13
Diariamente, al amanecer, las pinazas dejaban la cala, y un día tras otro, caída la tarde, regresaban de vacío. Exasperados por la frustración, en dos ocasiones los hombres atacaron y hundieron barcas nativas de pesca, a cuyos tripulantes dieron muerte; pero las victorias eran tan insignificantes, y tan exigua la recompensa —unas arrobas de caracoles y algunas docenas de desmedradas langostas—, que dejaron de hostigar a los pescadores y tomaron rumbos bien alejados de sus caladeros.
Los hombres estaban aburridos, inquietos, ávidos de alimentos más sustanciosos que el pescado fresco y la papilla de mandioca. Las vacas —media docena de ellas— estaban todavía por parir, de manera que la carne roja escaseaba, y los pocos cerdos restantes —trasijados y de dura carne aun en las mejores épocas— habían contraído una enfermedad a consecuencia de la cual mostraban inflamados los ojos, abolsada la piel y un paso vacilante que les hacía bambolearse. Y Nau, que guardaba vivo todavía el recuerdo de una epidemia de disentería y deshidratación, no vacilaba en declarar incomestible cualquier vianda sospechosa.
El alcohol fue racionado, medida que aborrecía Nau, pues ofrecía la bebida un paliativo al descontento: un rebelde embriagado era fácil de gobernar, y su insubordinación se disipaba con los vapores del licor; pero, sobrio, áspero, el mismo hombre era capaz de pensar con demasiada claridad, de urdir retorcidos planes, y se convertía en un factor imprevisible. Más, menguadas ya las provisiones de bebida, el raciocinio le decía a Nau que era preferible mantener medio achispadas a sus huestes durante el doble de tiempo, a tener que enfrentarse, en determinado momento, a una comunidad de hombres perpetuamente lúcidos.
El racionamiento, sin embargo, no tardó en verse alterado por iniciativa de las prostitutas. Si bien la abstinencia total amenazaba políticamente a la comunidad, argumentaron, ellas, entretanto, sufrían ya físicamente a manos de la malhumorada población masculina. Ebrios, sus clientes eran manejables; sobrios, resultaban insufribles. Por eso las rameras declinaron sus raciones de alcohol exigiendo otro tanto de las esposas, cuya situación solo aventajaba la suya en el sentido de que las casadas no se veían expuestas más que a los abusos de un solo hombre. Nau se avino al trato y restableció para los varones la tradicional asignación de una botella por día.
Para Maynard los días degeneraron en una monótona rutina. Por la mañana, y tras despertarle, Beth le instaba a penetrarla. Por renuente que él se mostrara —y existía una renuencia intelectual, pues con cada nuevo acto aumentaba la posibilidad de crear vida en su cuerpo y, por tanto, sentenciarse él a perderla—, la mujer, valiéndose de amenazas, de zalemas, de sobos y cosquilleos, conseguía siempre su propósito.
Sus sentimientos en cuanto a Beth eran bifrontes: salvadora de su vida, la había recompensado él intentando la huida y granjeándole atroces sufrimientos, cosa que le apesadumbraba. La intercesión que ella hiciera en su favor, sin embargo, había sido enteramente egoísta, y ahora, fecundándola, la resarcía, y eso le hacía sentirse honorable. La intimidad sexual había creado entre ambos (a falta de otra cosa, por el momento), cierto grado de apego: Beth se mostraba exigente, pero solícita; infatigable, pero cariñosa. Sencilla y cándida, se había entregado por completo a la cruzada que veía en el logro de una situación privilegiada entre los suyos.
Bien fuese por incapacidad o de propio intento, negábase a considerar la posibilidad de una vida allende la isla. Por mucho que asegurase no saber nada en cuanto a sus antecedentes, Maynard estaba acierto de que esa amnesia era resultado de la férrea determinación de cerrar el paso a cualquier cosa capaz de comprometer su supervivencia y su éxito en el ámbito de las leyes y las costumbres de la isla. El recuerdo podía suscitar anhelos susceptibles, a su vez, de engendrar vanas aspiraciones. Mejor, pues, obliterar la memoria.
A Maynard no le toleraba que hablase del mundo exterior más que en lo concerniente a su familia. Le interesaba, sobre todo, su esposa; no quién fuese, o cómo se vestía o los lugares que frecuentaba, sino la clase de persona que era: afectuosa o fría, severa o transigente. También le apasionaba cuanto se refiriese a la crianza de los hijos, y las conversaciones abocaban siempre a lo mismo: su éxito de madre. La sincera inquietud que mostraba por el hijo aún no concebido conmovía a Maynard.
En cierta ocasión le propuso Maynard que le ayudase a escapar trabajando con él, por las noches, en la construcción de una balsa o un bote, a cambio de la promesa de llevarla consigo cuando huyesen con Justín, cuidarse de que el niño naciera en el mejor hospital y mantenerla cuanto tiempo fuese preciso. Pero ella acogió airadamente la proposición, acusándole de violar un código. Él no acertaba a determinar si el enojo era sincero u obedecía a la turbadora emoción de ver plantada una semilla indeseable en el bien cuidado jardín de su mente. Trató entonces de explicarle que no había indignidad en ninguna medida capaz de salvarle la vida, y que no podía afearle su deseo de vivir. Ella le replicó que gastaba en vano su saliva, y prohibióle plantear de nuevo la cuestión.
Estaba Maynard convencido de que la reacción de la mujer tenía su base, por lo menos en parte, en un profundo temor de lo desconocido. En vano intentaría que escuchase una nueva petición suya, si antes no lograba —de una forma u otra, pero sutilmente— persuadirla de que podía sobrevivir lejos de la isla.
Después de lo que llamaba «la cópula matinal», atendía ella a la alimentación. Maynard se había impuesto el no mirar jamás la comida, contener el aliento antes de cada bocado (a fin de neutralizar el sentido del gusto) y canturrear según masticaba, a fin de no oír, como le había ocurrido una vez, el crujido del cráneo de un pájaro bajo los dientes. Si por casualidad apartaba ella la mirada, Maynard extraía con presteza las babosas e insectos que tenía en el cuenco; pero generalmente vigilaba Beth cada una de sus masticaciones. Se la hubiera dicho puntillosa propietaria de un gato al que se empeñaba en mantener en óptimas condiciones de salud.
