7

El aeroplano era un DC3, viejo y destartalado, y el piloto, un albino llamado Whitey, de ensortijados cabellos blancos, iris color de rosa y piel como la tiza. A causa del sol, que no podía soportar, llevaba camisa y pantalones blancos, aquella de manga larga, un sombrero de ala ancha y gafas oscuras. Aun a aquella temprana hora de la mañana, apenas salido el sol, había buscado la protección del ala de babor para dirigir la carga del aparato.

Whitey condujo a Justin al asiento del copiloto y desplegó para Maynard una silla de tijera, que puso en la tablazón situada justo detrás de la cabina.

—¿No hay cinturones de seguridad?

—¿Y para qué los quiero, si no llevo pasaje? A los pollos no hay que sujetarlos.

El espacio abierto detrás de Maynard estaba prieto de carga: cajas de fruta, víveres enlatados, cajones frigoríficos de carne congelada, tres jaulas de gallinas vivas y un cerdo comatoso.

—No queda más remedio que drogarlos —explicó Whitey refiriéndose al animal—. Cierta vez, una hembra se me despertó a mitad de camino de las Bahamas y empezó a hozar, ya sabe, con el morro. Se cargó la mitad de la tablazón y por poco nos manda al charco. Total que tuve que afrijolarla.

—¿Lleva armas de fuego a bordo?

—¿Yo? ¡Qué disparate! —exclamó Whitey. Y en seguida, dedicando a Maynard una sonrisa, agregó—: Pero en un viejo cacharro como este, te pones a buscar y encuentras de todo.

Al alcanzar el extremo de sotavento de la pista, Whitey aumentó la velocidad del motor, consultó los indicadores y soltó los frenos. El aparato se puso en marcha con un respingo.

Mediada la pista, todavía seguían en contacto con el suelo. Tirando hacia atrás con suavidad de la palanca de mando, Whitey comenzó a jalear al aparato:

—Venga, tesoro… levanta el culo, cariño… anda ya… —El avión no se alzaba—. ¡Arriba ya, maldita sea! —juró Whitey dando un violento tirón a la palanca.

Lenta, laboriosamente, el aparato se despegó del suelo conforme desaparecía, veloz, el final de la pista.

Maynard se miró las palmas, relucientes de sudor, y se las secó en los pantalones. Lejos, a la derecha, tirados en una ciénaga, distinguió los esqueletos de tres o cuatro aeroplanos que una niveladora había reunido en un montón.

—Y eso, ¿qué es? —quiso saber.

—Les llamamos sorpresas —explicó Whitey—. Se lanza uno pista adelante, seguro de despegar como si tal cosa y ¡sorpresa!: no despega.

El albino viró, inclinándose, a la derecha, hacia el este, cara al brillo cegador del sol. Vuelto hacia Justin, dijo:

—Tienes un termo de café delante de los pies. ¿Quieres servirme una taza?

Cuando Justin se la entregó, Whitey soltó los mandos y dijo:

—Anda, sé buen chico y manténmelo en curso.

Justin obedeció feliz. Prieta la mano en torno a la palanca vertical, adelantó el cuerpo a fin de salvar el obstáculo visual del morro.

Whitey, que se había sacado del bolsillo un frasco de licor, vertió un chorro en la taza. Luego ofreció a Maynard la botella.

—¿Un poco de abreojos?

Percibiendo el olor del bourbon, Maynard sacudió la cabeza, en señal de negación.

—¿Siempre vuela… así?

—Hay que ponerse en órbita, amigo. El viaje es un cañazo.

Whitey se guardó la botella y sacó un mapa de una bolsa situada bajo su asiento. Retrepado, los pies en el cuadro, lo desplegó.

—Bueno… a ver si damos con la perra de ella. Desde aquí arriba, todas parecen iguales.

Maynard hizo una profunda inspiración y exhaló. Se volvió hacia Justin:

—¿Cómo va eso?

—De primera. Esto es fenómeno.

Después de atravesar la corriente del golfo y sobrevolar Bimini y Cat Cays, viraron hacia el sur, camino de Andros y el archipiélago de las Bahamas. El día era transparente y sin nubes, y el agua ofrecía una docena de tonalidades de verde y azul, desde el turquesa de las cornisas próximas a la costa, salpicado de pardo en los arrecifes de coral, hasta el cálido añil que comenzaba al sur de aquellos para adquirir matices oscuros, casi negros, en las zonas abisales.

Tres horas después de haber dejado Miami, Whitey adelantó el cuerpo para escrutar, los ojos semicerrados, el horizonte. Su línea se extendía ininterrumpida salvo por una solitaria nube que parecía pegada al agua.

—Eso debe de ser Caicos —apuntó el piloto.

Maynard no veía tierra por ninguna parte.

—¿Dónde?

