5

Ni siquiera tengo un cepillo de dientes.

—Pues lo compramos. Existen en Florida.

Era la décima objeción que Justin planteaba, y demolía Maynard, en lo que llevaban de vuelo. No se trataba, sabía Maynard, de reparos sólidos ni reflexionados: el chico, sin duda ilusionadísimo por esa imprevista salida de la rutina, no hacia sino buscar seguridad a base de dar expresión verbal a cuantos problemas se le ocurrían. Pero, según los solventaba su padre, o le explicaba cómo pensaba solventarlos en su momento, su inquietud iba cediendo.

—De todas formas, ¿qué vamos a hacer en Miami?

—Tontear un poco. Ver a unas cuantas personas. Hacer algunas preguntas. Una pizca de turismo, tal vez.

—¿Cuándo acabarás de crecer, papá?

La observación tomó a Maynard por sorpresa.

—Oye, esa no es, que yo sepa, tu forma de hablar. Es el estilo de tu mamaíta.

Justin se sonrojó.

—No importa. Dime a qué viene esa pregunta. ¿Qué te hace pensar que no he alcanzado la madurez? El otro día me presenté a un anuncio del Playboy y me dijeron que ya había rebasado la línea. Después de los treinta y cuatro, ni siquiera mereces un estudio de mercado.

—Las personas mayores no hacen estas cosas —respondió Justin con un ademán que englobaba al avión.

—¿Acaso no tienen derecho a divertirse?

—Mamá dice que ya no estás satisfecho de ti mismo, que por eso sigues en el Today haciendo lo de «Tendencias».

Maynard trató de hallar una respuesta jocosa e incisiva, pero no encontró ninguna. Se sentía confuso y enfadado, sobre todo esto último, pues Devon y él habían convenido no decir al niño cosas que pudieran perjudicar sus respectivas imágenes.

—Escúchame un momento, Justin.

El muchacho avanzó la mano y asió como tanteando el terreno, la de su padre.

—Yo estoy satisfecho de ti —dijo—. ¿No lo estás tú de ti mismo? Yo lo estoy: me gustas.

—Escucha, amiguito… —Maynard apartó la mano de Justin y desvió la mirada. Pasado un instante, dijo—: Quiero explicarte lo siguiente. Tengo muchas razones para trabajar en el Today. En primer lugar, necesitamos comer y ellos me pagan bien. Además, hago una buena labor, tan buena como el que más, y eso es importante. Y, finalmente, no es un mal empleo. A mucha gente le encantaría escribir para Today.

—¿Y no piensas hacer otras cosas?

Maynard sonrió.

—¿Cuando acabe de crecer, quieres decir?

—Sí —respondió Justin apurado.

—No lo sé. A veces pienso en ello, y otras trato de no hacerlo. Es más fácil pensar en lo que uno es, que en lo que podría ser. Si hay alguien en este mundo a quien me gustaría parecerme, esa persona es Samuel Eliot Morison.

—¿Quién es ese?

—Un hombre que viajó a todas partes y lo vio todo. Y si algo no pudo ver, porque pertenecía al pasado, leyó sobre el tema, trató de revivirlo y, luego, escribió libros en los que explicaba a sus semejantes lo que había descubierto.

—Y tú quieres escribir relatos.

—Relatos auténticos. Esa es una de las razones de nuestro viaje a Florida.

Justin asintió, visiblemente satisfecho de la explicación.

—Y usted, señor Inquisidor, ¿qué quiere ser? —preguntó Maynard—. ¿Se detiene alguna vez a pensarlo?

—Alguna que otra. De niño, quise ser ecólogo; pero ahora ya no estoy tan seguro.

Apenas aterrizar en Miami, Maynard mandó a Justin a comprar algunos tebeos y un diario vespertino. En este esperaba encontrar noticias en torno a la desaparición de las parejas de Nueva Jersey. Para aprovechar la espera, se dirigió a un mostrador que exhibía el rótulo de «Oficina de Información». Una fogosa joven teñida de rubio, de cara que recordaba a Barbie Doll y figura con pretensiones de Dolly Parton, le acogió sonriente.

