaces de alcanzar cualquier nave o aeroplano que patrullase los alrededores.

Lo que ocurría era que el mundo rehusaba admitir la voluntad de retiro expresada por Trask. Si sus declaraciones televisadas habían sido dignas de todo crédito, cuando hacía público su deseo de no aparecer más en la televisión, la gente buscaba un motivo plausible: no podía tolerar que se escapase sin una explicación, o, cuando menos, sin el testimonio de observadores que asistiesen al ocaso de su carrera y dieran cuenta de la sabiduría de sus palabras. Era, en cierto modo, como si público y medios de comunicación le guardasen rencor, como si consideraran que, habiendo sido ellos sus creadores, ellos debían determinar el momento de su desaparición del mundo de los astros.

De manera que, tras varios días de silencio, sin noticia ni vislumbre alguno del Hombre Más Acreditado de América, el público, ávido de melodrama, sediento de intrigas, exigía pruebas de la bienandanza de su ídolo. Agoreros rumores habían alterado la opinión que su viaje mereciera: inicial escapada de placer, pasaba ahora por haber acabado en desastre.

Exigen desmentidos, pensó Florio. Titulares que digan: «Trask sin Novedad». Sería tanto como decirles: «Ningún Accidente Aéreo en el Día de Hoy» o «Tampoco Hoy ha sido Atracada Tiffany’s».

Una persona no identificada, de la Today Publications, había establecido contacto telefónico con dos diputados, por el hecho de que un corresponsal de la revista, que había sobrevolado un yate en alta mar, no tenía la completa certeza de que no fuese el de Trask. Los diputados se habían puesto al habla con una autoridad del Pentágono. Posteriormente, un personaje de la emisora de Trask, todavía aferrada a la esperanza de negociar su regreso, recurrió al Secretario de Defensa.

Alertado a las 2:30 de la madrugada por un amigo, Florio se había comunicado de inmediato con su comandante en jefe, para ofrecerse a capitanear la búsqueda. Tras argumentar que era el único oficial dotado a un tiempo de experiencia marinera y de información actualizada en lo referente a la desaparición de yates, la petición había sido aprobada. Ahora, sin embargo, y tras dos días de infructuosa, descabellada busca, solo sentía deseos de mudarse y dormir.

El capitán del New Hope, un joven teniente de navío, apellidado Mould, subió al puente y, situándose junto a Florio, inhaló profundas, terapéuticas bocanadas de fresco aire matutino.

—Tiene usted un aspecto horrible —observó Florio. Mould cabeceó afirmativamente.

—El condenado tipo del sonido, Dios lo confunda, ha vuelto a soltar la vomitona. ¡Y eso, en puerto! ¡Santo Dios! Esta vez se ha desplomado encima.

Moviendo palillos la emisora había conseguido situar en la misión de rescate un equipo de técnicos que permitiese obtener un testimonio televisado de la épica búsqueda del desaparecido navegante. El corresponsal, Dave Kempe, era un tipo de Nueva York que se desenvolvía bien a bordo; pero arcanas normas sindicales habían exigido que el equipo propiamente dicho —cámara, ingeniero de sonido e ingeniero de luminotecnia— fuesen reclutados en Atlanta. Ninguno de los beneficiarios había visto el mar en su vida. La afición predilecta del cámara era el montañismo; el luminotécnico era apicultor, y el ingeniero de sonido profesaba la hipocondría. Afecto, según propia confesión, de ciática, juanetes, gases gástricos, angina de pecho, sinusitis, seborrea y lo que él llamaba «nervios». Si bien resultaba imposible determinar cuáles de estas dolencias eran imaginarias, lo evidente era que nada más dejar Florida había añadido a su catálogo de achaques un mareo tan crónico como eruptivo. Y, como si en su subconsciente buscase forzar a los demás a compartir sus angustias, no salía de la cámara ni aun para vomitar.

—Y no me acepta una pastilla —comentó Mould— porque dice que podría causar una reacción de sus demás medicamentos.

—¿Por qué no lo evacua por vía aérea?

El tipo que trae el agua probablemente podría conseguirle plaza en un avión.

—También a eso se niega. Dice que no quiere perder sus horas extras.

Florio meneó la cabeza.

—Acabará buscándose alguna lesión interna, el desgraciado —dijo.

A proa dos marineros iniciaban sus tareas matutinas baldeando la cubierta. Otro había quitado la funda de lona que protegía la ametralladora calibre 50 instalada junto al puente y, provisto de un trapo, se dedicaba a engrasarla. Florio contempló el arma.

—¿Cuándo la usaron por última vez? —indagó.

