11

—Parecen papillas —dijo tras echar una ojeada al cuenco de arcilla.

—Lo son: de mandioca y bananas. Te convienen.

—Es que no tengo demasiad…

No terminó la frase, pues vio que ella dejaba la costura y echaba mano de la lavativa. Comió, y ella, sonriente, volvió a su trabajo.

La pulpa de mandioca era viscosa, blanca e insípida, y las bananas, excesivamente maduras, no eran, como quien dice, más que azúcar. El poco sabor del condumio procedía de la nuez moscada.

Si la papilla se dejaba tragar, la costura, en cambio, le llenaba de náuseas. Provista de una tosca aguja capotera, se dedicaba ella a unir los bordes de unas pieles de animal recién sacrificado que, no curtidas, exhalaban un olor fétido.

—¿Qué haces?

—Unos calzones. Para ti. No vas a andar por ahí con el culo al aire.

—¿No curtes las pieles?

—¿Para qué? El sol y el agua de mar lo hacen. Adobadas en el cuerpo de quien las usa, sientan mejor.

Aún había carne enganchada en los bordes, y, al traspasarla con la aguja, difundió un hedor ante el cual tuvo Maynard que apretar los labios.

—Huelen que apestan —dijo.

—Cierto. —Había levantado la vista—. ¿Y qué?

La piel que tapaba la puerta de la choza retrocedió para dar paso a Nau, que entró agachado, portando un arca de madera, que tenía asas de latón a ambos lados y una cadena, de media pulgada de grosor, situada encima. Depositada el arca en el suelo, arrojó la cadena a la mujer. Ella la miró y, luego, volvió los ojos hacia Nau. Maynard tuvo la impresión de que deseaba discutir, pero solo dijo:

—Como quieras.

—No arriesgaré la vida de sesenta personas —dijo Nau en tono acre— con el solo fin de que puedas solazarte en tu… capricho. —Vuelto hacia Maynard, y golpeando el arca con la mano, agregó—: Ahí tiene, escribano. Pon esto en orden. Nuestros herederos te lo agradecerán.

—¿Dónde está mi hijo?

—Tú no tienes hijo. No tienes nada. Pronto ni siquiera serás de este mundo.

Su mirada, fría, inexorable, invitaba a Maynard a rehuirla. No lo hizo.

—Quiero ver a mi hijo.

—Quizá lo hagas, algún día, si él te lo concede. Se lo preguntaré. —Reculando en busca de la puerta, añadió, en beneficio, ahora, de la mujer—: Ponte al trabajo, Goody. Cuando seas una ramera, podrás vivir como ellas. Hasta entonces, debes conducirte como una casada.

Y salió.

Maynard se dio cuenta de que la mujer tenía trémulas las manos conforme daba las últimas puntadas a los zahones. Airada, arrojó la prenda al suelo.

Deseoso de decir algo que la consolase, y sin saber qué, se aventuró a comentar:

—Goody es un bonito nombre.

—«Goody» no es nombre ninguno —replicó ella—. Es un viejo mote que significa «buena esposa». Yo me llamo Beth. —Alzando uno de los extremos de la cadena, añadió—: Acércate.

Tras rodearle el cuello dos veces con la cadena, y pasado que hubo uno de sus extremos por encima de la viga principal de la techumbre, unió las dos puntas por medio de un flamante candado de combinación. Cerrado este, desplazó sus tres ruedecillas.

—¿De veras piensas que…? —Comenzó Maynard.

—Está preocupado. Ahora ya no tendrá motivos para ello. Si intentas huir, habrás de hacerlo con la casa a cuestas.

—¿Nunca has pensado tú en escapar?

—¿De qué? —repuso ella—. ¿Y adónde?

—Esto no es vida para ti.

—No tengo otra.

—Hay más cosas… —dijo Maynard con un vago ademán descriptivo de lejanos ámbitos.

—Nos enseñaron que la abundancia no es un beneficio, sino un mal.

—Podría hablarte…

Le interrumpió:

—Sí, y yo escuchar tus historias, y perder el tiempo, y no hacer el trabajo y atraerme, como recompensa, la ira del Ollonois. En la persona de Jean-David Nau es la criatura que Dios hizo; pero, en la del Ollonois, es un engendro del señor de las tinieblas.

Y, tras recoger un cesto de mimbre, una pequeña azada de hierro y un tosco machete, salió de la choza.

Cuando la supo lejos, Maynard se sentó en tierra y aguzó el oído. Le llegó el susurro del viento entre la hojarasca, las crepitaciones y los chirridos de los insectos, los gritos roncos de las aves marinas y, de muy lejos, ruido de martilleo y aserraje, y voces masculinas.

