10
¿Por qué le arrastraban? Les había dicho que no tenía ganas de bailar, pero no le hacían caso. Ahora, después de derribarle, tiraban de él asiéndole brazos y piernas. Le estaban lastimando y les tenía eso sin cuidado. Cuanto mayor era su dolor, más regocijados gritaban ellos. Denme algo de beber, por favor. ¡Tengo tanta sed! Un sorbo nada más. Un sorbo y haré por bailar. Se lo prometo.
Los danzarines desaparecieron, el sueño se diluyó y solo quedó el dolor. Tenía un lacerante latido en la cabeza y aún le mortificaba más la sensación de que piernas y brazos le estaban siendo descoyuntados.
Al abrir los ojos vio el cielo. Estaba tendido boca arriba, pero nada sentía bajo el cuerpo: solo aquel suplicio en hombros y caderas. Alzando la cabeza hasta tocar el pecho con la barbilla, se vio los pies y las cuerdas que los amarraban, en alto, a los dos postes de madera. Dejándola caer se miró las manos, atadas a dos postes similares. Cada una de las cuerdas estaba unida a una rueda.
Le habían puesto en un potro.
Volvió la cabeza a uno y otro lado. Estaba en un pequeño calvero arenoso rodeado de malezas. Solo.
Oyó música de radio: una orquesta acompañando a un coro que entonaba un himno: «Su amor es mayor que el reluciente mar, mayor que tú y que yo, mayor que la fuerza del amor, y está tan cerca de ti como el guante lo está de la mano».
Concluido el himno, una voz peroró: «Y ahora, camarada de a bordo…». La voz se interrumpió y se oyó otra, más cercana y cálida, que salmodiaba: «Las almas de los justos están en manos del Señor y ningún tormento habrá de afligirlas. Por eso nuestro camarada, Roche Sansdents, un hombre justo e íntegro, será acogido en el seno del Señor. Todo hombre entra una vez en la vida y sale otra de ella. ¿Cuándo volveremos a verle? ¿Quién es capaz de contar la arena de las playas, las gotas de la lluvia, los días de la eternidad?».
A eso siguió el susurrado «Amén» de una multitud afligida.
Una tercera voz, esta ampulosa y autoritaria, continuó: «Tú, Goody Sansdents, eres legítima heredera de los bienes de Roche, y a ti serán transmitidos. El mismo pacto te autoriza a recibir del almacén comunal los alimentos y enseres que hayas menester, como asimismo una décima parte del primer rico botín que se capture. El pacto te da también la potestad de disponer a tu antojo de aquel por cuya mano dejó Roche este mundo».
Un furioso grito vengativo escapó de la garganta de una mujer.
Maynard tensó los músculos abdominales y, contenido el aliento para sobrellevar el dolor, arqueó la espalda y lanzó en alto los brazos con la esperanza de aflojar las ataduras lo bastante para liberar las manos. Fracasó y, al caer nuevamente de espaldas, los músculos de los hombros se distendieron causándole un dolor insufrible. Profirió un alarido.
—¡Se ha despertado! —advirtió una voz según el gentío se aproximaba al calvero.
—Volverá a dormirse —dictaminó otra—. Yo preferiría con mucho hacer dormido todo el viaje.
—Más podría suceder que, llegando a la otra orilla, te perdieras.
—Bien dices; pero despierto ha de enfrentarse uno al rostro de la muerte, y dicen que es visión de gran espanto.
—Tanto no será que exceda el del rostro de tu mujer.
Habían entrado en el calvero, pero se detuvieron a su margen.
Maynard les miró desde el potro. Aunque sentía miedo, el dolor y la confusión le sustraían parcialmente a él. Era como si, flotante sobre sí mismo, contemplara de lejos su propio terror.
Eran todos varones, todos atezados y mugrientos, y tenían manchadas de sangre y de grasa las ropas. Unos blandían machetes, otros, hachas, y no había quien no llevase cuando menos un cuchillo.
Habiendo formado un corro en torno al calvero, guardaron silencio. Luego el corro se abrió y tres personas avanzaron por la arena en dirección a Maynard.