—Ahí, debajo de esa nube. El calor que sube de la tierra choca con el aire frío y forma un estrato.

Poco después se hacía visible una delgada línea gris y espejeante. Conforme se acercaban, cobró forma de isla.

Whitey avanzó de un codazo la palanca de mandos y el morro del aparato se inclinó hacia abajo. La aguja del altímetro inició un lento descenso, por unidades de cien pies, desde los ocho mil a los cuatro mil. Al alcanzar los tres mil pies sobrevolaban una isla desprovista de vegetación. Maynard avistó un edificio en forma de estrella.

—¿Qué es eso?

—Fanáticos religiosos —respondió Whitey.

—¿Y qué hacen en ese rincón dejado de la mano de Dios?

—Practicar sus chaladuras, me imagino.

El piloto viró en sesgo y el aparato dejó atrás la isla.

Hacia el este, a muchas millas de distancia, Maynard distinguió varias islas de mayor tamaño. Las Caicos, dedujo evocando el mapa: la Norte, la Grande y la isla de Navidad. Hacia el oeste las había también, diminutas, cubiertas de maleza y batidas por las olas. Justo al frente quedaban los Bajíos, una inmensa extensión de arena y hierba, sumergida a no más de seis pies de profundidad, cuyo extremo occidental formaba un abrupto escalón sobre una sima de mil quinientos metros.

Maynard recordó un comentario de Michael Florio: cuando aún se navegaba a vela, y sobre todo en la época de los torpes, ingobernables navíos de cruzamen, los bajíos de las Caicos se consideraban los más traicioneros del hemisferio. Apartados de su curso por alguna tempestad, los barcos creían encontrarse en aguas relativamente seguras, a juzgar por el testimonio de las sondas, hasta que, por encima del bramido del viento, se hacía audible un curioso estrépito, como de rompientes, solo que no podía tratarse de eso, pues no las hay en alta mar. Proseguían, sin embargo, hasta que el vigía, los ojos escocidos por la sal, avizoraba lo imposible: una masa de gigantescas rompientes justo delante de la proa. Y ya era demasiado tarde. Entre reproches, cantos fúnebres y oraciones, la nave iba a estrellarse contra las rocas y, minutos más tarde, desaparecía. Sus restos se diseminaban por todo el bajío. Algunos de los supervivientes conseguían asirse a superficies flotantes. Veintisiete hombres, contaba Florio, se salvaron así de uno de esos naufragios. Aupados a un trozo de cubierta, atravesaron cincuenta kilómetros de bajío hasta que el aguaje los empujó a la costa de la isla Grande. Veintiuno de ellos murieron de sed, cuatro se suicidaron enloquecidos por los mosquitos y dos salvaron la vida.

Un aeródromo apareció al frente: el del Cayo de Hueso Grande. Tras apurar la botella, Whitey viró por dos veces en acusado sesgo, primero a la izquierda y, luego, a la derecha, hasta enfilar la pista.

—Bajar alerones —dijo para sí al tiempo que tocaba un conmutador—. Alerones bajados.

El aparato redujo marcha.

—Fuera el tren de aterrizaje. —Un segundo conmutador hizo parpadear una luz—. Tren de aterrizaje fuera.

El aparato dio en la pista con demasiada fuerza, rebotó, volvió a chocar y se estabilizó. Whitey lo hizo rodar lentamente hasta un edificio rectangular, de cemento, ante el cual esperaban dos camiones y acaso una docena de personas, entre ellas dos empleados que portaban sendas tablillas de escribir y exhibían charreteras en sus almidonadas camisas blancas.

Whitey apagó los motores y dijo a Maynard:

—Si lleva cualquier cantidad de hierba, este es el momento de botarla. Les enfurece la hierba, y la prisión no tiene rejilla contra los mosquitos.

—Yo estoy limpio —dijo Maynard sintiendo un aflujo de adrenalina y sudor.

Tras comprobar que llevaba abrochada la chaqueta, apretó el brazo contra el costado izquierdo y se colgó el saco de viaje en ese mismo hombro.

—¿Quiere regresar hoy mismo?

—¿Lo hará usted?

—Digo. —Whitey consultó su reloj—. Son las once. Descargar les llevará una hora; otra para el almuerzo, y otra más para cargar de nuevo. Saldremos a las dos.

—Aquí estaremos.

—No les esperaré.

—¿Dónde estará entretanto?

Whitey señaló el edificio.

—Ahí dentro. Donde Cyril: Palacio de la Tortuga y el Caracol. —Se caló el sombrero y sonrió según añadía—: Está a la sombra.

Completamente cubierto de blanco, la cara oculta por el sombrero y las gafas, Whitey parecía el Hombre Invisible. Maynard comentó, amable:

—Este clima debe de ser terrible para usted.

Whitey se encogió de hombros.

—No me compadezca. Los monstruos nos llevamos todas las tías viciosas.

