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Se habían hecho a la mar al mismo tiempo y navegaban en equipo, no solo por ofrecerse compañía, sino también mutua protección.
Socios de una misma gestoría contable, con sede en Montclair, Estado de Nueva Jersey, uno era experto en cuestiones fiscales y el otro, censor de cuentas. Compañeros de habitación cuando estudiantes en la Universidad de Wharton, habían obtenido su formación de peritos mercantiles en la misma empresa y ahora llevaban veinticinco años trabajando juntos en otra. Los yates los habían hecho construir por el mismo armador y conceptualmente idénticos: un mástil único, dotado de una gavia y un foque; dos cómodas literas alojadas en el centro de la embarcación, y otras dos, estas en un exiguo espacio, del lado de proa; a popa, un rectángulo abrigado, con asientos; un motor auxiliar, sencillo y fiable, y un equipo de comunicaciones múltiples. La única diferencia entre el Penzance de Burt Lazlo y el Pinafore de Walter Burguis estaba en la altura de techo de los interiores, ello debido a que la estatura de Bella, la esposa de Lazlo, superaba el metro ochenta, mientras que ni Ellen ni Walter Burguis alcanzaban el metro setenta y cinco.
Ambas parejas venían navegando juntas, durante las vacaciones, desde 1965. Todos los años dedicaban semanas a estudiar los equipamientos de los puertos deportivos —dónde podía uno abastecerse de agua, hielo y combustible, cuáles ofrecían duchas abiertas al público y buenos restaurantes cercanos— y a planear excursiones a puntos históricos del litoral y sus inmediaciones. Esforzábanse en no dejar nada al azar.
El de este año era el más ambicioso de sus cruceros: desde Miami a Haití, con escalas en las distintas islas del archipiélago de las Bahamas. Como precaución suplementaria, ambos yates transportaban —escondidos en la alacena de las provisiones antes de pasar la revisión aduanera en las Bahamas, los cañones abiertos como para cargarlos— los fusiles calibre 12 y cincuenta cartuchos del número 4.
Por dos veces —una en Eleuthera y, posteriormente, el Crooked Island— habían sido abordados por ratas de muelle: americanos jóvenes y encantadores en exceso que mendigaba pasajes hacia el sur (cualquier punto del sur) a cambio de encargarse de las faenas de a bordo. Al tanto de las recomendaciones de la Guardia Costera, los Lazlo y los Burguis habías rechazado el ofrecimiento.
Durante todo el día el viento había soplado del este con una fuerza invariable de diez nudos, y nada —ni la radio ni el cielo ni la propia brisa— hacía pensar en cambios súbitos Así pues, los tripulantes de Penanze y el Pinafore costeaban a moderado paso, rumbo al sudeste, el lado occidental de una isla de escaso relieve, a la busca de un fondeadero situado sotavento.
Si bien la isla no figuraba en las cartas del Servicio Oceanográfico, los navegantes estaban de antiguo acostumbrados a semejantes omisiones, que ya no les inquietaban. Todo estaba equivocado en la cartografía de aquella parte del mundo, abundante en bajíos donde no había ninguno señalado, profundo canales que separaban islas teóricamente unidas, faros que no eran sino montones de escombros, y «arrecifes» sumergidos que resultaban ser auténticas extensiones de tierra, mientra que otras, con nombre propio, no pasaban de crestas rocosa donde espumeaban las olas. La navegación se regía allí por el principio fundamental de: «Lo que hay es lo que ves», circunstancia por la cual los Lazlo y los Burguis jamás viajaban de noche.
A cosa de cien metros por delante del Pinafore, Lazlo se encontraba al timón escudriñando la accidentada costa. La isla, de unos ochocientos metros de largo, era un conjunto de farallones de diez pies de altura coronados de malezas, zarzales y pitas. Estas últimas, advirtió Lazlo sin prestar demasiada atención, habían sido podadas y ahora rebrotaban. En algún tiempo debieron ser objeto de cultivo, para obtener cuerda de sus fibras. Ahora, sin embargo, y aunque Lazlo no alcanzaba a ver el interior de la isla (supuesto que lo tuviese), era evidente que nadie cuidaba aquello. No había vida allí. Nada podía vivir allí, excepto los pájaros. Y los insectos.
—Mejor será que saques el 612, querida —dijo Lazlo—. Muchos me temo que esta será una noche de mosquitos.
—No me digas que vamos a desembarcar en este sitio —replicó Bella señalando la isla.
—No, pero el agua es demasiado profunda para anclar lejos de la costa. Habrá que fondear a menos de cincuenta metros. Y ya sabes el radar que tienen esos malditos.
Habiendo descubierto, al frente, un punto donde los farallones se interrumpían, Lazlo alcanzó el micrófono que pendía del mamparo.