El que abría la marcha era un hombre de elevada estatura, pecho espléndido y esbelta cintura, cuya edad debía de frisar la cuarentena. Sus cabellos castaños, descoloridos por el sol, descendían de la cabeza separados por una raya central. Lacios mostachos con pomada le enmarcaban la boca. Vestía una sucia camisa de hilo, de mangas afolladas, y un calzón corto, de cuero cosido a mano, que dejaba descubiertas sus piernas por debajo de la rodilla. Los pies, sarmentosos y curtidos, aparecían desnudos. Dos bandoleras le cruzaban el tórax pertrechados con sendos pedreñales.
A su zaga marchaba un hombre de mayor edad, que llevaba atados a la nuca, en forma de coleta, sus cabellos ya canos. Vestía un ropón gris, ceñido al talle por un ancho cinturón de cuero, y calzaba botas de goma como las que usan los marineros en tiempo inclemente.
A varios pasos de distancia de ambos hombres iba arrastrando los pies un remedo de mujer. Tenía sucia de hollín la cara, y sus cabellos, untados de pomada, recordaban los de la Medusa. Se cubría con un sobretodo negro que cerraba con el puño a la altura del talle. Mantenía fija en Maynard, sin un parpadeo, la mirada de sus ojos húmedos y extraviados.
La mujer se abrió paso entre sus dos acompañantes y, llegada ante Maynard, inclinóse y le escupió en la cara. El aliento le hedía a ron.
El más alto de ambos hombres sonrió a Maynard.
—Despertaste.
—¿Quién es usted? —indagó Maynard con un ronquido gutural.
Denle agua —ordenó el más viejo—. Jamás mataréis a un hombre sediento, pues comparecería sin comunión ante Dios. Está escrito.
Manos surgidas de un punto situado detrás de Maynard le rociaron rostro y boca con agua procedente de una vejiga de animal. El simple acto de lamerse los labios y tragar le lastimó los ligamentos de los hombros. Vuelta la mirada hacia el hombre de elevada estatura, preguntó de nuevo:
—¿Quién es usted?
—Jean-David Nau. El décimo de la rama.
—¿Dónde está mi hijo?
—Con los demás.
—Por favor —imploró Maynard—, déjenle. No es más que un chiquillo.
—¡Dejarle ir! —rio Nau—. ¡De seguro!
—¡No le maten! —Maynard sintió llanto en los ojos—. ¡Háganme lo que quieran, pero no le maten!
—¿Matarle? —Nau parecía perplejo—. ¿Con qué propósito? ¿Mataría alguien a un soldado antes de que alcance la edad de pelear? ¿O a una bestia de carga aún no hecha a su trabajo? No. Su vida será breve acaso, pero no falta de alegrías, y su fin, el que él elija.
—¿Y yo?
—Tú morirás —dijo Nau sin emoción.
—¿Por qué?
Fue el más viejo quien respondió:
—Es nuestra usanza.
—¡Al demonio con vuestras usanzas! Decidme en qué puedo serviros y lo haré. No quiero morir.
Se escuchaba hablar y le sorprendía la serenidad de su voz.
—¿Temes la muerte? —indagó Nau—. Morir es una aventura.
La entereza le abandonó tan rápida e ilógicamente como le había llegado.
—¡No! —gritó.
—¿Qué clase de hombre eres tú? ¿Acaso eres cobarde? Habrías de enfrentarte con dignidad a la muerte.
—Guarda la dignidad para ti. Yo tengo un propósito en la vida, y es el de conservarla.
—¿Cómo te llamas?
—Maynard.
—¡Maynard! ¡Noble nombre! ¡Un nombre de guerrero!
—Majaderías. Es un nombre nada más. ¿Quién eres tú?
Ya he respondido a eso.
—No… Lo que quiero saber es qué eres. Qué haces.
Nau alzó la voz, de manera que fuese audible para los que permanecían al borde del calvero, y dijo:
—¡Óiganme todos! Este hombre es Maynard. ¿Quién de entre ustedes ignora su sangre? —Los espectadores intercambiaron comentarios susurrados—. Un antepasado suyo dio muerte al poderoso Teach, llamado Barbanegra.
