8

La investigación, consistente en varias docenas de preguntas, en su mayoría dirigidas a Whitey por Wescott, un sargento de la Policía de Navidad al que acompañaba un agente más joven, duró una hora.

Wescott estaba molesto por el accidente, una indeseable ruptura de su metódica rutina, que daría lugar a la aparición de funcionarios de la Isla Grande, los cuales, amén de criticar la forma en que había rellenado los formularios, harían pesar excesivamente su autoridad y se meterían en cosas que no eran cuenta suya. Se daba el caso —según explicó Whitey aprovechando la ausencia del sargento cuando este salió en busca de más impresos— de que Wescott, depositario de los aranceles de aduana y toda clase de cuotas en concepto de permisos, no declaraba a la administración más que una mínima parte de esas exacciones. Era el sargento la estampa del burócrata arrogante e imbuido de su autoridad, y en la isla todo funcionaba de acuerdo con un código de su propia confección.

A Maynard el propio aspecto de Wescott le pareció prueba de corrupción: grotescamente gordo, lucía un reloj de oro en cada muñeca y olía que apestaba a perfumes exóticos.

—Bonito follón me ha organizado usted —dijo petulante a Whitey—. No crea que lo voy a olvidar.

—La cosa es más grave de lo que piensa, Wescott: traía para usted una caja de Drambuie.

Maynard sacó la conclusión de que eso era otro embuste de Whitey, que no había hecho sino mentir durante todo el interrogatorio: el accidente, según él, fue debido a un fallo del sistema hidráulico; la luz del indicador señalaba que el tren de aterrizaje estaba tendido, y, aunque había visto las señales que le hacían desde tierra, no tuvo más remedio que aterrizar, pues estaba bajo de combustible; Maynard y el chico, por otra parte, no eran pasajeros, sino invitados del Primer Ministro de la Isla Grande a quienes conducía a toda prisa a Florida (un gesto de solidaridad humana) porque el muchacho necesitaba cuidados médicos.

—¿Y quién paga lo que cueste retirar toda esa basura de mi aeródromo?

—Lo pagará Arawak.

—Arawak no ha pagado nada en su vida.

—Corre a cargo de la compañía de seguros. Haga que su cuñado retire los restos con la aplanadora. La factura la puede extender usted mismo.

Wescott asintió.

Los servicios de una aplanadora no salen baratos. Eso es un hecho.

Maynard, que había tomado a Justin por el brazo, decidió explotar uno de los embustes de Whitey:

—El chico necesita que lo vea el médico. ¿Cuándo podemos marchar?

—Miércoles o jueves.

—¡Mañana! —insistió Maynard—. Pagaré un avión particular.

Wescott hizo una pausa para calcular lo que podría reportarle la contratación.

—Le diré algo por la mañana —respondió.

—Hágalo esta noche.

—¡Eh, oiga, pero qué se han creído ustedes! Llegan a mi isla, se me estrellan en el aeropuerto y encima me dan órdenes… ¡Se irán ustedes cuando yo lo crea oportuno!

—Discúlpeme —se excusó Maynard—. Lo del chico me tiene muy nervioso.

Justin miró con aire perplejo a su padre, pero nada dijo.

—Okay —repuso Wescott más dulcificado—. Pero míreselo de esta forma. Si el chico está enfermo, dos cosas pueden ocurrir: o que se mejore, o que se muera. Si se muere, es posible que tenga usted otro. Es la vida. Además, hoy no puedo llamarle: el teléfono está averiado.

Whitey tenía en Navidad una novia que trabajaba de camarera en el Chainplates, el único hostal de la isla que permanecía abierto. La chica, explicó el piloto, estaba casada; pero su marido, tripulante de un barco de suministros que no tocaba los puertos de la zona, pasaba largas temporadas lejos de casa, y ella, a diferencia de otras mujeres en similares circunstancias, no quería ofrecer sus favores a los isleños, pues tales relaciones acarreaban conflictos sociales. Atendiendo, en cambio, a hombres como Whitey —profesionales de paso— conseguía el doble propósito de satisfacerse y permanecer fiel, en lo emocional, a su marido.

Whitey se sirvió de la radio CB de Wescott para llamar a la chica, que se encargó de conseguirles a Maynard y a Justin habitación, por una noche, en el Chainplates.

El taxi que les condujo a la posada era un decrépito Corvair cuya longevidad obedecía a actos de canibalismo con otros vehículos, material de ingeniería y motores fueraborda. Rodante sobre neumáticos de los que no había dos iguales, se arrastraba como un tullido por los caminos de tierra apisonada.

