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Una vez más, Blair Maynard llegaba tarde a la oficina, donde le esperaban a las diez. Pero se daba el caso de que había estado en pie hasta las dos y media de la madrugada terminando un artículo de los que escribía por cuenta propia para revistas de compañías de aviación. Esos encargos —críticas de cine o teatro, o entrevistas con alguna celebridad, que le reportaban 750 dólares por un texto de mil o mil quinientas palabra— solía despacharlos en unas pocas horas, fuera por la tarde o por la noche. Pero en aquella ocasión se había empleado a fondo, porque le interesaba el tema: el reciente descubrimiento submarino, al borde de una de las Bahamas, de lo que se hubiera dicho escalinatas y losas precolombinas. El análisis de los testimonios le había dejado insatisfecho: nadie parecía saber a ciencia cierta qué representaban esas piedras. Obra, probablemente, de la naturaleza, ella misma las había desgastado. Aunque la realidad podía ser otra. Y sondear el pasado en busca de los artífices de esa obra y sus posibles motivos había resultado una diversión.
De todas formas, aún sin el trabajo, Maynard hubiera encontrado alguna excusa para trasnochar lejos del apartamento que, desde la marcha de su esposa y su hijo, que habían arramblado con la mayor parte del mobiliario, los cuadros, las cortinas y las alfombras, era un lugar que prefería evitar. Amueblado, cuando lo estuvo, constituía una morada impersonal, pero habitable, poblada de cosas cúbicas. Mas ahora, vacío y descuidado, no era sino una celda salpicada —decidió Maynard— de cajas de camisas y escupitajos.
En los dos primeros meses posteriores a la marcha de si esposa no había pasado en casa más allá de diez noches. Lo remediaba visitando locales nocturnos donde solía encontrar chicas de vistosas piernas, a quienes se lamentaba de la multitud de recuerdos penosos que reunía su apartamento. Y, tras unos whiskies y algunas anécdotas inventadas a propósito de su oficio de periodista, las más de las veces la chica le invitaba a pasar con ella la noche.
A esas alturas, sin embargo, el ímpetu —nacido de la separación— que le impulsaba a recorrer las camas de todo el elemento femenino de Manhattan tocaba a su fin. Encarnar el prototipo del disipado que despierta junto a mujeres de cuyo nombre no guardaba memoria, excitadoras de sus fantasías, había resultado divertido durante una temporada. Pero el entusiasmo acabó perdiendo color con la repetición.
De haber estado dispuesto a llevarlas adelante, una o dos de esas relaciones femeninas hubieran podido dar sus frutos. Pero Maynard no estaba todavía en situación de comprometerse con nada ni con nadie. Por eso su vida, empezando por lo sexual, iba a la deriva. En ocasiones topaba contra otro barco como él sin rumbo, se unían brevemente y, luego, partía otro vez al garete.
Cruzando la Madison Avenue a la altura de la Calle Cincuenta y Cinco, y al alzar la vista hacía lo alto del edificio de Newsweek, vio saltar de las 10:59 a las 11:00 los dígitos de reloj que lo coronaba. Ya en el interior de la sede de Today Publications, cambió unas agudezas con el guarda que vigilaba el funcionamiento del conjunto de ascensores y en uno de ello se trasladó a la decimoctava planta, donde, tal como tenía previsto, pudo cortar el paso, antes de que se metiese en el ascensor de servicio, a la mujer que vendía emparedados procedentes del carrito de Schrafft’s.
El despacho de Maynard era uno de los doce cubículos que daban a la Madison Avenue. De doce metros de superficie y color verdemar, contenía dos escritorios (uno para él y el otro para su ayudante), dos libreros, dos máquinas de escribir, dos teléfonos y un armario archivador. Por toda decoración, las paredes mostraban una docena de cubiertas del Today, testimonio de los reportajes de importancia que Maynard había producido en los diez años que llevaba en la editora.
Toda esa década la había pasado en el mismo despacho, pese a lo cual su nombre nunca había figurado en la puerta. Cuando era redactor de espectáculos, el rótulo que la distinguía rezaba: «Espectáculos». Luego fue «Deportes»; más tarde (y durante un breve período), «Ciencias»; después (y todavía más fugazmente), «Artes Visuales». En los últimos tres años, el texto de la placa había sido: «Tendencias». Cuando la puerta estaba cerrada —es decir cuando Maynard se dedicaba a negociar por teléfono algún encargo particular—, un ingenuo que por allí transitase hubiera pensado que detrás de ella se encontraba en febril actividad un Marshall McLuhan de la Madison Avenue, un próspero Tom Wolfe, o, cuando menos, un liberadísimo columnista que viviera los pálpitos de la sociedad pop. Es poco probable que el tal ingenuo imaginase al redactor de las «Tendencias» del Today conforme a su realidad personal: un tipo flaco y larguirucho, de treinta y cinco años de edad, que fumaba Lucky Strike, leía libros de historia, consideraba a Frank Sinatra el mejor creador de canciones que habían dado los últimos veinticinco años, había necesitado la amenaza de una condena de cárcel para desprenderse de la colección de armas que le legara su padre e ignoraba, y le tenía sin cuidado, lo que pudiera distinguir al Monkey Hustle del Pet Rock.