Maynard no discutió la noticia. Por más que no conociese su genealogía más allá de sus bisabuelos, si su supervivencia dependía de apropiarse la de otro, dispuesto estaba a suplantar a Genghis Khan o al propio Jesús de Nazaret.
—Tienes sangre de calidad —dijo Nau—. Igual debe ser tu corazón.
—Siendo así… —Principió Maynard.
Pero el otro le interrumpió alzando la mano.
—¡Manuel! —llamó.
El delgaducho chico de antes corrió al centro del calvero.
—Trae al muchacho —ordenó Nau.
—Sí, L’Ollonois.
Dijo Maynard a Nau:
—¿Cómo te ha llamado?
—L’Ollonois. Como tienen mandado llamarme los niños. Como llamaban a mi padre y al padre de este y a cuantos precedieron a ambos desde que la cabeza de la estirpe se asentara en estas tierras, en tiempos del segundo Carlos.
Maynard, que había oído hablar de ese ancestro, exclamó:
—¡Era un psicópata! Se comía el corazón de sus víctimas. Nau sonrió orgulloso:
—Bien dices. No confiaba en el silencio de ningún prisionero.
—Y los indios lo despedazaron.
—Cierto. Y tanto temía que sus pedazos pudieran reunirse de nuevo y volverse sobre ellos, que los quemaron y esparcieron sus cenizas a los cuatro vientos. ¡He ahí un hombre que sabía morir!
El muchacho a quien llamaban Manuel regresó al calvero con Justin, que tenía las manos amarradas tras la espalda y venía sujeto por un dogal.
Maynard ladeó la cabeza. Si esperaba encontrar a Justin histérico de miedo, lo halló impasible y con la mirada vidriosa.
—¿Estás bien, hijo?
Justin no respondió.
Nau se volvió hacia su compañero y dijo:
—Explícaselo, Hizzoner.
Este descansó una mano en la cabeza de Justin y habló:
—Hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir. Muere el padre, y el hijo lleva su nombre. Aunque un hombre muera, su nombre perdura. Él pasa, pero sus hazañas son cantadas eternamente. Tú presenciarás el rito del tránsito y, luego, tu nombre será testimonio de la gloria del pasado. Se te llamará Maynard TueBarbe.
Nau echó los brazos al aire.
—¡Maynard TueBarbe!
—¡TueBarbe, TueBarbe, TueBarbe…! —Corearon los hombres congregados en torno al calvero, y en seguida prorrumpieron en vítores.
Como despertado por el alboroto, Justin miró a su padre, después a Nau, y, finalmente, apacible la voz, dijo:
—No le maten… por favor.
—¡Chitón! —le interpeló Nau.
Se inclinó entonces, tomó al muchacho en volandas y se lo echó al hombro.
—No es hombre todavía —apuntó Hizzoner.
—Pronto lo será —dijo Nau. Y, encarándose a la mujer, agregó—: ¿Cómo dispones que se haga, Goody Sansdents?
—¡No quiero morir! —aulló Maynard.
Justin seguía doblado sobre el hombro de Nau, y vio Maynard que lloraba en silencio según le miraba.
—Agarrótale —silbó la mujer.
—¡Vamos! —rio Nau—. Yo no agarroto a un hombre noble.
—Denme, entonces, una eslinga, y yo misma lo haré. Y, para mejor medida, me comeré sus ojos, cuando salten de las cuencas.
—Que no se le agarrota, te digo. Sin ojos, ¿cómo va a encararse a la muerte? Los necesita para ver su destino. Pónganle una candelada sobre el vientre, y veamos qué clase de hombre es.
—¡Le saltó un ojo a Roche! —arguyó la mujer.
—Bien dices; pero, cuarterón de portugués y mulata, Roche no era de buena sangre.
—Si tan noble es, déjamelo para mí, que bien he de menester que me atiendan.
—Bujarrones tenemos para las que se encuentran en tu situación. Sírvete de ellos a tu antojo.
—¡Bujarrones! —Escupió la mujer en la arena—. Este puede darme lo que Roche no me dio: un hijo noble. Nau perdió su sonrisa.