Indiferente a las sacudidas, al ruido del motor desprovisto de silenciador y a la espesa polvareda que flotaba en el aire, Justin reclinó la cabeza en el hombro de Maynard y se durmió. Maynard lo llevó en brazos hasta el cuarto —la mitad de un bungalow para dos familias asentado en una ladera con vistas a un rudimentario puerto deportivo— y lo acostó y arropó. No volvió a despertarse ni para pedir comida ni para protestar, cuando Maynard le quitó, con un guante de baño húmedo, el polvo que le cubría la cara. Maynard le besó en la frente y partió, ladera arriba, hacia el bar.

El bar era una sala rectangular, con arrimadero de madera, toscamente decorada a base de redes de pescador, boyas de vidrio y crudas «marinas», obra de «artistas locales». La barra propiamente dicha consistía en un mostrador de madera contrachapada, cubierto de manchas y sin acabado, que flanqueaba todo el largo de uno de los muros. Las banquetas dispuestas ante ella eran de plástico y hierro cromado, la clase de artículo que se compra por correo.

La gramola vertía a un volumen cacofónico un batiburrillo dispar: folklore caribeño, el «Cry» de Johnnie Ray, el «Heartbreak Hotel» de Elvis Presley y canciones de Patti Page, Jo Stafford, Kate Smith y The Big Bopper.

La sala aparecía atestada de bailarines: todos jóvenes y todos negros. Algunos calzaban botas de motorista; otros, sandalias, y unos cuantos, zapatos de plataforma, a la moda. Las indumentarias eran una mezcla de minifaldas, minishorts, caftanes y pantalones ajustados. Los peinados iban desde el Afro hasta las coletas de pirata —conseguidas con fijador— pasando por las melenas rizadas.

Era un caleidoscopio de culturas y épocas marcado, al mismo tiempo, por la ausencia de todo estilo. Una cita de descendientes de diversas nascencias africanas que vivían al margen de las restantes tendencias culturales: ni modelos que imitar ni antiguas modas que revivir. Los gustos los arbitraban los proveedores de Miami, que expedían en dirección a las islas, marcados con precios exorbitantes, cuantos restos de serie podían obtener en el mercado local por cuatro ochavos. Si el comercio a base de mantas y abalorios quedaba trescientos años atrás, en lo mercantil subsistía con escasas modificaciones.

Maynard se abrió paso entre el gentío, en dirección a la barra. Divisando, entre un bosque de negras cabelleras, los rizos platino de Whitey, encaminóse, a fuerza de codazos, hacia él; pero, como lo descubriera ocupadísimo en besar ebriamente a una chica, no siguió adelante.

El único asiento libre, de los que daban frente a la barra, tenía por vecino a un hombre de larga melena plateada. Tras acomodarse allí, Maynard encargó un whisky doble.

Se dio cuenta entonces de que el hombre le estaba mirando. Lo hacía sin ninguna clase de disimulo ni sutileza. Había dado media vuelta en el taburete y no le quitaba los ojos de encima. Maynard hizo por mirar en otra dirección —al extremo opuesto de la barra, al vaso que tenía en la mano, al techo—, pero, como se sentía violento, se volvió a su vez y encarándose al hombre dijo:

—Hola.

Su vecino alzó las cejas.

—Un auténtico fénix que renace de sus cenizas —declaró.

—¿Cómo?

—Purificado por el fuego. No solo ha visto el ojo de Dios, sino que vive para contarlo.

—¿Cómo dice usted?

El desconocido sonrió.

Verdaderamente hoy se libró usted por los pelos.

—¿Se ha enterado del accidente?

—Más todavía: lo oí. Fue el clarín de la emoción en medio del tedio que ensordece nuestras vidas. Que cunda la sangre, para que podamos sobrecogernos; la muerte, para que nos sintamos afortunados y acumulemos recuerdos que narrar a nuestra progenie. El hastío genera seres ávidos de truculencia.

—Pues lamento haberles aguado la fiesta —dijo Maynard según apuraba el vaso.

—Qué quiere: la suerte de unos es la desdicha de otros. Habremos de volver a los salpicones de pescado y a la masturbación. ¿Cuándo marcha usted?

—Mañana, espero. Supuesto que consiga alquilar un avión.

Si para ello depende del favor de Wescott, ese mañana se convertirá en el último hito de los anales del tiempo. No cejará hasta dar con algún piloto que le procure una comisión de por lo menos quinientos dólares. No tiene entrañas. —A un puñetazo suyo en la barra, el empleado le llenó de ginebra el vaso—. Y para mi compañero de a bordo, otra de lo que tomara.

—Gracias, pero es hora de que me acueste —objetó Maynard.

—Chitón, joven. Tiempo habrá de sobras para dormir cuando concluyamos el viaje. Sírvele una copa a mi amigo, Clarence, que pueda yo extraer de su cerebro noticias del lido. Maynard empujó el vaso hacia el empleado.