Examinó el candado que unía los extremos de la cadena. Lustroso y exento de arañazos, todavía conservaba su capa protectora, de silicona. Estimó que nunca había sido utilizado. Procedente, a buen seguro, de un yate apresado hacía poco, debieron conservarlo en su embalaje de origen, de plástico y cartón.

El mecanismo del cierre comprendía mil posibles combinaciones, de las cuales solo podía eliminar con seguridad la que Beth había formado: 648. Giró las ruedecillas hasta obtener el 111. Probó entonces el 121, luego el 131 y luego el 141. Por fuerza acabaría encontrando la combinación deseada; pero, puesto que solo podía manipular el cierre cuando estuviese a solas, y no tenía forma de saber cuándo ni por cuánto tiempo lo estaría, era posible que la operación le llevase días, o incluso semanas.

Al tirar, después de haber marcado 191, del eslabón del candado, advirtió un minúsculo orificio en una de sus caras. Al principio no encontró explicación lógica a ese agujero: ¿de qué podía servir? Pero en seguida le acudió a la mente la pequeña caja de caudales en que, afianzada por un candado, guardaba Justin el dinero que recibía con motivo de sus cumpleaños. A diferencia de los candados que Maynard conocía, cuyas combinaciones fijaba el fabricante, aquel permitía al propietario componerlas o modificarlas a su antojo. Recordaba Maynard que Justin, sirviéndose de un pequeño punzón introducido en el orificio lateral, había ajustado las ruedecillas de forma que coincidiesen con las tres cifras terminales de su número de teléfono. Al retirar el punzón, la combinación respondía a esos dígitos.

Maynard ponderó los supuestos que le acudían a la mente: que el candado tuviese combinaciones variables: que, en efecto, estuviese nuevo, no hubiera sido usado, cuando lo robaron del yate; que la gente que le tenía preso, hallando demasiado complicadas las instrucciones para su uso, no se hubiese tomado la molestia de modificar la combinación… El fabricante, sin embargo, tenía que haber introducido alguna combinación inicial. Y ¿cuál sería la más sencilla, la más lógica? Compuso los dígitos 000 y tiró del eslabón.

El candado se abrió con un chasquido.

Maynard sonrió complacido por su ingenio. Sintió el deseo de desembarazarse de la cadena, abandonar la choza y recorrer la isla en busca de una embarcación en que escapar. Pero se contuvo: sería precipitado. Sin apenas conocimientos sobre el territorio y quién lo poblaba, el riesgo de captura era excesivo, y el posible castigo, desconocido. Tampoco sabía dónde estaba Justin. Lo que acababa de descubrir suponía una ventaja; pero, si deseaba explotarla en todas sus posibilidades, debía reservarse.

Cerró de nuevo el candado y situó las ruedecillas en su posición original: 648.

Alcanzó el arca que Nau había traído consigo y la abrió. Estaba atestada de papeles, algunos viejos, desgastados y amarillentos, otros agrupados en fajos mediante pedazos de fibras vegetales, y cierta cantidad de ellos, arrugados y rotos. Todos estaban manuscritos y en muchos la tinta se había desvanecido dejando apenas una sombra.

Retrocediendo a la entrada de la choza, apartó la piel que la tapaba y la sujetó con una piedra de peso. A continuación arrastró el arca hasta situarla a la luz que llegaba de afuera y extrajo de ella un primer documento. El papel era de vitela, tosco y poroso, cuarteado y quebradizo por la acción del tiempo. La tinta, color pardo, era muy tenue.

Parecía formar parte de un diario o un cuaderno de bitácora y haber sido escrito presurosamente. El autor, no obstante, había observado ciertas formalidades: «Memoria de los sucesos del día 7 de Septiembre del año de 1797, de los que, por incuria del cabo de mar, que hizo añicos el tintero, doy cuenta con la sangre de un cuarterón.

»Avistado que se hubo, con las primeras luces del día, un bergantín de dos palos, mandé seguirlo. Demasiado raudo para nuestro desfalleciente navío. Nos hicimos bien a la mar; pero, sobrecargados, poco faltó para que zozobrásemos. Ganamos, sin embargo, la costa.

»Agotado el ron. Los hombres se muestran mal a gusto. Sobrios, demasiado sobrios. ¡Cunde una confusión del infierno! Los rufianes se confabulan —hay fuertes rumores de separación—, de manera que busqué con afán una captura, cualquiera capaz de procurarnos licor. Di con ella, un mercante con buen acopio de ron a su bordo, y así mantuve entonados a los hombres, y mucho, a fe, con lo cual las cosas vuelven a buen cauce».

El documento estaba firmado con una historiada rúbrica y las siglas: «l’O. V.».

Conforme los sacaba del arca, Maynard fue clasificando los papeles por orden cronológico en montones que dispuso en círculo a su alrededor. Las actas más antiguas, que se remontaban a la década de 1680, las situó a su izquierda; los más recientes, algunas —escritos en hojas sueltas de papel de carta— fechados en 1978, los puso a la derecha. Aunque por de pronto solo le interesaba la cronología de los documentos, determinadas palabras o frases atraían a veces su atención forzándole a leer.