—¡Hola! ¡Me llamo Ginny! ¿En qué puedo servirle?

—¿Puede decirme cómo llegar a las Caicos?

—¡Sí, señor! ¿Queda eso en la Playa de Miami?

—No, señorita. Se trata de un territorio: Islas Caicos y de los Turcos.

—¡Oh, por supuesto! A ver qué nos dice esto —y, abriendo su guía de vuelos, revisó los destinos que empezaban con T—. Caramba, me temo que no haya, señor.

—¿Qué es lo que no hay?

—Ni Turcos ni Caicos.

—Entiendo. ¿Podría consultarme Navidad?

—No faltaría más. —Pasó páginas velozmente—. ¡Aquí la tenemos! Navidad. No puede llegar allí desde aquí.

—Correcto. Entonces ¿desde dónde?

—Desde ningún sitio, creo. ¿Lo ve? —Dio vuelta a la guía de modo que Maynard pudiera ver las listas—. Air Sunrise, cancelada. OutIsland Air, anulada. Tropicair, suspendida.

—Pues la gente se desplaza allí —señaló Maynard.

—Si usted lo dice, señor…

—¿Cómo lo hacen, pues?

La muchacha sacudió la cabeza.

—Desde luego es rarísimo.

—¿Hay aerotaxis?

—Es posible. Podría informarse en Reliable. —Y señaló un mostrador visible al final del pasillo.

—Gracias por su ayuda.

—Ha sido un placer. Esperamos su próxima visita.

Maynard esperó a Justin, que apareció con una brazada de tebeos, y juntos se encaminaron al mostrador de Reliable.

Un hombre delgado, de curtido rostro, se dedicaba allí a rellenar formularios de billetes con el cuidado y la lentitud de un calígrafo, chupando la punta del bolígrafo en cuanto concluía una palabra y conteniendo la respiración antes de iniciar la siguiente. Tenía la lengua embadurnada de azul. Maynard sacó la conclusión de que era un semianalfabeto.

Habiendo esperado a que ultimase el billete, Maynard le abordó:

—Perdone, ¿podría decirme cómo llegar a Turcos y las Caicos?

—Las pistas no tienen luces. Intente localizar aquello de noche y es posible que acabe en África.

—¿Y mañana?

—Depende de que les apetezca volar.

—¿A quién?

—A Arawak. —El empleado sonrió—. Nosotros les llamamos Los Caballitos del Diablo.

—¿Y Reliable no cubre ya esa línea?

—El Gobierno nos expulsó so pretexto de que no ofrecíamos servicio regular. ¿Cómo puede nadie ofrecer un servicio regular si una mitad de las pistas está llena de baches y la otra, bajo el agua? ¡Que me cuelguen si lo entiendo!

—¿Tienen servicio de aerotaxi?

—Desde luego. Le llevaré yo mismo. Setecientos cincuenta pavos. El aparato es un Twin Beech.

—¿Dónde está la oficina de Arawak?

—No tiene. El tipo opera desde el bar.

—¿Cómo lo reconoceré?

—Imposible no hacerlo. —El hombre rio entre dientes—. A menos que a estas horas esté tumbado en tierra.

El bar estaba repleto y la iluminación era escasa, pero la camiseta blanca, con las letras de ARAWAK grabadas en la espalda en tipo de trepán, resultaba visible desde la misma entrada. Maynard estacionó a Justin en una banqueta libre, junto a la camiseta, y le pidió una CocaCola. Justin orientó el tebeo de Archie de modo que captase el hilo de luz que bajaba del techo y acometió la lectura.

Maynard adelantó el cuerpo y, librando el hombro de Justin, dijo al hombre de Arawak:

—Perdone, tengo entendido que vuela usted a las Caicos.