—Gracias —dijo a su interlocutor—. Me llamo Blair Maynard.

—Ya lo sé. Y, también, que trabaja para el Today. Los tambores —sonrió— dan cuenta de todo.

Como el hombre no parecía tener intención alguna de presentarse a sí mismo, Maynard indagó:

—Y usted ¿quién es?

—¿Qué quién soy yo? —se fingió el otro ultrajado—. Soy el Personaje Colorinesco de la Isla, el que la gente espera ver en las visitas que por dos dólares les hacen recorrer los tugurios locales, el marinero cargado de ron del roto espejo de los sueños, el sabio insolado que por un trago teje para uno las portentosas urdimbres de lo que pudo haber sido si el destino, esa versátil hetaira, no se hubiese ensañado en él cuando más propicia le era la vida. ¿Le aburro? No se deje arredrar por mí, se lo ruego: mi elocuencia rebosa torpeza. Y aprecie el retruécano, por favor, que es muy válido.

Maynard rio de buena gana.

—¿Cómo se llama?

—¿Y qué importa el nombre que uno tenga? ¿Qué es un nombre? Aquel que roba mi nombre, roba basura, nada; pero el que desposee de mi bolsa, ese, sí, es un ladrón[2]. Póngame la etiqueta que prefiera y deje que su fantasía dé forma a mi persona. ¡Si mi camisa de safari pudiese hablar! He aquí a un hombre que se tiene por un aventuro, por un trotamundos. ¿Será un verdadero romántico o bebe en las fuentes del materialismo? Los bombachos blancos que lleva ¿son restos de un pasado de ocio y abundancia, o calzones extraídos del avión de suministros? Y las sandalias, ¿almadreñas de pesar, zapatones de charrán de algún puerto del Pacífico, o acaso el calzado más barato que pudo conseguir? ¿Mi nombre? Llámeme Windsor. Cosa que abre la puerta a un nuevo enigma. ¿Seré en verdad un pariente lejano de Su Majestad Británica —una oveja negra alejada a las colonias para obviar situaciones embarazosas—, o lo inventé tal vez, y soy un levantino atezado que se finge de la realeza germánica? ¿Contiene la sombra algo más de lo que oculta, o no es sino un globo inflado de patrañas?

—Usted debe decirlo —repuso Maynard.

—¿Y echarle a perder la diversión? A usted le toca decidir: ¿qué es real, y qué lo revestido con el pálido barniz de la insustancialidad?

Fatigado, Maynard trató de componer una sonrisa y dijo:

—Para serle franco…

Windsor levantó la mano.

—No siga. Otra vez he caído en lo mismo. —Descargó violentamente el vaso sobre el mostrador—. ¡Clarence! Otro cordial. Y también para mi indefensa víctima. No lo rehusará, si prometo pagar. Y déjate de miradas taimadas, so mangosta. Si digo que voy a pagar, es que lo haré. Mi palabra vale más que una escritura, y te consta.

Extrajo entonces del bolsillo un fajo de arrugados billetes que esparció encima de la barra. Luego, enfrentándose a Maynard, continuó:

—Por lo regular, me doy cuenta a tiempo, o mi auditorio quedaría narcotizado para cuando empiezo yo a sentir fatiga. Mas he pasado tanto tiempo sin departir con un hombre de calidad… —Interrumpiéndose esbozó una amplia sonrisa—. ¡Cielos, suena sincero lo que digo!

Maynard rio discretamente.

—¿Tan excepcional le parece? —dijo.

—¿Excepcional? ¡Inaudito! Los Personajes Colorinescos pasamos por misteriosos, y el misterio presupone mucha mentira.

—¿De veras se llama Windsor?

—Eso creo; es decir así es. He sido Windsor tan largamente, que, aunque no lo sea, lo soy; no sé si me sigue. Divago tanto, que a veces llego a tomar por realidad mi ficción. Pero, en lo que hace a mi nombre, tanto se ha repetido, que no tiene más remedio que ser cierto. En tiempo tenía ese nombre un afijo: Norman; pero lo suprimí. ¡Norman Windsor!

»¿Qué potranca sería tan estúpida que llamase Norman a su trotón?

—¿Lleva mucho tiempo aquí?

—Nací en esta isla. Lo crea usted o no, se producen nacimientos en ella. Por espacio de una o dos décadas, la dejé, para probar fortuna. Pero esa veleidosa dama me volvió la espalda. O digamos que fueron mis discípulos quienes me la volvieron. De manera que regresé a esta ornada fosa séptica.

—¿Enseñaba usted?

