12
Siempre sujeto por la cadena, le condujo por una senda que serpeaba entre la maleza. Al entrar en uno de sus recodos, Maynard oyó risas.
La senda desembocaba en un calvero a cuyo lado derecho se levantaba una edificación que recordaba las de los indios navajos, y de ocho a diez veces el tamaño de la choza de Beth. Un pequeño árbol de Navidad, de material plástico, de los que se venden en los baratillos, se alzaba a un lado de la puerta, decorado con oropeles, mondaduras de frutas y jironcillos de tela de colores.
—¿De dónde procede eso? —indagó Maynard.
—De un botín —repuso ella, que, deseosa de ganar el extremo opuesto del calvero, había apretado el paso.
A un nuevo estallido de risas, dos hombres jóvenes salieron del pabellón empujándose y propinándose palmadas. Como Maynard se detuviera a contemplar, sintió en el cuello un tirón de la cadena.
Uno de los hombres llevaba un sarong chillonamente floreado, media docena de brazaletes en cada muñeca, y sortijas en todos los dedos. Su compañero iba casi desnudo. Tenía cortados casi al rape los cabellos, de un rubio casi blanco, y el cuerpo, largo, esbelto y bronceado, aparecía cubierto de aceite y carecía de vello. Por toda vestimenta lucía un taparrabos de cuero negro, del tamaño de un pomelo, que se hubiera dicho, de puro hinchado, a punto de estallar.
Habiendo reparado en los transeúntes, los hombres interrumpieron sus retozos. Beth volvió la vista hacia ellos, escupió en tierra y dio un nuevo tirón de la cadena. Según reemprendía la marcha, y como se volviera para mirarlos, vio Maynard que los hombres correspondían al despreciativo saludo de Beth.
Cuando estaban por alcanzar un segundo calvero, Beth se detuvo y, a pocos metros del final de la senda, le amonestó:
—Aquí no te rezagues, o te arranco la cabeza.
Y, humillada la cara, los hombros encogidos, se internó en la explanada.
Había en el claro ocho pequeñas chozas atendidas, cada una de ellas, por una mujer. Dos de las allí reunidas vestían camisolas de transparente gasa que permitían apreciar hasta el último detalle de sus cuerpos. Una tercera llevaba una falda larga, de manchada seda, y, por encima de la cintura, nada más que dibujos trazados con pintalabios, que, formando círculos concéntricos en los pechos, convertían los pezones en dianas. Otra, que exhibía un juego completo de prendas interiores largas, se dio vuelta, al advertir a los intrusos, y, doblando el cuerpo hacia delante, desabrochó la pieza posterior de los calzones y, desnudas las nalgas, produjo una ronca ventosidad.
Una de las mujeres rompió a reír y, voceando en dirección a Beth, exclamó:
—¿Es esa tu salvación, Goody? Pues bien trasijada la tienes.
Otra graznó:
—Te encontraré a un perro con mejor aparejo que ese.
—Roche, muerto, es más temible que ese, vivo —rio una tercera.
—¡Te tenemos preparado el jergón!
—¡Te veremos por aquí antes de la luna nueva!
Maynard, sonrojado, mantenía la vista fija en la arena. Hasta topar con ella no se apercibió de que Beth se había detenido.
Furibunda, roja como la grana, dedicó a los prostitutas una mirada fulminante.
—¡Vacas! —vociferó—. ¡Me moriré de vieja sin haber puesto un pie donde vosotras! —Su mano voló al frontal de los zahones de Maynard, y, agarrándole los testículos, continuó—. Si esto les parece poco, es porque carecéis de la alquimia capaz de transformarlo. —Y, retirando la mano, alejó a Maynard del lugar.
Trotando en pos de ella, le preguntó:
—¿Cuántas mujeres hay, aparte de las putas?
Doce, todas casadas.
—¿Y cuántos hombres sin esposa?
—Acaso un par de docenas.
—¿Y por qué no te casas con uno de ellos?
—Después de su primer matrimonio, una mujer no tiene más que dos caminos: la maternidad o el prostíbulo.
Pero, aun suponiendo que tengas un hijo… mío, el niño crecerá. No serás madre toda la vida.
—Se nos permite ser madres durante trece años.
—Pero, pasado ese tiempo, habrás de convertirte, de todos modos, en prostituta.