Mould vaciló antes de responder:

—En todo caso, no desde que estoy al mando del navío.

—No diga majaderías, teniente —sonrió Florio—. Los peces voladores ofrecen un blanco demasiado tentador.

El hombre que engrasaba la ametralladora esbozó una amplia sonrisa. Mould se puso colorado.

—Bueno…

Un decrépito camión cisterna no exento de fugas entró en el muelle y se detuvo. Tras apearse, su conductor entregó una manguera a uno de los tripulantes. Del mismo camión, por la puerta contraria, emergió un policía portador de una tablilla con pinza sujetapapeles. Tenía los ojos cargados de sueño, el uniforme lleno de arrugas y no demasiadas ganas de amenizar su visita. Ojeado que hubo la tablilla, y tras aclararse la garganta, dijo vuelto hacia el punte:

—¿Objeto de la escala?

—Agua —respondió Mould—. ¿Tienen alguna noticia de…?

—¿Armas?

—¿Cómo dice?

—Que si llevan armas.

Mould intercambio una mirada con el hombre que engrasaba la ametralladora.

—Humm, bueno, verá…

—Cualquier arma debe ser entregada, en depósito, al jefe superior de policía.

—Nos vamos dentro de diez minutos.

—Puedo ordenar un registro.

—¿De veras?

—¿Armas?

Mould consultó a Florio con la mirada.

—No —dijo.

—Muy bien. ¿Narcóticos o medicinas que exijan receta?

—¿Cuántas preguntas le quedan?

—Veinte, en total. Puedo ordenar la incautación del navío.

Mould susurró a Florio:

—Creo que voy a mandarlo al carajo.

—Yo no lo haría —respondió Florio—. Cualquier día, sabe Dios cómo, la noticia llegará a Washington y algún enemigo que ni siquiera imagina usted tener se aprovechará para hacerle la puñeta. —Sonó un avisador—. Yo atiendo. Encárguese usted de nuestro amigo.

Florio se encaminó a la parte delantera del puente, pulsó el botón de un interfono y dijo:

—Puente.

—Un despacho de Miami —sonó la voz del radiotelegrafista—. Trask acaba de fondear en Annapolis.

—¿En Annapolis?

—Se le quedó seco el generador. En las Bahamas le dijeron que la reparación llevaría un mes. Pensó que entretanto le daba tiempo de llegarse a casa y volver.

—De acuerdo. Gracias.

Florio rompió a reír.

Concluido el abastecimiento de agua y pagado su importe, el barco se dispuso a zarpar. Antes, Florio preguntó al policía:

—¿No habrá visto por aquí a un americano, un tipo delgaducho que viajaba con un chico?

—Pasa mucha gente por aquí. ¿Iban en un yate?

—No. Llegaron en un avión que se estrelló.

—Seguro que marcharon hace tiempo.

Mould, que estaba consultando la carta de Caicos y las Turcos, se dirigió al polizonte:

—¿De veras no puedo seguir hacia el norte sin pasar por el sur?

—¿Qué calado tiene?

—Nueve pies.

El agente no pudo contener una risita.

—Amigo, con nueve pies de calado se mete usted en esos bajíos y se queda allí hasta el día del juicio. No hay allí más de seis pies ni con las mareas más altas, y ni un alma que venga a echarle una mano.

El New Hope desatracó y, rumbo al sur, empezó a costear los bajíos de las Caicos.

—Cuando me retire —dijo Florio— me buscaré un yate y vendré a pasar aquí los veranos, a la busca de pecios. Se supone que esto está atestado de galeones españoles.

—¿Eso hizo su amigo?

—¿Qué amigo?

—El que mencionó antes, el que viajaba con el chico.

—No, ese vino en busca de un artículo para el Today y ¡paf!: desapareció.

—¿Y era del Today? Pues ¡buen viento! Fue uno de esos cabrones quien nos metió en esta expedición de capullos.

Maynard estaba en lo alto del promontorio que dominaba el abra, que había escalado en la oscuridad para enterrarse parcialmente, cuando despuntaba el sol en el horizonte, sirviéndose de barro seco y malezas. Aunque acercarse tanto a la comunidad pudiera ser temerario, había llegado a la conclusión de que buscar otro escondite hubiese sido suicida: alejado de sus perseguidores y, por tanto, sin noticias respecto a cuándo, cómo y dónde pensaban iniciar la búsqueda, su captura sería inevitable. Tenía, pues, que estar cerca, donde pudiese oír y ver, anticipar acontecimientos y escapar activamente en tanto hallaba la manera de reducir a Justin, robar una barca (esta vez sin la ayuda de Manuel), huir con delantera suficiente como para burlar el seguimiento y… Las requisitos eran innumerables, e inexistentes las soluciones; pero tenía la confianza de que, con tiempo, conseguiría forjar un plan.