—Fui pedagogo; ahora solo soy un pedante. Me licencié en antropología —alce las cejas, si quiere, pero es un hecho fehaciente—, y no se me ocurrió mejor cosa que compartir mi sabiduría con los jóvenes. Las maravillas de los mayas, la belleza prístina de los tasaday, la industriosidad de los sumerios, el genio de los cultos druidas. ¡Cuánta arrogancia contiene el presente! Creemos —¡hubris infamantes!— que lo que existe supera a cuanto fue. La falacia evolutiva de que el crecimiento y el cambio significan progreso. ¿No crecen y cambian también los tumores? No es otro proceso el seguido por la civilización. Nuestras sociedades, eficientes pero simples, están enquistadas de los tumores de la innovación, al amparo de placebos políticos tales como la «democracia», los «derechos humanos» y la «dignidad del hombre». ¡La dignidad del hombre! ¿Dónde queda la dignidad de un animal ávido y cuyos únicos objetivos están en la supervivencia y la satisfacción de todos los pruritos sensuales? El hombre sensato, el de valía, toma a su prójimo por lo que es y conlleva su llamada conciencia social en cuanto le es necesario para alargar la pata y conseguir lo que apetece: hasta que su prurito personal se ve saciado.

—Ahora comprendo por qué encontró tropiezos en el profesorado. Ser un cristiano redivivo es actual; lo no actual son los maquiavelos reencarnados.

—¡Arda Maquiavelo en los infiernos! —gritó Windsor—. Por su estúpida pretensión de predicar con el ejemplo. Cosa para la que nadie tiene redaños. Le reto a usted a nombrarme una sola sociedad operante en la que cada cual reciba lo que merece sin que nadie sienta la tentación de hacer volar a su prójimo con un petardo de plutonio.

Maynard reflexionó un instante.

—¿Qué me dice de los menonitas de Jacobo Amen?

—¡Los menonitas! —rio Windsor roncamente—. Ni por aproximación. Esclavos de una versión espuria de la ética cristiana. No. Sociedades puras no existen en todo el mundo más que tres y media. La media la representa una comunidad que habita lo más recóndito de los bosques de las Ozarks y habla todavía el inglés isabelino. No son puros más que a medias porque la Inglaterra isabelina de donde derivan era una sociedad hasta cierto punto organizada. O civilizada, si me apura.

»Las dos sociedades más puras habitan las junglas de las Filipinas. Una la constituyen los tasaday, descubiertos en 1971, inmersos todavía en la Edad de Piedra. La otra, los taotbato, localizada el año pasado, la integra un pueblo cavernícola cuyo primitivo orden ha subsistido sin cambios durante sabe Dios cuántos siglos o milenios. El descubrimiento dará al traste con ambas, como ha ocurrido siempre.

—¿Y la otra? Usted ha hablado de tres sociedades y media. Tras una larga mirada a Maynard, Windsor tomó un sorbo de ginebra.

—Carece de importancia. Vuelvo a divagar. Lo cierto, sin embargo, es que gocé de prestigio, hasta que cierto consejo académico elaboró contra mí una causa difamatoria.

—Y ahora ¿a qué se dedica?

—A cosas diversas. Pesco un poco. Alquilo alguna que otra barca. Me siento a la sombra de un árbol a la espera del pasaje de ida nada más que me llevará al país todavía no descubierto. ¿Qué gemas periodísticas le ha mandado buscar el Today en estas regiones?

—Pensé que los tambores daban cuenta de todo…

—A veces se tornan tartajosos. ¿Algún artículo caliente? ¿Una semblanza de Navidad? ¿El carnaval de las Caicos? ¿Las letrinas del paraíso… alguna verdad residual? —Windsor hizo una mueca de dolor—. Debe de hacerse tarde. No importa. No me lo diga, si no quiere. Los secretos son un bagaje del que puedo prescindir.

—No se trata de ningún secreto —repuso Maynard—. Ojalá supiera lo suficiente para que lo fuese.

Informó entonces a Windsor acerca de los yates desaparecidos, y de sus conversaciones con Florio y Makepiece. No suprimió sino lo que exigía la concisión.

—Lo más frustrador —dijo para terminar— es que no creo que nadie trate de encubrir nada. Ocurre, simplemente, que la gente no sabe o no siente interés al respecto.

—Lleva usted razón —dijo Windsor acompañándose de un enfático cabeceo—. Mis azabachados coterráneos son incapaces de disimulo. Si algo supieran, y aunque solo fuese por el gozo de ver a un rival en la picota, soltarían la lengua. Se enfrenta usted, estoy cierto de ello, a causas diversas, un pescador clandestino por aquí, un poco de tráfico de drogas por allá, que, aunadas, dan un importante balance de víctimas. Una respuesta poco satisfactoria, pero probable.

—Parece usted muy seguro de ello.

—Es que lo estoy —replicó Windsor—. Hace tiempo que aprendí a no buscar cosas tangibles detrás de las sombras. Y ahora —se había apeado de la banqueta tras apurar el vaso— debo salir al encuentro del abrazo de Morfeo. Le diría «Au revoir», pero, puesto que marcha por la mañana, dejémoslo en «Adieu».