«Una tempestad arrojó un bajel a la costa», relataba uno de los escritos, datado en 1831, que exhibía la firma de «l’O VI»: el tatarabuelo de Nau. «Troqué bebida con su patrón, que parecía uno de los antiguos bucaneros, hombre bravo y aguerrido, de buena condición, sin duda. Pero hizo preguntas taimadas, y como le viera intenciones escondidas, lo pasé a cuchillo, y asimismo a su tripulación, la cual denegó, aun por la fuerza, revelar sus verdaderos móviles. Hizzoner lavóse las manos en este negocio y dijo que nos condenaríamos todos, a lo cual repuse que si así hablaba no era mi amigo, y si no era mi amigo era enemigo mío, y que, siendo mi enemigo, antes me condenaría que permitir que siguiera alentando, y así le pasé a cuchillo también a él».

Algo estableció Maynard en relación con los documentos: cuanto más reciente era su redacción, menos precisa, esmerada y culta se revelaba. Las memorias referentes a capturas efectuadas en la década de 1920 daban cuenta de los métodos empleados («… practicamos un orificio en la sentina, alojamos pólvora en él y volamos la nave…»), las mercaderías aprehendidas y el número de víctimas. A partir de 1950, solo se mencionaba la naturaleza de los botines y el número de prisioneros. El más reciente de los informes consistía en un simple recorte de papel en el cual se había garabateado: «Barco de recreo de nombre Marita, muertos 2, apres. 1. Fruta, ron, etcétera. Echamos a pique a la mala zorra».

Hundida la mano en el fondo del arca, Maynard extrajo lo que parecían ser voluminosos fragmentos de un mismo libro, cuyas páginas, muy gastadas por el uso y emporcadas con los dedos, hallábanse agrupadas mediante quebradizas tiras de delgado cuero. Retirando estas, Maynard acercó a la luz la portada. «LOS BUCANEROS DE AMÉRICA», decía; «Relato veraz de los asaltos perpetrados en los últimos años, en las costas de las Indias Occidentales, por los Bucaneros de Jamaica y Tortuga (asimismo franceses como ingleses), de la pluma de John Esquemeling (uno de los bucaneros presentes en dichas tragedias)».

Según el cuño del impresor, apenas visible, aquel ejemplar del libro formaba parte de la primera edición inglesa, traducida del holandés y publicada en 1684.

Conocía Maynard a Esquemeling por una reedición de su obra, aparecida hacía unos años en rústica, que un historiador amigo suyo habíale recomendado como único texto, comprensible y al mismo tiempo digno de crédito, referente a las primeras épocas de la navegación por lo que se diera en llamar las Antillas. El solo hecho de que subsistiera el libro —es más: de que hubiese sido escrito— era exponente de la intrepidez y la extraordinaria buena suerte del autor.

Esquemeling se había embarcado con rumbo al Nuevo Mundo en 1666, en calidad de grumete; pero, apenas atracar su barco en Tortuga, fue vendido como esclavo. Lo compró el teniente general de la isla, a quien el autor calificaba de «el más pérfido de los hombres y cruel tirano que haya nacido de mujer». Esquemeling conoció el hambre y los castigos físicos, y solo le salvó de la muerte el hecho de que comprendiera su amo que con ella daría al traste con los treinta pesos de ocho reales (la paga mensual de un marinero capaz era de alrededor de dos pesos de ocho reales) invertidos en el muchacho. Fue vendido Esquemeling a un cirujano que le alimentó, dispensó buen trato e inició en los rudimentos de su arte, liberándole finalmente a trueque de la promesa de que, si algún día llegaba a enriquecerse, recompensaría al cirujano con cien pesos de ocho reales.

Resuelto a convertirse en bucanero, por unos pocos años Esquemeling prestó en diversos barcos el oficio de médico, actividad cuyo rango y estipendio se hallaban en consonancia con el puesto conquistado por la ciencia médica de la época, es decir que apenas recibía sueldo, debiendo someterse prácticamente a todos. Pero, dueño de un buen oído y una ágil pluma, se impuso la tarea de escribir la crónica de la era de los bucaneros. Tras enfrentarse a enfermedades, combates, traiciones, ignominias y emboscadas, en 1672 regresó a Francia y compuso su libro.

La obra obtuvo un éxito inmediato, vio la luz pública en todo el mundo entonces conocido, convirtió a Esquemeling en celebridad y le atrajo pleitos de personajes como Sir Henry Morgan, que protestó no guardar relación alguna con el sujeto brutal, sin escrúpulos y sin más Dios que su persona con que le identificaba Esquemeling.