—Crees saberlo todo —rio ella—. Pero soy yo quien sabe.
—¿No acabarás de ramera?
—¿Si vivo hasta entonces? Jamás. ¿Quién pagaría por yacer con una vieja?
—¿Cuál será, pues, tu destino?
Se paró, le miró y dijo en tono fervoroso:
—Seré venerada. Sabia. Consultada. Respetada. Nutrida. Y así hasta que llegue la hora de que me entreguen a la muerte. Así quiero que sea y eso —señaló la entrepierna de Maynard— puede procurármelo.
El sendero desembocaba en una cala protegida en todo su contorno por riscos calcáreos. Tenía, como señalaba el mapa del primer Illonois, forma de anzuelo. Una embarcación que quisiera ganar alta mar había de costear hacia el sur un rompeolas natural, más tarde contornearlo y enfilar un paso limitado por un segundo rompeolas y, por último, doblar al este hacia la abertura que conducía a las aguas profundas.
Había diversas embarcaciones varadas en la arena: dos piraguas, una Boston Whaler desechada y cuatro pinazas, estas con las velas recogidas.
Al principio, Maynard no reconoció a Justin, que estaba de pie, en la orilla, entre Nau y el muchacho al que llamaban Manuel. Llevaba ropa nueva —una camisa de algodón y unos calzones como los de L’Ollonois— y, a un costado, en la pistolera, la Walther PPK.
Viendo surgir del sendero a Beth y a Maynard, tanto Nau como Manuel adoptaron una postura arrogante: las piernas abiertas, los brazos en jarras. Algo dijo L’Ollonois a Justin en tono severo, pues el muchacho trató de imitar su actitud.
Maynard hubiera corrido en dirección a su hijo, pero Beth, que lo mantenía sujeto por la cadena, le obligó a caminar lentamente playa abajo. Habiendo alcanzado un punto distante unos pocos pasos del lugar donde se encontraba Nau, la mujer se detuvo y tiró de la cadena, ignorando qué pretendía de él, Maynard permaneció erguido; pero ella repitió el tirón, ahora con fuerza, obligándole a arrodillarse.
Desde su postración, Maynard examinó los rostros que tenía delante: el de Nau, que parecía reflejar la convicción de su ancestro, de que el temor era poder; el de Manuel, que irradiaba precoz arrogancia; el de Justin, descompuesto, nervioso, mortificado por la humillación de su padre.
Como ninguno de los tres parecía dispuesto a hablar, Maynard dijo en tono ligero:
—¿Cómo va eso, amiguito?
—Muy bien —respondió Justin. Y, porque las palabras se le habían atragantado, repitió más alto—: Muy bien. ¿Y tú?
Maynard se limitó a cabecear afirmativamente. Fija en su hijo la mirada, no conseguía apartarla.
A un ligero codazo de Nau, Justin farfulló:
—¿Dónde está el resto de las municiones? —Y tocó indicativamente la culata de la Walther.
—Se quedaron en la habitación del hotel. Y tú lo sabes. Justin miró a Nau y, en respuesta a un segundo codazo, insistió:
—¿Dónde?
—En el secreter. En el primer cajón.
Justin explicó a Nau.
Estaba seguro de que no las llevó al yate.
—Mandaré por ellas —replicó Nau. Y, volviéndose hacia Beth, concluyó—: Eso es todo.
La mujer tiró de la cadena para levantarlo.
—¡No! —exclamó Maynard—. Dejame hablar con él.
—Hablar ¿de qué? —quiso saber L’Ollonois.
—¡Soy su padre!
—Estoy harto de decirte…
Maynard le interrumpió ciegamente y con aspereza:
—¡Al carajo con tus juegos de palabras! Es mi hijo y quiero hablar con él.
Tras un instante de vacilación, Nau dijo en tono tenso a Beth:
—Contenlo o lo mataré. Te lo juro. —Luego, encarándose a Justin, le consultó—: ¿TueBarbe?
Al muchacho le costó un instante comprender que se pedía su decisión. Por fin, confuso, asintió.
—Ya has leído el pacto —dijo Nau a Maynard—. Eres un hombre mundano que no tiene aquí lugar alguno. Somos nosotros, no tú, quienes formaremos al chico. Puedes hablar a solas con él por esta sola vez. Será la última.
