6
Katherine salió con ánimo de tocar la campana que anunciaba la cena. El atardecer era espléndido, de una limpieza cristalina, y la brisa soplaba del sur con fuerza bastante para mantener alejados a los mosquitos. Escudriñó el cielo en busca de nubes, pero no había ninguna visible. Llevaban dos semanas sin ver la lluvia. La cisterna estaba baja y ahora se hacía preciso hervir todo el agua que sacaban de ella con ayuda de cubos, pues había adquirido un tono verdoso y estaba poblada de cosas vivas.
El tiempo seco, sin embargo, había hecho su artritis mucho más tolerable que en los últimos años, cosa por la que daba gracias. El sentimiento de gratitud la hizo sentirse egoísta, y el de egoísmo, pecadora. Resolvió orar pidiendo mayor fortaleza.
El sol había rozado el horizonte y descendía veloz adquiriendo el aspecto de una calabaza achatada. Katherine hizo ademán de asir el cordón de la campana, pero se contuvo, decidida a esperar unos minutos más. La que se iniciaba podía ser una noche perfecta para el rayo verde: el horizonte formaba una línea continua y aparecía libre de nubes. En el año que llevaba allí no había visto el rayo más que dos únicas veces, ambas en noches como aquella. Ninguna de las demás personas había presenciado el fenómeno, y le constaba que en ello veían una experiencia personal, una revelación destinada a ella sola. Y quizá fuera así, aunque había leído relatos de marinos que daban cuenta del rayo verde.
Oculto el sol ya casi por completo, Katherine abrió los ojos, a fin de evitar el parpadeo: el rayo verde era más veloz que un guiño. Los últimos reflejos dorados se desvanecieron y, en ese instante, visto y no visto, hubo un alfilerazo esmeralda. Luego, el cielo se vació de luz, que fue a perderse en los confines de occidente, dejando una bóveda negriazul tachonada de estrellas.
Katherine sonrió, deseosa de ver un buen augurio en el rayo. Si el tiempo no cambiaba y la carga valía la pena y la máquina respondía y el capitán estaba sobrio, el paquebote llegaría dentro de unas pocas fechas para llevarse a la gente dejándole a ella dos semanas de soledad antes de que apareciese el próximo grupo. No habría de escuchar a nadie: no habría nadie a quien dar instrucciones, nadie a quien cuidar ni hacer la comida. Y, una vez más, avergonzóse de sus sentimientos.
El presente era un buen grupo, en realidad: agradable y más capaz de atender a sus propias necesidades que la mayoría. Aun así, tras un mes de zarzales, malezas, mosquitos, guano y calor, los niños se mostraban inquietos e indómitos. Orar sosegaba a los mayores, pero no bastaba para aplacar a los niños.
Hizo sonar la campana y se dio vuelta, para regresar al interior. Miró entonces al suelo y, al hacerlo, profirió un chillido al tiempo que tornaba, de un salto, a la arena. En el peldaño superior, un escorpión blandía atrás y adelante su cola a la boca de un cuerpo donde inocular su ponzoña. Katherine arrojó un puñado de arena en aquella dirección y el insecto se escurrió presuroso hacia los matorrales.
Katherine se estremeció. Por mucho que también ellos fueran criaturas del Señor, jamás conseguiría acostumbrarse a los escorpiones, bichos repulsivos, abominables y peligrosos. Su picadura no solo era dolorosa, sino, además, susceptible de acarrear trastornos y, en ocasiones —a los alérgicos, a los ancianos o a los muy jóvenes—, incluso la muerte. Dos de los niños de la actual expedición habían sufrido sus aguijonazos. Resultando uno de los pequeños alérgico en extremo, el accidente, de no ser por la farmacopea de Katherine, pudo haberle costado la vida.
Dos chiquillos corrían playa arriba en dirección al edificio. Katherine entró.
Eran, todos, miembros de una secta de cristianos ortodoxos opuestos al modernismo. Algunos eran polígamos; otros, como Katherine, solteros y ascetas. Procedentes de los Estados Unidos e Inglaterra, la isla constituía (sobre todo para los polígamos) su único refugio seguro. Para gozar de un mes en su retiro cursaban solicitudes con un año, o más, de antelación.