—Debe morir. —Y miró a Hizzoner en busca de confirmación.
El otro asintió con un cabeceo.
—Es la usanza —dijo.
Arrancándole a Nau el cuchillo que llevaba al cinto, la mujer contorneó al gigantón y, plantada ante Maynard, apuntó el arma a la entrepierna del cautivo y dijo:
—El pacto me da derecho a disponer de él. Y así lo hago. La mano de la mujer voló hacia Maynard, que apretó los ojos a la espera de algún dolor inimaginable.
De una sola cuchillada rasgó la mujer el bañador de cintura a entrepierna.
—¡Esto es mío! —proclamó según aferraba los genitales de Maynard. Y, con una desafiante mirada que pasó de Nau a Hizzoner, dijo todavía—: Iniciaré una estirpe cuyas alabanzas cante el porvenir. Me asiste ese derecho.
Se hizo un silencio en el calvero. Maynard sentía en los tímpanos el latido de la sangre. El dolor se apoderaba de él en ramalazos intermitentes. Veía que la mujer seguía agarrando sus partes íntimas, pero lo hacía con fuerza tal, y era tanto el dolor que le laceraba hombros y caderas, que no sentía sus manipulaciones.
Hizzoner fue el primero en hablar.
—El pacto es supremo. La mujer está en su derecho.
—Pero la usanza… —quiso objetar Nau.
—La usanza es costumbre, el pacto es ley, y la autoriza a disponer.
—Pero disponer…
—… No significa, en rigor, matar.
Nau no estaba satisfecho. Tras descargar a Justin y dejarlo caer en tierra, cosa que llevó a cabo con una sola mano, dijo a la mujer:
—Se le dejará vivir hasta el día en que se dictamine preñada. Es un utensilio a tu servicio. Si quebrantara la ley, aun por una sola vez, tú cargarás con su culpa, y yo, con estas manos —las alzó, cerrados los puños, ante el rostro de la mujer—, te arrancaré la matriz y la arrojaré al mar.
Enardecida por el ron y su victoria, la mujer blandió los genitales de Maynard y exclamó:
—Y si esto cumple mal su función, seré yo quien lo arranque y arroje al mar. —Y, como riera, sonaron en el calvero risas nerviosas.
—No sabes morir —dijo Nau a Maynard—. ¿Qué has hecho de bueno en la vida?
—Escribo.
—¿Eres, pues, escribano? Es posible, entonces, que sea doble el servicio que prestes. No hemos tenido cronistas desde Esquemeling.
—¿Esquemeling? ¿Acaso has oído hablar de Esquemeling? Hizzoner les interrumpió. Blandiendo admonitoriamente un dedo ante el rostro de Maynard, dijo:
—Debes saber que la mujer tiene dominio sobre ti. Hazle bien a la viuda.
—Que lo suelten —dijo Nau al tiempo que se volvía de espalda.
Justin no le siguió. Quedóse al lado de su padre mientras dos hombres, tras cortar las ataduras, descansaban el cuerpo de Maynard en la arena.
Llegado al filo del calvero, Nau dijo en tono perentorio:
—¡Aquí, muchacho! Él ya no es tu padre. Ahora solo vive para satisfacer a la mala pécora.
Aunque consciente solo a medias, Maynard percibió el titubeo de Justin, su dilema.
—Ve con él —susurró—. Haz lo que sea preciso. Sígueles la corriente. Sobrevive.
Luchó contra la niebla hasta cerciorarse de que Justin le obedecía. Y, luego, se desmayó.
No llegó a saber cuánto tiempo estuvo durmiendo, pues fue el suyo un sueño inquieto, plagado de pesadillas de horribles mutilaciones, angustiosas en su verismo. Unas veces le atormentaba el calor, y entonces sentía bañado el rostro en líquido y con eso, el olor acre del vinagre, y en otras ocasiones era un frío intenso el que se apoderaba de él, hasta que lo aliviaban toscas prendas de abrigo de áspero contacto.