Por lo que al tiempo se refería, contaba, como suprema esperanza, conque le hubiesen dado por muerto.

Sin viento, el ataque de los mosquitos, virulento desde el amanecer, se hacía feroz conforme el calor aumentaba. Arrancó Maynard unas cuantas bayas de un arbusto cercano y, machacadas, se frotó la cara con su pulpa. Ignoraba qué contenían los frutos —azúcar, que él supiera—, más lo cierto es que la aplicación actuó de defensa contra los minúsculos dípteros. Fija la vista en la ensenada, aguzó el oído.

Nau, Windsor y los dos muchachos aguardaban en la playa la llegada de la pinaza que, impulsada a remos por Jack el Murciélago y Rollo, traía el mástil y la vela de la que Maynar había abandonado.

—Sabía navegar —dijo el Murciélago mientras empujaba la barca a la playa—. Si no se le hubiera ido a pique la pinaza, podría haberlo conseguido.

—¿Qué ha sido de él? —indagó Nau.

—Ni rastro. Debió de hundirse, después de zozobrar.

—¿No le visteis en ningún momento? —quiso saber Windsor.

—No: estaba negro como boca de lobo. Pero buscamos cuando clareó, y en el mar no estaba.

Nau quedó satisfecho.

—Luego ha desaparecido —concluyó.

—¡No! —exclamó Windsor—. Está aquí.

Maynard le vio apuntar al suelo, luego mover el brazo hacia el promontorio; y entonces, como para evitar un detector extrasensorial que funcionase con el descriptivo ademán de Windsor, un reflejo le hizo agachar vivamente la cabeza.

«No os lo creáis», pensó Maynard. «¿Por qué razón iba a regresar?».

—¿Por qué razón iba a regresar? —dijo Nau—. No estaba loco, ni le atraía el dolor.

—Tienes a su hijo —le recordó Windsor.

Nau ponderó la idea por un instante. Luego, apoyada una mano en la espalda de Justin, dijo:

—Este ya no era su hijo, sino TueBarbe. Y él lo sabía. Sonriente, Justin repitió:

—TueBarbe…

—Somos muchos —dijo Nau—. Él, en cambio, está solo, es débil y…

—Y un enemigo. Has de dar con él y matarle.

Nau se encaró a Justin.

—A ti se te relevará —dijo.

—No —replicó Justin—. Puedo ir en la batida.

Oyéndole decir eso Maynard lamentó por un instante haber regresado a la isla solo para verse acosado y muerto por su propio hijo. Pero reprimió la rabia: jamás, mientras alentara, se plegaría a la pérdida de Justin.

—Tú ganas, doctor —dijo Nau—. Reuniremos a la gente y se dará una batida. Comenzaremos por el roquedal, detrás del promontorio —señaló directamente hacia Maynard— y rastrearemos toda la isla. Si está aquí, y aunque haya usado de magia para reducirse al tamaño de un lechón, lo encontraremos.

Después de encargar a Rollo el cuidado de las barcas, dejó el abra y marchó, con Windsor y los chicos, hacia el interior de la isla.

Momentos más tarde, Maynard percibía el hueco sonido con que el cuerno convocaba a la comunidad a asamblea. Su plan —supuesto que llegara a ultimarlo— tendría que aguardar: ahora se trataba de correr, esconderse, burlar a sus perseguidores. No podrían registrar toda la isla: algo —cueva, zanja o copa de árbol— tendría que pasarles por alto.

Oyó voces y ruido de pasos que se orientaban hacia el extremo norte de la isla: el punto donde había ganado él la costa. Menguado que hubo la algarabía, se sacudió la tierra y la arena que le cubrían el cuerpo, se apartó reptando del borde del promontorio —la zona visible desde el abra—, se puso en pie de un salto y rompió a correr hacia el sur. Dueño todavía del cuchillo de Jack el Murciélago, lo aferró mientras forzaba la carrera.

Los rastreadores eran tan experimentados como concienzudos: envolventes, como un incendio forestal, nada escapaba a su atención. Avanzaban codo con codo, formando un cordón que se extendía de una a otra orilla de la isla, su paso ajustado al del más lento: si alguien paraba para sacudir un árbol, desplazar una piedra o registrar un matorral, los demás quedaban a la espera. Nada escaparía a ese peinado. Pájaros, ratas, lagartos, todo lo vivo escapaba precediendo a la partida.