—Ajá. —Tras una ojeada a Maynard, volvió a su piña colada.

—¿Cuándo es el próximo vuelo?

—Mañana les llevo una carga de provisiones.

—¿Puedo reservar un par de plazas?

—No puede.

—Oh. ¿Va completo?

—No me está permitido llevar pasajeros. El único piloto autorizado sale los miércoles. O los jueves. Depende.

—Oh. —¡Al diablo con ello!, pensó Maynard. Se dirigió a Justin—: Acábate eso. A ver si podemos pillar un avión para Nueva York.

Justin apuró de un trago el resto del refresco y se apeó de la banqueta.

El hombre intervino:

—Yo no he dicho que no pudieran ir.

—Sí que lo ha dicho.

—No: dije que no podía reservar plazas.

Maynard respiró hondo.

—Ya. Entonces, ¿cómo hacemos para…?

—Tengo que llevarles de gratis.

—Oh, vaya… muy amable de su parte.

—Como es natural, nada le prohíbe contribuir al pago del combustible.

—Desde luego. Y una… contribución justa ¿cuánto sería?

—Cincuenta pavos por barba. En metálico. Por adelantado.

—Hecho. ¿A qué hora es la salida?

—A las siete. No le esperaré.

—¿Por qué puerta?

—¿Puerta? Basura. —El hombre sacudió la cabeza en dirección a las pistas—. Ahí fuera. En la revuelta.

—¿Qué aparato pilota?

El hombre miró a Maynard y, bajando la voz hasta conseguir un tono burlescamente confidencial, respondió:

—El aparato, mi capitán, será el condenado avechucho que esté dispuesto a volar a esas horas de la mañana.

La única respuesta educada que se le ocurrió a Maynard fue:

—Conforme.

Y tomando a Justin de la mano lo sacó del bar.

La chica del mostrador de Informaciones les reservó una habitación en el hotel del aeropuerto y les indicó cómo llegar al autobús gratuito que les conduciría hasta allí.

En la pequeña furgoneta Maynard dijo a Justin:

—¿Te apetece hacer algo esta noche?

—Lo mismo me da. ¿Vemos la televisión?

—Eh, amiguito, que estamos en Miami. Hay que echarle un vistazo.

—Okay. ¿Vamos a algún sitio mañana?

—Podría ser. Tengo que hacer un par de llamadas.

—El lunes me toca colegio.

—Quizá sea fiesta. Nunca se sabe.

—¿Qué fiesta?

—Demos tiempo al tiempo.

Según la telefonista del servicio internacional, no había más que una línea con las Islas Caicos y de los Turcos. Y, por lo regular, o bien estaba ocupada o bien tenía avería. La mayor parte de los mensajes se cursaban por radio y en la isla los retransmitían por sus propios medios cuando les venía en gana. Además —arguyó— intentar comunicarse con la oficina del gobernador en sábado por la noche era tiempo perdido.

Maynard le rogó que probara comunicarle con cualquier abonado. Tenía que cursar un aviso al gobernador. Y, aunque no le constaba que la isla lo tuviese, el argumento pareció surtir efecto. La telefonista dijo que le volvería a llamar.

Vieron por televisión las noticias vespertinas —que no mencionaron para nada los yates de Nueva Jersey— y, a insistencia de Justin, «La Pandilla de Brady». Maynard se disponía a llamar nuevamente a internacional cuando sonó el teléfono.

—Le tengo Caicos al habla —dijo la telefonista, tras cuya voz percibía Maynard un zumbido agudo y crepitaciones de estática.

—¿Con quién me ha puesto?

—No lo sé. Estuve probando números hasta que uno respondió.

Se oyó un chasquido y la telefonista desapareció.

—¿Oiga? ¿Oiga? —El zumbido recorría la línea subiendo y bajando de tono repetidamente—. ¡Oiga!