Se escurrió por el pasillo, entre canastos y cajas de cartón, y abrió la puerta.

Maynard y Justin cruzaron la explanada que daba frente al edificio y penetraron en este detrás de un hombre —el primero que había salido al encuentro del avión para recibir de Whitey un ejemplar del Herald de Miami— que, una vez en el interior, se sentó en un banco y se puso a leer los dibujos humorísticos.

Atendía el mostrador de la aduana un joven agente de policía de uniforme impecable a no ser por la película de polvo que mostraban sus zapatos negros. Tendiendo la mano ante Maynard, dijo:

—Pasaporte, visado, billete de regreso.

Maynard se apretó el saco contra el costado y, con la mano libre, sacó la billetera, que registró hasta encontrar su credencial del Today. Se la entregó al agente.

—No nos quedamos —dijo, como si con eso lo explicara todo.

Tras examinar la tarjeta, el policía se la puso a Maynard delante de la cara.

—¿Y con esto se presenta usted en un país extranjero? —le interpeló—. ¿Por quién nos ha tomado?

Maynard estaba sudando.

—Verá, anoche telefoneé desde Miami y…

—¡¿Por quién nos ha tomado usted?!

Intimidado, Maynard resolvió aplacar al agente antes de que su indignación diese lugar a un arresto que acabaría en registro. Acodándose en el mostrador, dijo en tono confidencial:

—Creo que es usted más listo de lo que da a entender.

—¿Cómo?

—Oiga… ya sabrá usted lo que es una tarjeta de prensa… Vengo comisionado por Today para realizar un artículo, y, como trato de mantenerlo en secreto, le agradecería que no dijese nada.

—¿Un artículo? ¿Qué artículo?

—¿Va a quedar entre nosotros? —Maynard alzó las cejas y miró furtivamente a derecha e izquierda—. Sabemos de buena tinta que un multimillonario americano está a punto de comprar toda una isla de por aquí para convertirla en una especie de balneario. Puede hacer ricos a muchos, a condición, claro está, que la cosa se lleve discretamente. Por eso estoy aquí.

Tan rápido había discurrido, que al acabar no recordaba la mitad de lo dicho. Pero el policía pareció impresionado.

—¿Y cuánto le llevará eso? —indagó.

—Hasta las dos, nada más. Ya ve: ni maletas ni nada.

—¿Y quién es ese? —El agente indicó a Justin.

—Mi ayudante —contestó Maynard. Y, baja la voz, añadió—: Padece un trastorno glandular. No le haga ninguna observación, que se ofende por nada.

—¿Es posible? —El agente parecía perplejo.

—A lo que íbamos: anoche llamé para concertar una cita con el señor Makepeace, pero no estoy seguro de que recibiera el mensaje. ¿Dónde podría encontrarle?

El policía se volvió hacia el hombre que leía sentado en el banco.

¡Eh, Birds!

—¿Hum? —musitó aquel, siempre atento a los dibujos cómicos.

—Este buen hombre. No sé qué rollo me cuenta, de un artículo.

—¡No es ningún rollo! —protestó Maynard.

—Claro. ¿Tiene algo que declarar?

—Bueno… —recordando el consejo de Baxter, Maynard trató de mostrarse avergonzado—, pues sí, ya que lo menciona.

—Veamos.

—Con extremo cuidado, Maynard deslizó la mano en el saco de viaje.

—Si no me lo llega a decir el piloto, jamás se me hubiera ocurrido que fuese ilegal. —Tendió al policía un número de Hustler—. Espero que no creerá que intentaba violar sus leyes.

—Suerte ha tenido en anticiparse —respondió el policía—. Si se lo llego a encontrar yo en la bolsa, hubieran sido cincuenta dólares de multa.

—Sí, señor —repuso Maynard.

Concluida la lectura de los dibujos, el representante gubernamental alzó del banco su magrísima figura y se plantó ante Maynard. Aproximadamente iguales de edad y estatura, Makepiece, sin embargo, era un huso. Si Maynard se consideraba a sí mismo delgado, al hombre que tenía delante solo podía calificarse de esquelético. La cabeza no era más que una calavera cubierta de piel negra, y las manos, un juego de huesos. Tan enorme era el peinado Afro que lucía, que, pensó Maynard, si un viento fuerte hacía vela en él, podría derribarlo.

—¿Cómo está usted? Me llamo Blair Maynard.

Makepeace avanzó con cautela la mano, como si temiese que un apretón demasiado efusivo pudiera troncharle los huesos.

—Yo soy Burrud Makepeace —se presentó—. Pero Birds es más fácil. —Miró a Justin—. ¿Su ayudante?

—Justin.

Makepiece estrechó la mano del muchacho.

—Evvy no me dijo lo que le traía a usted por aquí. No me dio tiempo de explicárselo. La línea se quedó seca.

