14
Los cinco supervivientes del pasaje —cuatro hombres y una mujer, todos jóvenes y vestidos, todos, con pantalones cortos de blanquecina sarga azul— marchaban en grupo hacia la popa escoltados por el segundo de Nau, un tipo barbudo al que llamaban Basco Tom y que ahora, apretándose la mejilla con un trapo manchado de sangre, lanzaba venenosas miradas a la mujer.
Aunque asustados y confundidos, los supervivientes ignoraban todavía cuán justificado era su desespero.
Nau estaba a popa, flanqueado por Hizzoner y los dos muchachos. Beth había dejado a Maynard de plantón no lejos de donde ella se dedicaba a revisar uno a uno los artículos traídos de la bodega. Los hombres, entretanto, procedían a cargar en las pinazas cajas de alimentos y bebida, herramientas, ropas, utensilios de cocina, armas y linternas. Los objetos desconocidos —determinados aparatos, máquinas y medicamentos— quedaban en cubierta hasta que Nau decidiese qué hacer con ellos. Lo que por experiencia sabían inútil —pintura, artículos de limpieza, congelados y alimentos cuya preparación requería leche o huevos— era arrojado escotilla abajo.
Beth vigilaba las operaciones de carga con la pericia de un patrón de estibadores. Cuidando de que su parte fuese amontonada en la pinaza de Hizzoner y de que el insecticida a ella destinado fuera 612, y no Cutter, palpaba melones, olisqueaba carnes, ponderaba la elección de peras o melocotones antes de optar —pródigamente— por sendas cajas y, entre todo eso, hasta se probaba objetos de bisutería.
—¿Herido, Basco? —Averiguó Nau.
Basco se apretó el trapo contra la mejilla.
—La zorra esa, que me ha mordido.
—¿Abusaste de ella?
Basco sonrió al tiempo que alzaba el dedo medio de la mano derecha.
—Apenas le tomé la medida, L’Ollonois.
—Ya conoces la ley en cuanto a enredar con una mujer de bien.
—Si eso es una mujer de bien, a fe que yo soy el Papa.
—¿Adónde nos llevan? —preguntó uno de los supervivientes.
Nau le miró derechamente y repuso:
—Al lugar de donde vinisteis, muchacho.
Aliviados, los supervivientes cambiaron miradas y sonrisas de connivencia.
—¿De dónde sois? —preguntó otro. Y como, después de mirar a Nau, a Hizzoner, a Maynard, no obtuviera respuesta, añadió—: El susto que nos habéis dado, desde luego, es para no cagar duro en un año.
No se dan cuenta, pensó Maynard. El barco hiede a muerte, hay cadáveres por todas partes y, aun así, no se dan cuenta.
—¿Quién de vosotros es el patrón? —Se dirigió Nau al quinteto.
—Yo —respondió uno de los jóvenes dando un paso al frente.
—¿Qué carga lleváis?
El joven indicó con un ademán las cajas amontonadas en la popa.
—Ahí está.
—Eso son vituallas, no carga.
—¿Cómo, vituallas? —Envalentonado por la certeza de que, tras alguna reprimenda, o acaso ciertas humillaciones sin importancia, serían puestos en libertad, su tono era ahora ligeramente fanfarrón. Sonriendo a sus camaradas, continuó entonces—: Vamos, ¿quiénes son ustedes? ¿De la bofia?
—La carga.
—Delante la tiene, jefe.
Nau sacudió la cabeza en dirección a Basco, que, aferrándole una mano al joven, la plantó en la regala donde, de un machetazo, le amputó el meñique.
El portavoz del grupo retiró vivamente la mano y se quedó mirándola.
—¡Eh, amigo…! —La mano era la de antes, salvo que ahora tenía cuatro dedos, en lugar de cinco, y que donde antes estaba el meñique no había, de pronto, más que un montoncillo pulposo—. ¡Me cago en…!
Maynard vio que había perdido el color y que empezaba a despertar, como si, por fin, el último trago de una bebida indeseable hubiera surtido su efecto.
—La carga.
—¡Es que voy a desangrarme!
—Antes de que eso ocurra habrás llegado a tu destino. Y no me pruebes más la paciencia, si no quieres que tu viaje sea un calvario.
A una nueva cabezada de Nau, Basco cayó sobre el grupo, para agarrar, esta vez, a la chica. Ella, sin embargo, se zafó y, antes de que el hombre pudiera darle alcance, chilló:
—¡No!
—Su carga, señora.
—¡Ahí abajo está! —indicó la escotilla—. Bajo un montón de basura.
—¿Y consiste en…?
—Coca, hash…
Nau no comprendía. Interrogó con la mirada primero a Hizzoner, luego a Basco, pero tampoco ellos habían entendido.
—Drogas —explicó Maynard al tiempo que sacudía la cabeza.
—¿Medicinas, escribano?
—No, drogas. Bueno… narcóticos, por así decirlo. Drogas.
Rebuscando en la memoria halló la palabra que empleaba el pacto. Fármacos.
—Veámoslos —dijo Nau despachando a dos de sus hombres en dirección a la bodega.
—La bolsa del doctor… —le recordó Hizzoner.
—Ah, cierto. —Se volvió Nau hacia la mujer—. Dígame, señora, ¿dónde está el peculio del barco?
—¿Qué?
—El dinero —tradujo Maynard.
—No lo sé. —Sacudió al herido, que continuaba atento a su mano—. Dingo, ¿dónde está el dinero?
—¿Eh? —Se le hubiera dicho molesto porque estorbasen su acto de contemplación—. ¿Qué quieres ahora? ¿Pasta?
—¡Es él quien quiere la podrida pasta! —Le zarandeó el hombro—. ¿Dónde está?
—Solo me quedan unos billetejos —dijo el joven estólidamente—. Los tengo en la litera.
—Es que todavía no hemos hecho la entrega —se excusó la mujer con Maynard.
Le hacía sentirse ridículo el que la mujer lo emplease como intérprete. Hubiera querido decirle que también él estaba prisionero, ponerla sobre aviso. Pero la información hubiera sido tan vana como inútil la advertencia.
—La carga iba a ser vendida —explicó Maynard a Nau—. Entretanto, es poco el dinero que llevan.
Eso sí lo entendió Nau, que hizo a Hizzoner una señal con la cabeza. Hizzoner tomó aliento, para iniciar su prédica, pero la mujer se interpuso:
—Podemos hacer un trato. Esa coca vale un huevo.
—La mujer es lenguaraz —dijo Nau a Maynard.
—Quiere ajustarse contigo. —Maynard no veía mal alguno en hablar por ella, única entre los supervivientes que empezaba a intuir la inminencia de su muerte. Defender su causa sería una pequeña gentileza—. Su libertad a cambio de la carga.
—¡Magnífico! —rio Nau—. Un ajuste en verdad generoso. Tengo su barco, su carga y sus personas. ¿Qué pueden ofrecerme que no posea ya?
No hubo respuesta. Y fue Justin quien rompió el silencio:
—¡Acaben de una vez!
—Bien dicho, TueBarbe —sonrió Nau—. Charlar es malgastar resuello.
E hizo una seña a Hizzoner, el cual inició su parlamento, la mirada vuelta reverentemente a lo alto. En apariencia, se dirigía a los cautivos, pero de hecho no hacía sino recitar una letanía de descargo: una prédica gastada por el tiempo y que, de eso estaba cierto Maynard, pronunciaba una vez tras otra sin modificaciones.
—Los crímenes que han cometido, ustedes y Dios los conoce, más, siendo crímenes, traen aparejado su castigo, y quienes de ellos son reos se acarrean su parte en el lago ardiendo con fuego y azufre, que es la muerte segunda, Apocalipsis 21:8, referencia al capítulo 22, versículo 15.
Lo había dicho de un tirón, y, al hacer una pausa, para tomar aire, miró al grupo, con la esperanza de descubrir indicios de arrepentimiento o, cuando menos, temor. Pero solo vio perplejidad.
Según las primeras bolsas plásticas de cocaína eran arrastradas a cubierta, Hizzoner continuó:
—Palabras cargadas de terror tal, que, teniendo en cuenta las circunstancias suyas y su culpa, con seguridad su sonido habrá de estremeceros, pues ¿quién podría vivir perennemente abrasado? Como sea que el testimonio de la conciencia debe de convenceros por sí de los muchos y muy grandes males que habéis cometido, ofendiendo profundamente a Dios y volviendo hacía vosotros su justa ira e indignación, no creo necesario decirles que la única manera de alcanzar de Él el perdón y la remisión de los pecados suyos es un arrepentimiento sincero y auténtico unido a la fe en Cristo, en cuya meritoria pasión y muerte pueden esperar únicamente la salvación.
