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El barco estaba al ancla, y tan inmóvil como si lo hubiesen soldado a la superficie. A tal distancia de la costa debieran darse, en condiciones ordinarias, olas que, secuela de lejanas tempestades, lo hicieran cabecear con violencia ante un horizonte vertiginoso. Pero un sistema de altas presiones llevaba más de una semana instalado sobre el Atlántico, entre Haití y las Bermudas, y, vacío el cielo aun de las nubes que preconizan bonanza, los reflejos del sol de mediodía daban al mar el aspecto de una lámina de acero bruñido.

Hacia el este, una rielante mancha gris —imagen refracta de una pequeña isla sita más allá del horizonte— colgaba a un milímetro del confín del mundo. Al oeste, solo ondas de calor que se alzaban danzantes.

Dos hombres, a popa, pescaban provistos de simples sedales de un solo hilo. Llevaban andrajosos calzones cortos y camisetas de media manga, de un blanco desaseado por demás, y se cubrían con sombreros de paja, de ala ancha. Uno u otro, a intervalos, hundía en el agua un cubo con el que baldeaba la fibra de vidrio de la cubierta que pisaban descalzos. Entre ambos, y en el lugar que hubiera correspondido a la cofa, vueltas boca abajo, algunas cajas de cartón, antiguo embalaje de botellería, formaban una improvisada mesa que aparecía cubierta de despojos de pescado: cabezas, tripas y manojitos de aguanosas sardinas.

Para evitar que los sedales marcasen el latón que guarnecía la barandilla, ambos pescadores los sujetaban con la mano, el encallecido índice pronto a percibir el suave tirón, prueba de que abajo, a cien brazas de profundidad, habían picado.

—¿Lo sientes?

—No. Pero sé que está ahí… Con tal que las cabrillas le dejen acercarse…

—La marea tira como una mala cosa.

—Y que lo digas. No sé adónde me va a llevar el cebo. Un olor de cocina se deslizó hacia la popa, donde se mezcló con el husmo de los despojos caldeados por el sol.

—¿Con qué pensará envenenarnos hoy el cabrón del portugués?

—Con morro de cerdo, si el olfato no me engaña.

Un pez de gran tamaño había picado el cebo, en la oscuridad de la sima abierta bajo el barco, y con él corría hacia una cavidad rocosa.

El que sostenía ese sedal fue a dar contra la borda, donde apoyó las rodillas, para no ser arrastrado, al tiempo que comenzaba a halar del hilo alternando las manos: un metro con la diestra, un metro con la izquierda, otro con la primera.

—¡Maldita sea! ¡No te dije que estaba ahí!

—Seguro que es un tiburón.

—¡Qué coño va a ser un tiburón! ¡Sería la Moby Dick de la especie!

Como la presa iniciase una nueva escapada, el pescador apretó los dientes, dolorido por la fricción del hilo, al que se aferraba con todo el alma.

El sedal quedó flojo.

—¡Me cago en su padre!

El segundo hombre rompió a reír.

—Amigo, la pesca no se hizo para ti. Le has arrancado el anzuelo.

—¡Que va! Él, que ha cortado el hilo.

—Mucho lo ha cortado.

El otro fue recuperando el aparejo, atento a no enredarlo según se amontonaba el hilo en la cubierta. Anzuelo y plomada habían desaparecido, y el sedal estaba seccionado.

—¿No te lo dije? Lo cortó.

—¿Y yo? ¿No te anticipé que era un tiburón?

El pescador burlado renovó sedal y anzuelo. Luego tomó dos de las sardinas medio congeladas que les servían de cebo, se comió una de ellas y prendió la otra en el anzuelo pasando este a través de los ojos, el lomo y la cola. A continuación, lanzó el aparejo por encima de la borda y dejó que el hilo se le deslizase entre los dedos.

—Oye, Dickie.

—¿Qué?

—¿Cuándo dijo el capitán que llegarían?