—Aquí la prensa no siempre es bien recibida.

—Oh.

—No es que le cerremos la puerta, entiéndame. Pero ya no nos la tomamos con los calores de antes. Lo hicimos, más de una vez, y solo sacamos un bofetón en la boca.

—No puedo creerlo…

—Créalo. Los periodistas se presentan aquí, la más de amistosos y corteses, como ahora usted, diciendo que van a escribir un artículo sobre este paraíso perdido: como si el mundo nos descubriese por primera vez. Se harta de comida, de paseos en yate y de lo que usted quiera, todo gratis, y luego se van y escriben un artículo que habla de miseria, mosquitos y chiquillos famélicos. Que se los lleve el demonio. Que se vayan a Nassau. —Makepeace dominó su cólera—. Así pues, ¿qué piensa escribir usted, reportero?

—En primer lugar —respondió Maynard—, mi artículo no es turístico. Y, segundo, no quiero nada de gratis.

—De eso último solo podrá convencerme —replicó Makepiece con una sonrisa— si me invita usted a almorzar.

Se desplazaron en el jeep de Makepeace, un vehículo abierto. Si bien la carretera había estado asfaltada, ahora era discutible si había baches en el firme, o un poco de cemento en torno a los baches, llenos de barro seco. Cuantas veces se cruzaban con otro coche, una nube de polvo envolvía al jeep.

Makepeace dejó la carretera principal y siguió un par de roderas en pendiente que conducían a un conjunto de bungalows al que un cartel llamaba Motel del Nido del Cuervo. El mayor de ellos anunciábase como bar y restaurante.

Makepiece los condujo a través de un comedor hasta una terraza con vistas a una cala en forma de media luna.

—Pensé que a su… ayudante… le gustaría darse un baño.

Maynard se encaró a Justin.

—¿Qué dices tú?

—Que me gustaría. ¿Puedo tomar una hamburguesa de queso?

Maynard le entregó el saco de viaje.

—Los vestuarios están ahí, a la vuelta —indicó Makepiece—. Y hay balsas en la playa.

Desaparecido Justin, y habiendo encargado de beber, Maynard expuso a Makepiece la razón de su viaje. Tras mencionar el número de embarcaciones desaparecidas y lo que la Guardia Costera sustentaba al respecto, señaló que la mayor parte de esos ciento y pico de barcos habían ido a perderse en la zona de Caicos y las Turcos.

—Y nadie se explica cómo ni por qué.

Se guardó, para no herir susceptibilidades, de formular la opinión de Florio, de que alguien robaba esas embarcaciones.

Makepiece no se mostró ni sorprendido ni preocupado. No había más que cortesía en su interés.

—Es un enigma, desde luego —dijo—. Me doy perfecta cuenta de ello.

—¿Cómo se lo explica?

—¿Yo? —La ocurrencia divertía a Makepeace—. ¿Por qué me pregunta a mí? No tengo la menor idea.

—Y ese asunto ¿no le inquieta?

—¿Por qué habría de inquietarme?

—Están ustedes cogiendo fama… —Maynard hizo una pausa y precisó con tacto—:…es decir, no ustedes, sino esta zona, de ser un lugar peligroso. Eso no puede beneficiarles.

Makepiece rompió a reír.

—Hace trescientos cincuenta años que somos peligrosos. Esto ha sido fondeadero de traficantes de ron, de traficantes de armas, de piratas, de pescadores clandestinos y, en los últimos tiempos, de traficantes de drogas. No somos nosotros, sino los propietarios de yates, quienes han cambiado: creen que estas aguas son un campo de juego. Pues bien, son unos imbéciles redomados. Daré a su pregunta una respuesta sencilla: los barcos han desaparecido y la gente que llevaban a bordo está muerta.

—¿Y no le preocupa a qué se debe?

—No. Poco importa cómo uno muera. Es como si me preguntase usted si no me inquieta el que Rusia y los Estados Unidos puedan entrar en guerra. Me tiene sin cuidado. Ni puedo evitarlo ni nos afectaría gravemente. Si los Estados Unidos volasen mañana en pedazos, muchos de nosotros moriríamos de hambre. Pero eso ya nos ha ocurrido. Y siempre ha quedado algún superviviente.