Uno de los pocos fenómenos sociales que sí interesaban a Maynard era Dena Gaines, su ayudante, una joven de veintiséis años que merecía ser calificada —cualesquiera fuesen los cánones generacionales empleados— de asombrosa. De pómulos prominentes, dotada de una fina nariz positiva y negros cabellos que por pocos centímetros no le alcanzaban el talle, todo en ella, piel, manos, ropa, melena, perfume, era de una limpieza inimaginable. Dena era gentil, modesta, pulida en el lenguaje, inteligente y trabajadora. Sentía, además, gran afición por Maynard, no en lo sexual (una vertiente de sus personalidades que ambos reprimían durante las horas de trabajo y a la que ninguno de los dos había propuesto dar rienda suelta concluida la jornada), sino en el sentido del afectuoso interés que le hubiera podido mostrar una hermana.
Más nada de todo esto tenía que ver con la fascinación que la joven ejercía sobre Maynard. Lo que le subyugaba era el hecho de que Dena fuese la única mujer (es más: la única persona), de cuantas él conocía, que confesara su condición de sadomasoquista practicante y buscadora (aunque tímidamente) de prosélitos. Llevaba trabajando con él tan solo dos semanas cuando le anunció, discreta pero abiertamente, que era devota del culto al dolor, y, a partir de ese momento, habíase ofrecido periódicamente a convencerle de que el sufrimiento intenso era la senda que conducía a la conciencia sensual y al conocimiento de sí. Si bien nunca había aceptado la oferta, Maynard no lograba, tampoco, agotar su curiosidad por los pormenores de la vida de Dena. Y luego justificaba lo más lúbrico de sus ensoñaciones diciéndose que investigar las zonas marginales de la moral americana formaba parte de su trabajo.
Al entrar en el despacho encontró a Dena cotejando el artículo que había compuesto él para la edición de la próxima semana, cuyos extremos subrayaba en rojo, una vez satisfecha de su autenticidad.
—Buenos días —la saludó camino de su escritorio. Ella alzó la mirada.
—¿Todo en orden?
—Claro. ¿Por qué no había de estarlo?
—Por nada, en particular. Es que me inquieto, cuando llega tan tarde. Siempre temo que le haya ocurrido algo malo.
—No se inquiete. Mis peores trances no van más allá de una caída desde la cama, cuando tengo una pesadilla.
Ella sonrió. Según tomaba un sorbo de café, Maynard advirtió que llevaba Dena un vestido sin escote y un pañuelo anudado al cuello.
—¿Qué se tapa con eso?
Dena se sonrojó.
—Nada.
—Vamos: ya sabe que mi única fuente de excitación es usted.
Tras una vacilación, Dena explicó:
—Son mordiscos.
—¿Chupetones, quiere decir? —replicó Maynard esforzándose por mostrar desencanto—. A todos nos dan alguno que otro, de vez en cuando.
Provocada, Dena se volvió hacia él y bajó el pañuelo.
—Mordiscos.
Maynard reparó en las inconfundibles marcas incisas.
—¡Cristina santísima! —Reculó Maynard—. Eso debió hacerle un daño de todos los demonios.
—Digo —sonrió Dena al tiempo que se ajustaba el pañuelo y volvía a su trabajo.
Maynard se procuró del librero sendos ejemplares del Daily News, el Wall Street Journal y el Christian Science Monitor, que colocó, desplegados, encima de la mesa. El Times lo había leído en casa, y ahora revisaba los titulares de los demás diarios, a la busca de temas de posible uso para «Tendencias». Convencer al redactor jefe del interés de un artículo siempre resultaba más sencillo si el asunto había sido tratado, siquiera lateralmente, en alguna otra publicación. Las ideas originales eran objeto de duda, un estado de cosas que Maynard calificaba de Paradoja de la Confirmación: si bien la revista le pagaba 40 000 dólares anuales por aportar ideas originales a su sección de «Tendencias», el criterio imperante era (y ahí empezaba la paradoja) que, si alguno de los temas propuestos por Maynard fuese verdaderamente digno de aparecer en un semanario, ya lo hubiera hecho en alguno de los que gozaban de mayores recursos y mejor servicio de noticias, o en la prensa diaria.