—Lo mismo le digo yo, pues. —La voz era de mujer, débil y distante.

—¿Con quién hablo?

—¿A quién llama?

Lentamente, haciendo por articular con claridad, Maynard dijo:

—Me llamo Blair Maynard. Soy de la revista Today. Intento comunicarme con alguien de la oficina del gobernador.

—¡Birds[1]! —dijo la mujer.

—¿Cómo dice? —Aunque ignoraba en qué forma, era evidente que había ofendido a su interlocutora.

—¡Birds! —repitió la mujer.

—¿Cómo, Birds?

—Que se llama Birds. Es el nombre de nuestro representante ante el Gobierno. Birds Makepeace.

—¿Sabe dónde está?

—Aquí, no. A una servidora no se le ha perdido nada con él.

—¿Podría darle un recado de mi parte?

—¿Qué quiere usted de Birds?

—Me gustaría visitarle mañana. ¿Puede decirle eso? —Supongo que se dejará caer por aquí, como no haya salido de pesca.

—¿Dónde está usted?

—¿Que dónde estoy? —preguntó desconcertada—. Yo, aquí. ¿Y usted?

—No: lo que quiero decir es si está en la Gran Turco.

—¿En la Gran Turco? ¿Qué quiere usted que haga yo en la Gran Turco?

Maynard trató de recordar nombres de otras islas importantes del archipiélago de las Caicos.

—¿Hueso Grande? ¿Está usted en el Cayo de Hueso Grande?

—Eso espero —rio la mujer—. Al menos, ahí estaba la última vez que miré.

—¿Y él dónde está? ¿Dónde está Birds?

—Conmigo, no. Ya se lo he dicho.

—Sí, eso está claro. Quiero decir: ¿dónde…?

Un silbido agudo, penetrante, interrumpió la comunicación. A eso siguieron tres chasquidos que nada bueno auguraban, y, luego, la linea se quedó seca. Maynard colgó.

Justin estaba siguiendo un capítulo de «World of Survival» dedicado a los monos.

—¿Conseguiste la cita?

Maynard rompió a reír.

—Mi solicitud está en curso. —Descolgando el auricular, marcó el número de la oficina neoyorquina de Today.

A las siete y media de la tarde de un sábado no habría allí más que un empleado de la redacción montando guardia ante los teletipos, en caso de que sobreviniese algún acontecimiento capaz de alterar los artículos destacados de la revista. A esas alturas, la edición de la próxima semana llevaba horas cerrada, y solo un magnicidio o una importante declaración de guerra podía interrumpir el tiraje.

—Campbell al habla.

—Ray, soy Blair Maynard. ¿Puedo dejarte un recado para Hiller?

—Te daré el número de su teléfono particular.

—No quiero molestarle en su casa. Lo hubiera dejado para después del fin de semana, pero es que no sé dónde estaré el lunes.

Maynard no quería hablar con Hiller, quien podía oponerse al viaje. Las islas quedaban en la jurisdicción de la oficina de Atlanta o, en el caso de un artículo sin base sólida, como el que traía entre manos, de un corresponsal con base en Miami, y los directores de sucursal reaccionaban vivamente a las intrusiones de Nueva York. Hiller, por otra parte, objetaría que no tenía derecho a abandonar su departamento. En cambio, si Maynard llevaba el asunto adelante sin recabar la aprobación de Hiller, lo peor que podía suceder era que se negase, a su regreso, a firmar su nota de gastos. Y de eso podía resarcirse hinchando posteriores facturas, que había incontables formas de hacerlo.

—Bastará con que le digas que he dado con una pista en el asunto de los yates, y que le telefonearé en cuanto pueda.

—De acuerdo.

—Gracias, Ray, y buenas noches.

Maynard desconectó a Justin de «Star Trek» y juntos bajaron a la planta baja. En el vestíbulo compraron un pequeño saco de viaje, que Maynard llenó de artículos de aseo, ropa interior y trajes de baño.