—Gracias por la invitación.

—Fue un verdadero placer. —Dio un paso, pero algo superior a su voluntad le hizo interrumpir la marcha—. No dejes de recordar todas mis ginebras en tus oraciones —graznó.

Maynard rio otra vez y alzó el vaso a modo de saludo. Dándole una palmadita en el hombro, Windsor declaró:

—Es una pena que se marche. No sabe lo que me gusta que me valoren.

Maynard fue arrancado de la profundidad de su sueño por Justin, que, sacudiéndole el hombro, susurró:

—¿Dónde está la pistola?

—Debajo de mi almohada. ¿Por qué?

—El policía ese está en la puerta.

Maynard saltó de la cama y abrió. En el umbral apareció el sargento Wescott, los carnosos mofletes bañados en sudor y una nube de mosquitos volteándole en torno a la cabeza.

—Ya le he conseguido un avión —declaró Westcott—. Fantástico. ¿A qué hora?…

—A las once… de mañana.

—¿Por qué no hoy?

—Para hoy no pude convencer a nadie.

Maynard sintió ganas de discutir, pero se dio cuenta de que sería en vano.

—Está bien. Pero habré de hacer una llamada.

—Imposible. El teléfono sigue estropeado.

—Entonces ¿cómo consiguió el avión?

—Por un tipo que pasó esta mañana por el aeropuerto.

—¿Hubo un aterrizaje esta mañana y usted no nos vino a buscar?

—El tipo no quería llevarles.

—Querrá decir que no se avino a su precio, ¿no?

—¡Oiga! ¿Quién se ha creído que es? Trato de hacerles un favor y…

—Yo sí me hubiera avenido a precio de usted.

—Ya es demasiado tarde. Deme cien dólares.

—¿Para qué, si no habrá avión hasta mañana?

—Como garantía. Sin eso, el tipo no volverá.

—Si quiere usted una garantía, sargento, ¡chúpese el dedo!

Wescott sujetó a Maynard por el codo.

—Me parece que voy a meterle en la cárcel entre tanto llega el avión.

Maynard paseó una mirada entre la mano y los minúsculos ojos de Wescott.

—O me quita esa mano de encima —dijo en tono sereno— o le desnuco.

El sargento le soltó el brazo. Maynard volvió al interior y cerró de un portazo.

—No tendrías que haber hecho eso —arguyó Justin—. Nos hemos quedado sin avión para siempre.

—El avión aparecerá. Ese cerdo quiere sus cien pavos. —Y, resuelto a olvidar el berrinche, agregó—: En fin, amiguito, ya lo has oído todo. ¿Qué te apetece hacer hoy?

—Pero ¿es que no te das cuenta, papá? —Justin parecía a punto de llorar—. ¡Mamá me matará!

—Justin… —Se detuvo para abrazar al chico—. No te preocupes por tu madre. Ni por nada. ¿Quieres que vayamos de pesca?

—Ni siquiera tengo caña.

—La encontraremos. ¿No llevas el cuchillo? Pues nos haremos una. Y a lo mejor alquilamos una barca. ¿No has pescado nunca una barracuda? ¡La brega que dan!

Concluido el desayuno, Maynard se dirigió con Justin al mostrador de la recepción. Había visto un cartel arrugado y enmohecido que hablaba de excursiones pesqueras a bordo de la Mary Beth. Indicando el pasquín preguntó al empleado:

—¿Cuánto cuesta media jornada?

—Nada.

—Oh… sin duda puedo colaborar al combustible. El hombre soltó una risita cloqueada.

—No cuesta nada porque ya no hay excursiones. El barco se vino abajo, las cañas se rompieron y el tipo levantó el campo y se fue.

—¿Y por qué dejan ahí el anuncio?

—Relaciones públicas.

—Entiendo —dijo Maynard paciente—. ¿Dónde puedo alquilar cañas?

—No puede.

—Está bien. Me las confeccionaré yo. ¿Y en cuanto las barcas? Con una chalupa, incluso con un esquife, me arreglo.

No tenemos nada. El doctor Windsor tiene algunas, pero ya no alquila.

—A mí, anoche, me dijo que sí lo hacía.

El empleado se encogió de hombros.

—Pues entonces será que las alquila. Las cosas están cambiando demasiado deprisa por aquí.

—¿Dónde vive Windsor?

—Al final de la carretera.

—¿Qué carretera?

—La carretera. Solo tenemos una.

—¿Cómo encontrará la casa?

—La oirá.

—¿Qué la oiré?

El empleado asintió con la cabeza y alargó la mano bajo el mostrador.