Diariamente daban un paseo matutino en cuyo curso observaban el trabajo de los carpinteros, consagrados a calafatear cascos y remendar velas; de las mujeres, activas en la colada (consistente en hervir prendas en agua de mar) y en la recolección de raíces y huevos de pájaros; el del encargado del ganado, que administraba hierbas y masajes que propiciasen partos felices; los afanes del porquerizo, un joven ciego —por accidente, dijeron a Maynard, cuando manipulaba una batería que explotó y le roció de ácido los ojos— que, acuclillado en la zahúrda, se lamentaba del deplorable estado de sus animales enfermos. Y, lejos de todo eso, sentados a la turca en un peñasco con dominio sobre el mar, veían a Nau y Hizzoner escudriñando el horizonte en busca de indicios del éxito de sus exploradores.
Beth no le llevaba cerca de la armería —una choza, perennemente custodiada, vecina de la de Nau— más que cuando los chiquillos se hallaban en algún lugar. A sus ruegos de que le permitiese ver a Justin, desde lejos o desde algún escondrijo, respondía ella siempre con benévolas negativas. Ha marchado, solía decirle, es una nueva persona. Los sinuosos argumentos por él esgrimidos —entre ellos el de que: «Si yo no soy ya de este mundo, y él es una nueva persona, ni él me verá ni yo le reconoceré, por tanto, ¿qué mal hay en ello?»— eran acogidos con mudas sonrisas.
Pasaba la mayor parte de la jornada encadenado a la techumbre de la choza (el candado de la combinación había sido sustituido por otro, de llave), aplicado a escribir en un rollo de papel de embalar, color castaño (procedente, dedujo, de algún navío de triste suerte), provisto de una pluma de ave de recortado cañón que mojaba en una mixtura de sangre de pescado y jugo de bayas (la una colorante; el otro, fijador), la historia del Ollonois y su estirpe. Ingrata como resultaba, la tarea ofrecía, sin embargo, una válvula de escape frente a su búsqueda, por lo demás incesante, de un método de huida.
Creía Maynard haberlo pensado todo, y todo lo que había pensado desembocaba bien fuera en el fantaseo, bien fuera en el suicidio. Sus opciones comenzaban, todas, por un primer paso: liberarse de la cadena, cosa que podía lograr fuese violentando el candado, fuese desbaratando la choza, para huir cargado con los hierros. Robar un bote, en cambio, era poco factible, y, aun consiguiéndolo, nada le garantizaba que pudiese liberar a Justin. Supuesto, de todas formas, que se hiciera con el bote, con Justin y con cierta cantidad de agua, restaba la posibilidad de desfondar e inutilizar temporalmente las demás embarcaciones antes de hacerse a la mar. Pero había visto con qué facilidad reparaban aquellos hombres sus barcas, y lo expertos que eran en la interpretación de vientos y mareas. Le atraparían antes de haber recorrido una milla.
Su plan tenía que ser perfecto. No podía arriesgarse al fracaso, porque no le concederían una segunda oportunidad: sería ejecutado de inmediato. La perspectiva de su muerte, que había acabado por aceptar como inevitable, le procuraba cada vez menos pesar. Su fin, sin embargo, determinaría el de Justin, no en el sentido de la extinción física, sino en el de la condena a una vida estéril, exenta de posibilidades. Y, por mucho que no alentase sueños de inmortalidad, que no le turbara la idea de dejar este mundo como lo había encontrado, consideraba ilícitos esos sentimientos: tenía que imponerse el deseo de sobrevivir, de cambiar el mundo en cuanto le fuera hacedero. Y, sobre todo, anhelaba darle a Justin esa oportunidad.
De vez en cuando pensaba en recurrir a la oración, pero eso le hacía sentirse miserablemente hipócrita, como cuando, de niño, prometía: «Dios mío, si me ayudas a pasar ese examen (o, posteriormente, a conseguir esa salida con Susie, u otra cosa), juro que…», y, apenas superada la crisis, olvidaba sus votos.
¿Qué haría, si consiguiese escapar? ¿En qué forma modificaría su vida? Lo ignoraba. Sabía, sí, que le daría mayor precio, que administraría todos sus minutos como un bien precioso, no en el sentido de preservarlos, al abrigo de todo, sin más propósito que su defensa, sino en el de colmarlos de experiencias y búsquedas. ¿No había perdido su capacidad de asombro? Pues bien, trataría de recuperarla y legársela, viva, a Justin. Todas esas reflexiones, empero, podían ser postergadas. Primero había de enfrentarse al crudo hecho esencial: ¿cómo demonios conseguiría salir de la isla?
Había ponderado el llegar hasta la radio existente en la choza de Nau. Sí, conforme había leído en el pacto, se penalizaba el emitir señales, el aparato, en consecuencia, tenía que ser capaz de transmitirlas. Pero, aun en el caso de que consiguiese sobornar al guarda —¿y qué podía ofrecerle?, se preguntó divertido—, ¿con qué escuchas podía contar? Cabía en lo posible, desde luego, lanzar un SOS a todos los barcos, mencionando longitud y honda (que tendría que conjeturar). La alternativa era ponerse en contacto con los servicios marítimos de Miami o Nassau. Pero, para salvar distancias comprendidas entre los ochocientos y los mil seiscientos kilómetros de mar abierto y cambiantes condiciones climáticas, la radio tenía que ser potentísima y estar alimentada por un formidable equipo de baterías.
Las cogitaciones de Maynard abocaban siempre en la endeble esperanza de que alguien estuviera buscándoles. Pero, al sorprenderse a sí mismo en la contemplación de esa posibilidad, sabía llegado el momento de conceder un descanso a su cerebro. Nadie podía estar buscándole, porque a nadie le inquietaba en exceso lo que pudiera sucederle, reflexión un tanto desmoralizadora, pero en forma alguna sorprendente: ni estaba atado a nadie ni nadie estaba atado a él. Su desaparición enojaría a Hiller, para quien representaba un contratiempo, y también a los redactores de un par de revistas, pendientes de trabajos que le tenían confiados. Fuera de eso, nadie le echaría en falta, cosa que no le turbaba en demasía. Pero el hecho de que no le turbase no dejaba de turbarle. Se convencía ahora de que la vida representaba, a fe, algo más que sobrevivir. Y ese tardío descubrimiento le movió a risa.
Su única esperanza —suya y de Justin— estaba en Devon, que a esas alturas habría llegado al frenesí. Tendría a Hiller asediado y al borde de la locura, habría recabado la movilización del ejército, establecido contacto con la Casa Blanca. El solo temor de Maynard era que toda esa afanosa actividad no diese resultado alguno hasta que fuera ya demasiado tarde.
Cuando el día tocaba a su fin, Beth bañaba a Maynard en el mar, le alimentaba y emprendía con él un segundo paseo.