Mientras Hizzoner continuaba su salmodia, Nau, indicando las bolsas de cocaína amontonadas en cubierta, preguntó a Maynard:
—¿Para qué sirve eso?
—Altera el estado de ánimo. Es… bueno, un poco como el ron.
—¿Infunde coraje?
—No.
—Entonces, ¿qué finalidad es la suya?
—Hace que uno se sienta bien. O eso dicen.
—¿Se bebe?
—No. Se absorbe por la nariz.
—¿Por la nariz? ¿Como el rapé? —Rasgando una de las bolsas, Nau tomó con la punta del cuchillo cierta cantidad del blanco polvo, inhaló profundamente y quedó a la espera del resultado. Como nada ocurriese, sacudió la cabeza, escupió en el suelo y, en tono de sorna, dijo:
—Al agua con ello.
Los hombres comenzaron a arrojar las bolsas por la borda.
—¡Eh, amigo! —protestó uno de los supervivientes—. Eso es como tirar jodida pasta al infierno.
—¡Silencio!
Hizzoner se había interrumpido en mitad de su exhortación.
Prosigue, Hizzoner —dijo Nau—, pero un poco más de brío, que me vas a matar de tedio a estos desdichados.
—¡Tedio! —exclamó el otro—. Les muestro el camino de la salvación; ¿a eso le llamas tedio?
—Es que lo eternizas. Adelante.
—De haber estado sus delicia en la ley del Señor —siguió Hizzoner—, y de haber meditado en ella de día y de noche, Salmos 1:2, habrían descubierto que lámpara es a los pies suyos su palabra, y lumbrera a su camino, Salmos: 119: 105, y aun hubieras reputado todas las cosas perdidas ante el eminente conocimiento de Cristo Jesús, Filipenses 3:8, que, para los elegidos, es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, primera de los Corintios, 1:24, y aun la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los siglos, capítulo 2, versículo 7. Hubieras visto entonces en las Escrituras el gran heraldo del cielo, pues solo en ellas puede hallarse el gran misterio redentor del hombre caído, y ellas les hubieran enseñado que pecar es corromper la humana naturaleza, el alejamiento de la pureza, rectitud y santidad en que fuimos creados por Dios, y que la virtud, la religión y el andar en los caminos del Señor son de todo punto preferibles a las leyes del pecado y de Satán, pues los caminos de la virtud son caminos deleitosos, y todas sus veredas paz, Proverbios 3:17.
Las últimas bolsas de cocaína, tras chocar y salpicar en el agua, uniéronse al número de las que la marea arrastraba en su rápida corriente en una cadena de blancos budines que se extendía cien metros a popa del barco.
Nau, impaciente, se puso a batir la regala con el cuchillo. Reparando en ello, Hizzoner dijo:
—Ya termino.
—Que sea verdad.
—Si ahora recurren a Jesucristo en sinceridad —dijo Hizzoner a los supervivientes—, aunque tarde, aun a la hora undécima (Mateo 20:69), los recibirá. Pero a buen seguro no es menester que les diga que los requisitos de su misericordia son la fe y el arrepentimiento. Así pues, no confundan la naturaleza del arrepentimiento con un baldío pesar por sus pecados, nacido de la calamidad y el castigo que ahora les acarrean; su pesar debe, antes bien, nacer de la conciencia de haber ofendido a un Dios magnánimo y misericordioso. Más lejos de mí la intención de asesorarlos en cuanto a la naturaleza del arrepentimiento, sabiendo que hablo a personas cuyas faltas se originan no tanto en el desconocimiento, como en la omisión de un deber sin embargo claramente percibido. Mi único y sentido deseo, por compasión hacia las almas de ustedes, es que mis palabras de esta triste y solemne ocasión, por las que en general les exhorto a la fe y el arrepentimiento, surtan el efecto deseado y, así, hagan de ustedes auténticos penitentes.
—¡Por Judas y sus errores! —explotó Nau—. Como te encareció el muchacho, ¡acaba de una vez!
—Te está mal desahogarte en invocar al supremo traidor —reconvino Hizzoner a Nau—, aquel que, enfrentado a una decisión como esta de ahora, cuando salud y condenación pugnaban por adueñarse de su alma, solo acertó a…
—¡Sé bien lo que hizo! ¡Al avío!
—Ea… bien está… —Se aturulló Hizzoner—. Así pues, y habiendo cumplido con mi deber de cristiano respecto de ustedes al aconsejarles como mejor sé en cuanto a la salvación de sus almas, debo cumplir con mi cometido de juez. Y es la sentencia de este tribunal, pues tribunal es lo que un juez preside, aunque lo haga en pie, y no sentado, y aunque eso ocurra en la mar, que ustedes… —Se detuvo—. ¿Cómo os llamáis?
—¿A quién le importan sus nombres? —rugió Nau—. ¡Llámales Willy, Billy y Millie!
—Que ustedes: Willy, Billy y Millie, y Willy y Billy otra vez, pues son cinco, sean ajusticiados en este lugar y momento.
Maynard miró al grupo. El herido parecía no haberse enterado, o, en todo caso, no inquietarse por la noticia: la mano le tenía hipnotizado. Dos de sus compañeros, incrédulos, movían los pies, intercambiaban miradas y mascullaban cosas como: «Eh, amigo…», «Venga ya, jefe…» y «Vamos, corte el rollo…».
Pero la mujer, plenamente consciente de la situación, se había puesto histérica y prorrumpió en chillidos.
—Basco… —dijo Nau.
El aludido avanzó, agarró a la mujer por la melena y la degolló.
Sin esperar a que se lo mandaran, Justin sacó la Walther de la pistolera y le disparó en el pecho al herido. El hombre se desplomó sin proferir ni un ay. Viendo que se revolvía en el suelo, Justin apuntó otra vez hacia él, pero Nau le contuvo.
—No añadas ofensa al daño. Está moribundo. La munición, por otra parte, es preciosa.
De tres rápidos, certeros machetazos, Basco dio cuenta de los demás supervivientes.
En la popa, trémulo de horror y sublevación, Maynard dijo a Nau:
—Has convertido a mi hijo en un monstruo.
—¿En un monstruo? Nada de eso. En una máquina. Si un trabajo debe ser hecho, hay que hacerlo. ¿Lloras acaso por esos cinco? ¿Por estos miserables? —E hincó la puntera en uno de los cuerpos aún inmóviles—. ¿Tanto se pierde?
—No es por ellos por quien lloro, aunque debiera hacerlo, sino por mi hijo.
—Sí, esa otra es ciertamente una pérdida. Pero consuélate: lo que tú pierdes lo ganamos nosotros. —Y, volviéndose a Manuel, dijo—: Hunde la nave.
—¿La incendio?
Nau escudriñó el cielo, en busca del aeroplano.
—No: hazlo sin aparato. Y enséñale el método a TueBarbe.
Ambos muchachos apretaron a correr y desaparecieron por una de las abiertas escotillas.
Cargadas más arriba de la regala, las pinazas tenían el agua casi al mismo nivel de la borda. Con un mar menos calmado, se hubieran ido a pique. Tres de ellas partieron de regreso. La cuarta, la de Nau, permanecía arrimada a la popa del Schooner, a la espera de los muchachos.
Alejados ya unos quince metros de él, Maynard observó el velero. Antes perfectamente inmóvil, comenzaba ahora, aunque de manera casi imperceptible, a hundirse por la proa. Tras un instante, también la popa se hundió ligeramente. Los muchachos, que habían aparecido en cubierta, la cruzaron a la carrera, descolgáronse por el gobernalle y saltaron a la sobrecargada pinaza de Nau.
El schooner continuó su hundimiento con una balanceada cadencia: primero la proa, luego la popa, luego la proa otra vez, hasta que, ya casi invadida su cubierta por el agua, y fuese por causa del desplazamiento de algún peso importante en sus bodegas, o porque alguno de los compartimientos no acababa de ceder a la descompresión, el casco se desequilibró, emergió violentamente la popa, y la proa hendió el agua con un silbido de reptil.