—A lo mejor vamos a nadar —explicó a Justin—, y no es cuestión de presentarse en la playa en calzoncillos.

Tomaron un taxi ante el hotel y Maynard pidió al conductor que les llevase a dar una vuelta por la Collins Avenue de Miami Beach.

—Tendría que estar prohibido morir sin haber visto el hotel Fountaineblue —dijo a Justin—. Es posible que se haya convertido en un dinosaurio más, pero no deja de representar una etapa crítica de la evolución del hombre.

—Es una porquería —declaró Justin según el taxi se internaba en la impura atmósfera azul en que aparece inmerso el famoso hotel. Y, luego, cuando hubieron dejado atrás la extensa explanada de la zona hotelera, añadió en tono lapidario—: Todos una porquería.

—Cerrado, por hoy, el capítulo cultural. —Adelantándose en el asiento Maynard dijo al conductor—: Llévenos al centro.

—¿A qué parte del centro?

—Lo mismo da. Enséñenos los monumentos.

—Monumentos los hay en todas las esquinas —gruñó el taxista—. Depende de cómo le gusten: cubanas, negras o blancas de la base pobre.

Eran más de las ocho. Maynard tenía hambre y Justin, cara de sueño.

—¿Quieres tomar un bocado?

Justin bostezó.

—De acuerdo. Volvamos al hotel y que nos lo suban a la habitación. Me va un kilo.

El conductor tomó una bocacalle, a la derecha, y emprendió el regreso al aeropuerto. Justin, de repente, dio un salto en el asiento.

—¡Eh, mira!

Maynard reparó en un destellante rótulo de neón visible al frente, del lado derecho de la calle, con el anuncio de: Everglades Shooters’ Supermart.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó al chófer.

—Pues lo que dice: un supermercado de la armería. Tienen un salón de tiro en la parte de atrás. Como una bolera.

—Anda, papá, parémonos.

—Pensé que querías cenar.

—Solo para echar un vistazo.

—De acuerdo.

Sin necesidad de que se lo pidieran, el conductor detuvo el coche junto al bordillo.

—¿Cuánto van a tardar?

—Un par de minutos. ¿No le importa esperarnos?

—Tendría que pedirles alguna garantía: el reloj o las llaves. Pero dejémoslo así.

Era, conforme anunciaba el rótulo, un supermercado, que ocupaba la mitad del largo de la manzana y todo su fondo. Había cuatro naves diferentes, cada una señalada con referencias orientativas: a la derecha, armas de mano calibres 10, 12 y 16; a la izquierda, rifles calibres 30.06 al 44.40; por aquí, armas de mano automáticas; por ahí, revólveres; rifles militares, nave número 4; pólvora negra, al fondo. Una pancarta daba publicidad a las ofertas de la semana: rifle semiautomático Marlin Golden 39A calibre 22, 125 dólares; revólver Frontier Hammerli calibre 45, 175 dólares, y, gratis, una caja de munición por la compra de dos. Las armas se exhibían, todas, en armarios con puerta de vidrio, cerrados. Los vendedores patrullaban las naves con llaves maestras colgando del cinturón.

Había seis departamentos de caja, donde el personal administrativo examinaba tarjetas de crédito, contaba billetes o embalaba compras.

—Parece un automático —observó Maynard.

—¿Qué es un automático? —indagó Justin.

Pero, sin esperar la respuesta, salió disparado nave adelante.

Maynard consiguió darle alcance frente a un armario mural de dos lados, en uno de los cuales se exhibían rifles de combate AR15 y, en el contrario, otros, de parecido aspecto, marca Valmet.

—¡Ostras, son cosa fina! —exclamó Justin.

—¿Puedo servirles en algo? —inquirió un vendedor que había aparecido detrás de ellos.