Una tarde vieron a Nau sentado, solo, en un farallón que dominaba la cala, atento a las evoluciones de dos de las pinazas, aplicadas a explotar, en su camino de regreso, la mortecina brisa. Beth sacudió la cadena a fin de que reemprendiese la marcha, pero Maynard se resistió. Oyendo el rechino del metal, Nau se dio vuelta.
—Íbamos de camino —se excusó Beth—. Ya nos retiramos.
Contaba Maynard con que Nau asentiría brevemente para devolver su atención al mar. Pero, en vez de eso, le interpeló:
—¿Cómo va la crónica?
—Progresa un poco cada día.
—Ahora sabes cuanto hay que saber acerca de nosotros.
—Yo no diría tanto. Conozco algunos de los hechos: lo que hacen, cómo llegaron aquí, cómo subsisten; pero ninguna de las razones: por qué continúan aquí, por qué hacen lo que hacen, por qué no los ha descubierto nadie.
—Demasiadas preguntas. Comencemos por la segunda: lo que hacemos lo hacemos por vivir. La vida consiste en mantenerse vivo. ¿Que por qué no nos han descubierto? Extremamos la cautela. Nadie nos busca, somos nosotros quienes buscamos a los demás.
Maynard indicó con un ademán las pinazas que se aproximaban.
—¿No ha tratado ninguno de escapar, de campar por sus respetos?
—Muy contadas veces, y siempre sin éxito. Cada hombre es vigilado por otro, y en cada embarcación viaja uno que me debe varias veces la vida. Pero la cuestión es otra: ¿hacia qué iban a escapar?
—Hacia lo desconocido. Podría ser, ¿por qué no?, mejor que esto.
—Conocen lo que tú llamas desconocido. Se les ha enseñado. Algunos, TueBarbe entre ellos, guardan recuerdos. Pero, con el tiempo, conseguimos devolverlos a la verdadera luz.
—¿Qué saben del mundo?
—Que lo gobiernan taimados granujas y villanos abyectos, una mitad consagrados a cebar sus carnes y la otra a deponer a sus adversarios a fin de instaurar su propia villanía. Miseria, hambre y zánganos que sirven a una reina a la que no ven. Así ha sido desde el principio y así será siempre.
—¿Y qué tenéis aquí? Enfermedades, cuitas, desolación…
—… Libertad…
—¿Para qué? ¿Para matar?
—Matar, matar, matar… ¿A qué ese desasosiego por la muerte? Entra un volcán en erupción y las criaturas perecen por miles; se sale de madre un río y son millares los que perecen; una nación declara la guerra a otra y los muertos se conocen por millones. Pero son sacrificios que pasan por naturales. Una muerte administrada, en cambio —L’Ollonois se pasó un dedo por la garganta— despierta el clamoreo de los justos: una cirugía vital, la pulcra, rápida extirpación de un tumor. El que, confiado de que sanara por sí misma, se desentiende de una llaga perniciosa, emponzoña el conjunto. Extírpala, cauterízala, y eliminarás el mal.
—No puedo aceptar eso.
Nau prorrumpió en una carcajada.
—Dijo el chancroso al cirujano: «No puedo aceptar eso. Es la más cruel de las amputaciones». Lo que tú aceptes o dejes de aceptar carece de importancia para mí. Y para ti. Será hecho.
—¿Y de qué servirá?
—Nos desembarazaremos de ti, de un estorbo, o, lo que sería peor, de una agitación.
—Y de un cronista —adujo Maynard esperanzado—. Necesitas un cronista.
—No sé si su mente está emponzoñada hasta la raíz, y torcida su voluntad. Si me fuera menester, lo formaría.
—¿Cuánto crees que puede durar esto?
Nau se encogió de hombros.
—Un día, un año, una era acaso. ¿Quién puede saberlo? Aseguran que terminó hace tres siglos. Y no es así. —Terminará.
—Por supuesto. Y cuando termine habrá terminado. Soy un hombre sencillo y sencillo es mi cometido, como lo fue el de mi padre y lo será el de mi hijo: velar por la supervivencia de una generación.
—¿Qué edad tiene tu hijo?
—No tengo hijo…
—Entonces ¿cómo…?
Beth ahogó las palabras con un tirón de la cadena. Nau le dedicó una sonrisa.
—No importa, Goody. —Y, vuelto hacía Maynard, prosiguió—: Tuve un hijo, cuya madre murió en el parto: el mejor de los pronósticos, pues indicaba que toda su fuerza, y no solo una parte de ella, era traspasada a la criatura. Pero murió en un lance de armas.
—¿Cuántos años tenía?
—Diez. Se le adiestraba en…
—¿Diez años? ¿Y peleaba a esa edad?
—Ciertamente. A los trece se hubiera convertido en hombre. Luchaba bien, pero sin cautela. Se esforzaba demasiado por complacer. Y eso le costó la vida.
Una tras otra, ambas pinazas atracaron en la ensenada. Nau se puso en pie y estiró las piernas.
—He estado dándole vueltas a una idea —dijo—. No debiera consultártela ni aun dártela a conocer; pero pienso que puede darte gusto, de manera que te lo diré.
«Se aplaza la sentencia», pensó Maynard. Y respondió:
—Sí, por favor.
—Pienso que, una vez hayas cumplido con Goody y se te envíe a tu destino, voy a adoptar a TueBarbe. Le encuentro dotes de mando.
Maynard se quedó mudo de asombro. Nau le dio una palmada en el hombro.
—Sabía que te iba a complacer —dijo.
Y se alejó, cuesta abajo, en dirección a la ensenada.
Se despertó a oscuras, sobresaltado por el tañido del cuerno, que, lastimero, sostenido, imaginó similar a los que en tiempos bíblicos llamaban a los ejércitos a batalla.
Beth, levantada ya, se apresuró a arrollarle al cuello la cadena y, por señas, le mandó salir.
—¿Qué…?
—Llaman a presa. ¡Andando!
—¿De noche?
—¡Andando! —repitió con ademán de largarle una patada—. De esto me pertenece una décima parte, y no seré yo quien se rezague.
Pronto corrían por los senderos, Maynard en pos de ella.
Quedaba poca noche: las luces del alba apuntaban ya entre los arbustos. Percibió Maynard las toses, los jadeos y los mascullados juramentos, mezclados con el crujir de las ramas tronchadas, de los que avanzaban por otras sendas.
Llegados a un claro, Beth aminoró la marcha. Las demás mujeres se habían quedado al borde de la explanada; pero a Beth —sin duda porque tenía intereses en juego— le permitieron seguir y llevar a Maynard consigo.
Nau estaba en pie, ante su choza, el pecho cruzado por las bandoleras, machete y cuchillo al cinto. Hizzoner se encontraba a su lado, y Manuel y Justin, ante ambos. El haz de una linterna de pilas plantada en el suelo, boca arriba, permitía apreciar la mezcla de miedo y excitación que animaba la mirada de Justín.