—Hay una ensenada ahí delante, Walter… —dijo—. Pongo proa hacia allí.
—De acuerdo —sonó en el amplificador la voz de Burguis—. Yo aquí no echo ancla, desde luego. No la recuperaría.
Según se aproximaba a ella, Lazlo advirtió que la caleta era, en realidad, un pequeño puerto natural de acaso cien metros de boca y doscientos de profundidad. En su extremo opuesto, oxidados raíles de hierro que llegaban hasta la orilla se perdían en la maleza.
—Para las vagonetas en que acarreaban la pita, me imagino —explicó hazlo antes de que Bella formulase la pregunta—. Seguro que fondeaban aquí los cargueros.
Mientras Burguis aguardaba en la desembocadura del abra, Lazlo, sirviéndose del motor auxiliar, maniobró de forma que el yate quedase cuanto más próximo al centro del fondeadero.
Ahora, con la marea creciente, la popa de la nave miraría a tierra; pero dentro de unas horas, conforme cediese el aguaje su posición se invertiría —con lo cual necesitarían las embarcaciones abundante espacio para evolucionar— y a la mañana siguiente se encontrarían de espaldas al mar.
En cuanto quedó el yate al abrigo del viento, los mosquitos —de una minúscula especie negra llamada «jejenes invisibles» cuya picadura, al principio ni irritante ni perceptible, causaba luego ronchas dolorosísimas— iniciaron su ataque kamikaze, Lazlo se quitó las gafas de sol y reloj de pulsera (uno de los ingredientes del insecticida corroía las lentes de material plástico, que, volviéndose primero opacas, acababan por desintegrarse, pasadas algunas semanas) y dejó que su esposa le rociase con 612 desde la raya del pelo hasta las plantas de los pies.
El Pinafore fondeó a popa del Penzance. Los Lazlo botaron la Zodiac neumática que llevaban, sujeta con correas, en la popa, saltaron a su interior, dejáronse arrastrar por la corriente hasta alcanzar el Pinafore y subieron a bordo. Mientras Burguis preparaba combinados de Martini, Ellen y Bella organizaron un fuego de carbón en la asadora portátil, para cuya fijación disponía el Pinafore de unas ranuras en su popa.
Conforme, la mirada puesta en el sol poniente, daban cuenta de los emparedados de filete y los guisantes de una lata, el mar, a espaldas del yate, se animó de peces saltarines que atendían a su nutrición.
—Jacks —anunció Burguis.
—¿De veras? —dijo Lazlo—. ¿Cómo los conoces?
—No los conoce —explicó Ellen Burguis—. Él llama jacks a todos, salvo a los que le pican cuando está nadando; esos son tiburones.
—Te equivocas, Ellen —protestó Burguis—. No negaré que siento un cierto… respeto, digamos, por esos antropófagos; o un temor morboso, si insistes. Pero es cierto que los jacks mueven de una forma especial sus aletas caudales, un poco a la manera de nuestras caballas, cuando se alimentan. Observarás —sonrió— que los pedantes no dejamos de saber, a veces, lo que nos decimos.
Despachada su cena, Lazlo lavó su plato en el agua próxima a la popa.
Les deseo un amenísimo simposio ictiológico —dijo—. En cuanto a nosotros, es hora de irnos a la piltra. Mañana nos aguarda una buena travesía. ¿Quién quiere la primera guardia?
—La haré yo —ofreció Burguis—. No estoy cansado. Que Ellen tome la segunda y Bella la tercera. Eso te dejará de cinco a seis buenas horas de sueño.
—¿Aquí vamos a montar la guardia? —protestó Bella Lazlo—. No hay temporal ni tampoco lo han anunciado, y el tráfico no es precisamente nutrido.
—Convinimos unas reglas —repuso su marido— y hay que observarlas.
—Pero ¿qué puede ocurrir?
—Un cambio del viento, una ola gigante, mil cosas.
—Sin excluir a los pescadores clandestinos —precisó Burguis—. La guía dice que los hay en esta zona, procedentes de Haití y de Cuba, en todas las épocas del año. Quizá no te lo creas, pero son bien capaces de subir a bordo y dejarte en cueros mientras duermes.
—No llevamos nada que pueda interesarles.
—Eso es una conjetura. Hay motivos para pensar que sean adictos del 612, capaces de matar por una rociada.
—Es cuestión de simple disciplina marinera —argumentó Lazlo—. Siempre, aun fondeados en un puerto, montamos guardia, y eso no impide que nos levantemos sanos y lozanos. No hay motivo para interrumpir la rutina.
Y, dicho eso, haló de la Zodiak, saltó a su interior y la mantuvo arrimada al Pinafore a la espera de Bella.