—Mañana, a eso de mediodía. Saldrá al encuentro del avión sobre las once, y a mediodía estará en el muelle. Depende, claro, del follón que se le presente.

—¿Y qué clase de médicos dices que son?

—Te lo he repetido ya cien veces, Nelson: neurocirujanos.

Nelson rompió a reír.

—Tiene gracia.

—Yo no se la veo.

—Ya me dirás: médicos de la cabeza saliendo de pesca. ¿Para qué?

—Los neurocirujanos no son médicos de la cabeza, como tú dices.

—Ah ¿no? Pues cuando aquel tío de las Bermudas me atizó en la cabeza con el martillo, lo primero que hicieron fue mandarme al neurocirujano.

—Sí, ya me lo has contado.

—Pero, como no sacaba el agua clara, me puso en manos de un checo.

—Bueno, en todo caso no hay ninguna ley que les prohíba pescar a los neurocirujanos. Y lo importante, según dijo el capitán, es que pagan por adelantado. —Dickie hizo una pausa.

—¿Cuántos serán? ¿Lo recuerdas?

—No llegué a enterarme.

Dickie llamó voz alta:

—¡Manuel!

—¡Mande, señor Dickie!

El que había aparecido en la puerta de la cámara era un muchacho menudo y cimbreño, de doce o trece años de edad, a cuyo cutis el sol había dado un tono pardo oscuro. Tenía el cabello pegoteado en la frente por causa del sudor que manchaba también la pechera de su almidonada camisa blanca.

—¿Cuántos…? —Dickie se interrumpió—. ¡Maldito portugués de la mierda! ¡Te dije que no te pusieras el uniforme si no hay pasajeros a bordo!

—Pero es que…

—¡Mírate esos pantalones, chiquillo! ¡Si parece que te hubieras cagado!

El muchacho examinó la prenda. El sofocante calor de la cámara había hecho desaparecer las rayas y tenía salpicones de aceite en los pernales.

—¡Es que no tengo otros pantalones!

—Pues así te hayas de pasar toda la noche lavando, mañana, al despuntar el día, los quiero blancos como el culo de un ángel.

Nelson sonrió.

—Quién sabe, Dickie: es posible que a esos médicos les gusten los portuguesitos sucios…

—A lo mejor tienes razón, Nelson. ¿Qué dices tú, Manuel? ¿Les dejamos a los neurocirujanos que se diviertan contigo? El muchacho abrió mucho los ojos.

—No, señor Dickie. No quiero nada de eso.

—¿Cuántas literas has preparado?

—Ocho. Como dijo el capitán.

Nelson olisqueó el aire.

—¿Qué demonios estás guisando, chico?

—Morro de cerdo, señor Nelson.

—Nunca me cansaré de decirlo, Nelson —terció Dickie—. Es para lo único que sirves.

Lavadas ya ollas y cazuelas, limpios y guardados los platos, fregado el suelo de la cocina, no le quedaba a Manuel nada que hacer. Le hubiera gustado cerrar la puerta que daba a cubierta, conectar la televisión y el aire acondicionado y tenderse en el diván del saloncito. Pero el aparato de aire acondicionado no se enchufaba como no fuese para solaz de los pasajeros, el televisor no daba señal y el sofá, como el resto del moblaje, aparecía bajo un protector sudario de material plástico.

Había una librería atestada de libros en rústica, y Manuel hubiera podido retirarse a su catre y leer; pero su capacidad de lectura se limitaba a las letras de molde de los embalajes de congelados, las etiquetas del instrumental náutico y los lugares que indicaban las cartas de navegación. Resuelto a mejorar su instrucción, había estado estudiando los textos que traían al pie las ilustraciones de revistas como People, US, Playboy, Penthouse y Yachting, desechadas por el pasaje, pero tenía la impresión de haber sacado ya de ellas cuanto pudieran ofrecerle.