Lo que inicialmente había interesado a Maynard en los bucaneros, induciéndole a llevar adelante su estudio de ellos, era su condición de supervivientes: hombres de mediocre talento y modestas aspiraciones que se habían procurado la existencia en una tierra dejada de la mano de Dios (expresión que en la actualidad solo se entendía como metáfora, pensó Maynard), la misma que habría de convertirse en la más rica de las naciones. Muchos habían perecido de muerte natural; otros, en batalla o a manos de sus enemigos, y un pequeño número conquistaron fortuna, respeto y hasta renombre.

Eran, en sus orígenes, esclavos en fuga, grumetes explotados, marineros supervivientes de naufragios, presos evadidos: todos ellos proscritos —por accidente o por designio— del mundo civilizado. Hacia mediados del siglo XVII crearon comunidades en La Española y en Tortuga. Cazaban reses salvajes cuya carne curaban y ahumaban en parrillas llamadas boucans, de donde les vino el nombre de boucaniers o bucaneros. No solo no incomodaban a nadie, sino que, con sus suministros de artículos tan vitales como el tasajo, el sebo y las pieles —que cambiaban por paño, pólvora, mosquetes y licor— habían contribuido a la subsistencia de innumerables tripulaciones.

Cuando un hombre se convertía en bucanero, su pasado se echaba al olvido y hasta se le bautizaba con un nuevo nombre fundado en su país de origen (como Bartholomew Portugués o Roche Brasiliano) o en alguna peculiaridad física (tal Louis CuloTuerto, porque perdiera una nalga en el curso de un combate; o Amura de Babor, porque a su propietario le había quedado desviada la nariz). No se hacían preguntas entre sí, y del mundo exterior no pedían más que el olvido.

Los reyes de España, sin embargo, habían decretado que todo el comercio con el Nuevo Mundo se efectuase a través de los barcos de su flota, ello pese a que aquella no zarpase más que una o dos veces por año y fuesen lamentablemente escasas las provisiones que traía de España, y sin importarles, tampoco, que, conforme al espíritu de la ley, los colonos hubieran de verse reducidos a existir sin materiales de construcción, ropas ni alimentos. Técnicamente se les negaba el derecho a producir cosechas, confeccionarse calzado o intercambiar géneros con quienquiera.

Por su propia existencia, pues, los bucaneros se convertían en forajidos expuestos a frecuentes incursiones en cuyo curso los españoles mataban a cuantos podían coger, dispersando a los demás. En su perversa sabiduría, consiguieron los españoles privar a sus colonos y marinos de una fuente vital de abastecimientos, y engendrar en los bucaneros, gente hábil, endurecida y experta en las cosas del mar, un profundo odio por España.

Privados de la posibilidad de subsistir como cazadores, los bucaneros se dedicaron a la rapiña de las naves españolas. Provistos de pequeñas y veloces embarcaciones que excedían en maniobrabilidad a los galeones españoles, más pesados y lentos, y portadores de armas concebidas para un rápido y eficaz manejo a poca distancia, tales como cuchillos, espadas cortas y hachas de mano, conseguían penetrar las defensas de su enemigo mientras este intentaba defenderse torpemente con sus arcabuces.

La fama de los bucaneros cundió por todas las flotas y colonias españolas, primero en proporción a las atrocidades de que eran autores y, con el tiempo, allende toda realidad. «¡Jesús nos ampare!», se dice que exclamó un marinero español al ver su nave invadida por una horda de furiosos salteadores ebrios, harapientos y de feroz mirada. «Si no me hallo ante diablos, ¿ante qué me hallo?».

Según todos los relatos que Maynard había leído, el peor de los bucaneros era Jean-David Nau, rebautizado con el nombre de L’Ollonois por ser originario de la localidad francesa de Les Sables-d’Ollone. Para los españoles era Nau una pesadilla infinitamente peor que Henry Morgan, pues de este, hombre caprichoso, siempre cabía esperar clemencia, mientras que, caído en manos de L’Ollonois, un español era un hombre sin mañana.

Maynard hojeó los restos del libro de Esquemeling. «Cuando alguien era torturado, y aún con eso no confesaba», leyó, «tenía L’Ollonois por costumbre despedazarlo al punto con su machete y arrancarle la lengua, fin que hubiera dado, a serle posible, a todos los españoles del mundo».

Entre las páginas del mismo cuadernillo halló referencia al suceso que había dado a L’Ollonois su mítica estatura. Habiendo capturado a un grupo de españoles de los que trataba de extraer una información que no poseían, «L’Ollonois fue presa de un tan extremoso ataque de ira, que, desnudando su alfanje, abrió el pecho de uno de aquellos desdichados españoles y, arrancándole el corazón con sus sacrílegas manos, desgarró a dentelladas la víscera, cual un lobo famélico, diciendo a los demás: “a todos os castigaré de tal suerte…”».