Tras desaparecer el barco bajo las aguas, algunos sonidos postreros —o acaso simples tensiones que a través del medio submarino se transmitían a los cuerpos adyacentes—, como de superficies que crujieran, se quebraran y fragmentasen, alcanzaron el maderamen de las pinazas. A eso siguió una erupción de burbujas que explotaron, hasta que, digerida la nave por el mar, la superficie recuperó su antigua lisura.
—¡Aparejad vuestras velas, muchachos! —voceó Nau—. Y pidan un propicio viento del oeste. ¡Los aguardan el ron y las rameras!
Caía la tarde cuando las pinazas alcanzaron la ensenada. Tras haber dado cuenta del ron con pólvora que llevaba consigo, Jack el Murciélago hacía los honores a una botella de vodka de cincuenta grados tomada (a préstamos, insistía) de la parte del botín correspondiente a Beth. Ocupado en eso, no dejaba de cantar una tonada de dos únicos versos: «¡Hala, chicos, a trepar, que Molly se ha enganchado las faldas en el manzanillo!». El segundo de Nau se fue al agua cuando, a la embocadura de la cala, arriaba la vela. Incapaz de nadar, estuvo braceando y revolviéndose hasta que alguien le lanzó un cabo, y luego, para regocijo de todos, se le orinó encima mientras lo arrastraban hacia la orilla.
Había un Boston Whaler fondeada junto a la playa y, plantado en pie no lejos de ella, un hombre les estaba esperando. Muy intensa ya la oscuridad, Maynard no consiguió identificarla; solo acertó a verle la ropa: un traje blanco, de hilo, cuyos pantalones llevaba remangados a la altura de las rodillas. Luego oyó su voz:
¡Bien hecho, Excelencia! No por más rápido peor logrado.
Era Windsor.
—¡Ahí tienes, doctor! —Nau arqueó el brazo y arrojó algo en dirección a la orilla—. Tu bolsa. Quizá sea pobre, pero era cuanto había. Y tú, ¿qué me traes?
—Pólvora, dos barrilillos, y medicinas con que tratar a los cuitados.
Y, recogida la bolsa, Windsor se la guardó en el bolsillo.
Las pinazas fueron empujadas a tierra y arrastradas playa arriba, hecho lo cual les descargaron. Nau se acercó a Windsor seguido, a un paso de distancia, por Justin y Manuel. Reparando en Justin, Windsor exclamó jovial:
—Bravo mozo, sí señor. ¿Cómo dijiste que te llamabas, muchacho?
—Ya no es quien era —respondió Nau—. Ahora se llama TueBarbe.
—Hermoso nombre. Y dime, TueBarbe, ¿cómo se da la batalla?
—Bien, señor —respondió Justin.
—Vale, el chico —explicó Nau—. Llegado el momento, él y Manuel rivalizarán por el mando.
—Y así debe ser. La supervivencia de los más aptos. La depuración de la estirpe. —Windsor examinó los efectos amontonados en la playa—. Iba bien provisto, como imaginé. Sus conversaciones con el continente no hacían pensar otra cosa.
—Sí, pero la carga carecía de valor. Drogas, las llamó el escribano.
—¿Quién?
Beth había hecho bajar a Maynard de la pinaza y lo tenía no lejos de donde ella se dedicaba a vigilar que su parte del botín fuese respetada.
—El escribano —repitió Nau según indicaba a Maynard.
Una vez salvado el trecho de playa que le separaba de él, Windsor examinó a Maynard con incredulidad, como si fuese la encarnación de una chanza que le gastaban.
—¿Por qué está usted vivo? —Fue cuanto acertó a decir.
—También a mí me complace el encuentro.
—Traté de salvarles, pero usted se obstinó. Y ahora tendría que estar muerto.
—A decir verdad…
Windsor se volvió a Nau.
—¿Por qué sigue vivo?
—Es una maraña que desenredaré para ti con unos vasos de por medio —respondió Nau.
—¡Pero tendría que estar muerto! —insistió Windsor—. Es la usanza.
—Y muerto será, a no mucho tardar. Él lo sabe y lo sabemos nosotros: es un hecho. En tanto, escribe para nosotros.
Windsor no discutió más con Nau. Encarándose a Maynard, susurró:
—No sé cómo lo ha conseguido, pero, comoquiera que sea, es cosa terminada. Créame:
—¿Me amenaza usted? —Maynard sonrió—. Por favor… no se tome la molestia.
—No dude de mi palabra —repitió Windsor antes de volverle la espalda.
Maynard dijo a todo trance:
—¿Le preocupa acaso el que pueda contaminar su laboratorio? —Windsor se detuvo—. Era esta su sociedad perfecta, ¿no es así?
Aún falta para eso —dijo Windsor con una mal contenida sonrisa—. Cielo y tierra, Mencken, contienen más cosas de las que ni siquiera ha soñado su filosofía.
Vamos, doctor —le llamó Nau—. Tu jarro está colmado y tu quitapesares sufre de soledad.
Beth había regresado de los matorrales con una tosca carretilla en la que ella y Maynard cargaron y transportaron hasta la choza los géneros. De todos los confines de la isla llegaban, traídos por la brisa, ecos de celebración: gritos, risas, vítores y juramentos, ruido de botellas rotas y de cuerpos que rodaban por la maleza.
—Una auténtica parranda, a juzgar por el ruido —comentó Maynard conforme amontonaban fardos, cajas y bolsas de malla hasta que apenas quedó en la choza sitio para revolverse.
—Se calientan para el concejo.
—¿Un concejo?
Asistiremos, más tarde. Pero ahora tenemos otros quehaceres.
Maynard la interrogó con la mirada, a la espera de una explicación; pero no tuvo de ella más que una sonrisa pesarosa que no supo interpretar.
Concluido el almacenamiento de los géneros, dijo Beth:
—¿Qué ron te gusta?
—No entiendo de rones.
—Alguno debes de preferir. —Y, señalando las cajas, agregó—: ¿Ron de vodka? ¿Ron de whisky? ¿Ron de ginebra? ¿Ron de ron? —Mostró el contorno con un ademán de orgullo—. Tengo de todos. Soy rica. Roche moriría gustoso una segunda vez solo por ver lo rica que soy.
—Ron de whisky.
Deleitada por el papel de anfitriona munificente, abrió una caja de whisky escocés de la que obsequió a Maynard una botella. Ella se reservó otra, de vodka. Habiéndola desprecintado, invitó a Maynard, por señas, a que la imitase. En ese punto se interrumpió y dijo:
—Aguarda.
Tras escarbar con las uñas en la tierra del piso, extrajo una llave, le quitó el candado a la cadena, retiró esta de en torno a su cuello y la arrojó a un lado.
—Listo —dijo.
Maynard sintió repentinamente vivos y elásticos los músculos de cuello y hombros. Con dedos cautelosos palpó la piel que el roce de los hierros había excoriado.
—Gracias.
Ella correspondió con una inclinación de cabeza.
—Bebe —dijo.
—¿Por qué…?
—¿Bebemos? Bebemos porque…
—No. ¿Por qué has hecho… eso? —señaló la cadena. —Porque sí— respondió ella rehuyéndole, sin embargo, la mirada—. Se puede confiar en ti.
—¿Tan de pronto?
—¿Acaso prefieres que te encadene otra vez? ¿Sí? ¡Claro que no! Pues quieto y bebe.
Tomaron sendos sorbos de las botellas. El licor descendió limpio, cálido, rebalsándose, confortador, en el estómago.
—Me has traído buena suerte —declaró ella.
—Algo es algo.
—Lástima.
—¿El qué?
Ella hizo un ademán vago que abarcaba el mundo.
—Todo —dijo. Y, tras dar un segundo, largo trago, añadió—: Pero… es la usanza.
—¿Sabes qué te digo? Que la usanza es una patada en salva sea la parte.
Beth rio.
—Bueno, quizás…
—Ya sabes —la interrumpió Maynard cauteloso, en la confianza de no aguar la fiesta— que mi oferta sigue en pie.
—¿Qué of…? —Lo había comprendido—. No. Demasiado tarde.
—¿Por qué?
Sacudió ella la cabeza, como para alejar el pensamiento, y descansó la botella en el suelo.
—Vamos.
—¿Adónde?
—Ya te dije que teníamos otros quehaceres.
Tomándole de la mano le condujo hasta la playa, donde le bañó con lo que a Maynard se le antojaba inusitada ternura.
De regreso ya, pero antes de haber ganado los matorrales, se detuvo ella y dijo:
—Ven.