Habría mediado la cuarentena y, verdaderamente macizo, tenía la hechura de un baúl con patas. Llevaba gafas estilo Truman, el cabello engominado y apestaba a Aqua Velva.

—No sabía que pudieran vender esos rifles —dijo Maynard señalando los de combate.

—¿Los AR15? Desde luego. Claro que no son totalmente automáticos. Ese es el modelo deportivo.

—Pero se pueden convertir en automáticos, ¿no es así?

—Aquí, no. Ahora bien, si lo hace un armero, fuera de nuestro establecimiento, nosotros no sabemos nada. —El vendedor tendió la mano—. Me llamo Stan Baxter. Llámeme Bax.

Por el entreabierto blazer de Baxter vio Maynard fugazmente la culata del revólver que, enfundado en una pequeña pistolera sujeta por el pantalón, llevaba el hombre junto al abdomen.

—Maynard —dijo al tiempo que le estrechaba la mano.

—Y este caballero, ¿quién es? —indagó Baxter según alcanzaba la mano de Justin—. A mí me parece un hombre de armas.

—Lo soy —respondió Justin. Y, señalando las Valmets, agregó—: No están nada mal. ¿Qué son?

—El más perfecto rifle militar de cuantos se han hecho. Diseño finlandés. Esos tipos cogieron lo mejor del AR15, lo casaron con lo mejor del AK47 y echaron al mundo el Valmet.

—¿Qué tiene de particular?

—Su simplicidad. Poquísimas partes móviles. Es casi imposible que se atasque, ni siquiera expuesto al barro o la arena. Mucho más fiable que sus progenitores. Funciona con municiones NATO del 7.62, aplicables a casi cualquier rifle de la Europa oriental u occidental. El .225 que emplea el AR15 es excelente para destrozar a un hombre, pero a distancias importantes no es efectivo. Sin contar con que el casquillo, por su fuerza rotativa, puede herir al que dispara. El Valmet mata con precisión y a distancia.

—Pensé que eran armas deportivas —observó Maynard.

—Y lo son. Pero —agregó Baxter con un guiño— cada cual entiende el deporte a su manera, ¿no es así?

Justin, que se había adentrado en el local, estaba ante una vitrina repleta de pistolas.

—¡Mira esto, papá!

Baxter dedicó a Maynard una sonrisa.

—Creo que su chico ha encontrado un amigo.

Justin estaba enardecido.

—¡Es la pistola de James Bond!

—Y tú que lo digas, hijo —corroboró Baxter—. La Walther PPK. Una excelente arma para principiantes.

—¡Para principiantes! —exclamó Maynard—. Cuando yo era pequeño, lo que utilizábamos era rifles de 22, de un solo disparo.

Baxter asintió.

—Pero cuando usted y yo empezamos a disparar, los objetivos eran conejos y, más de tarde en tarde, alguna serpiente. No teníamos que precavernos para cuando apareciesen por detrás de la colina.

Maynard se abstuvo de preguntar a quién se refería.

Se produjo entonces un disparo seguido de un segundo y un tercero. Maynard agarró a Justin por el brazo, dispuesto a echarlo a tierra y tenderse encima de él.

Baxter rompió a reír.

—Tranquilo. Son clientes que están practicando en la parte de atrás. La sala de tiro les da la oportunidad de probar la mercancía antes de comprarla, y a nosotros nos evita el trastorno de las devoluciones. —Volviéndose hacia Justin indagó—: ¿Te gustaría probar esa PPK, jovencito?

—¡Que si me gustaría!

—Un momento… —intervino Maynard.

Baxter, que ya estaba desprecintando el estuche, aclaró:

—Sale a unos diez centavos el disparo. No encontrará quién se lo haga más barato.

—No se trata de eso.

—Oh, no se preocupe. Sin compromiso alguno. —Y, con un nuevo guiño, añadió—: Desde luego, apretar el gatillo de una PPK es como liarse con una bolsa de patatas fritas: luego hay que tener voluntad para frenar. Y es que esta arma habla a uno. —Baxter tiró del cerrojo, examinó la cámara, sacó el cargador y lo reinsertó.