Anatema de los españoles, L’Ollonois se hizo popular entre sus seguidores, que le tenían por hombre justo e intrépido. Observaba rigurosamente el código que regía la división de las presas y, sobre todo, le favorecía el éxito. Una excursión en compañía de L’Ollonois garantizaba a un bucanero el acceso a un cuantioso botín que gastar en las tabernas y burdeles de Port Royal, en Jamaica.

Maynard concluyó que, partido para Europa en 1672, y finalizado con eso su testimonio personal, para la confección de su crónica Esquemeling forzosamente había tenido que recurrir, y no poco, a noticias de oídas. En cuanto a los demás historiadores, todavía más alejados que él del fenómeno que estudiaban, no era menor su arbitrariedad ni mayor el crédito que merecían. La era de los bucaneros pasaba por haber concluido antes del inicio del siglo XVIII. Para esas fechas, España, que había dejado de ser en el Nuevo Mundo la formidable potencia de otrora, convertíase en un dinosaurio asediado por hurones de diferentes nacionalidades. La Guerra española de Sucesión, que duró hasta 1714, había hecho innecesario el oficio de bucanero: ¿por qué habría de convertirse en proscrito un capitán que podía aliarse con uno de los bandos contendientes y hacer presa en los barcos «enemigos», bajo la égida del soberano de su elección?

El orden establecido a partir de 1714 daba pocas posibilidades, a un hombre que expoliase la flota de cualquier potencia, de invocar nobles motivos políticos: se convertía en pirata. Y aun la «dorada época de la piratería», a cuyo propósito tan románticas fábulas se habían urdido, quedaba reducida a la extensión de una década. Para 1724, Edward Teach (Barbanegra), Calico Jack Rackham, Samuel Bellamy y los demás corsarios, habían muerto o se hallaban entregados a empeños menos espectaculares.

Más ahora, sentado en el suelo de tierra de una choza, desnudo y encadenado, el redactor de las «Tendencias» de Today se daba cuenta de la magistral impericia de la mayoría de los historiadores.

Poniendo a un lado el texto de Esquemeling, y tras haber amontonado por fechas los restantes documentos, Maynard prosiguió su investigación. No le llevó mucho tiempo dar con el eslabón perdido, parte de un cuaderno de bitácora que el primer Ollonois había mantenido al día hasta la fecha de su último viaje.

A principios de la década de 1670, los bucaneros habían comenzado a saquear los dominios españoles de Centro y Sudamérica. Tras tomar como rehenes a los colonos o a la propia ciudad asaltada, se hacían con el rescate que pudieran conseguir y huían hacia sus refugios.

El favor de L’Ollonois, sin embargo, iba decreciendo en la mayoría de los asentamientos de los bucaneros. Puesta a precio ahora su cabeza, el solo hecho de tener relación con él era crimen bastante como para valerle a quien lo cometiera el aplastamiento del pecho bajo media tonelada de rocas, la perforación de la cabeza por una varilla de bambú pasada de uno a otro tímpano, o el patíbulo. La maníaca sed de sangre de L’Ollonois, por otra parte, se consideraba, aún con arreglo a los cánones de sus compañeros, desarreglada. Uno de los refugios le fue cerrado a consecuencia de haber amputado él, en el furor de una borrachera, los brazos de una prostituta que se negó a beber de un pellejo de vino que tenía rastros de moho.

«Lo que llamáis sociedad», consignaba en su cuaderno, «se ha tornado demasiado pulido para mí. Voy a ejercer mi libertad. Yo no acabaré en tendero». Y zarpó entonces rumbo a un deshabitado grupo de islas vagamente denominadas «las Caicos».

«Puesto que Dios no ama este lugar», escribió, «lo haré yo. Lo que, según dicen, complace a Dios me causa a mí pesar, y lo que a mí me complace es pecado para Él. Protestan los españoles que Dios les ama; si así fuera, Dios es un necio».

Maynard se dio cuenta de que las Caicos tenían mucho que ofrecer a un fugitivo de la sociedad. Fuente nula de alimentos, agua, madera y caza, ningún barco encontraría razón para atracar en ellas. Sus únicos visitantes eran los náufragos, cuyos bienes y provisiones podían ser confiscados, sus mujeres (supuesto que las tuvieran) prostituidas y sus vidas, o bien preservadas —en caso de que el prisionero tuviese dotes de utilidad— o bien terminadas de manera sumaria, sin temor al castigo.

Bien que inhóspitas, las islas, asentadas entre dos de las más frecuentadas rutas navegables que unían Cuba, Puerto Rico y la América del Sur con el Atlántico, prometían una incesante provisión de naufragios.

«Tendremos visitantes», escribía L’Ollonois, «y aquellos que no caigan en las garras de la Natura, caerán en las mías».