Había en mitad del claro un caldero descomunal hacia el que, reunidos ya todos los hombres armados, se dirigió Hizzoner. Habiendo vertido en su interior pólvora de la que traía en un cebador, y tras remover el brebaje, dijo:
—Beban para que, cobrada la fuerza de diez hombres, honren a la comunidad y a ustedes mismos, libres de todo mal y temor. Amén.
Uno a uno, algunos usando jarrillos, otros, las manos o un sombrero, los hombres fueron sirviéndose del contenido del perol. Tosían y espurreaban al beber, se largaban palmadas en la espalda y, luego, repetían la libación.
Nau impelió a los muchachos a imitar el ejemplo. Manuel, sin duda conocedor del resultado, contuvo el aliento antes de echarse a la cara el líquido que le cabía en la palma. Se atragantó, y los ojos le lagrimearon, pero, para sorpresa de Maynard, repitió, como si se supiese necesitado del coraje que el licor procuraba.
Cuando le tocó el turno a Justin, era esperanza de Maynard que le mirase, pues quería infundirle ánimos, pero, sobre todo, constatar que seguían unidos por los mismos vínculos. Mas el muchacho no lo hizo. Acopadas las manos, hundiólas en el caldero y bebió hasta que, vencido por el asco, el líquido escapó entre sus labios prietos, en fina rociada. Los hombres prorrumpieron en risas, pero no por eso se azoró. Sirvióse de nuevo, esta vez reteniendo lo bebido. Hubo vítores por parte de los hombres. Nau le dispensó una palmadita en la espalda, y el chico sonrió orgulloso. Maynard sintió un nudo en el estómago. Le ardían las orejas.
—Porque este es el legado que te deja Roche —dijo Nau a Beth—, te lo deseo bueno, Goody.
—Nunca será tan malo que resulte peor que él, L’Ollonois —rompió ella a reír para beber, a continuación, del perol. Los hombros se le estremecieron y, expectorando, exclamó—: ¡Dios bendiga al mesonero! ¡Las entrañas se me cuecen, malhaya sea! —Y, siempre riendo, volvió a beber.
—Ahora tú, escribano —dijo Nau a Maynard—. No es cosa de enfrentarse a este día con el vientre privado de fuego.
Según se inclinaba sobre el perol, Maynard miró a Justin, que sonreía. Correspondió a su sonrisa con otra, a la que añadió un guiño. Y entonces se dio cuenta de que su hijo tenía vidriados los ojos, que su sonrisa era una mueca y que no era a él a quien miraba Justin: sus ojos estaban fijos en alguna lejana visión íntima.
Bebió lentamente, dejando que el licor descendiese en un delgado hilillo garganta abajo. Aún así, el liquido le abrasó el gaznate, le recorrió el pecho en una oleada de calor y le cayó en el vacío estómago como una lluvia de lava. Sintió en la boca resabios de ron, alcohol puro y azufre.
Nau alzó las manos en petición de silencio. Algunos de los hombres se precipitaron hacia el caldero antes de reincorporarse al corro.
—Tenemos noticia de un barco de valiosa carga que navega hacia aquí procedente del sudoeste —anunció—. No sabemos en qué consiste el cargamento, pero sí que está armado y que su tripulación ronda la docena de hombres. Si algunos de entre vosotros quiere retirarse, oigámosle.
A un coreado «¡No!» siguieron nuevas risas y más viajes al perol.
—Se harán partes como de costumbre, con una salvedad: Goody Sansdents recibirá una décima parte del botín antes de que se proceda al reparto. Quienquiera que acopie por su cuenta, será muerto en el acto. —Colocando a cada uno de los muchachos una mano en el hombro, Nau prosiguió—: En cuanto a los chicos, recibirán sendas mitades de una parte, pues que corren con la tarea de entregar la presa a las llamas.
Manuel sonrió ampliamente. Justin no alteró su extasiada mueca.
—¡Él no va! —gritó Maynard señalando a su hijo.
—Vendrá, escriba. Y tú, también —sonrió Nau—. Él debe aprender su arte, y tú, dar cuenta de los hechos. Goody, tú y el escribano iréis en la pinaza de Hizzoner. Los chicos viajarán conmigo. Y ahora —alzó la voz, para que todos le oyeran—, a prepararse. Seremos pequeños en número, pero no en corazón; y, cuanto menos numerosos, mayor la unión y mejores las partes del botín.
Por el tono en que las pronunció, pensó Maynard que las palabras formaban parte de un ritual. Y, en efecto, cuando Nau hubo terminado, Hizzoner tomó su lugar y continuó la prédica.
—Inclinad esas cabezas pecadoras —dijo—. Oh, Señor, hazte a la mar con nosotros en el día de hoy, pues salimos al encuentro de desconocidas pruebas. Mantén firmes nuestros corazones, y recios nuestros brazos, pues lo que hagamos, en Tu nombre lo emprendemos por la mediación de Jesucristo, nuestro salvador. Amén.
Concluida la bendición, Nau exclamó:
—Encended vuestros hornos, muchachos, enardeceros condenadamente, pues este día será como los de antaño.
Cada una de las pinazas llevaba seis hombres. Los chicos, al igual que Maynard y Beth, viajaban de añadido y en el centro de la embarcación, donde pudieran ser vigilados desde popa y proa y ningún movimiento brusco ni desplazamiento imprudente comprometiera la estabilidad de la pequeña nave.
Los capitanes iban a popa, junto a la caña del timón, y los segundos —el de la pinaza de Maynard era un mocetón de barba crecida a quien Maynard había oído llamar Jack el Murciélago (sin duda por la forma que a fuerza de limarlos había dado a sus colmillos)—, iban acuclillados entre los bancos de los remeros, atendiendo a la vela. El banco de proa lo ocupaba un tirador. A su lado, sujeto por abrazaderas, tenía un rifle Kentucky de cañón largo y caja completa, y en la proa, en departamentos allí practicados al efecto, las balas, los pedernales de recambio y el cebador, con la pólvora. El resto de la dotación se ocupaba de los cuatro remos. Cada hombre portaba una pistola, un hacha de mano, un alfanje y un cuchillo. Todos estaban ebrios, pero dentro de la medida que la disciplina señalaba como conveniente, y guardaban silencio.
Salieron de la ensenada a fuerza de remos. Al entrar en aguas profundas, izadas las velas, las pinazas se deslizaron en silencio a favor de la brisa. El sol, que se había alzado a sus espaldas, jaloneó de oro el gris del océano.