Un año atrás, y en ocasión de un viaje a Florida, Maynard había descubierto que una firma que organizaba giras turísticas para escafandristas aceptaba, en contra de todo lo preceptuado en el ramo, clientes por completo desprovistos de entrenamiento. Maynard propuso al redactor jefe un artículo, que aquel rechazó pese a la constatación de que dos personas habían pagado con la vida su inexperiencia y desconocimiento del escafandrismo. Contrario a enterrar el asunto, Maynard había transmitido el resultado de sus investigaciones a un colega del Times. Cuando el artículo apareció finalmente en el periódico, el redactor jefe de Today apremió a Maynard a rescatar el tema para la revista usando como punto de partida, por supuesto, el artículo publicado por el diario.
Maynard envió el Daily News a la papelera y se puso por delante la primera página del Wall Street Journal.
El Journal, por lo general, no resultaba de utilidad alguna como fuente de inspiración para «Tendencias». Los extensos artículos a que consagraba las columnas uno, cuatro y seis de su primera plana solían responder al espíritu de «Tendencias», pero estaban tratados con tal minuciosidad y riqueza de detalles, que no ofrecían a ningún semanario posibilidades de ampliación. Maynard admiraba esas colaboraciones y sentía envidia hacia sus autores, algunos de los cuales obtenían plazos de hasta un mes para llevarlas a término. Si el Reader’s Digest sintetizaba determinados artículos del Journal, Today no podía pensar en intentar un plagio.
A punto ya de pasar al Christian Science Monitor, reparó Maynard en una breve gacetilla que cerraba la primera columna de la página frontal, titulada «El qué de las noticias».
«DESAPARECIDO», rezaba el encabezamiento. Y el texto era el siguiente: «En la isla tropical de Navidad se da cuenta del retraso de varias fechas tras el cual sigue sin atracar el Marita, un crucero de lujo dedicado a la pesca deportiva, que, matriculado en la Gran Bahama, debía recoger allí a su capitán y a un grupo de turistas el martes.
»Según datos de la Guardia Costera, un total de 610 embarcaciones de 20 o más pies de eslora han desaparecido en los últimos tres años en las zonas del Caribe, las Bahamas y las costeras del Golfo de México, con una pérdida de vidas humanas que se cifra, por lo menos, en las 2000».
Maynard releyó la gacetilla concentrándose en su segundo párrafo. ¿Cómo podían desaparecer 610 embarcaciones así, por las buenas?
Journal en mano, salió al pasillo y encaminóse hacia el despacho del fondo. La puerta estaba abierta y Leonard Hiller, el redactor jefe a cuyo cargo corrían diversas secciones de la revista, y entre ellas «Tendencias», dedicábase a librar una disputa telefónica.
Maynard se detuvo indeciso en el umbral, hasta que la secretaria de Hiller reparó en su presencia.
—Puede usted entrar —dijo—. Es solo un ataque de los que suelen darle. Se le han cargado el artículo de Woody Allen.
—¿Y eso?
—Una guerra civil, me parece.
Según Maynard se acomodaba cabizbajo en el sillón que daba frente al escritorio, el redactor jefe alzó las cejas e hinchó los carrillos en testimonio de la frustración que le procuraban los por él apodados «analfabetos reaccionarios del piso diecisiete», sede de la dirección.
—¡Ya sé que no es divertido! —gritó Hiller al auricular—. ¡Ni se supone que lo sea! Ese hombre está haciendo una película seria. Y es un artista serio. Probablemente el único con que cuenta el cine americano de hoy. —Ahí observó una pausa, para escuchar—. Entonces ¿qué consideran ustedes noticia? El África del Sur lleva veinte años a punto de explotar, ¡y a nadie le importa un bledo!
Maynard dejó de escuchar: era una conocida rutina que no cesaba de repetirse, entre editores y redactores, a través de los tiempos. La temática cambiaba, pero la queja era siempre la misma: un artículo de fondo, que había costado varias semanas de trabajo a un escritor, un redactor, diversos investigadores y probablemente dos o tres jefes de sección, sucumbía víctima de una imprevista crisis nacional o internacional. Mientras el redactor consideraba superada la crisis, el artículo de fondo le parecía fuera de propósito al responsable de las cuestiones nacionales (o internacionales). Y la victoria era siempre para los defensores de la noticia propiamente dicha, por aquello —argumento irrefutable y terminante— de que: «Somos una revista de informaciones».