Construido un cuarto de siglo atrás, el retiro seguía siendo el único edificio de la isla: un blocao de hormigón, de quince por quince metros, en forma de estrella de cinco puntas. Una de estas, destinada a vivienda de la residente, consistía, dividida en su parte central, en una alcoba y una capilla particular. Cada uno de los otros cuatro brazos ofrecía alojamiento para una familia: desahogado, si eran cuatro sus miembros; cómodo, si la componían seis personas, y sofocante, mísero y hacinado, cuando eran diez o doce sus componentes. De su número, en todo caso, dependía la prontitud con que los padres tornábanse irritables y los chiquillos imposibles.
El actual grupo era de buen gobierno. Incluida Katherine, eran doce los residentes en la estrella: dos parejas, cada una con dos chiquillos, y una mujer, madre de dos gemelos idénticos. No había polígamos practicantes en esa expedición, circunstancia que Katherine celebraba, pues, por más piadosos que fueran, tendían aquellos a crear dificultades. Suspicaces, prontos a ofenderse por cualquier menudencia, maestros en imaginar desprecios, tomaban a crítica, las sugerencias, y a condena las críticas.
El centro de la estrella contenía una vasta habitación circular dividida, en su parte media, por una estera de junco. Uno de ambos lados tenía media docena de sillas de bambú, dos lámparas de petróleo y un librero llena de biblias y otros textos religiosos. La parte opuesta la ocupaba la cocina, compuesta por una mesa, hecha de tablas recuperadas del mar, y un enorme hogar en cuyo interior podía permanecer derecha una persona. El único aparato eléctrico existente en el blocao era un refrigerador, alimentado por una dínamo que funcionaba a base de gasolina, para la conservación de medicamentos y leche.
Tres mujeres estaban en pie ante la mesa preparando un salpicón a base de caracoles marinos. Los hombres, que los habían extraído zambulléndose desde un esquife, estaban sentados en el cemento del suelo y, unos con la ayuda de hachetas, otros sirviéndose de cuchillos, desprendían de la concha la carne, la limpiaban y, troceada, entregaban a las mujeres la parte comestible.
Los niños fueron llegando, uno tras otro, del exterior.
Para cuando la comida estuvo dispuesta, no había en la estancia más luz que la procedente del fuego de la cocina. Uno de los hombres encendió las dos lámparas de petróleo y colocólas encima de la mesa.
—¿Está aquí todo el mundo? —preguntó Katherine según llevaba los cuencos de salpicón a la mesa.
Una voz infantil le respondió:
—Josh y Mary están afuera todavía.
—¿Y qué hacen afuera? —indagó uno de los hombres.
—Están cogiendo huevos.
—Han oído la campana —replicó en tono firme una de las mujeres—. ¿Acaso no conocen las reglas?
—Hay mucha cena —proclamó Katherine en tono festivo—. No se acostarán con hambre.
—Bien lo merecerían.
Enlazados por la mano en torno a la mesa, pronunciaron la oración de gracias y acometieron lo servido. Masticaban ruidosamente, mojando migas de pan en el jugo de los caracoles.
La puerta se abrió de un golpe y, plantado en el umbral, un chiquillo anunció jadeante:
—¡Se acerca una barca!
Katherine se quedó helada. Ninguna embarcación surcaba aquellas aguas, y menos por la noche. Sembrado todo el litoral de la isla de rocas agudas como cuchillas, algunas situadas tan solo a unos centímetros de la superficie, la travesía, peligrosa durante las horas de luz, era suicida después de ocultarse el sol.
—¿Y qué? —dijo uno de los hombres.
—Algún pescador, supongo —apuntó otro.
—Siéntate a la mesa —ordenó la madre del chico.
—¡Chitón! —dijo Katherine a los congregados. Y, acto seguido, dirigiéndose al muchacho, agregó—: Ese bote, Joshua, ¿iba de paso o se dirigía hacia aquí?
—Viene hacia aquí, señora. Directo a la embocadura. Levantándose, uno de los hombres dijo:
—Echaré una ojeada.
—Quédese donde está —replicó Katherine—. Lo haré yo.
—No me incomoda.
—¡Quieto, he dicho!
El hombre volvió a su asiento sin discutir.
Dirigiéndose al chico, Katherine bisbiseó:
—¿Dónde está Mary?
—Estábamos cogiendo huevos. Entonces encontró una cría de pájaro y dijo que iba a buscar el nido y dejarlo allí.
