La brújula del piloto Juan Galardi

Escribir unas cuartillas sobre la novela de mi tío Pío El laberinto de las sirenas[*], para esta edición, es recordar una juventud, cuando habíamos tomado por bandera de nuestra acción y aventura la frase que calificaba al protagonista: «Juanito Galardi era un vasco decidido y valiente». Es también una de mis novelas preferidas, leída veinte veces, por el mundo que describe, la variedad de sus personajes, sus amores, su acción moderna y antigua a la vez y por la nostalgia y la poesía de la vieja civilización mediterránea.

El laberinto de las sirenas es la segunda novela de la serie «El mar». La primera fue Las inquietudes de Shanti Andía, las otras dos Los pilotos de altura y La estrella del capitán Chimista, éstas, unidas por el protagonista, las dos primeras, sólo por las proas de los bergantines y las olas del mar. De todas ellas es la menos marinera, es más la historia de un navegante por tierra, por puertos y aldeas, entre calles estrechas y palacios sombríos, en la que sólo aparece el mar al final y en un horizonte de poesía, bajo el velamen de la goleta Argonauta.

Está fechada en Rotterdam en septiembre de 1923, aunque su acción se desarrolla en latitudes de sol y calor, escrita por un hombre fascinado ante los pueblos del viejo mundo clásico.

La novela se inicia con un viaje que hace el propio don Pío a Italia y la promesa ante una exigente dama que encuentra en el tren, de escribir algo ameno y a su gusto. El escritor después aparece camuflado bajo el nombre de otro capitán de barco, el mismísimo Santiago Andía, que encarna aquí al propio Baroja. Sigue con una magnífica descripción novelesca de la vida de Nápoles, llena de observaciones y comentarios muy del gusto barojiano, con un desfile de tipos, de mujeres y ambientes hasta que surge y se estructura la novela en un flash-back, a raíz de un diálogo entre dos personajes curiosos y la búsqueda de un manuscrito perdido del protagonista. Todo con un esquema novelesco.

Las descripciones del puerto viejo de Marsella, de Marsella la focense, son realistas y a la vez poéticas, puerto en donde nuestro piloto, Juanito Galardi, pierde la aguja de marear a causa del amor de una argelina, Raquel, que le cambia la derrota.

Derrotero que cambiará varias veces siempre guiado por la rosa de los vientos y el favor de la fortuna. Será, después, un accidente fortuito del prepotente señor Murano lo que le vuelva a cambiar el rumbo, ahora hacia una vestal deslumbrante que fascina al piloto vasco, tan arisco y solitario, amor de sueño que le ofrece una vida de lujo que rechaza y se limita a ser un fiel servidor sin otra aspiración que llevar una vida casi humilde. Todavía otra mujer intentará cambiar su ruta, Odilia, la Roja, hasta que la aguja de la brújula queda fija, en un amor sencillo, Santa. Esto en cuanto a la acción principal del protagonista, siempre acompañada de personajes extraños en ambientes curiosos, reales o literarios.

La descripción de Nápoles, la imagen y vida del pueblo de Roccanera —un Gatopardo calabrés—, y la creación del laberinto, son muestras de ese poder descriptivo y de esa fascinación que siente el autor por el Mediterráneo, que con su erudición mezcla con el mundo clásico. La retina del novelista, cargada de vida y sentimiento, observa ciudades y paisajes, calles, palacios, trabajos, sus contrastes, aristocracia y pueblo, con tal realismo que parece una vieja película italiana, uno de aquellos dramas rurales de nuestra juventud.

Porque la novela es un drama que al final se reduce a la acción de dos hombres completamente distintos y extrañamente reunidos por el amor de Laura Roccanera, mujer moderna en su vida social y antigua en su instinto amoroso. Personaje de la vieja aristocracia italiana sin prejuicios que enamora a dos hombres antagónicos: Juanito Galardi, el vasco decidido y valiente y Roberto O’Neil, hipersensible y delicado. ¡Qué película hubiera hecho Luchino Visconti!

Habría que anotar que el nombre de mujer Laura lo usa frecuentemente don Pío, y lo repite en obras de juventud como Camino de perfección o de madurez, incluso de senectud. Las Lauras de don Pío son siempre esbeltas y morenas, es indudable que hubo una Laura en su juventud que le marcó para toda su vida.