Despertó mediada una noche. Estaba desnudo y tendido boca arriba sobre una estera de hierba tejida, en una choza de paja y fango, pequeño recinto de tres metros de fondo por dos de lado. Intentó moverse y, encontrando impedimentos, descubrió que tenía brazos y piernas cubiertos de cataplasmas vegetales. Los agudos dolores de antes habían dado paso a otro, sordo y persistente.
La mujer estaba ante él, sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, agitando el contenido de un cuenco. Había sustituido el sobretodo negro por un poncho color gris, tenía limpia de tizne la cara y se había cortado el cabello, que, libre de pomada y reducido a una longitud de tres o cuatro centímetros, aparecía ahora hirsuto y de un tono rubio pardusco. Maynard no hubiera sido capaz de adivinar su edad. El aire marino y el sol habíanle cuarteado el cutis y cubierto el rostro de arrugas. Los movimientos de sus dedos eran rígidos, artríticos, y tenía inflamados los nudillos. La artritis, sin embargo, es un mal que en los climas húmedos aqueja aún a los muy jóvenes. Su pecho, en cambio, por lo poco que el poncho permitía ver, era alto y firme, y también la carne de las piernas se veía tersa. Tomando en consideración el clima y los efectos de una existencia primitiva, estimó Maynard que debía de tener entre treinta y treinta y cinco años.
La choza estaba alumbrada por la luz de una linterna de pilas situada en el suelo, entre dos ladrillos. Señalándola, Maynard preguntó:
—¿De dónde ha salido eso?
—De un botín que hizo Roche. Espléndido, por cierto: dos cajas enteras de 612, albérchigos, nueces ¡y ron! Pasó borracho una semana. Los demás, también.
—¿Y qué pasa cuando se acaban las pilas?
—Se acaban. Como todas las cosas. Y otras vienen. —Le dio de lo que contenía el cuenco—. Come.
Era una porción de pescado, crudo, seco y salado, pero todavía viscoso.
—¿No cueces la comida?
—¿Estás loco? ¿Quieres que pierda la lengua?
—No comprendo.
—Hacer fuego es peligroso. Encendido de día, te vale una tanda de azotes; si es de noche, te cortan la lengua.
—¿Por qué es peligroso hacer fuego?
—Eres tan ignorante como cobarde. Nos verían.
—¿Quién?
—La gente. Los de afuera.
Maynard se llevó el pescado a la boca y, conteniendo el aliento, trató de masticar. Era correoso y estaba cubierto de impurezas. No conseguía engullir. Recuperó el bocado y lo dejó caer en tierra.
—No tengo hambre —dijo.
—Esa cuenta me hice —replicó ella—. Lo remediaré sin tardanza.
Recostado otra vez, Maynard movió las extremidades. El dolor empezaba a ceder.
—¿Qué tiene esto? —preguntó, la mano puesta en uno de los emplastos.
—Salix —dijo la mujer, que, habiendo vertido en el cuenco líquido del que contenía un cercano jarro de arcilla, de nuevo se dedicaba a remover.
Salix, repitió Maynard para así. ¿Dónde había encontrado antes esa palabra? ¿En los escritos de Morison, de Ernle, de Bradford, de Homero? No, no era ahí. Pero el nombre de Homero acicateó su memoria. El sauce era un árbol cuya corteza los antiguos griegos empleaban como analgésico. Su extracto se conocía ahora con el nombre de ácido salicilico. La aspirina. ¿De dónde le venía a la mujer el conocimiento del sauce?
Con cautelosa naturalidad, preguntó:
—¿Es esto un… retiro religioso?
—¿Un qué?
—¿Formáis parte de… en fin… alguna secta?
—¿Cómo?
Sin más rodeos, dijo:
—Este sitio ¿qué diablos es?
—El dolor te tiene aturdido todavía.
—¿Quién era aquella gente?
—Este sitio es nuestra morada —explicó ella como si se dirigiese a un niño— y esa gente es mi gente.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Toda la vida.
Maynard le miró a los ojos por ver si le mentía o se chanceaba. Pero ni en ellos ni en su sonrisa descubrió indicios de tal cosa.
—¿Naciste aquí?
Ella vaciló, visiblemente insegura.
—Siempre he vivido aquí.
—¿Qué edad tienes?