Aunque no era mucha su afición por él, Maynard sintió lástima por Hiller, quien, con tan solo treinta y tres años de edad, había sido ascendido a redactor jefe —un callejón sin salida, para un escritor— con mando sobre personas a cuyo servicio había trabajado anteriormente, todas las cuales rechazaron el puesto antes de que se lo ofrecieran a él. El propio Maynard lo había hecho, y por dos veces, por preferir el más sosegado ritmo de su puesto actual y la oportunidad que este le brindaba de escribir ilimitadamente por cuenta propia. El de redactor jefe era un cargo de mucha responsabilidad y menguada autoridad en el que abundaban las críticas y escaseaban las lisonjas y uno se veía forzado a mimar los susceptibles egos de la docena de escritores que trabajaban a sus órdenes cuidando, al mismo tiempo, de aplacar la olímpica soberbia de los tres personajes a quienes debía cuentas.
Cuando, tras el reajuste de mandos, quedó sometido a Hiller, hizo Maynard por establecer un tipo de relación que no rebajase a ninguno de ambos. Pero, nada más instalarse en el despacho del fondo, Hiller había asumido el papel de jefe atribuyéndose conocimientos superiores en las distintas parcelas informativas de que era responsable. Por lo que a Maynard se refería, el hombre no tardó en convertirse en un auténtico sinapismo.
—Está bien, está bien —se plegó Hiller a su interlocutor telefónico, perdido, como le constaba a Maynard que así sería, el combate—. ¿De qué extensión lo quiere? —Recorrió con un lapicero una cuartilla que tenía encima del escritorio—. Eso creo, aunque supondrá cargarse dos columnas de «Libros» y… «Deportes» no puedo cargármelo. Un segundo, por favor. —Ahí se encaró a Maynard—. ¿Hay algo en «Tendencias» que no pueda esperar hasta la semana que viene?
Maynard sacudió la cabeza:
—¿Ha ocurrido eso alguna vez?
—Suprimiré «Tendencias». Eso nos deja ocho columnas para Woody Allen. Sí… conforme.
Colgó el teléfono.
—Lo siento —le dijo a Maynard.
Este se encogió de hombros.
—¿Qué es lo de Sudáfrica? —quiso saber.
—Otro motín, en Soweto. Jesús, esa gente se amotina cada quince días. Otro artículo apocalíptico sobre algo que quedará, como siempre, en agua de borrajas.
—¿Has visto esto? —dijo Maynard conforme le alcanzaba por sobre la mesa el Journal, cuya mención a propósito de los centenares de desaparecidas embarcaciones había marcado en lápiz rojo.
Hiller echó una ojeada a la gacetilla.
—¿Y bien?
—¿Cómo, y bien? Seiscientos diez barcos desaparecidos. ¿A dónde demonios han ido a parar?
—Será una errata.
—Lo dudo.
—Pues se hundirían. El mundo está lleno de idiotas que se compran embarcaciones que no saben gobernar y se las llevan a lugares que desconocen por completo. Mi hermano es dueño de un Bertram descomunal que adquirió con el solo propósito de destruir puertos deportivos. Ni loco le dejaría que me llevase a ninguna parte.
—Dos mil personas han desaparecido.
—Cincuenta mil se matan en las autopistas todos los años. No veo lo que quieres decir.
—Quiero decir que el deporte náutico se ha convertido en un pasatiempo, o una industria, o lo que quiera llamarlo, de primera magnitud.
—Y también el skateboard.
—Sí, pero de los skateboards no desaparecen ningunas dos mil personas. Ahí ocurre algo y, sea lo que sea, pienso que podría sacarse en un artículo bomba para «Tendencias». ¿A dónde van a parar esas embarcaciones desaparecidas? ¿Qué riesgos presenta la navegación del Caribe? ¿Qué puede hacer uno…?
Hiller le interrumpió.
—Estaba pensando en la portada. ¿Ya has dado con alguna tía cachonda para la portada de la moda de otoño?
—¿En plan celebridad, quieres decir?
—Tenemos motivos para pensar que el Newsweek va a sacar a Diana de Furstenberg.
—¿Y?
—Que es un primor de señora y quiero que me encuentres algo igual de arreglado. Si un tío se planta ante un quiosco y tiene que elegir entre Diana de Furstenberg y una tarasca, ya podemos tirar toda la edición al water.
—Pues saca a Farrah Fawcett-Majors y la envolvéis en papel de celofán.
—Podrías colaborar un poco, Blair.
—Estoy tratando de interesarte en un artículo que puede ser importante, Leonard. ¿No andas achuchándome siempre con lo de encontrar temas sensacionales para los artículos?
—Sí, pero que sean divertidos. Problemas los hay ya, y de sobras, en las páginas delanteras de la revista.