Abría la expedición la nave de Nau. Examinando las espaldas de sus tripulantes, Maynard distinguió la de Justin —derecha y rígida— por la correa de la pistolera, que le cruzaba la camisa.
La isla habíase convertido en un borrón verdegris apenas visible en el horizonte, cuando Nau silbó. Su segundo arrió la vela imitados por sus colegas de las otras pinazas. No se ofrecía nave alguna a la vista en toda la lontananza.
Se quedaron aguardando, agazapados en el interior de las embarcaciones, atentos al cabrilleo del agua en el casco y al sonoro saltar de los peces que quebraban la superficie a la caza o a la persecución. Más ardiente conforme se alzaba, el sol empezó a lastimarle a Maynard la espalda.
—¿Has traído grasa? —preguntó a Beth.
—No —dijo ella antes de presionarle con un dedo la carne de un hombro donde dejó la yema, al retirarse, un círculo pálido que en seguida se coloreó de bermejo—. ¡Jack! —llamó al Murciélago—, pásame el grog.
Refunfuñando, el aludido extrajo de la sentina una caneca que descorchó, para servirse un largo trago, antes de entregársela a Beth.
—¿Para cuándo la concepción, Beth? —dijo—. Es una pena derrochar así el grog.
—No tardará, Jack, no tardará —respondió ella según frotaba el licor que le había vertido a Maynard en los hombros.
—Dale de beber, Goody —recomendó Hizzoner—. El fuego de adentro distraerá el de afuera.
Maynard tomó un sorbo de la caneca. La espalda seguía escociéndole, y la piel continuaba tirante y ardorosa, pero ahora tenía algo más en que centrar su atención: las ascuas que le quemaban el estómago.
Después de rondar la pinaza, el recipiente del grog fue devuelto a la bodega.
A un segundo silbido de Nau, acompañado de una seña, todos miraron hacia el sudoeste.
—Jesús amantísimo —exclamó Hizzoner, es noble el navío.
Nada veía Maynard al principio, salvo el horizonte. Luego, un punto quebró el gris de la lejanía y, gradualmente, con la lentitud de la manecilla de un reloj al desplazarse de un minuto a otro, el punto se estabilizó para convertirse en una mota posada en el agua.
—¡Un schooner! —anunció Nau—. Es espléndido y entero, el bribón.
Aunque fruncía los ojos, para aguzar la mirada, el yate seguía siendo una mera mota para Maynard.
—Esta noche habrá fiesta, muchachos —pronosticó Nau—. ¿Qué queréis?
—Yo, buey —respondió uno.
—¡Yo, ron! —voceó otro.
—¡A mi dadme melocotones!
—¡Yo quiero Solomon Grundy! —gritó alguien.
—Bien dicho —aprobó Nau riendo—. Una plata de Solomon Grundy sería un regalo exquisito. Bebed, muchachos, y, cuando hayáis guardado las botellas, repasad las armas y decid vuestras oraciones. Unos cenarán esta noche con la comunidad, y otros, con el diablo. Aquí no hay término medio.
De nuevo circuló la caneca antes de volver a la bodega. A proa, el tirador cargó su rifle y lo descansó en el regazo. Hizzoner se entretejió con la coleta pedazos de cordel embreado. Al advertir la intrigada expresión con que le miraba Maynard, dijo:
—¿Acaso te trae esto recuerdos, escribano?
—Recuerdos ¿de qué?
—Era la treta que empleaba Barbanegra. Engañó a todos, salvo a tu ancestro.
—¿Cómo?
—Ya lo verás.
Izadas otra vez las velas, los barquichuelos comenzaron a navegar en círculo a la espera del schooner. Distante ahora cosa de una milla, sus características, sin embargo, eran ya visibles: los dos mástiles, su aparejo completo, el negro casco bruñido. Avanzaba majestuoso, aprovechando toda la fuerza del viento, la proa hendiendo el agua como una tajadera. Tenía, por lo menos, cien pies de largo. Maynard no podía concebir que las pinazas consiguiesen cortar el paso, por no hablar ya de atacar, a un titán semejante.
—¿Quién será la zorra? —voceó Hizzoner vuelto hacia Nau.
—Tú. Yo seré el humilde pescador, demasiado ignorante para percatarse de la perdición que se acarrea. Tú, más sabio, te pondrás a salvo. El patrón te valorará en mucho, hasta que descubra que le has dado por el culo.
Hizzoner dobló a la derecha la caña del timón para apartarse de las demás pinazas, que continuaron evolucionando en perezoso desorden justo en la trayectoria del cada vez más próximo schooner.
Tan cerca estaba ahora la nave, que Maynard percibía el choque del agua en su casco y hasta leyó su nombre, Brigadier, pintado en letras doradas en la proa. Había un grupo de hombres, junto a la borda, y otros dos, situados en la parte delantera, gritaban en dirección a las pinazas y les ordenaban, por señas, que se apartasen. El timonel era visible, a popa, ante la rueda. Sonó una sirena, pero las barcas, reunidas en prieto círculo ante el raudo velero, no se dispersaban.
La pinaza de Hizzoner avanzaba lateralmente y la proa del schooner pasó a seis metros de ella. El casco, un macizo muro negro, levantó y empujó hacia ella una montaña de agua.
—¡Ahora! —gritó Hizzoner.
Los remos aparecieron bruscamente a uno y otro lado de la pequeña embarcación. La vela cayó de golpe y Jack el Murciélago la ató con presteza a la botavara. Impulsada por los remeros, la pinaza partió con un respingo. Pero el schooner ya estaba lejos: no había forma de darle alcance.
Hasta que vio Maynard que el timón giraba para llevar la nave a sotavento. En el último instante, y por evitar el choque con las pinazas, el timonel había virado todo a estribor. Roto su tren de marcha, el velero cabeceó unos momentos.
El remero que se encontraba detrás del tirador deslizó la cabeza entre las piernas de este y lo alzó dándole asiento en los hombros. El otro levantó el Kentucky, tiró del percutor y tomó puntería. La pinaza cabeceaba en la estela del schooner. En cuanto se alzó la proa al salir del seno de una ola, el tirador contuvo el aliento y, en el punto máximo del ascenso —al quedar la proa, por una insignificante fracción de segundo, en inmóvil suspenso—, tiró del gatillo. El pedernal chasqueó contra el acero, la chispa inflamó con un siseo la pólvora, y un zumbido se hizo audible, acompañado por una llamarada y un penacho de humo, al dispararse el arma. El tirador se bamboleó, recuperó el equilibrio y enderezóse para ver si el tiro había tenido efecto.