Dickie y Nelson seguían pescando a popa. El chico pudo haberse preparado un aparejo y reunirse con ellos, y lo hubiera hecho, a poco que les respondiera la pesca. Porque las burlas que ambos hombres cambiaban crecían en proporción inversa al resultado de las capturas, y, en un día tan propicio como aquel, no iban a cesar. Sabía Manuel que, si se arrimaba a ellos, se convertiría en nuevo blanco de sus chanzas, y eso era algo que detestaba.

De manera que Manuel se lavó la ropa, la planchó, y, luego, volvió a ganarle el aburrimiento. Con unos calzoncillos por todo vestido, se dirigió hacia la popa.

El sol comenzaba a rozar, dilatado, los confines de poniente, y la luna, presente ya, era como una pálida raja de limón en el azul gris del cielo.

—Señor Dickie, ¿quiere que saque las fundas de las sillas y las demás cosas?

Dickie no respondió. Las yemas de los dedos aplicadas al hilo, trataba de determinar si los suaves tirones y las sacudidas que registraba eran el mordisqueo de un pequeño o la primera acometida de uno de gran tamaño. Haló del hilo a fin de hincar el anzuelo, fracasó en el intento y se serenó.

—No, déjalo. Tendrás tiempo de sobra, por la mañana. Pero, si estás tocándote los santísimos, podrías llenar la alacena de las bebidas.

—Sí, señor…

—Y, cuando hayas terminado, nos traes un ron.

—¿Puedo poner la radio?

—Puedes. Un poco de prédica no te vendrá mal. Te limpiará el magín de malos pensamientos.

Manuel regresó al saloncito, donde, en un armario situado bajo el televisor, se encontraba el equipo de radio: un aparato de banda única; el de banda de cuarenta canales, para uso civil; uno de VHF; y el normalizado, de AM-FM. A esa hora del día, la mayor parte de las bandas de recepción y transmisión eran una batahola de conversaciones entre pesqueros cubanos que comentaban las capturas del día, gente que, a bordo de buques de recreo, se comunicaba con los Estados (por intermedio de la Estación Marítima de Miami), y miembros de la flota de bajura que advertían de su fecha de regreso a sus esposas. Apenas conectar el receptor AM, Manuel percibió la voz anodina de El Portavoz del Salvador: un predicador de Indiana que grababa en South Bend programa religiosos cuyas cintas remitía por correo a la emisora evangélica de Cape Haïtien. La mayoría de las embarcaciones que surcaban las aguas comprendidas entre los 20 y 22 grados de latitud norte y los 70 y 73 grados de longitud oeste mantenían sus receptores sintonizados en la WJCS (Jesucristo Salvador), por ser aquella la única emisora que se captaban sin interferencias y emitía regularmente boletines meteorológicos referidos a aquella zona. Los partes del U. S. Weather Bureau, de Miami, que eran de buen fiar respecto a Florida y las Bahamas, resultaban, en cambio, notoria y hasta peligrosamente malos en cuanto a la traicionera depresión oceánica comprendida entre Haití y la Isla de Acklins.

«… Y ahora, camaradas de a bordo», salmodiaba el Portavoz del Salvador, «los invito a reunirse con nosotros aquí, en el Puerto del Buen Reposo. Porque sépanlo, camaradas de a bordo, no hay alma, de las que surcan el mar de la vida, que no esté lanzando al cielo su bengala de socorro. Más Cristo, si se lo permites, se situará a un lado tuyo ante el timón…».