—Pero usted tiene la responsabilidad…

—¿De qué? ¿De asegurarle unas buenas vacaciones a cualquiera que se ponga un traje de marinero? No. Yo estoy al frente de esto, una isla minúscula —Makepiece golpeó el suelo con el pie—, como se cuidan las moscas del estercolero. Porque eso es lo que somos, ¿sabe?: un estercolero. La mayor parte del mundo ni siquiera tiene noticia de que existimos, y el resto piensa que somos una horda selvática e ignorante. No es culpa nuestra. Llegamos aquí convertidos en esclavos y a fuerza de golpes nos inculcaron que no teníamos más destino que ese. Yo conseguí escaparme: mi madre, de niño, me mandó a Nassau, para que aprendiera. Y lo hice. Aprendí que lo mejor a que podía aspirar era a un empleo de camarero, de conductor de taxi o, con influencias, de obrero de la construcción. Fue entonces cuando se independizaron las Bahamas. Todo el mundo se llenó de esperanza. ¡Esperanza! —Makepiece produjo una sonrisa sarcástica—. Los políticos blancos fueron sustituidos por políticos negros que necesitaban mostrar su orgullo y su autonomía. Faltó poco para que hundieran el país.

De manera que me dije: «Birds, tienes que volverte a las Caicos y enseñarles lo que hay que hacer». Y así lo hice. Regresé, junté a un grupo de amigos, arrojamos unos cuantos cócteles Molotov aquí y allá y los ingleses dijeron: «que ustedes lo pasen bien». Y aquí me tiene, de representante gubernamental, mosca jefe de un pequeño pastel. Estoy al cargo de unos cientos de personas, la mayoría analfabetos. Los que no trabajan para el gobierno, pescan. Pero son tantos, que los viveros están siendo esquilmados, y dentro de unos años no nos quedará ni eso. La gente no espera mejoras de ninguna clase y en ningún momento. Les han concedido el derecho al voto, pero no tienen por qué votar. Tienen toda la libertad que quieren, pero la libertad no se come. —Makepiece hizo una pausa—. ¿Y todavía quiere usted que me desvele el que un yanqui culón se mande a hacer puñetas?

—Está el turismo —observó Maynard—. Una vieja solución que sí se puede comer.

—Nos va llegando, poco a poco. Pero no tenemos gran cosa que ofrecer. Soledad. Agua limpia. Mosquitos. Llevamos cien años de retraso.

—Hay gente dispuesta a pagar, solo por eso último.

—Me consta —sonrió Makepiece—. Algunos de esos nos visitan. Y no deja de hablarse de la aparición de grandes empresas yanquis que construirán campos de golf y pistas de tenis y clubs de mar. Si eso llega a ocurrir, habrá dinero una temporada, hasta que alguno se apodere del gobierno, saque a patadas a los yanquis y ponga a gente del país al frente de la industria. Pasados cinco años, todo volverá a ser un estercolero.

—Le veo optimista.

—Realista es lo que soy. Urbanizar esto no tiene sentido, y convertirlo en nación, mucho menos todavía. La naturaleza no tenía previsto que fuera poblado más que de mosquitos.

La camarera trajo la comida: un salpicón de pescado, caracoles rebozados y, para Justin, una delgada almohadilla grisácea, de carne picada cubierta por una mancha de queso de crema y envuelta en pan.

Maynard miró hacia la playa y vio a Justin que, subido en una balsa neumática, contorneaba un recodo de la cala y remando se dirigía rápidamente hacia la playa. Silbó entre dientes y Justin le saludó con la mano.

—No encontrará respuesta a sus yates desaparecidos —declaró Makepiece—; al menos, no aquí. La mayoría o no saben o no quieren saber. No conduce a nada hacer preguntas sobre cosas que no podemos remediar. No quiero decir que algunos no sospechen, pero no tienen por qué hablar con usted. Si algo saben, será porque algo les va en el asunto; hablar nada le reportaría. Personalmente, dudo que haya en esto ninguna verdad oculta. Son cosas que pasan: buenas unas, malas otras, y algunas que nadie entiende. Suceden —Makepiece se encogió de hombros— y la vida sigue.

Justin se acercó a la mesa envuelto en una toalla de baño. Miró horrorizado la viscosa suela que le habían puesto en el plato.

—¿Qué es eso? —susurró a su padre.

—La hamburguesa que pediste.

—¡Es vomitiva!

—Cómela.

—Me moriré de hambre y será por tu culpa.

—Come.

—Seguro que me da una diarrea. —Tanteó el pan con el tenedor: era pastoso. Miró entonces a Makepiece—. ¿Qué es ese barco que hay ahí abajo?

—No sé. ¿Dónde?

—Detrás de las rocas. Medio hundido en la arena. Makepeace pidió a la camarera que se acercara. Hablando con ella volvió al deje cantarín de las islas.

—¿Qué es ese barco que hay en la playa?

—No lo sé, mi amigo. Lleva ahí más de un mes.

—¿Queda dentro algo de valor?

—No quedan ni los clavos, amigo. Seguro que lo han tirado.

—Nadie tira un yate.

—Ese, sí. Lo limpiaron y luego lo tiraron.

—Está bien. —Makepiece despidió a la camarera y dijo a Maynard—: Podemos echar una ojeada.

Terminado el almuerzo bajaron a la cala y se abrieron paso entre un promontorio de rocas hasta una larga faja de arena blanca.