—Si van a ir hasta allí, rocíense con esto —y entregó a Maynard un bote de Deep Woods OFF.

—Muchas gracias. —Maynard se roció a sí mismo, y luego a Justin, con el pulverizador antimosquitos y devolvió el bote al empleado.

—¿Lleva cincuenta centavos?

—¿Cincuenta centavos el servicio? —Sonrió Maynard.

—Veinticinco. Fueron dos servicios.

Maynard buscó en el bolsillo. No llevaba suelto.

—Lo siento. No los tengo.

—Mala suerte la mía —repuso el otro con un cabeceo—. Me hubieran venido bien esos cincuenta centavos.

La carretera era una pista practicada por entre una maraña de matorrales, cactus, espinosas zarzas y agrazones. Los mosquitos zumbaban en enjambres que, emergentes de ocultas ciénagas, atravesaban como dardos el camino. El espeso, aceitoso repelente que se habían aplicado resultó efectivo. Lanzados sobre los andarines, se detenían los insectos a unos centímetros de la piel como atentos a descifrar alguna clave química que emanaba del producto y, en seguida, habiendo captado algún silencioso mensaje, regresaban zumbantes a la maleza. Todo el entorno vegetal palpitaba de sonidos: susurros, crujidos y silbantes gritos de aves.

Caminaron un kilómetro o más. El sudor que les bañaba la cara empezaba a disipar la loción y algunos mosquitos exploradores iban cobrando audacia.

A punto ya de volver sobre sus pasos, Maynard percibió un sonido que nada tenía que ver con los del mundo de los insectos: agudo, pertinaz, mecánico, procedía de un motor eléctrico y partía de algún punto situado a la derecha. Poniéndose de puntillas Maynard examinó la manigua. No vio nada.

—Ahí hay una senda —observó Justin.

Una asamblea de dípteros los sitió para lanzárseles al interior de los oídos y colarse por las bocamangas hacia las axilas o reseguirles el cuero cabelludo en busca de zonas libres de repelente. En la esperanza de que una actividad frenética les convirtiera en anfitriones poco apetecibles, padre e hijo rascaban, manoteaban o rompían a correr.

Al final del caminillo no había más que una construcción de forma cúbica a base de planchas metálicas, de donde partía el runrún del generador. Al fondo, tras un parapeto de dunas, se distinguían algunas barcas atadas a un rudimentario embarcadero.

La casa de Windsor se hallaba bajo el nivel del terreno, hundido en la arena hasta su mismo techo, plano y de hormigón. Una serie de peldaños excavados daban acceso a un inmenso portal de teca al que prestaba adorno una argolla de metal bruñido. Empotrado en cemento había junto a la puerta una rejilla de interfono. Maynard dio un aldabonazo.

—¡Lejos de aquí, etíope! —Crepitó la voz de Windsor—. Estoy reunido. Si vendes, no compro; si compras, no vendo. No mercadearé contigo. ¡Largo!

Habiendo escuchado la diatriba, Justin dijo a su padre:

—¿Y alquila botes?

Maynard esbozó una sonrisa y oprimió el pulsador del interfono.

—Traigo un telegrama para… un marinero cargado de ron.

—¿Es usted, Mencken? —indagó Windsor con voz chillona—. ¿Qué noticias tenemos de Sacco y Vanzetti? Arriba esos ánimos. Todavía nos haremos con la piel de esos cochinos italianos.

Un chasquido interrumpió la comunicación y segundos más tarde la puerta se abría ampliamente.

Windsor vestía un quimono y calzaba puntiagudas zapatillas de seda.

—¡Adelante, adelante! Precisamente me dedicaba a fantasear a propósito de una jira campestre en compañía de todos los catamitas de Macedonia. —Reparó entonces en Justin—. Perdóneme. Veo que trae a su propio catamita.

Maynard hizo las presentaciones. Justin, los ojos muy abiertos, estrechó la mano de Windsor y dijo:

—¿Qué es un catamita?

—Nada, mozo, nada. ¿Has oído hablar alguna vez del catamarán? Pues son de la misma familia. ¡Entren! Les escanciaré un hidromiel y rendiremos honores a las deidades.

La casa consistía en un solo aposento de nueve por doce metros de lado, con arrimaderos de teca y un suntuoso moblaje separado por estilos. La zona destinada a comedor era Luis XV; la correspondiente a cuarto de estar, colonial español; el espacio consagrado a dormitorio, danés moderno; y la cocina, una herradura a base de acero inoxidable y tajos de carnicero. Había óleos con marcos de exposición, documentos antiguos en herméticas cajas de vidrio, y artículos arqueológicos protegidos contra el ataque del tiempo por baños de laca. Las librerías, de caoba, aparecían atestadas de libros.

Aislada por la arena y acondicionado su clima por el generador, la vivienda mantenía una temperatura de veinte grados.