Se tumbó en la arena, atrajo a Maynard y, sellándole la boca con la suya, lo cabalgó con fiera intensidad. Luego, jadeante, le acarició la cara y, apacible la voz, dijo:
—Has sido bueno conmigo.
Aunque nada había en esas palabras que justificase la alarma, su tono terminante hizo que a Maynard le diese un vuelco el corazón.
Volvieron sobre sus pasos a través de las oscuras veredas siguiendo el estrépito, ahora concentrado, de la francachela. Llegados a la orilla de un calvero, Beth se detuvo y examinó el terreno con el aire de quien teme una emboscada.
—¿A qué esa inquietud? —quiso saber Maynard.
—Chitón —replicó ella llevándose un dedo a los labios.
Rompió a correr y Maynard, mientras la seguía, reparó en el alojamiento de los bujarrones, desólito ahora. Al alcanzar el calvero habitado por las prostitutas, Beth hizo un nuevo alto y observó iguales precauciones antes de atravesarlo.
Según se deslizaban, silenciosos, senda adelante, de los matorrales emergió un hombrón descomunal que les cerró el paso. Estaba borracho perdido. Al cruzar el sendero tropezó con un arbusto, pero se enderezó, y, hendiendo sañudamente el aire con su alfanje, exclamó:
—¡Deténganse!
—Detente tú, Rollo, si es que el cuerpo te aguanta —dijo Beth sin sobresalto ni alarma, más bien en el tono del que se resigna a una inconveniencia.
El gigantón osciló mirándoles de soslayo.
—Sean cuantos fueran, tomen un trago conmigo o van a probar mi machete —y blandió el arma ante ellos.
—Déjanos pasar, Rollo.
—No pasaran sin haber bebido en mi honor. —Y, revolviendo tras un arbusto, sacó una caja de Kahlúa de donde extrajo una botella que, desgolletada de un golpe, presentó a Maynard—. Bebe en mi honor.
—No, gracias.
Con un bramido, Rollo se abalanzó sobre Maynard, el cual se hizo a lado y propinó a su atacante, cuando se cruzaba con él, un puñetazo, en los riñones, que le hizo caer de rodillas.
—¡Buen golpe! —exclamó Rollo según se ponía en pie de un salto—. Me ha sacudido todas las tripas. Y ahora —enjugó el gollete en los fondillos de sus pantalones— bebe, o tendré que atacarte de nuevo.
Maynard consultó a Beth con la mirada.
—Aplácale —dijo ella.
En vista de eso, Maynard tomó un trago y pasó la botella a Beth, que bebió a su vez y, antes de devolvérsela a Rollo, dijo:
—A tu salud.
—A mi salud —brindó el otro, complacido, y apuró lo que quedaba del envase, que arrojó seguidamente a los matorrales. Por fin, y tras haber retirado de la vereda la caja de licor, volvió a su escondrijo dando tumbos, a la espera de los próximos viandantes.
—¿Durará mucho el jueguito? —preguntó Maynard a Beth al reemprender el camino.
—Mientras se tenga derecho. Pero Rollo es inofensivo.
—¿Inofensivo? ¿Bromeaba, entonces?
—Oh, no. Es bien capaz de matarte; pero, si bebes con él, se convierte en un cachorrillo.
Continuaron la marcha orientados por la algarabía de los festejos.
—¿Y si llegase a matar a alguien? —insistió Maynard.
—Ya lo ha hecho.
—¿Y qué, entonces?
—¿Cómo, y qué?
—¿No se le castiga?
—Si el muerto fuese un niño, desde luego: sería una infamia. Pero, con personas mayores… es combate limpio.
—Imaginemos que cae por sorpresa sobre uno.
—Si el sorprendido no vale para lidiar con un borrachín que apenas se tiene en pie… ¿dónde está la pérdida?
La comunidad se había congregado en la explanada existente ante la choza de Nau. En el centro, colmado hasta los bordes entre desventradas cajas de licor, el caldero del ron hervía a fuego lento en una candelada de rescoldo. Hombres y mujeres ebrios aparecían tumbados por doquier. Antes de entrar en el claro en pos de Beth, Maynard tropezó con los cuerpos de dos que copulaban rezongantes, sudorosos.
Sentado en la arena, sin más prendas encima que un par de botas de goma, Jack el Murciélago, que tenía en el regazo a una ramera medio desnuda, lloraba copiosamente. Al pasar, Maynard le oyó decir:
—Pero, Lizzie, querida, ¡yo te he amado siempre! Eres el anhelo de mi corazón.
—Ea, ea, Jack —replicó ella dándole unas palmaditas en el cuello—. No puedo escaparme contigo. ¿A dónde quieres que fuésemos?
—Te construiré una cabaña en la otra punta de la isla —hipó el Murciélago—. ¡Hazme feliz! Dime que vendrás.
—Anda ya, anda, Jack. Echa otro trago, le damos otro palo a la burra, y te sentirás mejor.
Hizzoner estaba apoyado en el tocón de un árbol, mamando de una botella de brandy según enseñaba el catecismo a una puta dormida. No recibiendo más que ronquidos a las preguntas, formulaba para sí mismo eruditas respuestas.
—Sí, podrías convertirte en Magdalena —dijo reflexivo—, si bien nos enfrentamos entonces a un problema teológico: ¿basta con que dejes de cobrar por tus servicios, o debes dejar de prestarlos en absoluto? Si los ofreces de balde, ¿en qué te convierten? ¿En Magdalena o en la samaritana? ¿En una licenciosa, acaso? Habré de consultar las Escrituras.
Lo que hizo, sin embargo, fue asesorarse con la botella antes de continuar su monólogo.
Sentado ante su choza, solo, Nau bebía ron en un cáliz de peltre. Aunque la seguía con la mirada, no ponía objeciones a la conducta de la comunidad, ni siquiera cuando se alzaban voces, se intercambiaban maldiciones o cundía el ruido de botellas rotas. Su mera presencia bastaba, a todas luces, para mantener un cierto orden.
—Ah, escribano —exclamó al ver a Maynard en compañía de Beth—. ¿Has venido a dar testimonio de la caída de Roma? Son raros los días que podemos celebrar como el de hoy. —Ahí, y reparando en que Maynard no estaba aherrojado, interpeló ásperamente a Beth—: ¿Dónde está la cadena?
Beth se inclinó y algo le dijo, al oído, que hizo sonreír a Nau, el cual asintió con la cabeza y, afable el tono, dijo a Maynard:
—Siéntate a mi lado, pues, y bebamos juntos.
Maynard asió a la mujer por el brazo.
—¿Qué le has dicho? —quiso saber.
—Nada… —Beth desvió la mirada—. Que eres de fiar.
Maynard tomó asiento. Nau llenó el cáliz y se lo entregó.
—De ser otros los tiempos —dijo—, tu compañía podría haber sido grata.
Según bebía, Maynard percibió a su espalda, procedente de la choza, el estallido de una bofetada, luego una risita contenida y, por último, un chillido agudo.
—¡Ah, pícaro! —Sonó una voz.
Miró a Nau arqueando las cejas. L’Ollonois rio entre dientes y explicó:
—El doctor, que se divierte.
Le alcanzó entonces, petulante, la voz de Windsor:
—¡Eres un majadero redomado, y conmigo no te va a valer! —decía.
El estallido de otro palmetazo culminó en un suspiro.
Nau pareció, de pronto, sobresaltado por alguna anomalía: como si la muchedumbre hubiese traspuesto un limite invisible. Oyóse un berrido de ira, luego un bofetón al que siguió un grito de auténtico dolor.
—¡Quietos! —tronó Nau.
La turba se apaciguó. Basco Tom estaba de pie, su daga a punto de caer sobre una prostituta tendida en tierra.
—¡Basco! ¡Déjalo ya!
—La rajaré, L’Ollonois. No me lo impedirás.
—Cierto —respondió Nau en tono ecuánime—. No lo haré.
La multitud estaba expectante. Basco se dispuso a descargar el golpe.
—Pero, así la hayas herido, despídete de la mano que lo ha hecho. Yo mismo te la cortaré —y, puesto en pie, se sacó un cuchillo del cinto.
Basco se detuvo.
—Adelante —dijo Nau—, hiere. Será un golpe caro, pero tú eres un hombre que conoce el valor de las cosas. Si un golpe merece la pérdida de una mano, no hay que regatearlo.
—Me ha ofendido —objetó Basco.
Los músculos dorsales de Nau, advirtió Maynard, se aflojaron.