Partió acompañado de veinte hombres: asesinos cuya libertad había comprado la víspera de la ejecución sobornando a las autoridades y prometiéndoles que no volverían a ser vistos; borrachos secuestrados en los muelles y adolescentes a los que engatusó con promesas de amoríos y opulencia. Raptó, también, a seis rameras, dos de las cuales resultaron estar encintas, y todas ellas portadoras del mal gálico. Pero las prostitutas eran tan indispensables para su misión como las vituallas o la pólvora: le era preciso mantener una comunidad heterosexual. La homosexualidad, según él, era como el escorbuto, que, producto de los largos viajes, da al traste con la eficiencia de la tripulación.

«Si en algo coincidimos Dios y yo», decía en su cuaderno, «es en nuestra abominación de la sodomía. El hombre que la practica es peor que una plaga: establece extrañas alianzas, enfrenta a unos con otros y exige favores a cambio del acceso a sus cavidades. Conducta semejante es propia de mujer. Fuera de ellas, genera confusión».

El 2 de julio de 1671, L’Ollonois encuentra una isla que se ajusta a sus conveniencias: «Miserable cayo situado en el centro del archipiélago, tendrá una legua de largo por media de anchura y la cubren malezas que solo a un ganado muy recio podrían dar sustento. Hacia el este se extienden bajíos que ninguna embarcación podría navegar; al oeste, aguas azules y una caleta en forma de anzuelo, que nos dará cobijo y emboscada. Por doquier de esta tierra, ciénagas salinas y hondonadas que pueden hacer oficio de cisternas. Si las putas interrumpen sus maullidos de gatas en celo, puede ser una vida placentera».

L’Ollonois había trazado en su cuaderno un rudimentario mapa de la región, que Maynard trató de comparar con lo que recordaba de las cartas de navegación. Navidad no estaba representada —sacó Maynard la conclusión de que L’Ollonois no había llegado a verla—, y la Isla Occidental y la del Sur no eran más que terrones informes situados al borde de los Bajíos de las Caicos (donde un piélago de «X» marcaba las aguas someras). La isla de L’Ollonois, que ofrecía la forma de un riñón, se hallaba fuera de las rutas aéreas y marítimas y rodeada (en los mapas modernos) de llamadas a la prudencia de los marinos, a quienes se recomendaba evitar celosamente la zona.

Por espacio de más de trescientos años, ni la isla había sido observada ni sus moradores perturbados. Nadie había atracado jamás en ella de propio intento, ni, como resultaba obvio, nadie que la pisara había salido vivo de ella.

Si la existencia de L’Ollonois en aquellos parajes tuvo sus amenidades —aunque en su diario nada autorizaba a pensarlo—, también fue breve. La última inscripción llevaba la fecha del 6 de enero de 1673: «Me haré a la mar al rayar el día, a bordo de la pinaza, con una docena de muchachos. Aunque creí que la vida podía desenvolverse por sí misma en este agujero del infierno, algunas necesidades escasean que es una maldición, a saber: el mercurio —pues las putas, todo su condenado hatajo, están con el gálico—, cítricos —a Hizzoner los dientes le bailan como dados en un cubilete—, mosquetes con que reemplazar los que tienen carcomido el cerrojo; ron e incluso oro, pues hay barcos que, menguada como es mi tripulación, no puedo apresar, y debo comerciar con ellos; y, por último, unos cuantos mozos jóvenes y alguna muchacha sana, ¡si es que de estas queda alguna en el mundo! Demasiado pequeños mueren en el vientre de la madre, o apenas haberlo abandonado, sea por el gálico o por otra causa.

»Dejo al mando a mi joven hijo, o el que así llama esa meretriz de todas las máculas, por mucho que su vaina haya dado funda a todas las espadas de la dotación; pero, como he de menester un heredero, no lo disputo. Es un demoñejo escrofuloso que acaso no salga adelante. Por eso he nombrado regente a Hizzoner, el chamán. Que no es poca fatuidad: como si fuera yo rey. Pero no soy, a la postre, menos príncipe que cualquier hombre libre. Por eso, si la criatura muere, Hizzoner regirá hasta que regrese yo y ensarte a otra puta. Confío en él porque es mucho el temor que me tiene. Matará, si es preciso, para preservar mi estatuto, pues me sabe capaz de perseguirle hasta las mismas entrañas del infierno y arrancarle la piel a tiras. El temor es poder».

Según los documentos, Hizzoner dejó pasar un año antes de declarar muerto a L’Ollonois. A partir de ese momento, se hizo con el poder, que ejerció de manera tiránica y absoluta, no rindiendo sino ficticia pleitesía al heredero de L’Ollonois, quien, amén de su deficiencia mental, había heredado de la madre un blanco mechón de cabellos, producto de la sífilis. Hizzoner redactó, y rigió su gobierno, por un pacto.