Maynard paseó por la estancia una mirada de asombro.

—Mi pequeño puerto de abrigo en la antesala del infierno —explicó Windsor. Y, con un ademán descriptivo, agregó—: Tiene usted mi vida ante sus ojos. El palacio del lobo estepario.

—Muy atractivo. Para ser el Personaje Colorinesco de la isla, no se le han dado mal las cosas.

—He sido frugal. Me inicié con un poco de dinero, el cual produjo más dinero, y, como ya se sabe, dinero llama a dinero. Pero ¡ay!, y en eso está mi carátula de la tragedia, todo lo cambiaría por una buena compañera y un hogar cálido. —Rompió a reír y dijo—: Habla pues, mensajero, ¿qué noticias me traes del emporio?

—No podemos marchar hasta mañana.

—No me sorprende. Wescott es indigno. Pero vuestra demora es mi buena fortuna. Almorzaremos y los deleitaré con relatos de mis años de singladuras.

—Muchas gracias, pero lo que queremos es alquilar un bote.

Windsor se quedó muy quieto. Miró a Maynard, frunció el ceño y, luego, evitando sus ojos, inquirió:

—¿Para qué?

—Decidimos salir de pesca.

—Papá dice que podemos coger una barracuda —terció Justin.

—Imposible.

—¿Y eso?

—No hay pesca digna de tal nombre en estas aguas. Demasiado calor.

—Buscaremos sitios profundos, donde el agua sea más fresca.

—No tengo botes.

—No me diga eso —protestó Maynard—. He visto una partida de ellos, junto al embarcadero.

—No están en condiciones de salir.

—Escuche… será un par de horas nada más. Y luego vendremos a contarle embustes acerca de lo que estuvimos a punto de pescar.

Windsor volvió los ojos hacia Maynard. Su afable expresión había desaparecido.

—No.

—Está bien —se plegó Maynard perplejo—. Perdone la molestia. —Y, encarándose a Justin, dijo—. Andando, amiguito. A ver si Whitey puede apañarnos algo.

—¡No! —exclamó Windsor. Y, en seguida, más atemperado, añadió—: Déjelo correr… por favor.

—¿Qué mal hay en ello?

¡Es peligroso! Es usted quien habló de esas embarcaciones desaparecidas. ¿A qué correr riesgos?

—No le pido que me arriende un schooner. Ni pretendo hacer la travesía de Cuba. Mi intención es alejarme una milla y echar un sedal, eso es todo. Además, sé cuidar de mí mismo.

—Lo dudo.

—No lo haga.

Provocado por el otro, y por pura baladronada, Maynard alzó los faldones de su camisa para exhibir, sujeta por el ceñidor del traje de baño, la culata de la Walther.

—No sea loco.

—Whitey me procurará el bote.

—Está bien —suspiró Windsor—. Le prestaré una embarcación. Me quedará el consuelo de saber que flota. En lo que Whitey le proporcionase no embarcaría yo ni a Vlad el Empalador. Pero ha de prometerme que se comunicará conmigo por radio cada media hora.

—Trato hecho. Nosotros pescamos el mero y usted prepara la salsa.

Windsor no respondió al chiste. Farfullando algo a propósito de los necios que avanzan entre tinieblas, les condujo al exterior.

En las oficinas del Today, en Nueva York, Dena Gaines se dedicaba a seleccionar el correo de la mañana —una docena de invitaciones a cócteles «de homenaje» a una nueva linea de artículos para el ocio, a portentosas presentaciones a la prensa de una «revolución» de la moda masculina preconizadora de la resurrección de la corbata estrecha, al obsequio de una muestra gratuita de bragas «Conejito Caliente», dotadas de calefacción eléctrica—, cuando sonó el teléfono.

—Tendencias.

—Aquí la oficina de la señora Smith. El señor Maynard, por favor —dijo la secretaria de Devon.

—No está en este momento. ¿Quiere dejar algún recado? —Aguarde un instante.

La linea quedó silenciosa. Segundos más tarde irrumpió en ella la voz de Devon.

—¿Dónde está?

—Está… fuera —respondió Dena cautelosa—. ¿Quiere que le dé algún recado?

—¿No sabe dónde está?

—A decir verdad, no.

Hace unos minutos me han llamado del colegio de Justin, señorita Gaines. Mi hijo no está allí.

—Sí, señora.

El otro teléfono de Dena había empezado a sonar.

—Póngame con el redactor jefe.

—Sí, señora. —Dena pasó la comunicación al despacho de Hiller y seguidamente atendió la otra línea—. Tendencias.

—El señor Maynard, por favor. Le llama Michael Florio.

—No se encuentra aquí en ese momento. ¿Quiere dejar algún recado para él?

—¿No sabe dónde podría encontrarle?