—He sido mujer cien veces —fue su respuesta—. La primera se celebró.
—¿Qué significa…?
Maynard dejó la pregunta en suspenso. Hablaba ella, probablemente, de ciclos menstruales. Cien períodos, cien meses: un poco más de ocho años. Si tuvo el primero alrededor de los doce años, ¿contaba ahora veinte?
—No tienes hijos.
—Tuve dos. Pero los mataron.
—¿Por qué?
—Se vio que eran entecos. —Interrumpiendo sus manipulaciones puso el cuenco en el suelo—. Roche me atendía, pero siempre tuvo el mal gálico. —Escupió—. Un cerdo.
Se hizo entonces con un objeto que quedaba a su espalda, en la oscuridad. Era un recipiente de peltre, de unos treinta centímetros de largo, que tenía un émbolo de madera a uno de sus extremos.
—Tú eres mi última esperanza —dijo por fin.
—¿De qué?
—De tener un hijo sano.
—¿Y qué, si no lo tienes?
La mujer aplicó una cánula al extremo abierto del recipiente y la enroscó a fondo.
—Dejo de ser una mujer y me uno a las hermanas.
—¿Monjas?
—¡Monjas! —rio ella—. Putas.
—¿Te obligan a convertirte en prostituta?
—No me obligan. Es la usanza.
Después de hundir la cánula en el contenido del cuenco, tiró del émbolo absorbiendo el espeso líquido.
—Date la vuelta y ponte de rodillas.
Maynard no se movió.
—¡Que te des la vuelta!
—¿Qué haces?
—Estás malo. No quieres comer. Llevas dentro humores malignos. Esto —blandió el recipiente— te limpiará. Maynard reculó hasta topar con la pared de la choza.
—¿Y pretendes ponerme eso en…? Oh, no, gracias.
—Necesitas una ayuda.
—Tú no me metes eso…
A causa de la penumbra no reparó en su avance hasta tenerla encima. Le hincó una huesuda rodilla en el esternón y, poniéndole al cuello una navaja de breve hoja, le hizo echar atrás la cabeza.
—Vives porque yo lo he permitido —dijo—. Los otros te hubieran querido muerto. Te vendrá bien recordarlo. Tengo necesidad de ti, más puedo llevarte hasta el filo de la muerte, y hacerte volver, y empujarte otra vez allí. Puedo enseñarte el dolor. —Le liberó entonces—. Date la vuelta.
Lentamente, Maynard se tumbó sobre el abdomen y, luego, plegó las piernas bajo el cuerpo.
—¿Qué tiene eso? —preguntó sin fuerza.
—Aceite de pescado y medicinas. —La mujer le levantó las caderas y separó las nalgas—. Los viejos aseguran que lo remedia todo: la cojera, el estrabismo y hasta el gálico. —Rio escéptica—. Pero sus procedimientos son anticuados. Las lavativas limpian los intestinos y los libran de humores. Y nada más.
Maynard cerró los ojos y se apretó las sienes. La cánula, fría y puntiaguda, le penetró el recto. Al chocar con la próstata le hizo sentir un ardoroso ramalazo en el pene. Luego, según continuaba su avance, la gratitud que Maynard albergaba hacia la mujer, el contento de sentirse vivo, comenzaron a disiparse. Comprimió ella el émbolo y Maynard sintió inundadas las entrañas.
—Listo —dijo ella cuando el depósito estuvo vacío.
Le largó una palmada en el trasero y él se derrumbó en la estera, donde se quedó jadeante, la cara en contacto con la tierra. Vislumbró en el recuerdo la imagen de Dena Gaines. ¿Pasaría ella por esto? ¿Y le procuraba placer?
Los intestinos se le retorcieron: rechazaban el aceite de pescado. Como mejor pudo, se puso de rodillas y balbució:
—¿Dónde…?
La mujer, que había previsto la reacción, se encontraba ya junto a la puerta alzando la cortina de cuero que la tapaba.
—Sígueme.
Comprimiéndose el estómago según luchaba por mantener cerrado el esfínter, internóse en la oscuridad. Atravesó matorrales tras los pasos de la mujer hasta que ella se detuvo e indicó unas zanjas de un metro de ancho por ocho o diez de largo, de donde llegaba una sinfonía de sonidos insectiles.