Maynard retrocedía limitando su delantera, sin embargo, a lo necesario para no ser visto ni oído. No deseaba correr ciegamente hacia el extremo sur de la isla, una ratonera sin más salida que las aguas someras de los bajíos, donde, nadase o vadeara, se convertiría en un blanco aislado y manifiesto. Cuidaba, entretanto, de inspeccionar cuanto hallaba al frente: matorrales, chozas y hasta los hoyos más pequeños.

Nada hacían los batidores por guardar silencio: pisaban con fuerza, pasaban armas de filo por los arbustos y se llamaban unos a otros. Su éxito no les inspiraba la menor duda.

En su retroceso atravesó Maynard la explanada de los armeros. Apilados en el interior de un chamizo, una partida de barriles de pólvora. Encima de un banco, a la espera de compostura, fusiles y pedreñales rotos. Tras considerar, y desdeñar, cuantos posibles escondites el claro ofrecía, Maynard reanudó la marcha.

Mientras se deslizaba por uno de los senderos oyó a su espalda, instructora, la voz de Nau:

—Busca, primero, indicios de escarbadura. Si ves un talud, o cualquier montón de tierra, traspásalo con el machete. ¿Y bien?

La voz de Justin:

—Nada.

—Bueno. Volvamos ahora los barriles, pongamos la mesa patas arriba y traspasemos con la espada hasta el último matorral.

Maynard tomaba nota mental de cuanto oía: toda información podía serle útil. Llegado al próximo calvijar, se convenció de que lo oído le había salvado, siquiera por el momento, la vida. Se encontraba en la explanada donde se celebrara la reunión de la víspera. Todavía quedaban ascuas bajo el caldero del ron, y, en el extremo opuesto, eran visibles dos tumbas recién cavadas: la de Basco y la del bujarrón. Ante los vestigios de tierra y arena removidas por doquier, ¡cuán tentador hubiera sido añadir un nuevo, pequeño montículo a aquel desorden! Cruel sorpresa y atroz dolor, sin embargo, cuando, ovillado y asfixiándose en la oscuridad, la espada, en su sondeo, se le hubiera hincado en la carne.

Prosiguió la escapada dejando atrás el calvero de los bujarrones y el de las prostitutas para, rebasadas las letrinas, avistar la choza de Beth. Allende ese punto, el mar.

Conforme se acercaban, las voces no eran solo más claras, sino más concentradas también, pues, muy angosto de ese lado, el perfil de la isla comprimía las filas y estrechaba el cerco.

Obligado a tomar una iniciativa, cortó una caña hueca. Se metería en el agua y, sumergido boca arriba, respiraría por el carrizo al tiempo que hacía por alejarse. Era posible que lo descubriesen, y, de ser así, le perseguirían, y, en tal caso, lo atraparían, tras lo cual… ¡al demonio con todo! Salió en dirección a la playa.

Y, en ese instante, el cuerno: dos primeros toques, premiosos, como de advertencia; otros dos; una pausa; y dos nuevos toques.

Pensando, por de pronto, que le habían descubierto, se dispuso a volar hacia la playa. Mas las voces se alejaban, de improviso, hacia el norte.

Cauteloso, cuidándose de evitar las veredas, la vista atenta a los matorrales, retrocedió en aquella dirección.

—¡Una nave!

—¿Dónde?

—Al sudoeste, con rumbo norte.

—¿Cómo es?

—De envergadura.

La voz de Nau:

—¡A los botes!

Windsor:

—No podéis dejarlo ahora.

Nau, enojado:

—¡Sujeta la lengua, si no quieres que te la corte!

Aunque nada veía, oyó Maynard las voces y las carreras de los que se precipitaban hacia el abra. Volviendo al claro donde se levantaba la choza de Beth, se deslizó hasta la playa y orientó la vista al sur.

Aunque el yate pasaba a una distancia de tres o cuatro kilómetros, su ola de proa, rizada y reverberante al sol, informó a Maynard de que era grande y rápido: demasiado grande para ser una embarcación deportiva, y demasiado rápido para tratarse de una pesquera. Pero fue el color del casco, según la nave iba cobrando forma sobre el verdiazul del mar, lo que llevó un ramalazo de esperanza al pecho de Maynard: el blanco de la Guardia Costera. Y, a proa, un ancho cheurón rojo. El barco navegaba hacia el norte costeando los bajíos y, a juzgar por su tren de marcha, no andaba de paseo.