En 1680, un navío zozobró dentro del cinturón de arrecifes próximo a la costa. Entre los supervivientes se hallaba la hija del gobernador de Puerto Rico, muchacha demasiado joven para haber sido contaminada por enfermedades venéreas. Declarándola pupila suya, Hizzoner la sustrajo a las atenciones de los demás bucaneros. La iniciativa pareció egoísta a sus colegas. Pero no lo era.

Al cumplir la muchacha los catorce años, Hizzoner la fecundó. Luego, y tan pronto hubo ella dado a luz a un varón saludable, dispuso la discreta desaparición del hijo de L’Ollonois (profundo conocedor de la Biblia, el hombre sabía hallar justificación textual a cualquier acto, por más salvaje o depravado que fuese), y en una compleja ceremonia, llena de jerigonzas místico-religiosas, proclamó al recién nacido legítimo heredero del poder, reservándose para sí el mando, hasta que el muchacho tuviese edad suficiente para ejercerlo. Corrió el ron en tal abundancia en la celebración, que nadie alzó una voz de protesta.

Hizzoner tuvo otros tres hijos de la muchacha, y, más tarde, cansado de ella y aborrecido por las importunas presiones de sus indómitos bucaneros, la abandonó a ellos.

Hizzoner se mantuvo en el poder hasta 1690, época en que su primogénito —por mucho que le hubieran bautizado con el nombre de L’Ollonois II y constase como de su linaje— había cumplido los quince años. El último mes de su vida lo consagró Hizzoner a imponer a su heredero en el espíritu del pacto. Cuando se hubo convencido de que nada más podía hacer —finalmente había dado a la comunidad una nueva generación de dirigentes libres de enfermedades, y asimismo un código por el cual regirse—, se despojó una noche de su ropón, internóse a nado en el mar y desapareció para siempre.

Maynard revolvió los papeles en busca del pacto. Tan a la vista estaba, que por dos veces le pasó desapercibido. No era un pliego, sino un rollo de pergamino que había sido tratado, para preservarlo de la descomposición, con una gruesa capa de lustroso barniz.

«Siendo una comunidad de gente libre», rezaba el preámbulo del pacto, «dueña de declarar la guerra a cualquier otra, o concertar con ella la paz, pero por igual constituyendo un pueblo que debe regir con orden su vida, en tal virtud concertamos el siguiente Pacto, obligándonos, por juramento ante Dios Todopoderoso, a cumplirlo so pena de responder a las penalidades que preven cada uno de los artículos transcriptos más abajo».

Y, a continuación, el cuerpo del articulado:

  1. Todos, sin excepción, obedecerán a L’Ollonois, o, en ausencia de este, a Hizzoner. La violación de este mandato constituye crimen capital.
  2. Aquel que huyera, o tratase de huir, o mantuviese secretos los propósitos de fuga de otros, será pasado por las armas. El intento de fuga constituye crimen capital.
  3. Cualquiera que ataque a otro miembro de la Comunidad, haciéndolo sin previo aviso, conocerá el Gato (treinta azotes). Si su víctima muriera, el agresor será azotado hasta la muerte.
  4. Quienquiera pierda un miembro en acto de batalla percibirá quinientos pesos de ocho reales; si la vida, sus herederos obtendrán la décima parte del próximo botín de precio.
  5. Aquel que privare a una mujer de bien, sin su consentimiento, del tesoro de su castidad será pasado por las armas. Una mujer de bien es prenda rara, y el mancillarla constituye crimen capital.

El primer Hizzoner había previsto los cambios que el paso del tiempo operaría en cuanto a las necesidades de la comunidad, por lo cual dotó de un apéndice el cuerpo del articulado:

«Siendo que nadie puede predecir el porvenir, quizá se haga preciso ampliar el pacto. No se harán supresiones: los artículos restan inviolables a perpetuidad. Lo que se añada recibirá el nombre de enmiendas, que se agregarán bajo esto».

Un fajo de papeles —las tales enmiendas— aparecía incorporado al pie del documento. Sumaban doce, en total. Algunas establecían penas para crímenes no conocidos en la época de la redacción del pacto. Nadie, por ejemplo, podía poseer un aparato de radio. La comunidad contaba con uno (todos los demás fueron destruidos) que se utilizaba únicamente como receptor. Transmitir señales de cualquier naturaleza constituía un crimen capital.

Por igual, se prohibía la ingestión de cualquier tipo de «fármaco», «a fin de que la vesania no se adueñe de la comunidad». Eran destruidos todos los medicamentos o sueros, con la sola excepción de la penicilina, que quedaba bajo la custodia de L’Ollonois, facultado para administrarla a quienquiera que «tenga fuego en su agua».