El despojo del yate se encontraba encallado en las dunas por encima de la línea de la marea alta. El aguaje lo había empujado a la playa lateralmente, hundiendo su quilla en la arena. Escorado, su cubierta se inclinaba hacia el agua. En su día había sido un velero de treinta o treinta y cinco pies, con una cámara sobre cubierta (desaparecida) y un único mástil (ausente también). El cuartel de la escotilla delantera había sido arrancado, y el maderamen de alrededor, atacado a golpes de hacha —por cazadores de pecios, supuso Maynard— tras llegar a tierra la nave.

Maynard limpió de arena la cavidad con asientos próxima a la popa. Había desaparecido el volante del timón, todas las aplicaciones de latón y cromo y hasta las mismas cornamusas, desatornilladas del casco de la cubierta. El casco era, todo, agujeros de tornillos. Maynard se daba ya la vuelta cuando algo irregular atrajo su atención: una de las perforaciones destinadas a los tornillos era más grande que las demás, y no estaba vacía. Se volvió hacia Justin.

—¿Llevas tu cuchillo? Mira si puedes sacar lo que hay ahí dentro.

Justin se arrodilló en la depresión de la popa y escarbó en la madera con la navaja. Le llevó varios minutos ensanchar el agujero, y algunos más desprender el objeto incrustado. Realizó el trabajo con ritmo y paciencia, sin precipitarse.

—Es una bola —anunció según la dejaba caer en la mano de su padre—. Y pesa.

Maynard asintió.

—Es plomo. —Se encargó a Makepiece—. ¿Qué reglamento tienen ustedes en cuanto a armas de fuego?

—Muy sencillo: no pueden usarse.

—¿Y en materia de armas antiguas? Trabucos, fusiles de chispa…

—Nunca se ha presentado el caso. ¿Por qué lo pregunta?

—Esto es una bala —dijo Maynard según la volteaba entre los dedos—, y, como puede ver por estas marcas de molde, de fabricación casera.

—Y eso ¿qué le dice?

—¿Por sí mismo? Poca cosa. Solo que alguien disparó al yate, o a alguien que en él se encontraba, con una pistola antigua.

Makepiece consultó su reloj y dijo:

—Es cuestión de que les lleve al aeropuerto.

Al entrar el jeep en el recinto de la estación aérea, vio Maynard el DC3 rustiéndose, en la pista, bajo el sol de mediodía. La puerta de la cabina estaba abierta, pero no así las escotillas de carga. No se advertía actividad alguna en torno al aparato.

—¿Por qué no cargan? —quiso saber—. Whitey dijo que la operación llevaría una hora.

Makepeace pareció confundido por un instante. Luego rio:

—¿Eso le dijo? Aquí no toma más que una saca de correo. La carga la recoge en Navidad. Caracoles congelados. —Makepiece volvió a reír—. Es a él a quien le lleva una hora cargarse. Y dormirla, otra. Eso querría decirle.

—¿Cómo?

—Tiene amigos aquí. Se reúnen donde Cyril, para beber ron y contarse mentiras. Aquí se siente como en su casa. En Miami, en cambio, es un desarraigado. Le llaman King Clorex, otros, el Chico de La Lejía, y algunos, el Negro Blanco. En tiempos, hizo la ruta de las Bahamas; pero allí era todavía peor; le trataban como a un leproso: demasiado blanco para ser blanco, y demasiado coloreado para ser de color. Los negros de allí creían que les daba mala suerte. Aquí, en cambio, lo aceptan como es: otro deshecho humano en nada diferente de ellos mismos.

—¿Cuándo es el próximo avión?

—El martes; pero ese es el de Haití. No se preocupe. Whitey es prudente. Siempre duerme antes de volar.

Viendo la angustiada expresión de su padre, Justin dijo:

—No te apures, papá. Me enseñó cómo funciona todo. Creo que, si hiciera falta, podría encargarme yo del vuelo.

Maynard esbozó una descolorida sonrisa al tiempo que daba a Justin unas palmaditas en el hombro.

—Me quitas un peso de encima —dijo.

Esperaron bajo el ala del DC3. Whitey salió del edificio de la terminal, bostezó y se ajustó las gafas de sol.

—¿Lo ve? —dijo Makepeace—. Ha estado durmiendo. Estará en plena forma.

Un paquete de correo bajo el brazo, Whitey encaminóse hacia el aeroplano. Marchaba derecho y seguro.

Un poco demasiado seguro, pensó Maynard. Se concentra en cada paso.

—¿Qué tal va eso? —preguntó Makepiece a Whitey—. En plena forma, jefe. —Y, empujando a Maynard y a Justin hacia la portezuela, agregó—: Salgamos de aquí. Ese sol es capaz de secarle a uno todos los jugos del cuerpo. Makepeace saludó a Maynard con la mano y dijo:

—Visítenos alguna otra vez.