—Este es un artículo con garra, que afecta a un montón de nuestros lectores. Un artículo que tiene emoción, que habla del Mar de las Antillas, que esconde un notición, en potencia, al menos, y que, al mismo tiempo, responde perfectamente al espíritu de «Tendencias».
—No se venden revistas hablando de barcos.
—¿Porque los barcos no tienen tetas?
—Mira, quítatelo de la cabeza. Es un artículo que iba a costar mucho tiempo y dinero y que debe de tener una explicación de lo más sencillo…
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo… ¡Qué sé yo! Es tu sección ¿no? ¿Ha publicado el Times algo sobre el asunto?
—Lo averiguaré —ofreció Maynard al notar menor resistencia por parte de Hiller—. Si el Times ha dicho algo al respecto, ¿podré ponerme manos a la obra?
—Consultas a nuestra oficina de Atlanta.
—Pero la Guardia Costera tiene base en Washington…
Pues entonces habla con nuestra oficina de Washington. Hiller empezaba a estar harto.
—Ya sabes que nuestros colegas de Washington no ceden artículos de fondo. Se creen «el no va más» del periodismo, plumas eminentes. —Maynard se puso en pie—. Echaré una ojeada a los recortes.
Pero no me olvides la portada de modas. Quiero una tía que sea dinamita pura. Una especie de Jacqueline Bisset metida en una camiseta mojada, solo que con clase.
¿Qué te parecería Dena Gaines? —dijo Maynard ya en la puerta—. Toda envuelta en látigos…
De camino hacia su despacho, Maynard se pasó por la sección de archivos y pidió lo que hubiera bajo los títulos de «Embarcaciones» y «Deporte Náutico». Luego, reflexionando, sacó también los expedientes de «Personas desaparecidas» y «Desapariciones misteriosas».
Dena se había marchado ya para asistir a su clase de aikido del mediodía. Maynard arrancó el recado telefónico que le había dejado en la máquina de escribir, arrojó los expedientes sobre el escritorio y marcó el número del despacho de su esposa.
—Oficina de Devon Smith.
—Hola, Nancy. Blair Maynard al habla.
—¡Señor Maynard! ¡Qué agradable sorpresa! ¿Cómo le va?
Era la misma pregunta que la secretaria de Devon le hacía, siempre con idéntica solicitud, cuantas veces telefoneara Maynard. Había un trasfondo de conmiseración en ella, como si lo que en realidad le preguntase fuera: ¿Cómo puede sobrevivir sin esa portentosa mujer? ¿No está deshecho? ¡Qué pena, verdad, que ella haya crecido, y usted, no! Que le haya dejado atrás.
Maynard sentía invariablemente el impulso de explicarle que Devon no le había plantado más que de una manera técnica, geográfica. Su separación (que en noventa y tres días a contar de la fecha se convertiría en divorcio) había sido convenida sin lágrimas y en términos relativamente amigables. Tras doce años de matrimonio, ambos habían llegado a la conclusión de que marchaban en direcciones opuestas. En fin, la conclusión fue de ella; pero él se había mostrado de acuerdo.
Durante los primeros años de matrimonio habían compartido un objetivo común: el éxito profesional de él. Maynard, reportero de talento, ambicioso y tenaz, a la sazón empleado por el Tribune de Washington, ganaba diez mil dólares anuales, vivía en un pisito de Georgetown, al mismo nivel de la calle, y disfrutaba en grande con las emociones y los imprevisibles sesgos que el periodismo de la capital ofrecía. No había allí artículo, por insignificante que fuera, que no ofreciese posibilidades. Una simple multa de tráfico podía resultar en un escándalo político de enormes dimensiones que desvelase, pongamos por ejemplo, la irregular vida amorosa y el alcoholismo del presidente de algún poderoso comité. Un recurso presentado por cualquier delincuente de modestos vuelos podía poner a un reportero diligente sobre la pista de algún importante caso de cohecho. (Por mucho que el Watergate perteneciese entonces a un lejano porvenir, tenía ya sus antecedentes).
Fue la impaciencia lo que indujo a Maynard a dejar Washington. Analizar las posibilidades de su carrera en el Tribune le había hecho ver lo que, con suerte, podía esperar de ella: el encargo —pasados dos o tres años— de un reportaje sobre las escuelas suburbanas, y la posibilidad de convertirse —no antes de los treinta, sin embargo— en corresponsal del periódico en el Condado de Anne Arundel.