—Tiene que haber sido grave la ofensa.
—Lo es. —La adhesión de Nau estaba surtiendo efecto en Basco—. Le ofrecí una buena recompensa por verla desnuda, y se me niega.
También la prostituta debió de percibir que la tensión menguaba, pues, escupiendo en el suelo, exclamó:
—¡Un beso apestoso y un bote de guisantes! ¡Bonita recompensa!
—¡Es bastante! No tenía intención de tocarte.
—¡Yo soy una ramera, no un cuadro! ¡Ningún hombre se contenta solo con mirar!
—¿Qué precio estimas justo? —indagó Nau dirigiéndose a la mujer.
Ella se puso en pie, se sacudió el polvo de las faldas y se dispuso a negociar:
—Bueno, puesto que mi negocio no es exhibirme, le ofrecí una fiesta en condiciones, a cambio, solamente…
—¡Solamente! —escarneció Basco.
La prostituta continuó, modosa:
—Solo le pedí ese lindo medallón.
—¡Barato me iba a salir el vistazo!
—Yo te prometí más que un vistazo.
—¿De qué medallón habla? —intervino Nau, el tono súbitamente áspero.
La expresión de Basco se trocó en miedo.
—Nada… Nada. Ha sido un error.
—No es mucho pedir —insistió la ramera—. Un detallito…
—¿Qué medallón es ese? —repitió Nau al tiempo que extendía la mano.
Hizzoner, advirtió Maynard, había despertado de su delirio religioso y estaba en pie.
—Una chuchería —sonrió Basco torpemente—. Una baratija.
—Dámelo —ordenó Nau, la mano tendida todavía.
—¡Desde luego! —Accedió Basco, que, al cruzar ante el caldero, hundió en él la copa.
La mano le temblaba cuando se llevó el recipiente a los labios. Luego, plantado ante Nau, hizo por sacarse del bolsillo el medallón, pero dejó incompleto el movimiento: Nau le había puesto el pedreñal en la frente.
—Déjalo —ordenó al tiempo que buscaba a Hizzoner con la mirada—. Hizzoner lo encontrará.
El aludido hundió la mano en el bolsillo de Basco, de donde extrajo una Derringer de percusión, de cañón doble.
—¡Vaya! —exclamó Nau.
Basco estaba aterrado ahora.
—¡Juro que el medallón está ahí!
Sin duda. Y bien protegido, desde luego.
Hizzoner dio con la joya, que entregó a Nau. No era un medallón, sino una cruz ansada pendiente de una cadena, ambas de oro.
—¿Desde cuándo tienes esto?
—¡Hace años! Es un recuerdo.
Vueltos hacia la pistola, los ojos de Basco bizqueaban.
—¿Desde cuándo tienes esto? —repitió Nau.
—Te juro que…
—¿Desde cuándo tienes esto?
Lo había preguntado por tres veces, como si se ajustase a un ritual. A Basco, consciente de lo que estaba pasando, el sudor le corría a chorros por la cara. Maynard lo miró y se dio cuenta —analítica, positivamente y sin que el descubrimiento le causara sobresalto ni pesar— de que era hombre muerto. Odioso por sí mismo, su crimen, fuera cual fuese (hurto, supuso Maynard), se veía agravado por la mentira pronunciada no una, sino tres veces. Y tan hecho estaba ya al derramamiento de sangre, que Maynard solo se preguntó cómo moriría, no si iba a morir. Y, reflexionó, alguna parte de su ser debía haberse atrofiado, pues ni siquiera le importaba ya su indiferencia ante esos actos.
El licor, L’Ollonois —se excusó Basco—. La batalla…
—Se lo robaste a la mujer —dijo Nau—. Por eso te mordió.
—Yo…
—Ha escamoteado —dictaminó Hizzoner.
—¡Una baratija!
—Tú y yo crecimos juntos, Basco —dijo Nau.
Y, sin más, apretó el gatillo.
La parte superior de la cabeza de Basco voló hecha astillas. Cayó a tierra convertido en una botella descorchada. Nau se guardó el pedreñal en el cinto y arrojó el joyel a la prostituta. Dos de los hombres retiraron del calvero el cadáver de Basco. Lenta, trabajosamente, como una locomotora que sale de una estación, la orgía recobró su impulso.
Nau, que había vuelto a llenar el cáliz, tomó un sorbo y se lo pasó a Maynard.
—¿Cómo lo narrarías tú, escribano?
Maynard se encogió de hombros.
—Como una muerte más. Ha pasado, en un instante, de una vida a otra. ¿No es así cómo lo ves?
—Basco era amigo mío.
—¿Has sentido matarle?
Sé que le echaré en falta, pero era menester.
—El perdón no existe ni aun para los amigos.
—No. El perdón es debilidad. La debilidad crea una grieta, la grieta, un rasgón, y pronto se produce un motín. Mi gente no esperaba otra cosa de mí.
Maynard percibió unas pisadas a su espalda y, en seguida, la voz de Windsor dijo:
—He oído agudas notas de ira y rebato de muerte.
Estaba plantado en pie ante la choza y se ceñía los pantalones. Llevaba bajo el brazo, mediado su contenido, una botella de whisky y tenía acalorado el rostro y vidriosos los ojos. Detrás de él, acicalado y narciso, el bujarrón del taparrabos de cuero posaba junto a la puerta.
—Basco ha ido a reunirse con los suyos —le informó Nau.
—¿Su ofensa? —indagó Windsor según se sentaba en la arena.
Contra el pacto.
—Ah —cabeceó Windsor—, gravísima. —Y bebió de la botella.
—Quizá no me hubiera enterado —explicó Nau con un punto de pesar en la voz—, a no ser por la reyerta pendencia que buscó con esa —e indicó, con un ademán desdeñoso, a la prostituta que, libre de la blusa, se dedicaba a admirar lo bien que caía la cruz entre sus pechos.
—¿Y por un cardo así perdió la vida? —resopló el bujarrón—. ¡Jesús, qué mal gusto el suyo!
—Calla, Nanny —le dijo Windsor.
Pero la ramera había oído, si no las palabras, sí el tono y la intención.
—Repite lo que has dicho, capón —le retó.
—¿La oyeron? —replicó el mocito—. Esconde esas mamas deplorables antes de que caven otra tumba.
—Nanny… —le amonestó Windsor.
—Dime, eunuco —graznó la ramera—, ¿con qué te has rellenado hoy el taparrabos? ¿Con mangos?
Cundieron las risas, particularmente estruendosas entre las demás prostitutas, y el bujarrón se sonrojó.
—¡Vean, señoras, lo colorado que se pone! —Volvió la puta a la carga—. Se las da de gallito, pero nunca pasará de capón.
—Apuesto a que hay huevos en ese taparrabos —voceó otra de las meretrices.
—Sí —intervino una tercera—, de los que él pone.
Excedido en número y en malignidad, el bujarrón perdió el tino, saltó por encima de Windsor y, con un grito de: «¡Mala perra!», irrumpió en el calvero, se abalanzó sobre la mujerzuela y le dio un bofetón en la boca.
Rasgado un labio por los dientes, ella se llevó la mano a la boca, para limpiarse la sangre. Pronto a defenderse, el bujarrón no perdía la mano de vista Eso le distrajo de la otra, que, cerrada en puño, un dedo enhiesto, fue a clavársele en el ombligo hasta encontrar el tope del espinazo. El bujarrón aulló, cayó de espaldas y se vio montado por la mujer, que le hundió las uñas en las depiladas axilas. Perneó entonces y, como le propinara un rodillazo en la sien, su agresora rodó a un lado, momento que aprovechó él para echársele encima y atacarle a dentelladas en los pechos.
La multitud prorrumpió en risas y vítores. Las prostitutas tenían partido tomado, pero el resto de la concurrencia era imparcial. Cada golpe certero, cada desgarrón era objeto de iguales aplausos. La puta perdió un pezón, y el mocito el lóbulo de una oreja, bajo ecuánimes estallidos de aprobación.
—¿Preocupado, doctor? —indagó Nau—. Tu narciso está perdiendo sus pétalos.
—Es todo nervio —replicó Windsor—. No tiene ni para empezar, con ella. —Y, sacándose del bolsillo una caja de municiones, la depositó en la arena, frente a Nau.
Una apuesta.
Maynard reconoció la caja: era la que había escondido en el buró de su habitación del Chainplates, en un cajón.