Nau marchó playa arriba seguido de Manuel. Indecisa en cuanto a acompañarles o quedarse, Beth se detuvo. Nau le indicó entonces que soltase la cadena. Así lo hizo ella y marchó en su pos.
Maynard pasó de la posición genuflexa a la de sentado y, dando unas palmadas en la arena, invitó a Justin a acomodarse frente a él. El muchacho consultó a Nau con la mirada y por último, aunque inseguro, obedeció a su padre.
—¿De veras estás bien? —preguntó Maynard en tono apacible—. ¿No te han lastimado?
—No, estoy bien.
—Tenemos que seguirles la corriente. Haz lo que te pidan. Cada día de vida es una nueva oportunidad. Cualquier cosa que te exijan, por más que te contraríe, es preferible a estar muerto. ¿Has podido descubrir quiénes son?
Justin negó con la cabeza.
—Hablan muy raro. Como si no fueran de esta época, quiero decir.
Maynard le hizo una rápida exposición de lo que había averiguado por su cuenta. Luego le preguntó:
—¿Qué te han dicho?
—Que no saldré nunca de aquí. ¿Es verdad?
—No. Encontraré una forma de escapar.
—Dicen que van a matarte. ¿Lo harán?
—Eso me temo, si antes no descampamos de aquí. Cualquier cosa que escuches, aun el menor detalle, aplícalo a la idea de la fuga. Pregúntate a ti mismo: ¿puede ser esto de utilidad? ¿Puede ayudarnos?
—Aseguran que no hay salida posible.
—¿Y eso?
—No existen embarcaciones de motor. No tienen… ¿cómo les llaman?… naves de bordada. —Movió la cabeza hacia las embarcaciones visibles en la cala—. En toda la isla no hay más flota que esa.
Maynard miró las pinazas.
—Si pudiéramos hacernos con una de aquellas y alcanzar las rutas de navegación…
—Las vigilan noche y día.
—¿Cuánto tiempo llevamos aquí? —Viendo que la pregunta desconcertaba a Justin explicó—: Estuve durmiendo. Y no sé cuánto.
—Este es el cuarto día.
—¿No te has enterado de nada más? ¿Cualquier cosa que pueda servirnos? Piensa.
—No, de eso, nada. Solo me adiestran.
—¿Para qué?
—Para que me haga hombre, dicen. —Dirigió Justin la mirada hacia lo alto de la playa, hacia Nau, y murmuró—: ¿Cómo voy a hacerme hombre, si solo tengo doce años? ¡Tienen que estar locos!
Con una sonrisa, Maynard le tomó la mano y, acariciándola, le preguntó:
—¿Qué clase de adiestramiento?
—Quieren que sea armero. Por eso me dejan llevar esto. —Y se tocó con la palma la pistolera.
Al mirarle a los ojos vislumbró Maynard el destellar del orgullo, como si, aun a pesar suyo, el muchacho se complaciera en haber sido objeto de semejante prueba de confianza. Sin duda había reproche en la mirada de Maynard, pues Justin desvió la suya.
—¿La llevas cargada?
—No me queda otro remedio. L’Ollonois dice que una pistola vacía es como un eunuco: mucha apariencia y ninguna fuerza. ¿Qué es un eunuco?
Saca un par de balas del peine y escóndelas en algún sitio. Simple precaución. Podrían venirnos muy bien en un momento dado.
—Dice L’Ollonois que no hay que desperdiciar una sola bala.
—Justin… si le escuchas a él, entonces sí, te pasarás aquí toda la vida. No es amigo tuyo.
—Él dice que quien no es amigo suyo es su enemigo, y que a un enemigo hay que matarlo. Yo no quiero que me maten.
—No te matarán. Eres demasiado importante para él.
—¿Yo? ¿Por qué?
—No lo sé a ciencia cierta. Creo que le preocupa el porvenir. Por lo que pueda ser, dime dónde están las armas.
—Cada cual lleva la suya, y L’Ollonois guarda el resto.
—¿De qué clase son?
—Pedreñales y fusiles de chispa. L’Ollonois tiene un viejo M16, pero está todo oxidado y no funciona.
—¿Ningún arma moderna?
—No, solo esta —tocó la Walther—. No les gustan, porque, cuando acaban la munición, tienen que tirarlas. Por eso quería saber dónde estaban las balas de esta.
—¿En qué consiste el trabajo de un armero?