Today le había sacado del Tribune utilizando por señuelo un salario de quince mil dólares anuales y un puesto que le situaba al frente de una de las principales secciones de la revista, en cuya cabecera figuraba como jefe de departamento. Él y Devon eran cortejados por conspicuos personajes del mundo de las relaciones públicas, invitados a cócteles, cenas y proyecciones privadas: una auténtica borrachera para un hombre que acaba de cumplir los veinticinco. Ya no era preciso dar prueba de sus dotes de reportero (el trabajo de información de más de la mitad de sus artículos lo cubría personal de la redacción, cosa que a Maynard le parecía de perlas); ahora era un escritor; de literatura revistera, de acuerdo; pero un escritor que estaba aprendiendo a tratar sus temas con concisión y claridad y, por tanto, amenamente. Ambos —él y Devon— convinieron en que, tan pronto consiguiese perfeccionar su oficio, escribiría una novela o un guión cinematográfico. Una revista de informaciones era un formidable entrenamiento, pero no una carrera.
El cargo de redactor jefe le fue ofrecido por primera vez un día después de haber cumplido los treinta años. Devon le apremió a aceptarlo, porque representaba un ascenso, mayores ingresos y, sobre todo, un cambio. Redactar textos para la revista no suponía ya incentivo alguno: a esas alturas Maynard conseguía despachar toda su sección en un par de horas.
Surgió una discusión. Argumentaba él que, de aceptarlo, la mejora económica que el cargo conllevaba no compensaría lo que perdiese renunciando a escribir por su cuenta. Y equivaldría a desistir de la proyectada novela o guión cinematográfico. Cuánto mejor era permanecer en su actual puesto, que le reportaba unos honorarios decentes (por una semana laboral de dos días, de hecho), y ampliar su experiencia y relaciones —a través de los encargos que asumía por cuenta propia— al tiempo que se impregnaba de ideas susceptibles de posterior utilización.
Aunque desencantada, Devon no dejó de apoyarle y darle ánimos, de estimar en su justo precio sus trabajos como independiente (los que más orgullo le procuraban a él) y de ayudarle en la maduración de posibles temas novelísticos. Jamás le acusó de replegarse en la comodidad de una existencia desahogada, y ni tan siquiera una vez apuntó que la dichosa novela, aquel proyecto de libertad y realización personal, era un sueño inalcanzable.
Su matrimonio, aunque ninguno de ambos lo supiese en su momento, había entrado en crisis cuatro años atrás. Justin, su hijo, acababa de ingresar en la escuela secundaria de Allen Stevenson, lo cual lo mantenía fuera de casa, por primera vez, de ocho de la mañana a cuatro de la tarde. Devon se empleó entonces en una agencia de publicidad y, para indecible sorpresa suya, revelóse en principio muy competente, y luego extraordinaria, como agente de la propiedad intelectual. Más tarde, cuando su jefe y dos de sus colegas se separaron de la agencia para formar otra por cuenta propia, invitaron a Devon a seguirles. Un año más tarde se había convertido en jefe de la sección y asociada de la firma. Sus ingresos eran de cincuenta mil dólares anuales, complementados por primas que ascendían a otros veinticinco mil.
A ella le encantaba todo lo relativo a su trabajo: las largas jornadas, la caza de nuevos encargos, los viajes, el agasajar a los clientes, el reto que suponía convencer al público para que gastase su dinero no en los productos de la competencia, sino en los que ella representaba.
Mientras Maynard flotaba en un mundo obra de otros, en el que se defendía bien sin tener que defender nada ni decidir un propósito determinado, ella se había construido un mundo propio en el que vivía dichosa. A él la fama no le atraía, y la celebridad solo le inspiraba desdén: era de los que creía en la predicción de Andy Warhol, de que no habría en América, en el año 2000, quien no fuese célebre durante veinte minutos. Acaso debida a la secreta insatisfacción que el presente le procuraba, su verdadera pasión era la Historia. En sus ensoñaciones se trasladaba a una época marcada por los descubrimientos (el siglo XV o los principios del XVI, por ejemplo), cuando la gente hacía cosas por el gusto de hacerlas, viajaba solo para visitar lugares que nadie había pisado y vivía inmersa en lo que un libro referente a la zona de los primeros descubrimientos españoles había llamado «un sueño de irresponsabilidad, de correrías suicidas y, por sobre todas las demás cosas, de vagabundeo».
Lo que para él era sueño se convirtió para ella en pesadilla. Hasta que, por último, reconocieron enfrentarse a objetivos incompatibles. Ella renunció a cualquier aporte económico a título de alimentos aceptando, tan solo, una simbólica pensión de quinientos dólares mensuales para los gastos de manutención de Justin.
—Muy bien, Nancy —respondió Maynard—. Me va muy bien. ¿Me ha telefoneado Devon?
—Sí, señor. Está almorzando. Le va a saber a peras perderse su llamada.
—Seguro. ¿Qué quería?