Según regresaban al Penzance recuperando el cabo que a él les unía, Burguis voceó:
—Son las ocho y media. Ellen tomará la guardia a las diez treinta y te despertará a ti, Bella, a las doce y media.
Bella se dio por enterada agitando la mano.
Burguis invirtió la asadora fuera de la borda. Al caer la brasas al agua, un tropel de jacks se arrojó sobre ellas, dio algunas vueltas y, habiendo comprobado que no eran comestibles, desaparecieron velozmente en dirección al crepúsculo Burguis, que había bajado al camarote, volvió con la Remington y le cargó tres cartuchos.
—¿De veras crees eso necesario? —preguntó Ellen, dedicada a enjugar platos.
—Puestos a montar guardia, hay que hacerlo en toda regla. ¿De qué nos sirve, si no, el fusil?
Exento el cielo de nubes que refractasen la luz, la oscuridad, llegó apenas desaparecer el sol tras el horizonte. Ellen Burguis consultó su reloj.
—Bueno…
—¿Por qué no lo intentas? —dijo su marido—. Mejo dormir un poco que nada.
—Está bien.
Bajó al camarote y echó la cortina que cerraba la puerta.
Burguis se había traído un maletín lleno de libros. Durante el resto del año, y sin tiempo para leer más que los diarios las revistas profesionales, acumulaba lectura para sus vacaciones. Los libros eran, todos, ediciones en rústica de poco volumen y desechables. Le gustaba, si después de veinte o treinta páginas le parecían tediosas, poder arrojar al mar las novelas. «Polución literaria», murmuraba contento viendo flotar el empapado volumen en la estela del Pinafore.
Sentado a popa, el fusil al alcance de la mano y auxiliado por una linterna de bolsillo, acometió Los Dragones del Edén.
La noche era toda sonidos: en tierra, gritos y arrullos de pájaros; en el agua, el bullir y chapuzar de su fauna; y a bordo, la metálica respiración de Ellen, producto de unas fosa nasales congestionadas, que le llegaba desde el camarote.
A su espalda, a corta distancia del yate, oyó Burguis un borboteo que, sin ser ruidoso, excedía el que pudiera producir el chapuzón de un pez. Al volver la linterna, intrigado, del otro lado de la borda, distinguió ondas concéntricas que se ensanchaban, cual si algo hubiese sido arrojado al agua. Sin duda un pez que, tras un salto excesivo, había golpeado en la plancha. Burguis centró de nuevo su atención en el análisis que Carl Sagan hacía del complejo-R como función de la mente.
Súbitamente la popa se balanceó como si se hundiera un poco, unos centímetros nada más. Burguis se dio vuelta; pero, antes de que las pupilas alcanzaran a adaptarse a la oscuridad, un alambre le había rodeado el cuello cercenando, aplicado en forma de garrote, todo lo que no fuera hueso.
En sus últimos segundos, conforme halaban de él y lo arrojaban por la borda, Burguis no sintió dolor alguno. Solo perplejidad, unida a la impresión de que algo había fallado. Y luego, nada.
Chorreando agua, atento el oído, el hombre se detuvo, en pie, en la concavidad rectangular de la popa. Como percibiera los ronquidos, descorrió la cortina que cerraba la entrada del camarote.
Tendida boca arriba en la litera, cubierta por una sábana, Ellen Curtis no había interrumpido su profunda respiración nasal. Le cayó en la cara una gota de agua que se le deslizó nariz adentro. La durmiente se agitó.
—¿Ya? —dijo según resoplaba para despejarse la nariz.
Sintió entonces el escozor del agua salada, y un hedor espantoso, como de un animal que se descompusiera en la sentina. Una figura interpuesta entre su litera y la puerta tapaba la luz de las estrellas.
—¿Walter?
—¿Quiere rezar algo, señora?
—¿Eres tú, Walter?
Hizo por incorporarse, pero el pulpejo de una mano le forzó a reclinar la cabeza en la almohada. Una sombra hirió el aire. La silueta giró sobre sí misma. Ellen alargó el brazo hacia ella. Intentó hablar. Y solo entonces se dio cuenta de que la habían degollado.
De regreso a la popa, el hombre tomó el rifle y lo examinó dándole vueltas y, luego, apuntando hacia el cielo. El cargador le resultaba desconocido. Lo manipuló, tiró de él y dio un repengue cuando, liberado, uno de los cartuchos saltó de la recámara y cayó al agua. Escudriñó entonces el interior del arma y, habiendo contado los cartuchos restantes, acerrojó el cargador.
Fusil en alto, el hombre se deslizó al otro lado de la popa y alejóse, con silenciosos golpes de remo, cruzando con movimientos de tijera sus piernas de empapado cuero, hacia la popa del Penzance.
Momentos más tarde, dos disparos resonaban, amplificados por el agua, a través de los farallones.