—Se ocupa de un montón de cosas. Funde las balas, que son de tres tamaños: para pedreñal, para mosquete y munición menuda; cuida de que las armas estén limpias y engrasadas: enteras, como ellos dicen; se encarga de arreglarlas… Ahora me están enseñando a desmontar cerrojos para substituirles el muelle. Es increíble —sonrió como para compartir con su padre el descubrimiento—: si uno las cuida, las armas de chispa pueden durar para siempre. Un mosquete no tiene más que tres partes móviles…
Maynard no consiguió corresponder a su sonrisa.
—Me pregunto cómo habrá reaccionado tu madre. Justin experimentó una sacudida.
—¿No sientes curiosidad?
—Claro. Solo que… no se me había ocurrido.
—Piensa en ello.
—¡TueBarbe! —Llegó la voz de Nau.
—¿Es cierto que tu tatarabuelo mató a Barbanegra?
—No. Ese debió de ser otro Maynard.
—Ellos dicen que sí. Por eso me llaman así: MataBarba.
—En fin… no lo discutas. Sígueles la corriente. Algo se me ocurrirá. Confía en mí.
—Está bien. —Se le veía nervioso—. Tengo que marchar. Se dio la vuelta, y Maynard le siguió con la mirada según corría playa arriba.
Beth, que había regresado, recogió de tierra la cadena. Maynard no se percató de su presencia: no apartó del chico la vista hasta que él, Nau y Manuel desaparecieron tras un lejano promontorio.
—Se ha ido —declaró Beth.
—Está por ahí. A un tiro de piedra.
—De tu vida, quería decir.
—Sé lo que querías decir; pero…
—Cuanto antes te rindas a la evidencia, antes pasará el dolor.
—Prefiero el dolor.
Tiró ella con suavidad de la cadena y Maynard marchó a la zaga.
—Me han dado plumas para ti —anunció Beth.
—¿Y eso?
—Quiere que saques partido del tiempo que te queda… —se interrumpió, súbitamente cohibida por su falta de tacto—… de tus ratos de ocio, para escribir una crónica. Como Esquemeling.
—¿Una crónica? Copias de las antiguas, querrás decir. No tengo noticias que relatar.
—Pronto las habrá.
—¿Cómo lo sabes?
—Muchas cosas, muchas, empiezan a escasear: el ron, los insecticidas, los cítricos. Se habla de comer cuero. Es menester que se haga pronto una presa. Y de precio.
Cruzaron el campamento de las prostitutas, donde se produjo un nuevo intercambio de chanzas, y el pabellón de los bujarrones, en el cual se repitieron los salivazos. Próximos ya a la choza de Beth, Maynard le preguntó:
—¿Cuánto tiempo crees que me queda?
Oh, mucho —respondió ella en tono alentador—. Apenas empiezo a sentir los indicios de la fecundidad. Según yo lo veo, tienes para largo.
—¿De veras? —replicó Maynard, que hacía cálculos—. Según lo veo yo, no será mucho más de una semana.
Aguardó hasta que su respiración se hizo profunda y acompasada. Luego, y para mayor seguridad, esperó todavía unos minutos. La mujer comenzó a roncar, los labios móviles y el ceño fruncido, cual si discutiese con algún personaje de sus sueños.
Palpó entonces la cadena hasta dar con el candado. Porque no acertaba a leer la numeración, se deslizó hasta la puerta, levantó la piel que la cerraba y expuso el candado a la luz de la luna. Formada la combinación 000, el eslabón se soltó.
Cuidó de que sus manipulaciones con la cadena se acomodasen al ritmo de los ronquidos. Libre ya, enlazó de nuevo los extremos de la cadena, cerró el candado e hizo girar las ruedecillas. Alentaba la vaga esperanza de que con eso desmentiría la complicidad de Beth. Si por la mañana encontraban abierto el candado, podían acusarle de haber propiciado su huida; si, en cambio, lo hallaban sólidamente cerrado, quizá la atribuyeran a un acto de magia o, cuando menos, a la prestidigitación, y celebraran haberse librado de él.
Salió reptando de la choza y, por el procedimiento del dedo, comprobó la dirección del viento. La brisa, suave, pero constante, soplaba del Norte, de manera que tomó el rumbo opuesto. Aunque desconocía el régimen de las mareas y las corrientes de la zona, estaba seguro que, con el viento a su espalda, conseguiría alejarse de la isla.