El timonel del schooner soltó la rueda y echó las manos a lo alto, para agarrar, se hubiera dicho, las astillas de hueso que le saltaron del cráneo. Al desplomarse se perdió de vista, y la rueda giró desgobernada hacia la derecha, con lo cual el velero apartóse todavía más del curso del viento, su velamen orzado por la brisa.
—¡Boguen, muchachos! —gritó Hizzoner a los hombres, que hundieron los remos en el aguaje—. ¡Mira esto, escribano! —voceó a continuación.
Al darse vuelta vio Maynard que había aplicado la llama de un oxidado encendedor Zippo a los embreados bramantes que colgaban de su coleta. Una tras otra, las cuerdas prendieron en grasas llamas fuliginosas que daban a la testa un marco ígneo.
—Una auténtica visión infernal, ¿eh? —Sonrió Hizzoner.
Maynard volvió la mirada hacia la pinaza de Nau, cuyos remeros bogaban con denuedo a sotavento del schooner para evitar la colisión con la muralla negra de su casco. A eso, un pequeño estandarte rojo apareció en el mástil de Nau.
Hizzoner, que también había reparado en la enseña, voceó:
—¡La jolie rouge ha sido izada, muchachos! ¡Boguen, que la captura será copiosa!
—¿Qué significa esa bandera? —preguntó Maynard a Beth.
—¿La jolie rouge? Guerra sin cuartel.
—Pensé que no lo daba nunca.
—Es por animar a los muchachos.
La pinaza se encontraba a contados pies de la popa del velero cuando, a una señal tácita, el remero de cabeza desarmó uno de los remos y lo pasó al tirador. Empuñándolo como si de un arpón se tratase, el tirador lo lanzó entre el gobernalle y su codaste. Trabado así el timón, el schooner inició un lento, suave balanceo.
Los hombres rompieron a gritar profiriendo feroces, incoherentes imprecaciones dirigidas al enemigo, a la deidad, al mar y a los propios camaradas. Lanzados sobre el gobernalle del velero, treparon, como arañas, coronando popa y bordas.
Los cabellos enmarcados en fuego, la mirada febricitante, hacha en mano y un cuchillo entre los dientes, Hizzoner pasó por encima de Maynard, saltó de la pinaza y gritó:
—¡Tenemos un pacto con la muerte y estamos en concierto con el infierno!
Del schooner llegaban alaridos, gritos de pavor, ruido de carreras y algún que otro disparo.
—Sígueme —exclamó Beth al tiempo que lanzaba a Maynard el tramo de cadena y, recogidas las faldas, saltaba al timón.
—¿Que te siga?
—Si quieres que te dejen en el sitio —precisó ella señalando a popa de la pinaza, donde otra aguardaba acceso al gobernalle.
Entre su vociferante dotación había aparecido un cuchillo que hendió el aire volteando sobre sí mismo. Maynard apenas alcanzó a encoger el cuerpo y la hoja fue a clavarse en el timón del velero, donde se quedó cimbreando.
Arrollado al cuello el resto de la cadena, Maynard ganó de un brinco el timón e inició la escalada. Manos y pies le resbalaban, y solo a fuerza de aferrarse con las uñas a grietas, salientes y remaches consiguió trepar, pulgada a pulgada, hasta lo alto.
La trasera de la cubierta era una confusión de hombres que corrían y gritaban. El timonel estaba tendido a los pies de Maynard, la parte posterior de su cráneo un amasijo rojo y gris.
Otros dos miembros de la tripulación del schooner yacían en cubierta, el uno medio decapitado, el otro contemplando, con ausente fascinación, el derrame de su paquete intestinal.
Agachada para evitar las balas perdidas, Beth haló de Maynard. Nau, que había escalado la borda por la parte central del barco, ayudó a subir a los dos muchachos. Apenas puestos los pies en cubierta, Manuel salió disparado, corriendo con el cuerpo bajo, deteniéndose para mirar, reemprendiendo la carrera, esquivando obstáculos. «Una comadreja», pensó Maynard, «lanzada sobre su presa».
Justin estaba rígido de espanto. Como Nau se inclinara hacia él y le hablase, sacó la Walther de la pistolera, alojó una bala en la recámara y avanzó con paso incierto.
Maynard reparó en Manuel que, arrimado al pabellón de cubierta, extraía con infinita paciencia y lentitud, sirviéndose solo de las yemas de los dedos, el garrote que llevaba en el bolsillo: dos asas de madera unidas por cuarenta centímetros de fino alambre. Al acecho de algo que Maynard no alcanzaba a ver, mantenía los sentidos ajenos a todo movimiento o ruido capaz de distraerlos. Se deslizaba ágil y silenciosamente, con pies que parecían no tocar el suelo.
Una mujer había contorneado el extremo opuesto del pabellón de cubierta. Vuelta la cabeza mientras huía presa del pánico, no vio a Manuel hasta que el chico le había saltado encima rodeándole la cintura con las piernas. Y es posible que ni siquiera entonces llegara a verle, pues, antes de que pudiese girar la cabeza, el muchacho le había echado al cuello el garrote, que tensó de un golpe seco.
Maynard vio como los ojos de ella se abultaban, la lengua salía de la boca y, por fin, la mujer caía sin haberse podido desprender del muchacho, aplicado a cortarle el hilo de la vida.
El segundo de Nau dio una voz y señaló a lo alto. Un joven melenudo que vestía andrajosos calzones cortos, de sarga, estaba escalando la arboladura: una huida tan loca como vana. El segundo empuñó su pedreñal y apuntó al trepador, pero Nau le desvió de un manotazo la puntería y se arrodilló junto a Justin.
—¡No! —aulló Maynard.
Beth dio un tirón a la cadena, para silenciarlo. Nau sonrió y dijo:
—Cirugía, escribano.
Impotente, Maynard contempló las evoluciones de Justin según, dirigido por L’Ollonois, apuntaba la Walther hacia el escalador.
—Aprieta el gatillo —ordenó Nau—. Aprieta despacio.
Justin asintió, cerró un ojo y tiró del gatillo. La pistola le saltó en la mano. La bala silbó por entre la arboladura al tiempo que el trepador se agachaba.
Tras bisbisear unas palabras, Nau colocó, acopada, su mano bajo la de Justin. Maynard le oyó decir:
—Cuando quieras.
Esta vez no hubo silbido tras el disparo, sino tan solo un zup al entrar la bala en la carne. El fugitivo se tocó el pecho y entre sus dedos brotó sangre. Cayó entonces, el cuerpo derecho, estilizado, y, como la barbilla fuera a dar contra un estay, quedó suspendido por un instante, los pies en balanceo, cual un acróbata en trance de ejecutar un peligroso salto mortal. Luego, perdido el apoyo del estay, se desplomó horizontalmente, como dispuesto para el entierro, y estrellóse con un golpe seco en el techo del pabellón de cubierta.