Aunque ignoraba cómo servirse de la zanja, no le dio tiempo a preguntar. Se acuclilló a horcajadas y los intestinos se le soltaron con violencia. La mujer, entretanto, permanecía a su lado, los brazos en jarras, admirando.
«¡La dignidad!», exclamó Maynard para sus adentros contemplando, por entre la neblina de las náuseas, a la mujer. «Muere con dignidad, pero vive como un cerdo». Convulso el vientre de espasmos, gimió. Los intestinos expelieron aire con una explosión.
—Ya estás bueno —dictaminó ella.
—Creo que voy a morir.
—Todavía no. Aún tienes que cumplir tu función. Ven. Tomándole de la mano lo arrastró lejos de la zanja.
—Estás loca —dijo él sintiendo el aceite que se le escurría por los muslos.
La mujer lo condujo por entre un laberinto de senderos infestados de maleza. En su pos volaban los insectos. Notó un enjambre de mosquitos en la espalda, y, en la comisura de los labios, el ataque de las moscas llegadas a abrevarse en su saliva; pero se sentía demasiado débil para espantarlos. Percibió un lejano murmullo de voces, como de conversaciones susurradas, pero no veía a nadie.
Saliendo de la maleza encontraron una playa. La mujer le condujo hasta la orilla y allí le bañó restregándole con arena seca la suciedad de las piernas, que aclaró con el agua espumosa de las rompientes.
De regreso a la choza, le ordenó que se tendiese en la estera. Tendió la piel que cubría la puerta, pero miríadas de dípteros quedaron atrapados en el interior.
—No sopla el viento esta noche —comentó ella—, y, sin él, estas tierras se convierten en un infierno.
Arrodillada junto a Maynard, hundió la mano en un tarro y la sacó colmada de una sustancia.
—¿Qué es ese potingue? —indagó Maynard alarmado.
—Grasa de cerdo.
—¿Qué vas a hacer con ella?
—Untarla por todo el cuerpo —dijo riendo—. Es cuanto tengo para mantener los bichos a raya. Cuando el último botín, Roche tuvo ocasión de conseguir un lote de 612. Pero lo cambió por ron.
Se había quitado el poncho y, desnuda, empezó a aplicarse grasa por todo el cuerpo. La piel le relucía a la luz de la linterna.
El olor del ungüento le devolvió a Maynard el recuerdo de las mañanas de domingo de su niñez, cuando su padre preparaba salchichas y tocino ahumado y freía huevos en su sustancia.
—¿Dónde está mi hijo?
—Con los otros muchachos.
—¿Son muchos?
—Ahora, solo dos. Amén de Mary, la chica. El número varía.
Sentada, comenzó a untarse la parte interna de los muslos.
—¿Qué le harán?
—¿Hacerle? Nada. Le enseñarán a valerse por sí mismo.
—¿Hay otros en mi situación?
Ella meneó negativamente la cabeza.
—Eres el único. Ningún otro salvó jamás la vida.
—¿Por qué?
—El pacto dice que el adulto, hombre o mujer, está corrompido. Solo los niños son puros.
—¿Qué pacto es ese?
—Ya lo descubrirás… si vives lo suficiente.
Procurándose más grasa del tarro, se puso a embadurnarle con ella el rostro. Lo hacía suavemente. Luego pasó al cuello, los hombros, el pecho, y así hasta alcanzar los pies, que frotó hasta entre los dedos. Nada dejó sin protección. Tan confortante era el contacto de sus dedos, que, según le sobaban los muslos, Maynard fue adormeciéndose. Al poco, roncaba.
La mujer le plantó en la boca el reverso de la mano. Los nudillos le agrietaron los resecos labios. Fijos los ojos en los de él, que se abrieron con sobresalto, sacó más grasa del pote y le frotó los genitales.
—Todavía no es hora de dormir —dijo.
—Pero… ¡no puedo!
—Sí, puedes. Te lo probaré.
—¿Estás…?
—¿Fecunda? No. Pero debemos prepararnos para cuando lo esté.