—No, señor. Qué más quisiera yo.

—Quizá yo lo sepa.

—¿Cómo dice?

—Trabajo en la Guardia Costera. Tuvimos una charla este final de semana.

—Si no le importa, señor Florio, le pasaré con el redactor jefe. Estoy segura de que le gustaría hablar con usted.

Dena pasó la comunicación, colgó y salió pasillo adelante. Hiller continuaba en conferencia con Devon. El destello intermitente de la segunda línea indicaba que Florio seguía esperando. Dena se acomodó en la silla que daba frente al escritorio de Hiller.

—Yo no me inquietaría, señora Smith —decía Hiller—; es pronto para eso. Lo más probable es que aparezca más tarde. El puente aéreo con Washington debe de estar sobrecargado… No, seguro que no lo sé. Fue lo último que me dijo la semana pasada… Lo comprendo, pero un día de escuela perdido no es el fin del mundo… Sí, tan pronto tenga noticias. Se lo prometo.

Colgado el teléfono, Hiller dijo a Dena:

—¿Por quién me habrá tomado? ¿Por la madre coneja? Porque el chico pierde una mañana de escuela, me pide que avise a los marines.

—Los tiene en la otra línea —replicó Dena con una sonrisa.

—¿Qué?

Hiller oprimió el pulsador intermitente y, tras presentarse a sí mismo, escuchó a Florio durante unos segundos.

—¿Y cree que iría allí, verdaderamente? —dijo Hiller por fin—. No, yo no le envié… Sí, claro que trabaja para mí, y también es cierto que está sobre ese artículo, pero yo pretendía que recurriese a nuestras sucursales, que para eso las mantenemos… Maynard es mayor de edad, comandante… Ya lo sé, pero el hecho de que lleve al chico le hará conducirse con más cautela todavía… ¿Bromea usted? Yo no soy la Guardia Costera; la Guardia Costera son ustedes. Aunque quisiera, no dispongo de un barco que enviar, ni tengo motivos para hacerlo… Escúcheme, comandante… hace ahora cuatro años, uno de nuestros redactores deportivos se ausentó del trabajo. No nos dejó más que una nota en la que decía: «Prefiero salir por la puerta a saltar por la ventana». Ni su esposa ni sus hijos ni nadie conocía su paradero. Invertimos seis meses y no sé cuánto dinero en buscarle, y no conseguimos dar con él. En mi opinión, a Maynard le ha dado alguna chaladura y se me ha puesto bravo… ¿Que qué quiero decir con eso? Que es un empleado mío, y nada más. No es mi hermano, gracias a Dios. Sí, perfecto… no deje de hacerlo… tenga la bondad.

Apenas colgar, Hiller exclamó:

—¡Jesús por Dios! —Y revolvió el montón de papeles que tenía encima de la mesa.

—¿Dónde está? —quiso saber Dena.

—Ese tipo de la Guardia Costera lo sitúa en un territorio llamado Turcos no sé qué. Si a mí Maynard me dijo, nada más, que a lo mejor iba a Washington. ¿Qué le habrá dado a ese hombre? Me harté de aconsejarle que no fuera, que se quedara aquí y atendiese a su trabajo. Pero no: no le basta eso. Tiene complejo de Hombre de la Mancha. Pues bien, le conviene volver y cumplir con su trabajo, o no le quedará trabajo que cumplir. —Hiller escarbó entre los papeles hasta desenterrar un recorte de diario—. ¿No querías una historia de yates? —agregó según empujaba el recorte hacia Dena—. Pues aquí tenéis una historia de yates.

—¿De qué se trata?

—Brendan Trask se retira, marcha en un crucero a dar la vuelta al mundo durante un año. Esto sí que es un artículo: el hombre que inventó, prácticamente, los noticiarios de televisión, le vuelve la espalda a la era electrónica y regresa a la naturaleza. ¡Bonito pullazo a la sociedad contemporánea!

—Seguro que persigue un aumento.

—Trask no es de los que recurren a esas payasadas. Lee y verás. Le pidieron que leyese guías publicitarias. Él dijo que eso contravenía su contrato. Los otros insistieron y él cogió el portante. Ya no está en la emisora.

La cosa no interesaba a Dena.

—Dijiste que faltaban tres columnas para la edición de avance, que se cierra hoy. ¿Cómo las llenamos?

—Tendrás que echarme una mano.

—Yo no soy redactora —dijo Dena con dulzura—. Soy analista.

—Sácame del brete y veremos qué se puede hacer al respecto.

—Está bien —volvió a sonreír Dena—. Supongo que podré reestructurar esa historia acerca de la homosexualidad —dijo según se levantaba.

—Perfecto. —Hiller hizo una pausa—. Puestos de redactor, sabes, no hay más que uno libre.