—¡TueBarbe! —Vitoreó Nau.
—¡TueBarbe! —coreó su segundo.
Dieron a Justin palmaditas en la espalda, le lisonjearon, repitieron su nuevo nombre. El chico se sonrojó primero, luego sonrió, luego se enajenó de gozo: saltando sobre un pie, sobre otro, aleteaba con los brazos presa de un delirio cinético.
Maynard contemplaba la escena descompuesto recordando que la última vez que vio arrobo semejante en su hijo fue ante un árbol de Navidad a cuyo pie Papá Noel le había dejado un gatito.
En la cubierta inferior cundía aún el clamoreo, y Nau, su segundo y los otros hombres dejaron a Justin para correr hacia las escotillas de proa. El chico se dirigió entonces al pabellón de cubierta, trepó al techo y se quedó mirando al hombre al que había matado.
—Vamos —dijo Beth halando de la cadena.
Estaba ansiosa por proseguir e iniciar la tría del botín.
—Solo un momento —pidió Maynard—. Por favor.
Después de un titubeo, entregó a Maynard la cadena y partió sola hacia la proa. Maynard se acercó al pabellón y llamó:
—Justin.
El muchacho no se volvió.
Percibió Maynard ruido de pisadas, procedentes de la cubierta inferior, que se detenían y volvían a avanzar, pero no les prestó atención.
—Justin…
La puerta del pabellón se abrió violentamente ante la misma cara de Maynard dando paso a un hombre que, jadeante, lleno de cortes y cubierto de sangre, salió de espaldas a la cubierta. Llevaba un rifle M16. Levantó la vista y, habiendo reparado en Justin, alzó el arma a la altura del pecho.
Maynard descargó el hombro en la puerta, que giró, alcanzó al hombre y le hizo perder el equilibrio. Un disparo partió del M16. Justin, que había girado sobre sí mismo, agachóse, Walther en mano. El hombre trastrabilló, consiguió afirmarse y orientó el M16 hacia arriba. Saltando sobre él, Maynard le arrolló al cuello su propia cadena y, pisando en la cubierta los últimos eslabones, tiró del resto con todo el alma.
El hombre dejó caer el fusil para aferrarse a las argollas que ya le fracturaban la tráquea amoratándole la piel. Apretó Maynard hasta que le dolieron los brazos, sintió palpitar las sienes y vio que las pupilas de su adversario se dilataban y los globos del ojo vibraban antes de quedar en blanco. Solo entonces desenrolló la cadena y, exhausto, apoyóse en el pabellón de cubierta.
Justin estaba sonriendo.
Jadeante todavía, tras mirar de nuevo al muerto, Maynard le interpeló secamente:
—¿De qué sonríes?
Justin se limitó a mirarle.
—Venga esa pistola, amiguito. Ya está bien la broma. —Y, sin mirarle, le presentó la mano, a la espera de recibir el arma—. Justin —exclamó enojado—, te he dicho que…
Y, al alzar la mirada, solo alcanzó a ver un pequeño círculo negro rodeado por una anilla igualmente oscura. Justin sostenía la Walther a menos de diez centímetros de la frente de su padre, apuntada medio dedo por encima del puente de la nariz, justo al espacio comprendido entre los ojos. En último término, detrás de la pistola, distinguió Maynard, aunque borroso, el rostro de su hijo, deformado por una sonrisa aviesa. Hizo por mantener entera la voz y dijo:
—Justin…
—¡Me llamo TueBarbe!
Los ojos de Maynard buscaron los del chico que, fulgentes, extáticos, ferales, tenían las pupilas del tamaño de granos de uva. Estaba ebrio.
—Está bien. Tue…
—Me han dicho que estás muerto.
—Todavía no, pero…
El fusilazo de la explosión cegó a Maynard y el estrépito le martilleó los tímpanos. Al recuperar la visión advirtió que el cañón de la Walther se había desplazado unos cuantos centímetros hacía la derecha, sobre su hombro.
Justin prorrumpió en una cascada risa atiplada, se descolgó del tejado del pabellón y salió corriendo cubierta adelante. Su risa quedó suspendida en el aire, ahora una melodía tóxica.
Maynard se había quedado solo en la popa. Al extremo opuesto del barco, la algarabía había menguado, reducida ahora a las voces de los hombres de Nau, al ruido de la carga trasegada, de las cajas de embalaje abiertas, y un zumbido que durante un largo rato no consiguió Maynard identificar.
Dedicóse a clasificar sonidos, desechando los familiares y localizando los extraños, hasta determinar que se trataba del runrún de un motor, distante, apenas audible, que cualquier ruido próximo engullía. Protegiéndose los ojos con la mano escudriñó el horizonte, pero no había barco alguno a la vista. El zumbido, entretanto, parecía intensificarse levemente, pero ni de eso estaba seguro.
Frunciendo los ojos alzó la vista al cielo, que escrutó en todas direcciones, salvo la zona inmediata al sol, donde su resplandor se hacía insufrible. También el cielo estaba vacío. Hasta que, de pronto, algo fulguró, semejante a un ascua o una estrella. Volvió la mirada hacia el mismo punto, esta vez sirviéndose de ambos puños que, comprimidos salvo por una estrecha rendija, le permitían explorar sin daño los alrededores del aura solar. El fulgor de antes se repitió, y en esa ocasión pudo Maynard precisar un contorno, como de mosquito, recortado sobre el amarillo y azul del fondo: un aeroplano.
Buscó algún objeto que le pudiera servir de espejuelo: un reflector, un espejo, un fragmento de metal bruñido. Tropezó con el cuerpo del hombre al que había estrangulado. La cadena. Expuso los eslabones al sol, pero, mates, manchados de óxido, no reverberaban la luz. Un reloj. Hincóse de rodillas, volteó el cadáver, le desabrochó las bocamangas. El desconocido usaba, en efecto, reloj, mas la correa era de material plástico y el propio reloj aparecía protegido por una funda de caucho a prueba de agua. Registró los bolsillos en busca de una moneda, un cortaplumas o un encendedor. Le abrió la camisa, con la esperanza de encontrar un medallón, acaso duplicados de chapas de identificación canina; y allí, pendiente de una cadena fina, descubrió una hoja de afeitar chapada en oro: uno de los instrumentos rituales de la fraternidad de los cocainómanos. Desligaba la cadena, orientó la cuchilla hacia el sol.