—¿Cómo dijiste que te llamabas, jovencito?

—Justin.

—Pues bien, Justin, ¿por qué no me ayudas llevándomela? —Y le tendió la pistola por el lado de la culata.

El chico, una enorme sonrisa en los labios, miró a su padre. Maynard le correspondió con otra, desganada, y movió afirmativamente la cabeza. Estaba noqueado. El vendedor, que había sacado de una gaveta una caja de municiones, los condujo a la sala de tiro situada detrás de la tienda.

Resuelto, explícito, paciente, Baxter se reveló un instructor experimentado. Tras aguardar a que Justin disparase cinco tiros —cuatro de los cuales erraron por completo el blanco, situado a quince metros de distancia, quedando el último por debajo de la diana—, enseñó al chico cómo sujetar y apuntar el arma correctamente y, también, cuándo contener la respiración. De los cinco disparos de la segunda ronda, tres se alojaron en el blanco.

Al consumir la sexta ronda, Justin situaba ya cinco disparos en la diana, uno de ellos en el mismo centro.

Maynard hizo diez disparos a ritmo lento —la totalidad de los cuales dieron en el blanco y cuatro en su centro— y otros diez en rápida sucesión. De estos últimos, seis dieron en la diana y dos en su punto central.

—No está mal —apuntó Baxter.

—Me falta entrenamiento —replicó Maynard.

Estaba, a pesar suyo, satisfecho de sí mismo y orgulloso de Justin, y, también, sorprendido de la facilidad con que habían hecho presa en él los estímulos de la práctica del tiro: el olor a nitrato de potasio y el de los lubricantes de silicona; el contacto de la culata texturizada; la mágica aparición en el blanco, en el preciso instante del disparo, de las perforaciones de las balas.

De regreso a la tienda, Baxter tomó a Maynard por el brazo. Hizo por desasirse, pero el vendedor no le soltaba.

—Ese chico es un tirador nato.

Maynard asintió.

—Sí, se defiende.

—¿Se defiende? ¡Esa PPK está hecha para él!

Maynard no dijo nada. Le divertía sentirse consumido por aquel pueril anhelo de tener una pistola de su propiedad. Su abuelo le había educado en el uso de las armas, y entre ellas había crecido Maynard respetándolas. De cuantas paternales atenciones le había mostrado el viejo a través de los años, ya que con mayor orgullo recordaba Maynard eran las palabras escritas en la nota adjunta a la pistola de tiro al blanco con que le obsequió al cumplir los dieciocho años: «A ti te confío una pistola cargada tranquilo como no me sentiría prestando un coche a la mitad de tus amigos».

En el sentimiento que le invadía reconoció Maynard una mezcla de nostalgia y atavismo: hete allí a su hijo iniciándose en el ritual de las armas de fuego, preparándose para el cambio que le convertiría en hombre. Por más primitiva y tribal que fuese esa sensación, no dejaba de ser auténtica. Maynard, conocedor de todos los argumentos que se esgrimían en favor de limitar el acceso a las armas de fuego, los sustentaba en su mayoría, aun a sabiendas de que el empeño era, a escala nacional, poco menos que una causa perdida, y tan solo había discrepado siempre de quienes sostenían que el único propósito de las armas de fuego era el de matar. Maynard no había matado en toda su vida más que ratas y conejos enfermos. Un fusil o una pistola eran uno de los pocos instrumentos capaces de impartir a quien los utilizaba estímulo, satisfacción, orgullo y desaliento. Pocas experiencias había tan frustrantes como la de apuntar a una lata de cerveza hundida en la arena, a cien metros de distancia, apretar el gatillo y ver que la lata sigue donde antes. Y no muchas tan divertidas como ver ese mismo bote saltar en el aire volteando por el sonoro efecto de la bala.