Manuel enrolló un extremo de la alfombra del saloncito, levantó una trampilla y saltó al interior de la pequeña bodega. Allí, provisto de una linterna de pilas que pendía del mamparo, paseó su haz luminoso sobre las incontables cajas de alimentos enlatados, refrescos e insecticidas, las bolsas de malla que contenían patatas y cebollas, los paquetes de jamones embalados en papel, los botes de tocino canadiense y de pavo en conserva. Agachándose se internó en la exigua cala, en busca de un par de cajas de licor. Tres, a lo sumo, se dijo. Treinta y seis botellas alcanzarían de sobra a las necesidades de ocho pasajeros —cuatro de ellos mujeres, menos bebedoras— para una estancia de siete días. Sabía, además, que el pasaje no encargaba más bebida de la que planease gastar, pues, si bien el precio del crucero comprendía la pensión alimenticia, el consumo de alcohol se facturaba aparte, por botellas cuyos sobrantes quedaban a bordo. Así lo establecía el reglamento.

Avanzó todavía unos pasos enfocando la linterna hacia el compartimento de proa, que estaba abarrotado de cajas de licor. Para asegurarse, leyó y releyó las letras de trepán que mostraban sus costados: scotch, gin, tequila, Jack Daniel’s, ron, Armagnac. Manuel repasó mentalmente los totales de personas, días y botellas. Ciento cuarenta y cuatro de estas para ocho pasajeros durante siete días. Dos botellas y media por día y persona.

Arrodillado en la cubierta, la mirada fija en las cajas, Manuel sintió malestar. El viaje iba a ser malo. Habría quejas por todo. Cuando el pasaje bebía demasiado, nada le cuadraba: ni el tiempo ni las comodidades del barco ni la comida ni la cantidad y calidad de las capturas ni, sobre todo, sus compañeros de viaje. Dickie y Nelson, al igual que el capitán, eran insensibles a las patochadas. Su edad, experiencia y fogueo bastaban para parar los pies a sus clientes. Lo cual quería decir, como es natural, que los borrachos reservaban sus vitriólicas intemperancias para el indefenso joven de Manuel.

Descansando la linterna en el piso, rasgó el embalaje de la caja de whisky que más próxima tenía. El bar tenía capacidad para dos botellas de cada una de las distintas bebidas: lo suficiente, cuando menos, para la primera noche.

La pesca se animó con el ocaso.

—Jamás lo hubiera creído —dijo Nelson según halaba del hilo con ambas manos—. Si no tienen luz ahí abajo, ¿cómo saben, los maricones, que es la hora de cenar?

—Llevan dentro un reloj natural. Lo he leído —dijo Dickie doblando el cuerpo sobre la borda—. ¿Qué te parece el cabrón este, de ojos saltones?

Nelson echó mano del sedal y se hizo con la pieza: un snapper de opacos ojos, de tonalidades rosado-bermejas y unos tres kilos de peso. Arrastrado a la superficie, el aire había expandido su interior abultándole ojos y vientre. La lengua, hinchada, obturaba la palpitante cavidad de la boca.

—Soberbio —comentó Nelson.

—Y que lo digas. ¡Manuel!

No hubo respuesta. El muchacho seguía en la cala, al otro extremo de la embarcación. Desde el saloncito llegaban, acompañadas por un coro, las salmodias del Portavoz del Salvador: «… acaso te digas, camarada de a bordo: “Pero si a mí Jesús no puede amarme, pecador irredento como soy”. Pero esa es, precisamente, la razón de su amor, camarada de a bordo…».

—¡Manuel! —volvió a gritar Dickie encaminándose hacia la cámara—. ¡Maldita sea, chico…!

Entonces, vueltos los ojos hacia el otro extremo del saloncito, por sus ventanas delanteras distinguió un objeto que se acercaba, a la deriva, impulsado por la rápida marea creciente.

—¡Eh, Nelson! —exclamó al tiempo que señalaba el objeto—. ¿Qué crees que sea eso?

El otro se asomó a la borda. La media luz apenas le permitía distinguir lo que Dickie señalaba. Era, en todo caso, un cuerpo oscuro, compacto, de doce o quince pies de longitud, que flotaba, obviamente sin gobierno, en el sentido de las manecillas del reloj.

—Parece un tronco.

—Pues menudo tronco… ¡No te fastidia! Nos va a dar en toda la proa.