Devon llevaba casi cinco horas en el asiento del copiloto. Tenía dolorido el trasero y temía, a cada salto del aeroplano, que la vejiga le fuera a explotar. Habían sobrevolado toda la cadena de las Bahamas, a baja altura cuando avistaban islas con núcleos de población, y en vuelos rasantes, repetidos hasta tres veces, sobre los islotes del grupo de Caicos y las Turcos. Nada habían visto, sin embargo, ni aun remotamente alentador. Les quedaba por reconocer una última isla, la Gran Inagua, tras lo cual regresarían a Miami.
Devon ni siquiera sabía de fijo lo que andaba buscando, o qué rasgo particular justificaría un aterrizaje y la subsiguiente exploración: ¿un campamento aislado?, ¿acaso un solitario yate fondeado en una caleta escondida? Tampoco tenía ni la más vaga idea en cuanto a las intenciones de Maynard cuando desapareció de Nueva York llevándose a Justin. No era imposible que a esas alturas se encontrasen en el mismísimo Tahití. Por algún sitio, sin embargo, había de iniciar su búsqueda, de modo que, cuando los del Today le ofrecieron una plaza en el aeroplano que habían contratado, la aceptó sin discusión.
Estaba convencida de que el corresponsal del Today, que ocupaba el tercer asiento, a su espalda, no tenía más fe en el éxito de su misión —localizar a Trask— que ella en el de la suya. Aunque era poco lo que Devon sabía sobre navegación, sí bastaba para darle la certeza de que buscar a Brendan Trask en una zona tan meridional era una pérdida de tiempo: en forma alguna podía haber cubierto semejante distancia en tan pocos días. Y, aun en el supuesto de que por algún milagro diesen con él, ¿en qué resultaría? Trask pasaba, desde luego, por persona amable, y estimaba, a buen seguro, la labor periodística; pero ¿por qué le creerían dispuesto a tolerar la intrusión de un don nadie de Miami? No le reconocía al Today talla suficiente para una maniobra de esa envergadura, adecuada, si acaso, para el National Enquirer, y, si Trask enviaba al reportero a freír espárragos, lo encontraría la cosa más natural del mundo.
El piloto inclinó el aparato a estribor, para iniciar un giro a la derecha, y en ese instante Devon distinguió el reflejo que partía de la inmensa superficie azul.
—Mire ahí abajo —dijo al piloto.
—¿Qué ve?
—No sé. Parecen señales.
Después de enderezar el aeroplano, el piloto escoró hacia la izquierda a fin de poder mirar desde su lado.
—Parece un yate —dijo—. Alguna señora que ha sacado el espejo para mirarse el maquillaje.
—Acérquese —pidió Devon—. Quiero verlo mejor.
—Ese no es el yate de Trask —terció el reportero—. Volvamos.
—¡Que se acerque, le digo! —ordenó Devon.
El piloto se encogió de hombros.
—Lo que usted mande, señora.
El avión se acercaba. Todavía estaba lejos, y muy alto, pero se estaba acercando: habían visto sus señales.
Siguió Maynard orientado la cuchilla hacia el sol de manera que, reflejados, sus rayos alcanzasen al avión que se aproximaba. Y, en ese instante, un golpe formidable, entre los hombros, le envió al otro lado de la cubierta. Entornados los ojos, aguardó el golpe que pondría fin a su vida.
—¡En pie, escribano! —dijo Jack el Murciélago al tiempo que indicaba, con un movimiento de cabeza, el avión—. Tenemos visitantes.
Lo que había derribado a Maynard era el portazo con que Jack el Murciélago irrumpió en cubierta. Al levantarse, vio al Murciélago arrastrar el cadáver del estrangulado hasta la regala, donde lo recostó para, en seguida, cruzarle el M16 en el regazo. A guisa de retoque final, le alzó una rodilla al muerto y descansó en ella una de las manos, ya parcialmente rígida.
A continuación se dirigió el Murciélago hacia el cadáver que reposaba en el techo del pabellón de cubierta. Pese a la sangre cuajada que manchaba el tronco y el color crecientemente grisáceo de la piel, ofrecía el hombre aspecto de reposo. Jack se hizo con un sombrero caído a la cubierta y tapó con él la cara del muerto.
—Felices sueños —dijo según disimulaba, llevándole una mano hasta allí, la herida de bala que mostraba el pecho.
—Tapa a ese —dijo Mayn Jack el Murciélago señalando el cuerpo del timonel.
El toldo destinado a protegerle del sol aparecía plegado sobre la popa. Maynard lo desplegó hasta cubrir el cadáver cuidando de dejar a la vista una engarfiada mano.
—Ahora, sígueme.
Tras arrimar a la regala de babor el último de los cadáveres, Jack el Murciélago lo cubrió con cubos y bayetas y, luego, habiendo trepado al techo del pabellón, dio unas palmaditas al espacio que quedaba libre a su lado.
—Siéntate sobre la cadena, escribano.
Maynard amontonó los eslabones en el techo del pabellón y tomó asiento. El Murciélago le rodeó entonces los hombros con un brazo: un ademán bien camaraderil, de no haber sido porque su mano libre aferraba el trozo de cadena que Maynard tenía en torno al cuello y si al mismo tiempo no hubiera dicho:
—Un solo movimiento de cabeza y te despacho.
El altímetro indicaba treinta metros y la aguja seguía en descenso. El negro casco del schooner se abalanzaba sobre ellos.
—¿Así de bajo, o continúo? —indagó el piloto con una sonrisa.
—Así está bien —dijo Devon.
—¡Nos va a estrellar usted contra ese trasto! —aulló el reportero.
El piloto rompió a reír. Devon adelantó el cuerpo y, esforzándose en no parpadear, escudriñó la cubierta del schooner.
En el tejadillo del pabellón de cubierto había dos hombres enlazados, al parecer, en un abrazo ebrio, y otros aparecían tumbados más abajo.
—Un reventadero —observó el piloto según el avión pasaba en vuelo rasante sobre la cubierta—. Arrastrar el culo de un lado para otro y beber ron todo el día.
—Pero ¿qué hacen ahí? —quiso saber Devon—. Están en mitad de la nada.
—Estarán comprando langostas a los pescadores. Las que ve ahí al lado son barcas indígenas.
El reportero volvió la cabeza.
—¿Se han fijado en el tipo que estaba durmiendo? Tiene un rifle en el regazo.
—Es que por estos andurriales todas las precauciones son pocas. Te dejan en cueros por menos de nada.
El piloto tiró de la palanca de mandos y, conforme ganaba altitud el aparato, viró hacia la Gran Inagua.
—¿Satisfecha? —preguntó a Devon.
—No, pero no veo qué otra cosa podemos hacer.