No intentó liberar ni localizar a Justin. Por una parte, estaba convencido de que lo tenían en lugar cerrado y bajo vigilancia; por otra, no deseaba exponerle a los riesgos que él se disponía a enfrentar: internarse a la deriva en el océano hasta encontrar tierra o una embarcación. Hasta que consiguiera regresar con ayuda armada, Justin estaría más seguro en la isla. Tenía la certeza de que, hiciera él lo que hiciese, Nau no lastimaría al muchacho. Después de examinar una a una las posibles represalias que podía Nau tomar con el chico por la fuga de su padre, ninguna le pareció conducente a nada. Y, por cuanto había oído y observado, L’Ollonois no se servía de la brutalidad y la violencia más que con fines prácticos.
En la playa, en el extremo meridional de la isla, encontró un tronco arrojado allí por la marea. No disponía de tiempo ni de medios para construir una almadía sólida, de modo que debía contentarse con algún cuerpo flotante capaz de cargar su peso. Arrastró el tronco hasta el agua, para cerciorarse de que no estuviera podrido ni tan empapado que se fuese al fondo. Balanceándolo con una mano comprobó que era ligero y flotaba sin dificultad.
Se internó en el agua hasta tenerla a la altura del pecho, tras lo cual, y rodeado el tronco con los brazos, se dejó flotar experimentalmente. La corriente, si la había, era muy débil; y el viento le impulsaba, en efecto —de manera lenta pero perceptible—, alejándole de la playa.
No había avanzado cincuenta metros cuando, al agitar los pies, para darse impulso, sintió una punzante escocedura en un muslo. La sorpresa le provocó un juramento que, sin embargo, acalló. Un acalefo, se dijo. O algún minúsculo insecto marino. Pues no se trataba de una mordedura ni de un corte, ni tampoco sangraba.
Hundió la mano, para palparse el muslo. Luego, como sacudiese la mano para desprenderse de lo que la quemaba, el bicho le cayó en el estómago, lacerándolo.
Al darse vuelta vivamente, fue a dar con la barbilla en un cuerpo ligero y suave, semejante a un globo, una lechosa burbuja blanca que registró un suave cabeceo.
Una medusa.
Tras una reflexión, agitó el agua, para alejar al animal, y, al hacerlo, se enredó en la madeja de cáusticos filamentos que pendían bajo la burbuja. Según, manoteando y salpicando, trataba de rechazarla, los venenosos hilillos se le pegotearon por toda la cara y el pecho. Era como si lo desollaran con un cuchillo al rojo.
Golpeó al bicho con el tronco y consiguió apartarlo, y después, conteniendo los alaridos que pugnaban por escapar de su garganta, hizo por ganar aguas limpias.
Libre por fin, pensó, por un instante, que conseguiría dominarse y seguir. Más pronto percibió nuevo latigazos en la espalda y en el interior de los muslos, que parecían arder.
Al darse vuelta, víctima de un frenesí, distinguió, al frente, toda una armada de opacas burbujas blancas. Había caído en un banco de medusas.
Pronto, incapaz ya de reprimirse, prorrumpió en gritos. Braceaba, perneaba, y cada nuevo movimiento hacía más intenso el dolor. Clamando y revolviéndose espasmódicamente partió, precipitado, hacia la playa. Tan pronto dio pie, hizo por correr. Se hincaba los dedos en el pecho, tratando de arrancar aquel dolor.
Al ganar la orilla se arrojó a la arena y se revolcó en ella.
Su agitación no aliviaba el padecimiento, pero no podía refrenarla. Volteaba y se retorcía como una marioneta enloquecida. Hasta que, de pronto, algo le golpeó el pecho clavándole en tierra.
—¡Condenado imbécil! —Sonó una voz.
Intentó escapar.
—¡Quieto, zopenco! —ordenó la voz.
¿Llovía acaso? ¿Qué era aquel líquido, tibio y de olor acre, que le rociaba el cuerpo? Su contacto le procuraba consuelo: allí donde caía, el dolor parecía borrarse.
Trató de hablar, pero tenía la lengua demasiado hinchada para moverla. Una niebla espesa le invadió los sentidos.
A la primera voz se unió otra. Discutían. Un hombre y una mujer.