Sintió el impulso de correr a la orilla y hacer señales con los brazos, pero una breve reflexión le aconsejó contenerlo. Habida cuenta de su curso, el barco pasaría, cuando menos, a un kilómetro de la isla. El vigía del puente tendría la vista puesta en los arrecifes, no en tierra. Quizá consiguiera, a fuerza de braceo o de otros movimientos, o produciendo algún reflejo, llamar la atención de los tripulantes; pero las probabilidades en contra eran demasiado numerosas y el precio del fracaso, elevado en exceso: si erraba, el barco no volvería a pasar. Tenía que emitir una señal inconfundible.

Rompió a correr hacía el norte siguiendo los senderos y sin cuidarse del ruido que hacía: le animaba la loca esperanza de que todos se hubieran reunido en la ensenada. Al aproximarse a ella, redujo la marcha y se deslizó entre la espesura.

Deteniéndose por fin, escuchó los sonidos que llegaban de la playa. Estaban aprestando las pinazas para la zarpa. A punto de dar el paso que le permitiría avistar el abra, oyó la voz de Nau:

—¡Hermosa captura!

Se le heló la sangre en las venas. Nau se encontraba a unos pocos pies de él, del otro lado de un espeso matorral. Agachada la cabeza, espió entre el follaje. Nau y Windsor estaban sentados en la ladera, examinando el navío por medio de un catalejo de latón. De haber avanzado aquel paso, Maynard se hubiera dado de bruces con ellos.

Windsor bajó el largavista.

—¡Es un navío de la Armada!

—Sí, y de buena planta. ¿Qué carga llevará?

—Ninguna.

—Pero sí municiones.

—No justifican el riesgo.

—No puede decirse lo mismo del barco. ¿No haría una magnífica almiranta?

—Déjate de chanzas.

—No me chanceo —replicó Nau.

—Entonces son sandeces.

—¿Qué dices que son, doctor?

Windsor aflojó:

—Eres un hombre valeroso. Un jefe que lo es no expone a su gente a una muerte cierta.

—La sorpresa mengua la desventaja —dijo Nau, que había alzado el catalejo—. ¡Una almiranta espléndida!

—¿Qué quieres? ¿Una guerra con los Estados Unidos?

—No guerrearán con fantasmas.

Windsor se disponía a extender sus argumentos; pero Nau lo silenció:

—Sosiégate. Navega a escape. No podría darle alcance.

—Como no se detenga —apuntó Windsor.

—¿Y por qué iban a hacerlo? ¿Para holgarse en la playa? Maynard hizo por ver el barco, pero la espesura se lo impedía. Distinguía, en cambio, el pesado zumbido de sus motores Diésel. Conjeturó que se hallaba a menos de dos kilómetros. Suponiendo que navegase a razón de veinte nudos, disponía de tres minutos.

Se alejó, sin volverse, de los matorrales, giró, luego, con cuidado de no tronchar ninguna rama y se dirigió hacia el interior.

La señal no podía ser sonora: el runrún de los motores engulliría cualquier sonido que no fuese el de una explosión. Había de ser visual. Una hoguera. A ser posible, humeante. No tenía fósforos.

Ganó el calvero donde aparecían, diseminados, los despojos de la celebración de la víspera: retazos de ropa, embalajes de licor, botellas que conservaban la mitad de su contenido. Un delgado penacho de humo lamía el caldero. Nada distinguió, sin embargo, capaz de inflamarse rápida, espectacularmente. No era una fogata lo que precisaba, sino una deflagración, como las de las fotos que daban cuenta de las algaradas callejeras de Newark.

Algaradas callejeras.

Inspirado por una imagen mental, puso manos a la obra, con eficientes movimientos. Conseguidos una botella de ron casi intacta y un jirón de tela, impregnó de alcohol el tejido y taponó con él la botella. Hincado de rodillas junto al caldero del ron, removió la arena hasta encontrar ascuas. La improvisada mecha prendió al instante. Se levantó de un salto y apretó a correr.

El zumbido de los motores era más audible: el navío debía de estar a la altura de la isla.

Alcanzó a la carrera la explanada de los armeros. Había una mujer allí que gritó al verle, mas él apenas se percató. Lanzado hacia el chamizo donde almacenaban la pólvora, contrajo el brazo, arrojó la inflamada botella y se echó a tierra, de bruces, protegiéndose la cabeza con las manos.

Oyó el chasquido de la botella y, por espacio de un angustioso instante, eso fue todo. Su cerebro gritó: «¡Prende, maldita!». El ron se inflamó con un jush, a eso siguió un chisporroteo indeciso y, por fin, un jump atronador y el latigazo lacerante de la onda expansiva.

Incorporado, se encaminó, tambaleante, hacia la maleza. Y se abrió camino hacia la ensenada.