Devon, sin duda, le habría dejado el encargo a Nancy. Primero porque debía de ser algo importante (nunca le importunaba sin motivos) y, segundamente, porque tenía poco que decirle que la secretaria no pudiera transmitir con toda eficiencia. Maynard tenía motivos para pensar que Devon seguía en su despacho en esos momentos, solo que contraria a enzarzarse con él en una conversación ociosa. Sabía que para ella formaba parte de un pasado que, si no relegado al olvido, existía solo en el fondo de un armario de donde no habría de salir —junto con las fotos de Justin cuando pequeño y sus anuarios escolares— más que a impulsos de la nostalgia.
—Deseaba saber si podría quedarse con Justin unos cuantos días. Ella tiene que ir a Dallas y…
Maynard la atajó:
—Desde luego. Encantado. ¿A partir de cuándo?
—De mañana. Será una semana.
—Okay. Dígale al chico que tome el autobús hasta la ciudad y que… —Se detuvo—. No: no lo haga. Como se me han cargado el «Tendencias» de esta semana, yo mismo lo recogeré en la escuela.
Después de colgar, Maynard abrió las carpetas que se había traído del archivo. La mayor parte de los recortes eran artículos de «Tendencias», referentes a las diversas etapas del deporte náutico en los Estados Unidos, que se remontaban hasta mediados de la década de los cincuenta. Trabajos acerca de exposiciones de yates, nuevas conquistas en el terreno de los cascos de ferrocemento, y barcas hinchables como alternativa a la crisis energética. Había, también, breves gacetillas relativas al hundimiento o desaparición de determinadas embarcaciones. Pero nada que corroborase las estadísticas del Wall Street Journal.
Entonces encontró una nota, incluida en un paquete de informes procedentes de la Guardia Costera, que le hubiese pasado por alto, de no haber caído el documento al suelo. Se trataba de un boletín en que la Guardia Costera recomendaba a los timoneles de yate adoptar precauciones especiales cuando navegasen en aguas del Golfo de México, el Caribe y las inmediaciones de las Bahamas. De mayor utilidad todavía le resultó la adjunta fotocopia de un despacho telegráfico, de unas 4,000 palabras, titulado: «Los Riesgos de Alta Mar: Alborea una Nueva Era de Peligros».
Maynard leyó dos veces el texto: primero al vuelo y, luego, concienzudamente, subrayando lo que le interesaba. En seguida se dirigió, pasillo adelante, al despacho de Hiller. La puerta estaba cerrada.
—Está adaptando textos —explicó la secretaria.
Maynard se dio por enterado mediante un movimiento de cabeza y abrió.
Inclinado ante el escritorio, Hiller se dedicaba a garrapatear correcciones al margen y entre las líneas de un artículo. Enojado por la interrupción, alzó la vista; pero, viendo a Maynard, sonrió y dijo:
—Margaret Trudeau.
—¿Cómo?
Para el número de modas. ¡Es dinamita! Bien hecha y bien relacionada. Es la modelo por excelencia.
—Sí, bueno…
—Plantéatelo. Con eso me basta.
—Oye, he encontrado una referencia acerca de ese asunto de los yates. En los recortes. Es cierto que ha habido seiscientas diez desapariciones; más, incluso, teniendo en cuenta que el artículo data de hace un año. Nadie se lo explica. La Guardia Costera estima que cincuenta de esas embarcaciones pudieron irse a pique, y alrededor de una docena de ellas, les consta, fueron apandadas.
—¿Qué quieres decir, apandadas?
—Secuestradas. Robadas. Digamos que mamá y papá emprenden un crucero. Mientras bordean el litoral, pueden componérselas solos; pero, al llegar a Florida, y como quieren meterse en el Caribe, les hace falta quien les eche una mano. Durante un alto contratan tripulación, un par de fulanos, pongamos, que se ofrecen a trabajar de gratis a cambio del pasaje hasta una de las islas. Dos días después de haber zarpado de Florida, liquidan a papá y mamá, los echan por la borda y se apoderan del yate.
—¿Con qué fin?
—Uno de dos. O conducir el barco a un puerto norteño, ya sea para venderlo falsificando un título de propiedad, ya sea para pasárselo a alguien que modifique números y documentación y lo revenda, lo cual, aunque no saquen más que una quinta parte de su valor, les reportará un mínimo de quince mil pavos, o, segunda posibilidad, desviarlo hacia el sur, donde lo utilizarán en el contrabando de drogas procedentes de Colombia. A esos tipos les llaman saltamontes. Uno viejo, destartalado y de matrícula colombiana no podría ganar ningún puerto de la costa Este sin que lo registren. Nadie, en cambio, detendrá a un yate flamante, de matrícula estadounidense, que regresa a su puerto de origen. Después de efectuada la entrega, los fulanos se llevan el yate mar adentro, lo echan a pique, vuelven a tierra en una chalupa y se quedan a la espera de otro primo.