—Te lo advertí.
—No se ha…
—Lo hubiera hecho.
—Pero…
Las voces se desvanecieron. Y no se inquietó, porque las creía parte de un sueño.
Un grito. Que no era el suyo. Un grito ajeno. De mujer. ¿Por qué gritaba una mujer? Su clamor se prolongó largo, largo tiempo.
Se incorporó y sacudió la cabeza. El dolor continuaba, sordo ahora, sin embargo: tolerable. Pero el grito seguía sonando.
Al volver la cabeza vio a Beth, que yacía en la arena, las extremidades desplegadas, como las alas de un águila, sujetas a estacas. Estaba desnuda y mostraba el pecho, el abdomen y las piernas surcados de verdugones. A uno y otro costado tenía una insubstancial burbuja blanca —una medusa— cuyos filamentos le envolvían el cuerpo.
Viéndole, gritó ella:
—¡Orínate encima de mi!
—¡¿Qué?!
—¡Que te me orines encima! Es el único remedio. ¡Yo hice otro tanto por ti!
Obedeció. Y, pronto, los gritos de ella se redujeron a sollozos e hipidos.
Como le ocurría cuantas veces algún personaje —en especial si formaba parte de la profesión periodística— se negaba a ser entrevistado, Leonard Hiller era presa de un ataque de santa ira.
—¿Cómo, que Trask ha dicho que no? ¿Quién se cree ser?
—No fue «no», precisamente, la palabra que se puso en los labios —repuso Dena según consultaba su libreta de notas. Lo que dijo fue que, por él, Today podía irse a cagar en su sombrero corporativo. La declaración no partió de Trask, sino del de relaciones públicas.
—Y tú, ¿qué le dijiste?
Dena se sonrojó.
—Que estaba segura de que era así, diciendo porquerías a las mujeres, como había conseguido salir adelante.
—¿Dónde está Trask ahora?
—En Nassau. Al parecer, dentro de un par de días marcha hacia las Pequeñas Bahamas.
Habla con Miami y que envíen a un corresponsal. Le quiero a bordo de ese yate. Y si, para conseguirlo tiene él que alquilar otro y perseguirles, me tiene sin cuidado. Me interesa esa entrevista y no voy a renunciar a ella por el solo hecho de que Trask se haya puesto borde. ¿No te das cuenta de que es el padre de los modernos medios de comunicación? Su marcha pone en el disparadero a empresas que mueven los dólares por miles de millones. ¡El hombre más acreditado de América no cree ya en la televisión! Doscientos treinta millones de personas pendientes de sus palabras y, de pronto, deja de pensar que haya nada digno de ser dicho. ¡He ahí una noticia!
—La noticia es que se niegue a prostituirse. Según los tiempos que corren, eso lo convierte en el Mesías.
—Di a Miami que, de ser preciso, pueden alquilar un aeroplano.
Dena asintió.
—Ha vuelto a llamar el hombre de la Guardia Costera. —¿Qué hombre?
—Sobre el asunto de Maynard…
—¡Oh, Señor…!
—Dice haber hablado con el piloto que llevó a Maynard y al chico a una de las islas. Al día siguiente, desaparecían.
—Estoy harto de decírtelo: se ha dado el piro y se ha asilvestrado.
—Lo malo es que se llevara con él al chiquillo.
—¿Qué tiene eso de particular?
—Que la madre ha telefoneado al presidente de la sociedad.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque me telefonearon desde allí. Para averiguar qué sabía yo al respecto.
—Si la Today Publications Company quiere montar una expedición de rastreo por mar y aire, es cosa suya.
—A decir verdad, no es que quieran. Lo que ocurre es que la exesposa de Blair está en publicidad y tiene un montón de clientes que anuncian en el Today. Y en nuestros demás semanarios: TV Week, Health & Happiness y toda la retahíla.
—Luego, ¿nos amenaza?
—No expresamente. Digamos que está… ansiosa por encontrar a su hijo. Ya ha intentado interesar al FBI.
—¿Alegando qué?
—Secuestro.
—Dios santo…
—Tiene decidido salir en su busca y quiere que le ayudemos. Cosa que encuentro natural.
—Yo también. Pero ¿qué puedo hacer yo?
—¿No hablabas de contratar un aeroplano?
—Sí, pero… Está bien —suspiró Hiller—. Llámala.