La producción de humo o fuego capaz de ser vistos por un barco o aeroplano de paso constituían crímenes que, de producirse durante el día, se penalizaban con castigo corporal, y, de noche, con castigo corporal y tortura.

A los homosexuales se les había dado acceso a la comunidad, bien que a desgana, a partir de mediados del siglo XIX, época en que una joven introdujo la fiebre amarilla en la isla y la contagió a todas las demás prostitutas. En el curso de un solo mes, la población femenina había pasado de veinticinco a cinco. Sin esa exención legislativa, las cinco supervivientes no hubieran tardado en morir extenuadas.

«Siendo que todos los hombres se han visto privados de una función que les es natural —establecía la sexta enmienda—, y por cuanto su vitalidad y buena disposición de ánimos se resienten de resultas de la abstinencia, se regula que los mejores muchachos, de entre los próximos que se apresen, sean convertidos en bujarrones, con arreglo a los mismos derechos y restricciones que rigen para las prostitutas, pues tal será su condición».

Una enmienda a esa enmienda daba prueba de la repugnancia que suscitaba la medida. «La presente enmienda quedará derogada en cuanto crezca el número de la comunidad femenina. Hasta ese momento, los bujarrones cumplirán su oficio y ningún otro. Aquel que exceda sus alcances, será pasado por las armas. El bujarrón impudente incurre en crimen capital».

Una de las más recientes enmiendas reconocía la inutilidad del dinero en la vida cotidiana de los isleños. Los pesos de ocho reales eran sustituidos, a efectos de indemnización o recompensa, por víveres y licor. Las prostitutas, autorizadas a elegir su propia moneda, optaron por las golosinas (nueces, aceitunas y confites), la lencería y los perfumes. Las equivalencia de las monedas se relacionaban en un larga lista de anexos. En la actualidad, y conforme a anotaciones del puño y letra del último Ollonois, el orden de los artículos más preciados era: 1, el 612 tamaño familiar; 2, el Deep Woods OFF; 3 el Cutter (inoperante con los mosquitos); 4, el mercurio; 5, el ron haitiano; 6, las armas nuevas.

¿Por qué, se preguntó Maynard, las armas nuevas eran objeto de tan escasa prioridad? Y, si llevaban doscientos años sin utilizar dinero, ¿qué habían hecho del que produjeran sus capturas?

Mayor inquietud, sin embargo, le procuró una enmienda que, datada en 1900, gozaba a todas luces de preeminencia, pues se le había concedido un título: ACERCA DE LOS NIÑOS.

«Por cuanto el estado de inocencia puede decirse corrompido en los humanos con la llegada de la adolescencia, y siendo que la pérdida de esa virtud engendra la mundanidad, y por cuanto la persona humana constituye una amenaza para la comunidad, ello a causa de conceptos y conocimientos que ponen en cuestión (y por tanto en peligro) la vida que tan cara nos es, en tal virtud y en el tiempo porvenir la comunidad no aceptará en su seno a personas que hayan excedido la edad de trece años. Todas las demás serán privadas de la vida en el mismo momento de su apresamiento, por cuanto puede decirse que las han vivido en plenitud y que no pueden ofrecer a la comunidad, como así lo han demostrado, sino trastornos, discordia y agitación encaminados a dispersarla y propiciar su descubrimiento. Un niño es un comensal hambriento cuyo plato puede ser colmado de pitanza propia para la reflexión; el de una persona mundana se halla ya repleto de viandas indeseables».

Una sombra cruzó el umbral oscureciendo la luz que llegaba de afuera. Beth, la mujer, desligó los extremos de la cadena y recuperó el que pasaba por encima de la viga, dejando el otro enrollado en torno al cuello de Maynard.

—Levántate —dijo.

Maynard obedeció.

Tomó ella los pantalones que yacían en el suelo y le ayudó a ponérselos. La cara interna de la piel conservaba todavía sangre húmeda y una película de sebo, y, al ajustárselos Maynard a la cintura, los zahones rezumaron una sustancia viscosa. Sintió jirones de carne descompuesta a la altura de las rodillas, y una fétida vaharada le inundó el olfato.

Después de untarle con grasa de cerdo pecho y espalda, la mujer mostró con un ademán la puerta y dijo:

—Sal.

—¿Adónde vamos?

—TueBarbe ha consentido en verte.

—¿Quién es TueBarbe? —Obnubilados los sentidos por el pasado dolor, ese nombre era como una polilla que fluctuase en la penumbra de su memoria.

—Maynard TueBarbe, el que fue tu hijo.

—¿Que ha consentido, dices? —dijo Maynard mirándola—. Muy gentil por su parte.

—Recuerda —repuso ella al tiempo que tiraba de la cadena impeliéndole hacia la puerta— que aquí se honra a los jóvenes porque son el porvenir. La gente como tú no es más que pasado. Está muerta.