Katherine rebasó al chico y ganó el exterior. Volvió la mirada hacia la embocadura, una angosta brecha entre rocas que daba acceso a la caleta y a su playa, de no más de veinte metros de anchura en cuya arena distinguió, escorado, el esquife de la isla.
El bote, apenas una mancha sobre la oscuridad del agua, viraba, unos sesenta metros aguas adentro, hacia la embocadura.
Podía tratarse, pensó Katherine, de una barca de pesca sorprendida por una brisa adversa, o de algún pescador clandestino procedente de Haití, a la busca de un escondrijo donde pasar la noche.
Pero, cuando la barca quedó iluminada por un rayo de luna, sus esperanzas se desmoronaron: era la de la otra vez.
Durante los últimos diez meses, Katherine había hecho por convencerse, a fuerza de tenacidad y devoción, de que la piragua no había sido sino una quimera, de que lo sucedido no era real, sino una prueba más, una grotesca pesadilla destinada a forjar su fe. Y casi había llegado a creerlo. Ahora su único pensamiento fue: «¿Tanto he pecado?».
Aún seguía Katherine atenta a la piragua cuando esta encontró viento. Su vela latina orzó y fue arriada. A popa y a proa aparecieron remos que hendieron el agua.
Katherine corrió en dirección al más próximo brazo de la estrella y, desde allí, escudriñó la penumbra en busca de la niña ausente. No se atrevió a alzar la voz.
Volviendo al blocao cerró la puerta y pasó el cerrojo. El corazón le latía con violencia. Luego de efectuar varias profundas inspiraciones, y tan serena y rigurosamente como pudo, dijo:
—Escúchenme todos. Van a hacer exactamente lo que les mande. No hay tiempo para preguntas. Entérense tan solo de lo siguiente: quien desobedezca está diciéndole al Señor: «Ha llegado la hora de que me acojas en tu seno».
Dicho eso, y habiendo levantado la estera de junco, descubrió una trampilla de madera que quedaba al mismo ras del suelo. Alzándola, la puso a un lado. Una escalera de mano conducía a un negro foso.
—Vacíen aquí lo que hay en la mesa —ordenó—. Sin olvidar nada.
La mesa fue despejada rápida y silenciosamente. Platas, cuencos y tazas apenas hicieron ruido al caer en la arena del fondo.
—Y ahora ¡todo el mundo abajo! De prisa. Cuidado con caer.
Ayudó a un niño a localizar el primer peldaño de la escala.
Uno de los hombres farfulló obstinado:
—Creo que tenemos derecho a…
—¡Calle la boca! —replicó Katherine—. Y, a menos que desee morir, métase ahí dentro.
—Pero ¿dónde está Mary? —gimió una de las mujeres.
—En los matorrales. Cuando esté ahí abajo, recen al Todopoderoso para que la mantenga alejada.
Reunidos ya todos en el foso, Katherine se arrodilló en el suelo y dijo:
—Guarden el mayor silencio. Cuidado con toser o estornudar. Si rezan, háganlo mentalmente. —Y, echando entonces la trampilla, colocó la estera en su antiguo lugar.
A continuación revisó una vez más la mesa sacudiendo migas de pan y enjugando con el faldón del vestido gotas del jugo de los caracoles. Luego abrió el cerrojo de la puerta y, situándose de pie en la estera de junco, las manos cruzadas ante el pecho, se puso a rezar.
Se oyó el crujido de pisadas, primero en la arena y, luego en los escalones de hormigón. La puerta se abrió con violencia.
Eran dos, sus negras siluetas recortadas sobre la luz de las estrellas.
Porque no distinguía sus caras, no pudo saber si eran los de la otra vez. Una ráfaga atravesó el umbral trayendo su olor y Katherine se estremeció con el recuerdo.
No hablaron.
Como imaginara, y como había ocurrido ya en su anterior visita, la tumbaron encima de la mesa y la violaron uno tras otro sin mostrar, sin embargo, brutalidad gratuita. La inútil resistencia que la mujer opuso fue aceptada sin ira y vencida sin esfuerzo. El cuchillo que le habían puesto en la garganta era más un gesto que una necesidad. Ella cerró los ojos, para no verles, contuvo cuanto pudo el aliento, para no percibir su hedor, y prorrumpió, en su interior, en exaltadas oraciones que ahogasen los rezongos de ellos.