Maynard le saludó de la misma forma. Ya en la puerta del aeroplano, titubeaba.

—¡Entre de una vez! —exclamó Whitey—. Hay que estar de regreso antes del anochecer.

Bien que a regañadientes, Maynard ayudó a Justin a subir la escalera y entró tras de él en el vacío fuselaje.

Libre de carga, el avión se alzó rápidamente de la pista.

—Alerones arriba —dijo Whitey sin pulsar, no obstante, el conmutador—. ¡Alerones arriba!

Justin miró a Whitey, luego a su padre y, por último, otra vez a Whitey.

Pero fue Whitey quien movió la palanquita.

—Tren arriba.

Había cuatro conmutadores en fila, y Justin no sabía de cuál de ellos tirar.

—¡Maldita sea, chico! —exclamó el piloto conforme ponía en marcha el mecanismo—. ¿Cuántas horas llevas tú de vuelo?

El aparato inició un curso horizontal.

—Bueno, y ahora ¿a dónde? —dijo el albino para, seguidamente, introducir el piloto automático—. ¿A Navidad? Eso es, a Navidad. —Ajustó el rumbo conforme a la brújula y pulsó entonces un botón—. Atento a los Fokkers —dijo a Justin—. Tengo entendido que el Barón Rojo anda sobre los pasos del Caballero Negro. Pero no te dejes embaucar. Algunos de esos Fokkers son Messerschmitts disfrazados.

Y, riéndose tontamente de su chistecito, Whitey emitió un rezongo y entornó los ojos como para dormir.

Justin se dio vuelta para mirar a su padre. Estaba asustado.

—¿Y ahora qué hago yo?

Nada. Creo que el aparato volará solo. —Maynard escrutó el cielo en busca de nubes—. Esperemos que no se nos presente temporal.

El aeroplano avanzaba hacia el norte con un zumbido uniforme. Aunque la altitud era solo de mil cuatrocientos metros, en la cabina, no presurizada y exenta de calefacción, hacía frío. Cada uno de los profundos, sonoros ronquidos de Whitey creaban una nubecilla de vapor que empañaba la ventanilla lateral. Viendo que Justin se estremecía, Maynard se quitó la chaqueta y arropó en ella al muchacho.

Justin señaló la pistolera visible ahora bajo el brazo de Maynard.

—Y con eso ¿qué pasa?

—Es nuestro único problema —respondió Maynard a la par que se preguntaba qué haría en caso de que Whitey no despertase.

Advirtiendo la ansiedad de su padre, Justin apuntó:

—Si seguimos hacia el noroeste, sabemos, por lo menos, que encontraremos tierra.

—Desde luego. Pero no hay por qué preocuparse. —Esbozó Maynard una sonrisa forzada—. Vas a tener un montón de cosas que contarles a los chicos de la escuela.

—No me creerán.

Maynard se sacó del bolsillo de la camisa la bala de plomo y dijo:

—Enseñales esto y no tendrán más remedio que creerte.

—Muy bueno —dijo Justin satisfecho—. ¿Encontraste lo que buscabas?

—En parte, solamente. Pero ¡qué diablos!: hemos vivido una aventura, ¿o no es así? Al lado de esto, ¿dónde quedan las clases de piano?

—Y que lo digas. ¿Qué contarás a los del Today?

—Que no hay artículo. De momento, por lo menos. Ya están acostumbrados.

«Pero», se dijo Maynard para sus adentros, «no estará de más que vayas pensando algo para la portada de las modas de otoño. Lo que sea. Con solo fingir entusiasmo por lo de Margaret Trudeau, demostrarás que has estado dándole vueltas al asunto. Y Hiller firmará la nota de gastos».

Sobrevolaban el corazón de los Bajíos de las Caicos. A la izquierda, Maynard divisó el retiro religioso de la Isla Occidental. La de Navidad emergía al frente. Avizoró una explanada en forma de «X»: el aeropuerto.

Sacudió a Whitey por el hombro. El albino despertó, carraspeó y se pasó la lengua por el sarro de los dientes. Maynard hizo una seña y dijo:

—Navidad.

—Pistonudo —repuso Whitey parpadeando antes de acometer un bostezo.

Habiendo retirado el piloto automático, se hizo cargo de los mandos.

El viento dominante, del norte, ofrecía fácil acceso a la pista. Tras echar una ojeada en torno, para cerciorarse de que el espacio aéreo estaba libre de tráfico, Whitey tiró de la palanca de mandos. El aparato inclinó el morro.

La altitud era de sesenta metros, y en descenso, cuando apareció en la pista la minúscula figura de un hombre que, corriendo, agitaba los brazos para advertir a Whitey que desistiese del aterrizaje. El albino haló de la palanca, aceleró ambos motores y el aparato cobró altura y dejó atrás, rugiendo, el aeródromo.