Justin se acercó a Maynard y le tomó de la mano.

—¡No sería fenómeno ni nada tener una pistola así!

Seguro de que no tenía manera de satisfacer ninguno de los requisitos legales que exige la compra de un arma de fuego, a Maynard no le pareció arriesgado otorgar:

—Desde luego.

—¡Bueno! —exclamó Baxter radiante dando a Justin una palmadita en el hombro—. Parece ser que el señorito Justin ha conseguido su pistola.

—¿De veras?

—Ni por pienso —replicó Maynard.

—¿No? —Se paralizó Baxter—. ¿Y eso?

—No residimos en Florida.

—Un inconveniente, desde luego.

—Ya me lo imaginaba —dijo Justin alicaído.

—Aunque nos permitiesen comprarla, amiguito —explicó Maynard—, en Nueva York no sería nuestra legalmente.

—Podríamos tenerla en casa de tía Sally. En Connecticut está permitido.

Baxter no estaba dispuesto a perder la venta.

—Su permiso de conducir, ¿por casualidad no está expedido en Florida?

—No. —A un tiempo maligno y curioso, Maynard resolvió acorralar un poco más a Baxter—. No conduzco. ¿Solo las personas que lo hacen pueden comprar armas de fuego?

Los ojos de Justin acusaron la mentira, pero guardó silencio.

—No. Basta con un documento que acredite la residencia. Un recibo del alquiler, por ejemplo.

Maynard se sacó la cartera del bolsillo.

—Déjeme ver. Es muy posible que lleve alguno.

Seguido por Justin, se dirigió a un mostrador vecino. Baxter, en cambio, permaneció donde estaba, con el manifiesto propósito de procurarse una caja donde embalar el arma.

Apoyándose en el mostrador, la espalda vuelta a Baxter, Maynard arrancó de su agenda una hoja en blanco y en ella escribió, en letra de imprenta: «He recibido de Mr. Maynard la cantidad de 250 dólares en concepto de alquiler del apartamento 206 por el corriente mes de mayo». Y, habiendo añadido la fecha y unas señas ficticias, firmó, con caligrafía muy historiada: «Molly Bloom».

—He encontrado uno —dijo a Baxter.

—¡Fantástico! —Baxter cogió el papel y, mirarlo, se lo metió en el bolsillo—. Me encargaré luego del papeleo.

—¿Prefiere que no le pague con tarjeta de crédito? —Podría resultar embarazoso.

—¿Qué tal un cheque?

—De primera. Pero extiéndalo al portador. Es más sencillo. Una cifra redonda.

Maynard sonrió.

—¿Cómo de redonda?

—Veamos… la pistola más la munición disparada, unas cien balas… Hágalo por doscientos dólares y yo le daré el cambio.

Maynard comenzó a rellenar el cheque.

—¡Ah! Olvidaba un pequeño detalle: mañana tenemos que tomar un avión.

—¿A Nueva York? —repuso Baxter—. No es problema. Métala en el equipaje que facturen. No lo pasan por los rayos X.

—No. A los Turcos.

—¿A los Turcos? —Baxter rompió a reír—. ¡Ningún problema! Tenga —abrió una de las gavetas y sacó una pistolera—. Llévela encima. Esos vuelos no ofrecen la menor seguridad.

—¿Y qué pasa con la aduana?

—Le registrarán el equipaje; pero a usted, a menos que sospechen que lleva contrabando, no le cachearán. Voy a darle un consejo, lleve algo prohibido y declárelo al llegar al aeropuerto.

—¿Qué, por ejemplo?

Baxter se adelantó y habló por lo bajo en la misma cara de Maynard. Tenía tan agrio el aliento, que Maynard hubo de hacer un esfuerzo para no recular, y apenas oyó lo que el vendedor le sugería. Pero asintió como si hubiera captado hasta la última sílaba.