—La cuestión drogas me aburre mortalmente.
—No se trata de drogas —acicateó Maynard—. Eso explicaría la desaparición de una docena de yates. ¡Cien, si quieres! Súmalos a los otros cincuenta que se hunden fortuitamente y todavía nos quedan cuatrocientos cincuenta desaparecidos así, sin más. ¡Esfumados!
—Está el Triángulo de las Bermudas —arguyó Hiller—. O caerían en poder de Pie Grande.
—Leonard… —Maynard silenció la blasfemia que iba a proferir—… ese asunto, sea lo que sea, ha dado al traste con la etiqueta marinera. Nadie acude ya a socorrer a una embarcación en peligro, porque hay miedo al abordaje y a que te hagan cualquier atrocidad. Un yate que pilotaban dos adolescentes se hundió a la vista de tres barcas de pesca, en julio pasado, porque nadie quiso acercarse.
—Está bien. ¿Y cuál es la respuesta, según tú?
—Lo ignoro. Lo único que te pido es que me dejes investigar un poco.
—Ya te lo dije antes: cursa una petición.
—Eso no arregla nada.
Hiller no replicó. Fija la mirada en Maynard, retrepóse en su asiento y formó una pirámide uniendo las yemas de los dedos al tiempo que con los dientes conseguía un ruido de succión.
«Trata de parecerse a Clarence Darrow», se dijo Maynard.
Siempre en silencio, Hiller se puso en pie, atravesó el despacho y cerró la puerta. Al regresar ante el escritorio, su expresión era sombría.
—La ocasión, me parece, es tan buena como cualquier otra —dijo conforme se sentaba de nuevo.
—¿Para qué?
—¿No crees llegada la hora de ajustarte?
—¿Qué quieres decir?
—Hacer las paces contigo mismo.
—¿En relación con qué?
—Con lo que haces aquí.
—Me gano mi sueldo.
—¿A cambio de qué?
—De realizar una labor.
—Convenido —declaró Hiller—. Pero ahí para la cosa.
—¿Qué más quieres?
—Quiero que me des algo especial: un entusiasmo, una entrega.
—¿Pretendes que me entusiasme con la moda de otoño? ¿Que me entregue al tenis de televisión, a las máquinas del millón?
—Escucha, Blair… —observó una pausa—. Dios mío, esto puede sonar a paternalismo; pero escúchame de todas formas. A todos nos llega el momento de encararnos con nosotros mismos, de decirnos: «Esto es para lo que yo sirvo y lo que voy a hacer. No llegaré a presidente de los Estados Unidos ni me darán el Premio Pulitzer, pero me convertiré en el mejor articulista de cuantos escriben para los semanarios». O lo que sea.
—Pues yo sigo buscando ese «lo que sea».
—Lo has encontrado ya, y tú lo sabes, pero no quieres admitirlo. Lo sabías ya, en tu interior, cuando rechazaste este cargo. —Hiller dio unas palmadas al escritorio—. Tú eres articulista de semanarios informativos. Sirves para eso y para nada más. Es posible que dentro de diez años ganes un concurso de talentos y te conviertas en astro del cine; pero…
—Lo que quieres decir es que soy mediocre —le interrumpió Maynard—. Que lo soy y que he de resignarme a ello.
—¡No! Lo que quiero decir es que has descubierto algo en lo cual sobresales y que habrías de valorar eso en su justo precio. No estires más el brazo que la manga, porque lo echarás todo a rodar.
—Hasta mi programa dental, probablemente —dijo Maynard según se ponía en pie—. Me voy a Washington.
—¿Qué piensas encontrar allí?
A un tipo de la Guardia Costera, que investigó ese asunto de las desapariciones antes de que le dieran el bote y lo pusieran al frente de no sé cuántos faros, acusado de alarmista. Quiero hablar con él.
—Tú has sido el que mencionó lo de los periodistas que se creen «el no va más», plumas eminentes. ¿Qué tendremos que pensar de ti?
—Tenemos un fin de semana por delante y puedo hacer con él lo que se me antoje.
—De acuerdo. Pero piensa en lo que te he dicho, ¿quieres?
—¿En lo de rendirme a la evidencia de que soy un fracasado?
—Blair, ¡por el amor de Dios…!
Maynard se encaminó hacia la puerta.
—Es posible que sea un fracasado, Leonard —dijo—. Pero, puestos a fracasar, prefiero hacerlo ruidosamente.