Nau buscó en un saquito de piel que llevaba colgado al cuello y extrajo un pendiente de zafiros, que depositó en tierra, junto a la caja de municiones.
Advirtiendo la desconcertada expresión de Maynard, Windsor explicó:
—Hay que preservar ciertas cosas, o, de lo contrario, no habría juegos. El tiempo acaba con todo.
El bujarrón y prostituta habían llegado a inmovilizarse uno a otro. Piernas y manos trabadas, lanzaban dentelladas al aire.
—¿Empate? —consultó Hizzoner.
—¡No! —Sonó una voz entre la multitud.
—Separadlos, entonces.
Uno de los hombres ganó trastabillando el centro del calvero y largó un puntapié hacia la cabeza del bujarrón. Cuando, por evitar el golpe, se le escapó una de las manos de la ramera, le hincó ella las uñas en la cara. Se escapó, sin embargo, rodando sobre sí mismo, pero ella le saltó encima. Un puñetazo en el pecho le desembarazó de la mujer.
—¿Cuánto tiempo lleva metido en esto? —preguntó Maynard a Windsor según ambos contemplaban los sudorosos, ensangrentados cuerpos trabados en combate sobre la arena.
Windsor mantenía los ojos fijos en la pelea.
—Treinta años —dijo—. La barca se me fue a pique y gané a nado esta playa.
—¿Y le dejaron con vida?
—No llegaron a atraparme. Yo los vi primero. A punto de solicitar su ayuda, algo, intuición mía, aura de ellos, posiblemente mis conocimientos antropológicos, me hizo ver que no se distinguían por su hospitalidad. De manera que marché a nado.
—¿A nado?
—Flotando. Maté un cerdo, le obturé boca y ano y me serví de él a modo de boya. Viajé así, a la deriva, durante dos días, hasta que los tiburones dieron cuenta del puerco. Luego nadé otro día. Una barca pesquera me rescató.
—Pero, llegado a tierra, ¿cómo se explica que no enviasen fuerzas hacía aquí?
—Guardé el secreto: no dije una palabra.
—¿Cómo?
Los combatientes luchaban ahora en pie. La sangre corría libremente: de los mordiscos que la ramera había recibido en los pechos y de los arañazos que le surcaban espalda y pecho al bujarrón. Con un chillido, la prostituta cerró contra su oponente, pero él la agarró del pelo y frenó el ataque. Al retirar la mano tenía un jirón de cuero cabelludo entre los dedos.
—¡Un doloroso puñado, Nanny! —voceó Windsor—. ¡Así se lucha!
Acuclillada, la puta acometió de nuevo. Sus uñas hicieron presa en el taparrabos, que arrancó. Dos limones cayeron al suelo. La turba prorrumpió en silbos y risotadas. Enfurecido, el bujarrón se precipitó con saña sobre la mujer, que salvó el ataque con un ligero paso, como de danza, al tiempo que señalaba, burlesca, los genitales de su enemigo, pequeños y rasurados.
—Está listo —dictaminó Nau.
—Nada de eso, amigo —replicó Windsor—. Observa.
Salvando siempre la distancia que le separaba de la ramera, el bujarrón se insertó cuidadosamente los testículos en el interior de la ingle y se aprisionó el pene entre las piernas.
Nau quedó pasmado.
—¡Ni rastro! —exclamó.
—¡Aquiles esconde su talón! —rio Windsor.
La ramera zarandeó al bujarrón en busca de su punto débil. Tras un nuevo trago a la botella, Windsor reemprendió su relato:
—Me fascinaron. Eran, una de dos, o una pintoresca secta religiosa, en cuyo caso tenían derecho a disfrutar de su aislamiento, o bien —y tanto no me atrevía ni a soñarlo— eran… en fin, lo que son. Imaginé lo que ocurriría si informaba a las autoridades. En una semana hubieran dejado de existir. Nuestra civilización habría solventado el asunto extinguiéndolos, solución a la que cooperarían ellos con una lucha sin cuartel. Algunos, claro está, habrían sobrevivido, los niños para ser reprogramados. Ahora serían agentes de la propiedad o corredores de comercio, libres de ser idénticos a sus conciudadanos, de preocuparse por los plazos del coche y la piorrea.
—¿Cómo estableció contacto con ellos?
—A fuerza de cautela —sonrió Windsor—. Me serví, en mi acercamiento, de los mismos medios que hubiese empleado con los tasaday, los jíbaros o cualquier otra sociedad anacrónica. Desde mar adentro, confiándolos a la marea, les enviaba presentes: ron, pólvora y —esto fue ingenuidad por mi parte; pero ¿cómo iba yo a saberlo?— abalorios y bisutería. Siempre acompañaba mensajes de amistad en los que aseguraba que nadie más que yo sabía de su existencia. Cuando por fin accedieron a un contacto —Windsor volvió a sonreír—, L’Ollonois me confesó que por espacio de un año les había tenido al borde de la locura: no solo no podían atraparme, sino que ni siquiera me veían. Si accedieron por último a hablar conmigo, cosa que ocurrió en alta mar, de una a otra embarcación, ambas armadas, fue porque temían que, desalentado, acabara por denunciarles.
Una oleada de indignación le inundó a Maynard el pecho. Era una emoción viva que acogió con contento.
—¿Se da cuenta de la cantidad de vidas que su pequeño experimento, su capricho, ha…?
—¡Pamplinas! —le atajó Windsor, indiferente a la repulsa—. Cuando no quede de nuestra civilización ni aun el recuerdo, esta gente existirá todavía. Todo en nosotros se reduce al más simple, básico e incontrovertible impulso: la supervivencia. Moral, política, filosofía apuntan, todas, a ese mismo fin. Que es el único digno de perseguir.
—Sobrevivir… ¿para hacer qué?
—Sobrevivir para sobrevivir. No olvide usted, Mencken, que el hombre es, en análisis último, un animal. La civilización es vestimenta. Esta gente está desnuda y es fiel a su naturaleza.
Su atención, hasta ahí puesta en Maynard, se centró súbitamente, atraída por un angustiado aullido del bujarrón, en la pelea. Tendido en tierra, ovillado, el mocito se asía con ambas manos la ensangrentada entrepierna. Acuclillada sobre él, la prostituta le hincó las uñas en la carne próxima a la faringe. El vencido miró a Windsor y alzó hacia él una mano implorante.
—¿Qué dices, doctor? —habló Nau—. Su vida es tuya. Windsor contempló con una mueca de desagrado a la maltrecha víctima.
—Ya no vale nada —dijo meneando la cabeza antes de volverle la espalda.
El alarido del bujarrón fue estrangulado por las garras de la ramera. Maynard sintió un aflujo de bilis a la garganta. Cubierta de cortes y hematomas, pero triunfal, la mujer dio vuelta al calvero volteando por encima de la cabeza el taparrabos de piel y correspondiendo con amplias sonrisas a los aplausos de la multitud. El cuerpo del bujarrón fue retirado a rastras. Mientras contemplaba la operación, Maynard comentó:
—Una fiesta cara.
—¿Cara? ¿Por dos vidas? —repuso Nau—. No: muchas batallas cuestan más. No habiendo visto partir a Beth, su reaparición, cuando, surgida de la oscuridad, se dirigió con medido paso al centro de la explanada, no pudo menos de sorprender a Maynard. Mudadas sus ropas por una inmaculada túnica de blanco hilo, relucientes de ungüento cabellos y piel, su aspecto era de virginal recato. Se detuvo, silenciosa, junto al caldero del ron, las manos cruzadas ante sí, la vista baja.
—¡Quietos! —voceó Nau—. ¡Silencio!
La puta se sentó en tierra y cesó el bullicio.
—Goody Sansdents tiene algo que decir.
Beth alzó la mirada y replicó:
He dejado de ser Goody Sansdents. Llevo un Maynard en mis entrañas.
Un admirado vocerío cundió entre la muchedumbre.
—Has cumplido con tu trabajo —felicitó Nau a Maynard.
Maynard se llevó la mano a la escoriada piel del cuello. Comprendía, de pronto, por qué la tristeza de Beth, la ternura de sus caricias, el hecho de que Nau hubiese aceptado la desaparición de la cadena, el de que se hiciese, repentinamente, «digno de confianza».
Hizzoner le dio unas palmaditas en el hombro y dijo:
El viaje ha terminado, muchacho. Repósate, come, bebe, huélgate. —Y, rutinario, añadió—: Lucas, capítulo 12, versículo 19.