—¿Qué se le ha metido a ese en el culo? —farfulló Whitey.

Tras circunvolar dos veces el campo, examinó la pista.

—No veo ningún siniestro ni ninguna reata de burros —dijo.

—¿Por qué no pregunta a la torre? —propuso Maynard.

—Buena idea. A ver dónde me encuentra la torre. —Mascullando una risita agregó—: Aquí no hay más que un puesto de perros calientes y el fulano que trae la carga de caracoles.

Whitey maniobró para iniciar el segundo acercamiento. El hombre de antes seguía en la pista agitando los brazos con desespero.

Al tío ese le faltan varios tornillos.

Alineó el aparato con la pista y redujo el régimen. El hombre braceó otra vez, pero, viendo que el aeroplano se proponía aterrizar, se interrumpió y echó a correr.

Whitey rompió a reír al tiempo que exclamaba:

—¡Ánimo, Charlie!

El aparato descendió lentamente y enfiló la franja de asfalto. Un aterrizaje perfecto.

Justin, que había estado examinando el cuadro de mandos, descubrió súbitamente lo que ocurría:

—¡El tren sigue recogido!

A Whitey le llevó un largo segundo asimilar la información. Y, para entonces, ya era demasiado tarde: los motores se habían quedado sin fuerza y el suelo se acercaba lenta, pero inexorablemente.

Whitey exclamó por lo bajo:

—Maldita sea mi estampa.

Maynard se abalanzó sobre Justin y lo sujetó con ambos brazos al asiento.

La rueda trasera entró en contacto con la pista y, por un instante, el aterrizaje prosiguió con normalidad. Pero, luego, el armazón basculó y su cubierta metálica rechinó contra la granza del firme con la estridente protesta de un hacha sin filo a la que se aplica una muela. Saltaron remaches y se descortezaron planchas. El aparato se inclinó sobre su costado derecho. La punta del ala chocó en tierra, imprimió un giro al aeroplano y salió desprendida. El aparato describió un perezoso círculo, ladeóse a babor y la otra ala se hizo trizas.

Asido a un tiempo a su hijo y al asiento, Maynard hizo por contrarrestar los bruscos tirones de la fuerza centrífuga. Cuando el ala desprendida rasgó el costado del fuselaje, olió a combustible.

El aparato se balanceó sobre el lado falto de ala. El morro se hincó en la pista y de ella levantó, como un arado, terrones de roca. El parabrisas estalló.

Maynard percibió una oleada de calor y, en seguida, olor de pelo quemado. Al detenerse el aeroplano tras un último patinazo, se hizo audible un reventón, como de una enorme vejiga, y se produjo una llamarada. Sin siquiera volver la cabeza, impelido por la onda de calor, Maynard soltó a toda prisa el cierre del cinturón de seguridad que tenía sujeto a Justin y lanzó al chico por la abertura del parabrisas. Justin resbaló morro adelante y fue a caer en la pista.

—¡De prisa! —gritó Maynard—. ¡Corre!

Maynard se abrió paso por el mismo sitio, insensible a los astillados vidrios del marco que le pinchaban muslos y posaderas. Al llegar al suelo, corrió en pos de Justin.

Cuando le pareció encontrarse a prudente distancia del aeroplano incendiado, se dio vuelta y miró.

Whitey estaba atrapado en el marco del parabrisas. Las llamas habían engullido la parte trasera del aparato. Su forro se fundía poniendo al descubierto el costillaje del armazón.

Era como ver a una serpiente devorando un conejo: centímetro a centímetro, el aeroplano iba desapareciendo en las fauces del fuego.

Whitey estaba inmovilizado a la altura del talle. Halaba de sí mismo apoyándose en ambos brazos, el tronco sacudido por el pataleo.

Maynard corrió hacia el aeroplano. No le movían nobles pensamientos ni le animaba ningún coraje. Lo único que pensó, fue: «Es posible que, si él empuja y yo tiro, consiga liberarse».

Tras escalar el morro del avión, agarró a Whitey por debajo de los brazos.

A fuerza de tirar el uno y empujar el otro, el cuerpo del albino se desprendió por fin, pero el impulso hizo rodar a Maynard morro abajo y caer en la pista bajo el cuerpo de Whitey, que continuaba asiendo.

Volvieron junto a Justin y, jadeantes, exhaustos, sintiendo ligera la cabeza, vieron como el incendio engullía finalmente el morro del avión.

Justin, que llevaba todavía la chaqueta de Maynard, se la quitó y la colgó del hombro de su padre, para ocultar la pistolera. Maynard extendió el abrazo y estrechó al chico contra sí.

Con un suspiro retumbante, el aeroplano se desmoronó envuelto en llamas.

—¡Sorpresa! —exclamó Whitey—. Seguimos vivos.