—Por la marcha que lleva, no será mucho el daño.

—Sí, pero la mierda de él nos va a rayar la pintura.

El objeto flotante fue a chocar justo contra la guarnición de la proa, se detuvo un momento y, luego, impulsado por la marea, avanzó perezosamente a lo largo del casco.

Abajo, Manuel percibió un sordo porrazo del lado de babor. Abierta ya la caja de Jack Daniel’s, se colocó dos botellas bajo el brazo y, la linterna en la mano libre, dirigióse hacia la trampilla. Sin salir de la cala, alargando el brazo, depositó las botellas en el suelo del salón, indiferente a las exhortaciones del Portavoz del Salvador, que decía: «… escríbenos al Puerto del Buen Descanso y, si nos envías un sobre franqueado y con tus señas, te prometemos la respuesta».

—¡Es una embarcación! —voceó Dickie.

—¡Quita allá…!

—Una especie de canoa. Fíjate.

—Nunca he visto una canoa así.

—Acércame un pico de cangrejo. El grande.

Nelson metió la mano bajo la regala, de donde sacó un garfio de cuatro pulgadas de boca unido a un mango metálico de unos dos metros de largo.

El objeto se aproximaba rápidamente ahora.

—Engánchalo —dijo Dickie—. Aguarda… un momento… un momento… ¡Ahora!

Nelson tendió el pico de cangrejo, dejó que gravitara y tiró con fuera. El garfio se hincó en la madera.

El tronco era enorme, estaba ahuecado y terminaba, a uno y otro extremo, en punta. Impelido por la marea, empezaba a separarse del barco por su extremo opuesto.

—Pesa como el carajo —advirtió Nelson—. No podré sujetarlo mucho rato.

—Arrástralo hacia aquí —repuso Dickie según retiraba el pasador de la portezuela que, practicada en la popa, servía pa a subir a bordo las capturas de más peso.

De ahí saltó a una angosta plataforma situada en la misma línea de flotación y por encima de los tubos de escape.

Nelson condujo el tronco, que se balanceaba con la suavidad de una cuna, hacia la popa, a sotavento, lejos de la corriente.

—Hay algo dentro —dijo.

—Ya lo veo. Una lona, al parecer.

Nelson situó el tronco junto a la popa. Sujetándose en una de las cornamusas de aquel lado, Dickie alargó un pie y alzó la lona por su borde próximo. Vuelta palma arriba, como la de un mendicante, apareció una mano humana.

—¡Hostia divina! —exclamó Dickie al tiempo que retiraba bruscamente el pie e iba a sujetarse con ambas manos a la cornamusa.

Ni uno ni otro dijeron nada por un instante, atentos los dos a los latidos de su corazón. Fue Nelson quien finalmente rompió el silencio.

—¿Hay algo más que la mano? —preguntó.

—Ni lo sé ni me interesa.

—A lo mejor está vivo.

—¿Y qué podría hacer por aquí, si lo estuviera? Además, ¡huele que apesta!

—Si no miras, no saldremos de dudas.

—Hazlo tú.

—No puedo: estoy sujetando el garfio.

Dickie miró la mano ponderando. Alargó entonces el brazo, lo retiró, volvió a alargarlo.

—Vamos, muchacho —farfulló—, a ver si eres buen chico y estás fiambre…

Asió la lona y la alzó por una punta. A sus ojos se ofrecieron una muñeca, ceñida por un tosco brazalete verde, de metal, y el principio de un antebrazo.

—Venga ya —le interpeló Nelson impaciente—, que no te va a morder.

—No alcanzo. Acércalo más.

—No se puede. Ya está pegado al codaste.

Dickie contuvo el aliento, se sujetó con la mano izquierda a la cornamusa y, adelantando el cuerpo, tendió la diestra, agarró la inanimada palma y tiró.

De improviso, la mano cobró vida. Sus uñas se clavaron en la muñeca de Dickie y un fuerte tirón lo arrancó del barco.