Aprovechando la coyuntura, Windsor agregó:
—Necio, esta noche te será pedida tu alma. Lucas, 12:20.
—Dios está en el cielo —respondió Hizzoner al otro—, y tú sobre la tierra: por tanto, sean pocas tus palabras. Eclesiastés, 5:2.
—¿Cuándo? —indagó Maynard con voz apagada.
—Mañana —dijo Nau.
—El día del Señor —observó Hizzoner con una aprobatoria cabezada—. Buen momento, pues es el de su descanso y podrá atender a tu bienvenida.
—¿Cómo se hará?
—De manera rápida —respondió Nau—. La que tú elijas, ya que es un acto de cirugía, no de represalia. Más, por de pronto —y le alcanzó el cáliz—, no pienses sino en los festejos.
Maynard se humedeció los labios, pero no quiso beber. Estampas de complejas, imposibles escapadas cruzaron veloces su mente, y, aun sabiendo, de manera positiva, que no había esperanza, se negaba a iniciar su rendición con el estupor de la ebriedad, cuya culminación sería la muerte. Por otra parte era posible que sus opresores estuviesen en lo cierto: que la muerte fuera una aventura, la mayor de todas. ¿Qué sentido tendría, entonces, asistir a ella anonadado?
Colmado nuevamente y recalentado el caldero del ron, las libaciones recomenzaron con fervorosa actividad, como si al primero en alcanzar la inconsciencia le aguardase un premio excelso.
Hizzoner descorchó otra botella de brandy y, con ella en mano, regresó al tocón del árbol, dio palmadas a su compañera hasta despertarla y se embarcó en un nuevo periplo de instrucción religiosa.
Tendido de espaldas en la arena, Windsor succionaba whisky contemplando las estrellas.
Beth, que había llenado de ron un recipiente de barro, permanecía sentada en tierra y de vez en cuando se frotaba el abdomen y sonreía. Reacia, tal vez, a empañar sus gozosos planes para el porvenir con la idea de que Maynard, que lo había hecho posible, no tenía porvenir propio, evitaba mirarle.
Nau, que bebía con menos prisa que los demás, escudriñaba, con breves intervalos, las tinieblas.
—¿Esperando a alguien? —indagó Maynard.
—Así es. El colofón de una jornada de ventura.
Un instante más tarde, y como oyeran pasos, se volvieron. Los dos muchachos habían aparecido en el calvero. Manuel, que iba delante, llevaba camisa y pantalones blancos e inmaculados, y, en torno al cuello, una cadena de oro de la que pendía una moneda del mismo metal. Justin, que marchaba a su zaga, iba vestido como un delfín: jubón de terciopelo color de espliego, calzones blancos, de raso, medias de seda y zapatos de negro cuero, con hebillas de plata. Llevaba, al cinto, una daga con empuñadura de marfil y, en cada dedo, una sortija montada de esmeraldas. A no ser por el desmentido de la pistolera suspendida bajo el brazo derecho, hubiera pasado por una figura de época. Tenía los cabellos peinados hacia atrás, y en la nuca, prendida por un alfiler, una coleta con lazo. Su porte era de regia soberbia: alta la cabeza, a nadie miró, según penetraba en la explanada, más que a Nau.
—¡Escuchen! —alzó la voz L’Ollonois.
Acallados los escasos parloteos que subsistían, imperó el silencio, quebrado, tan solo, por suaves ronquidos y, más lejos, por el ruido que alguno producía con sus arcadas.
—Yo tenía un hijo —comenzó Nau—, pero murió.
Estaba más borracho de lo que Maynard había imaginado. Parecía pesarle la cabeza, y cuando quiera que se le iba a un lado, tenía que avanzar medio paso, para compensar el desequilibrio.
—Hubiera hecho de este mi segundo hijo —prosiguió al tiempo que descargaba una mano en el hombro de Manuel—, pero lleva en las venas sangre portuguesa, y negra, y todo un revoltijo de otras, de manera que, si ha de hacerse con el mando, será porque lo conquiste. Por eso nombro a este otro —dejó caer la otra mano en el hombro de Justin— hijo mío, para que conlleve las cargas, los beneficios, y… —Había olvidado lo que deseaba agregar—… y todo lo demás. Pienso, sin embargo, en el día en que este Manuel y este TueBarbe —se afianzó en ellos, porque se tambaleaba— se enfrenten por el poder. ¿Quién ganará? Que lo haga el mejor, como es justo, pues los fuertes deben prevalecer.
Desde su retiro del tocón, y aunque no invitado a ello, Hizzoner sentenció:
—Una generación pasa y otra generación la sustituye, mas la tierra permanece perpetuamente.
—Bien dicho —aprobó Nau, que, extrayendo de la bolsa de cuero una cadena de oro de la cual colgaba un doblón de mayor tamaño que el que Manuel lucía, se la puso a Justin alrededor del cuello.
Justin sonrió apenas, con condescendencia, componiendo, casi, una mueca de nobleza obliga.
«Mocoso insoportable», dijo Maynard para sus adentros. Y le costó una esfuerzo contenerse y no saltar para, como último acto en el mundo de los vivos, largarle a su hijo un puñetazo en la boca.
—Ha llegado, pues, la hora —continuó L’Ollonois según tomaba a Justin de la mano— de convertirte en un hombre.
Y, conduciéndole entre los cuerpos de los que dormitaban, se paró aquí a examinar un rostro, allá a palpar un muslo.
—Esta —dijo finalmente a la par que despertaba, usando la puntera como acicate, a una de las prostitutas—. Arriba, amiga. Tienes quehacer.
La ramera se revolvió y tosió.
—Llévate a este mozo e instrúyele en el uso de su aparejo. Refunfuñando entre rezongos y escupitajos, la mujer se puso en pie, no sin esfuerzo.
—Estaría más fogosa tras una noche de sueño —objetó.
—Y yo te mando que estés fogosa ahora.
La puta tomó a Justin de la mano.
—Andando, mocito.
—Mejor te valdrá que cuando le vuelva a ver no sea ya mocito. —Se encaró Nau a Manuel—. Ve con ellos. Esa pazpuerca es capaz de dormirse sin haber cumplido con su deber.
Cuando sus miradas se encontraron, al cruzarse, Maynard descubrió en la de Manuel el propósito de que Justin no llegase a la edad de regir.
Uno tras otro, les había ido ganando el sueño. La primera fue Beth, que sucumbió apurando las últimas gotas de su cántaro de barro. La siguió Windsor, de cuya mano escapó la botella y, ladeada, se le vació en el pecho. Hizzoner dijo algo a propósito del Reino de los Cielos, que se sumía en ronquidos. Nau, que tratara de ganar reptando el refugio de su choza, se había desplomado a mitad de camino y las piernas le asomaban por la puerta.
Sentado donde estaba, Maynard aguzó el oído, pero no percibió ruido alguno que indicase vigilia.
Estaba solo y libre. Podía abandonar el calvero, dirigirse a la ensenada, procurarse una barca y partir. No. Habría guardia junto a las pinazas. En tal caso, podía construirse una boya y alejarse flotando. Pero la idea no le acababa de satisfacer: demasiado sencillo. Quizá era eso lo que pretendían: que intentase la huida a flote; o, a lo mejor, movidos por una perversa solicitud, consideraban un favor permitirle derivar así hasta que se ahogase. Ellos mismos habían dicho que podía elegir su propia muerte. No. No podían correr el riesgo de que sobreviviese, cosa posible, puesto que Windsor lo había conseguido.
No: la razón era otra. Quizá supiesen que no marcharía sin Justin. Pero ¿quién iba a impedirle que se llevara al chico? La prostituta, no. ¿Manuel? Tal vez; pero no sería difícil caer por sorpresa sobre él, silenciarlo rápidamente. ¿O le creían incapaz de matar a Manuel? ¿Pensaban que se lo prohibiría su ética «mundanal»? Ojalá así lo creyeran, pues le procuraría placer demostrarles lo bien que lo habían corrompido.
Buscaría a Justin y bajarían a la ensenada. Si era posible matar al guardián y apoderarse de una pinaza, lo haría; de no ser factible, se dirigían al otro extremo de la isla, construirían —como y con lo que fuese— una balsa y se alejarían a favor de la corriente. En ese momento deseó ser capaz de determinar la hora por las estrellas, pues le hubiera gustado saber de cuánto tiempo disponía hasta que, con el amanecer, se descubriese la huida y comenzara la persecución.