Fue, todo, muy frío —como si sus visitantes fueran inspectores llegados a tomar la lectura de un contador—, y, cuando hubieron terminado, la ayudaron a enderezarse. Katherine se asió al borde de la mesa tragando bilis y haciendo por no desmayarse.
—¡Mercurio! —pidió uno de ellos.
Katherine asintió. En su anterior visita no había comprendido lo que querían y ellos, conforme a lo que parecía una costumbre, la habían torturado según trataban de explicarse: después de sajarle el interior de los muslos con la punta de un cuchillo, habíanle frotado jugo de limón y pimienta en las incisiones. Por último, y a fuerza de hilvanar frases y palabras sueltas, había ella comprendido lo que deseaban.
Los condujo al refrigerador. Los medicamentos venían en cajas de doce botellas. Katherine tomó una, de penicilina, y dos jeringuillas.
—Se echará a perder si no se guarda en un sitio frío —advirtió—. ¿Cuántos son los enfermos?
—Muchos.
Llévensela toda.
—Ron —dijo el compañero del anterior.
—No tengo ron.
El hombre la apartó de un manotazo, metió la mano en el refrigerador y sacó una botella de plástico que contenía un litro de alcohol isopropílico.
—No beba eso —exclamó Katherine—. Se pondrá muy enfermo. Lo uso para curar el mal de oídos.
—No le oigo. Tengo mal de oídos.
Rompiendo en una risotada, el hombre desenroscó el tapón, echóse un roción de alcohol en la oreja y, luego, tomó un largo trago de la botella. Un temblor le sacudió el pecho. Tosió, espurreó y dijo:
—Sí: es espiritoso esto.
Y, tapándola, se guardó la botella bajo la camisa.
—Márchense ya —dijo ella según cerraba la puerta del refrigerador.
Percibió entonces un débil, confuso ruido cuya procedencia no logró determinar. Sin saber si partía del foso, bajo sus pies, o del exterior, dio unos pasos arrastrando arena de la que cubría el suelo.
—Sí. Buenas noches, señora. Y que Dios la bendiga. Katherine se quedó a la espera de verles partir.
Pero ellos permanecieron donde estaban, escuchando.
Y entonces distinguió lo que los hombres oían: pasos que cruzaban ligeros la arena. Y, en seguida, la voz de una niña que exclamaba, dichosa:
—¡Miren lo que he encontrado!
Katherine profirió un alarido de angustia.
Mary entró en la habitación sin reparar en los hombres.
—¡Un pájaro chiquito! —dijo anidándolo en las manos—. Mire… ¡Oh!
—¡Déjenla en paz! —gritó Katherine—. ¡No es más una niñita!
Era absurdo, y Katherine lo sabía: Mary contaba doce años, era alta para su edad y corpulenta. Pero no desesperaba: aún no habían pasado cinco minutos desde que la poseyeran a ella. Mary retrocedió hasta topar con la pared.
—¿Quiénes son ustedes?
—Buena pregunta —dijo uno de los hombres—. Y tú, ¿quién eres?
—Señorita Katherine… —Comenzó Mary con voz llorosa.
Ciega, irreflexivamente, Katherine se abalanzó sobre el hombre que tenía más próximo. Sin apenas tomarse la molestia de mirarla, él le atenazó el cuello con la mano y la arrojó al suelo. Luego le arrancó a Mary el pájaro que tenía en la mano, lo estrujó, lo lanzó a un lado y, asiendo a la niña por el codo, la condujo a la puerta.
Presa del pánico, Mary rompió a gritar y forcejear, hasta que el hombre la abofeteó y dijo:
—Quieta, o por Dios, que es mi juez, que te corto la lengua. Tú te vienes con nosotros.
Katherine, que seguía en el suelo, clamó:
—¡Devuélvanmela, se lo suplico!
El hombre que sujetaba a la niña se detuvo en el umbral.
—¿Que se la devuelva, señora?
Así será, si ese es su deseo. —Tirando a Mary del cabello le hizo alzar la cabeza y, el machete aplicado a su garganta, añadió—: ¿En cuántos pedazos, dígame? ¿Para guisar o rustir?
Los visitantes prorrumpieron en carcajadas y, empujando a Mary ante ellos, salieron del blocao.
Katherine se quedó tendida en tierra escuchando los gritos de la niña que se perdían en la noche.