Con respecto a su protagonista, es un marino arrogante que la suerte y el amor le lleva por un extraño derrotero, y se asemeja en parte con el capitán Chimista, otro de los protagonistas de sus novelas marineras. Pero la personalidad de Galardi es compleja, porque junto al hombre de acción acostumbrado al mando y con un sentido práctico de navegante, tiene un fondo místico, que don Pío marca cuando dice que quiso ser cura y entre sus libros se encontraba La Guía espiritual de Miguel de Molinos traducida al italiano junto a las Odas de Horacio. Quizá por eso el autor le da un final religioso, quizá por ese misticismo no extraña su simpatía por Roberto O’Neil, el hombre delicado, figura de estirpe bayroniana, al que don Pío concederá el don de la muerte, privilegio de algunos de sus personajes.

La relación de estos dos hombres es una mezcla de admiración y respeto, a veces de asombro, por lo que el otro tiene y cada uno carece, y hasta de afecto, sintiéndose ligados por el viejo amor hacia una misma mujer, que marcó parte de sus vidas y por el mar, siempre el mar.

La contrafigura del vasco fuerte, solitario y honesto, la da Roberto O’Neil, hombre débil, contemplativo, caprichoso, romántico, que llega a un paraíso de luz, fascinado por la lectura de los viejos geógrafos y de los poetas. Paraíso que don Pío construye como un sueño propio y después destruye para dar un ¡adiós final! a toda aquella exuberancia imaginativa, con aquel maravilloso poema «El Gran Pan ha muerto».

La construcción del laberinto, arrecifes y mar, espumas y púrpura, murmullo de ocasos, viento y cenefas de cielo o de costa, y la del extenso parque con montañas, acantilados y cascadas, diseñado y construido por Toscanelli, es un sueño del autor, un poema paisajístico inspirado en Salvatore Rosa, en El Bosco y en Patinir, en un momento de ensueño, que tiene el mismo fin que el despertar: una destrucción sin dejar rastro de aquella locura.

Junto a este sueño está la realidad dura y de color ocre, la historia del viejo minero y de su fortuna, otra película aparte, esta vez americana, en donde aparece la mina, El Caimanito, el sueño del oro con clara vinculación paterna. No en vano su padre, Serafín, fue ingeniero de minas y su hijo le acompañó por los montes a demarcarlas, y sabía de bocaminas, filones, hornos y escombreras. En este origen no podía faltar el médico, el padre de nuestro segundo protagonista, que queda también deslumbrado por la aparición de Laura como una vestal sobre aquel decorado del laberinto, mientras oye recitar las estancias del Tasso.

Roberto O’Neil no viene solo a su vida novelada, le acompaña una nave, la goleta Argonauta ¡qué bonito nombre! que navega hacia la Grecia clásica de Homero y Hesiodo. Y en una culminación poética con «El viaje de los hijos de Aitor» y el canto a «Los viejos mascarones de proa» don Pío da sonido a su imaginación y escribe sus cánticos de ondinas y tritones, de proas y constelaciones de estrellas y de «la libertad del mar». ¡Siempre la libertad!

El laberinto de las sirenas es una de las novelas de don Pío que encierra más poesía, semejante a La leyenda de Jaun de Alzate; en ambas el hálito poético cubre la acción, en la que muere algo más que los simples personajes.

El canto «El Gran Pan ha muerto» tiene una extraña semejanza con el canto final de Urzi Thor de La leyenda de Jaun de Alzate, en ambos muere lo mismo, el mundo antiguo, pagando, el culto a la Naturaleza. Muere también la juventud, como un ocaso en Las noches del Buen Retiro.

De aquellos marinos que pilotaron naves airosas sólo queda el recuerdo, sus arboladuras están quebradas, sus cascos sin velamen yacen escorados con las proas cubiertas de líquenes, rotos y descoloridos los viejos mascarones del romanticismo, de la fantasía, la ilusión y el ensueño. Y ya no vive el torrero Juan Bautista Pica para que componga los cuernos de la Abundancia, las Pomonas y los Neptunos. Don Pío sí, nos sigue haciendo soñar con este laberinto donde aparece Laura Roccanera como una sirena en el ocaso cárdeno sobre las olas, mientras recita los versos del Tasso.

¡Juanito Galardi era un vasco decidido y valiente!

¡Adiós a Juanito Galardi, adiós a Roberto O’Neil, adiós a Raquel la argelina, adiós a Laura, adiós a Odilia la Roja, adiós a Santa, conocidos de nuestra juventud perdida! ¡Adiós ensueño, realismo y poesía!

A Don Pío, al escribir la novela le salió la sangre vasca, pero por fortuna no le faltó la sangre italiana.

Pío Caro Baroja