La lona se abultó y fue rechazada. Dickie fue a dar contra la canoa. Un relámpago gris hendió el aire y le golpeó a la altura de la clavícula izquierda. Como tronchada, víctima de la rabieta de un niño, la cabeza de Dickie cayó a un lado, sujeta apenas al tronco solo por unos jirones de piel y tendón. La cercenada traquea expelió aire y borbotones de sangre. Nelson percibió un doble choque según cabeza y cuerpo caían al agua, cada uno por su lado.

El hombre había saltado a bordo antes de que Nelson pudiera desenganchar el garfio. Hizo por desprenderlo con frenéticos movimientos, pero estaba demasiado hincado. Lo soltó entonces y reculó.

Fascinado por el hacha, cuya hoja en media luna chorreaba sangre, Nelson no acertó a mirar al hombre que la blandía en alto. Las gotas que caían en la cubierta destellaban al sol poniente. El hacha giró en las manos de su agresor. Lo que Nelson tenía ahora delante era un punzón, una escarpia triangular, que se abalanzó hacia él. Nelson se hizo hacia atrás.

Apartando los ojos del punzón vio Nelson —detrás del hombre, allende la popa— la piragua, que se alejaba arrastrada por la corriente. Si pudiera lanzarse por la borda, alcanzarla a nado y alejarse remando… ¿Hacia dónde? A cualquier parte, adonde fuera…

Cuando el hombre se lanzaba sobre él, lo esquivó echándose a la izquierda. El punzón fue a clavarse en el mamparo. Sin darle tiempo para desprenderlo, Nelson corrió hacia la popa.

Pero la media luz no le permitió ver, hasta topar contra ellas de espinillas, las cajas de licor. En su intento de evitarlas, patinó sobre unas tripas de pescado y fue a dar de bruces en la cubierta. En un último, defensivo reflejo, se protegió la cabeza con las manos. Vanamente.

Manuel traía bajo el brazo las dos últimas botellas, que eran de Armagnac, de tres cuartos de litro. Tenía medio entumecidas las piernas, de tanto acuclillarse en la cala. Deseoso de estirarlas antes de que se presentara el calambre, apresuróse hacia la popa. En la abierta trampilla las sombras de las botellas dispuestas en la cubierta superior habían sido engullidas por la de un hombre.

—Con estas dos termino, señor Dickie.

El Portavoz del Salvador se estaba despidiendo: «Y bien, camaradas de a bordo, suena, en el Puerto del Buen Reposo, la hora de plegar velas…».

Fue el hedor lo primero que percibió Manuel: la espesa fetidez de lo podrido. El chico había olido algo semejante en una ocasión, cuando, muerta y medio devorada por los perros, una cabra empezó a descomponerse en el campo de un vecino. Llegado a la escotilla, tendió las botellas, que nadie tomó, sin embargo.

El hedor le hacía lagrimear. Al alzar la mirada, vio los pies.

«… Hasta mañana, cuando levemos anclas, para singlar juntos los bajíos de la vida…».

Manuel se detuvo al pie de la escotilla, helado. Una gota de sangre cayó en la alfombra, frente a él. Una mano alcanzó el amplio cinto de cuero y retiró de él un arma totalmente desconocida para el muchacho. Un pulgar hizo retroceder el percutor y Manuel sintió el cuerpo recorrido por un escalofrío. Cerró los ojos y, todo en la fracción de un segundo, oyó un chasquido, luego un psst y, por último, un resonante boom.

Al caer de espaldas se dio de cabeza contra el borde de la escotilla. Según se desplomaba en la cala percibió ruido de vidrios rotos y olor de alcohol que se mezclaba con otro, de sulfuro. Sintió dolores en la cabeza y un espasmo en los intestinos.

Y todavía alcanzó a oír: «… y recuerden, camaradas de a bordo, que el viento sopla siempre a favor cuando Jesús es el patrón de la nave».