Se deslizó hasta el borde del calvero, donde los pantalones de Jack el Murciélago pendían de un arbusto. Había un cuchillo en una funda cosida al cinto. Lo tomó.
Bien distanciado ya del calvero, y según caminaba silenciosamente, cuidando de no tronchar ramas secas a su paso, en presunta dirección al pabellón de las prostitutas, se detuvo para cortar un trozo de liana que le sirviese de garrote, supuesto que no consiguiera reducir a Manuel por otros medios, o de ataduras con que inmovilizar fuese al propio Manuel, fuese al guardián de las pinazas.
Al contornear un recodo del camino divisó el alojamiento de las rameras. Se detuvo y, contenido el aliento, escudriñó la oscuridad en busca de Manuel. La explanada estaba vacía y el pabellón, sin luces y en silencio.
Atravesó corriendo la arena hasta alcanzar el aposento más próximo, a cuya puerta, se paró, a la escucha. Estaba vacío, al igual que el segundo y el tercero. Mientras se deslizaba junto a la pared de la cuarta casilla, percibió una respiración profunda y, en seguida, la voz de Justin, que, enojada, decía:
—¡Vaya! Y ahora ¿qué?
Le respondió un ronquido.
Tras el doble chasquido procedente de la carga de una pistola automática, de nuevo la voz de Justin, ahora amenazante:
—¡Despierta, maldita sea! ¡Te voy a saltar la tapa de los sesos!
El tono de su voz, glacial, determinado, causó a Maynard una sacudida. No debía, sin embargo, detenerse en contemplaciones: la explosión de un disparo en plena noche era un lujo que no podía permitirse. Apartando la cortina que cubría la puerta, se arrojó al interior de la cabaña, las manos extendidas para apresar la de Justin.
Según caía sobre él y lo derramaba, sus ojos registraron una difusa instantánea: el desnudo trasero de su hijo alojado entre los muslos carnosos de la ramera, que roncaba soporosa.
—¿Qué? —exclamó Justin—. ¿Quién…?
Maynard se llevó un dedo a los labios.
—¡Chitón! Soy yo.
—¿Qué haces aquí? —le interpeló la voz.
Maynard adivinó confusión en su tono, pero también rabia.
La prostituta se agitó.
—¡Silencio! Salgamos de aquí.
—¿Que salgamos? Si te has creído…
Una figura humana había surgido ante la puerta sumiendo la choza en la mayor oscuridad. Maynard se vio derribado hacia atrás. La liana le fue arrancada de la mano. Oyó que Justin intentaba gritar y, luego, su voz sofocada y el ruido de su cuerpo al desplomarse en tierra.
Jadeante, arrodillado junto a Justin, Manuel le retiró la liana de en torno al cuello.
—¿Qué te…?
—Cárguelo y sígame —le ordenó Manuel.
—¿No le pasará nada?
Dormirá un rato, pero no mucho.
—Estaba asustado.
—Iba a gritar.
—Asustado y confundido…
Habiendo localizado el ropón de la prostituta, Manuel rasgó el dobladillo y amordazó con él a Justin.
—Eso no es necesario —intervino Maynard—. Lo que le ocurre es que…
—Crea usted lo que prefiera, pero yo no voy a correr ese riesgo. Cárguelo.
Maynard obedeció. Inanimado, el cuerpo de Justin no resultaba más manejable que un saco de naranjas, pero sí lo bastante ligero como para transportarlo sin dificultad sobre el hombro.
—Andando, amiguito —musitó Maynard—. Papá te va a llevar a casa.
Siguió a Manuel por los oscuros senderos confiado en su guía: en primer lugar, porque no tenía otra opción; pero, también, porque los móviles del mestizo eran tan evidentes como egoístas y, por tanto, dignos de crédito: ambición pura en la que ningún elemento extraño intervenía. Cuanto antes y más sencillamente pudiese librarse de competencia, más fácil sería su acceso al puesto de L’Ollonois.
Llegado a la playa, Manuel se dirigió a paso vivo, y sin un instante de vacilación, hacia las pinazas. Por señas indicó a Maynard que tendiese a Justin en la más cercana. Justin tenía cerrados los ojos, acompasada la respiración.
—¿No hay guardia? —susurró Maynard.
Manuel señaló un bulto oscuro que yacía desparramado en la arena.
—¿Lo has matado?
—Usted lo hizo —respondió Manuel—. Si algo sale mal, todo habrá sido cosa suya: la muerte del guardia, la desaparición del chico y el golpe que me aturdió a mí. Me encontrarán en el pabellón de las putas quejándome de espantosos dolores en la cabeza.
—Un arreglo razonable.
Apoyado ya en la pinaza con ánimo de empujarla al agua, advirtió que, si bien la vela estaba aparejada y plegada, no había remos en la embarcación.
—Necesitaré remos. Salir de la ensenada me va a llevar lo que queda de noche.
—Allí —señaló Manuel y cruzó la playa a la carrera hacia el lugar en que la palamenta había sido agrupada en forma de tienda india.
Maynard dejó la pinaza a fin de reunirse con Manuel a mitad de camino. Un instante más tarde, Justin, que se había levantado de un salto, corría hacia la maleza. El ruido de las pisadas hizo que Maynard se volviese; la sorpresa le forzó a gritar:
—¡Justin!
Corrió en su pos angustiado, con todo el alma; pero, tras unas zancadas, se detuvo. Arrancándose la mordaza, que arrojó lejos, TueBarbe rompió a gritar:
—¡Alarma! ¡Alarma! ¡Alarma! ¡Alarma!
Las voces retumbaron por todo el abra.
Manuel, conforme a lo prometido, corrió a guarecerse. Según se cruzaba con Maynard, se detuvo lo suficiente para decir:
—¡Imbécil!
—Estaba seguro de que… —Su desazón no tenía palabras.
—Marche por su cuenta.
Maynard le miró, pero nada dijo.
—O, si se queda, coja ese cuchillo y cláveselo en el vientre. Nada de lo que se haga usted mismo le dolerá tanto como lo que le espera con nosotros.
Siguió a Manuel con la mirada hasta que se perdió en la oscuridad. Luego, inseguro y confuso, pero súbitamente inquieto por su vida, recogió el par de remos, los arrojó al interior de la pinaza y echo esta al agua.
Mientras contorneaba el primer recodo del abra, protegido ya por el espigón, le llegaron lejanos ecos de vocerío. Agarrado a los remos, bogó con denuedo. Al salir de la ensenada divisó el haz luminoso de una linterna que, flotante por encima de su cabeza, registraba la escollera. Tras otros cincuenta metros de boga, hacia el norte, rodeó otro saliente poniendo una segunda barrera entre sí y el acoso de las linternas. Las voces eran ahora más audibles y claras: la partida había alcanzado la ensenada.
Enarboló la vela. Un viento frescachón, del sur, le impelía rumbo al nordeste, hacia aguas profundas. La ligera pinaza cortaba rauda la superficie. Las pequeñas olas batían contra las tablas de la proa. Sí la brisa no caía, quizá conservase la delantera.
Ciñó la vela, para bolinear. Según la barca daba de quilla, el choque de las olas en la proa se hizo más seco, más rápido. Hasta que, de pronto, pareció que la proa se estabilizaba en el agua. La pinaza no avanzaba ya con el mismo brío ni era tan imperioso el cabrilleo: las olas chocaban ahora con un sonido torpe, blando. Un gorgoteo se hizo audible al frente, en la oscuridad.
Maynard soltó el escotín y utilizó su cabo para amarrar la caña del timón. Apenas hubo avanzado un poco, de rodillas, se dio cuenta de que la barca hacía agua. Buscó a tientas la brecha. Si era pequeña, podría cegarla, achicar y proseguir. Pero, no bien hubo sondeado con un dedo bajo el banco de proa, notó un borbotón. Las tablas de la proa se habían separado. Todas. Retiró la mano. Tenía viscosos los dedos. Se los llevó a la nariz. Melaza.
Manuel no había dejado ningún cabo suelto: destruido el calafateado y sustituido por melaza, aunque Justin no hubiera huido y dado la alarma, aunque él y Maynard hubieran conseguido escapar sin persecución, la pinaza no tenía más remedio que hundirse mientras viento y marea les empujaban hacia alta mar.
Maynard volvió la vista hacia la isla. En la oscuridad de la noche sin luna no alcanzó a distinguir más que una delgada faja de playa. Se zambulló y nadó hacia la costa.