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El ermitaño del Salvatore

Entre los contertulios de la casa del Laberinto, uno que llegó a ser muy asiduo fue el ermitaño de la ermita del Salvatore.

La ermita del Salvatore era la que había restaurado Toscanelli en los tiempos del viejo Stuart, llevándola a medio kilómetro del sitio donde antiguamente estaba.

En la capilla del Salvatore había un Cristo y varias otras imágenes negruzcas, con corona de plata, que el Inglés compró en alguna tienda de antigüedades, y que, por consejo de Toscanelli y no tener valor artístico, regaló a la ermita.

Los campesinos, sobre todo las mujeres, quisieron vestir repetidas veces estas imágenes como caballeros y señoras de la época; pero el ermitaño, el hermano Bartolomé, les había convencido de que no lo hicieran.

El ermitaño brotó cerca de la ermita como por generación espontánea.

Unos años después de restaurada la ermita, y adosada a ella, apareció, entre las grandes pitas y chumberas, una choza construida con piedras.

Poco después, en un terreno próximo, el ermitaño improvisado labró con grandes esfuerzos una pequeña huerta, que regaba sacando agua de un pozo, y puso unas colmenas.

Un día el ermitaño, a quien se conocía por el hermano

Bartolomé, se presentó a Alfio y le pidió permiso para extender su huerta por un yermo que pertenecía al Laberinto. De esta manera podría sembrar algunas patatas y legumbres.

Alfio le dijo que no veía inconveniente en ello.

La choza del ermitaño se ensanchó un poco y tomó un aspecto sonriente, con su fachada decorada con guirnaldas de mazorcas de maíz, racimos de uvas, ristras de ajos, sandías y melones.

El hermano Bartolomé era un hombre guapo, de aire sereno y noble, con cierto aire de dios Término. Llevaba el pelo largo, la barba rubia, medio canosa, hasta el pecho; una sotana muy raída, y en invierno, un capote.

El hermano Bartolomé no tenía al principio buena fama. Por lo que se contaba, había recorrido media Italia con un fraile capuchino pidiendo limosna, y al parecer, el capuchino resultó un ladrón y un granuja; pero Bartolomé era inocente e incapaz de estas fechorías, y poco a poco en el pueblo lo fueron notando.

Se supo también que era de Roccanera. La gente no lo sabía, hasta que él mismo contó su historia.

Hacía ya mucho tiempo, en un molino abandonado, próximo a la granja de la Punta Rosa, vivían una mujer y un niño. Esta mujer, pobre, trabajaba en las huertas y hacía cestas. El chico correteaba, medio desnudo. Cuando el chico se hizo un muchacho, lo metieron en una carpintería de la ciudad y se convirtió en un buen obrero. De Roccanera, madre e hijo fueron a Nápoles y vivieron varios años juntos. El muchacho quería mucho a su madre y estaba siempre enfermo y triste.

Cuando la madre murió, el futuro ermitaño, no pudiendo resistir la vida en la casa solitaria, se echó a trotar caminos, y desde que inauguró esta existencia ambulante y aventurera comenzó a robustecerse y a fortalecerse. Entonces pensó que su vocación estaba en soñar, en contemplar la naturaleza; comprendió que la soledad y la oración le satisfacían más que el trabajo y el afán de bienestar y de lucro.

El hermano Bartolomé era un hombre de espíritu beatífico, un místico, un soñador. Leía La vida de los Santos, de Jacobo de Vorágine; las Florecillas de San Francisco, y los Cánticos Espirituales de fray Jacopone de Todi. Tenía el sentido panteísta de adorar las cosas, y hubiera hablado de la hermana ceniza y de la hermana nube con efusión sentimental.

«No hay vida más beata que la solitaria», dice el padre Molinos en su Guía Espiritual; «porque en esta feliz vida se da Dios todo a la criatura, y la criatura toda a Dios, por una íntima y suave visión de amor».

Así pensaba también el hermano Bartolomé, y cuando rezaba arrodillado, al salir el sol, al contemplar el mar y el paisaje, su alma se llenaba de efusión por el Gran Todo.

Como sus maestros, el ermitaño aspiraba a la santidad. Sentía simpatía por los animales y por las cosas, y le gustaba hacer el bien. Era un poco médico y un poco taumaturgo.

Los campesinos y los pastores, medio salvajes, comenzaron a tener gran entusiasmo por él; decían que daba muy buenos consejos para el cuerpo y para el alma, y hasta que curaba a los atacados de epilepsia y de hidrofobia.

Todavía en los Apeninos quedaban muchas supersticiones, desde la creencia en silvanos y egipanes, disfrazados con otros nombres, hasta la fe en los brujos y en saludadores.

Los pastores y las pastoras bajaban del monte a rezar en la ermita del Salvatore y regalaban al ermitaño leche, cabritos y miel de sus colmenas. Los campesinos le llevaban vino, frutas y gallinas, y el hermano Bartolomé repartía estos dones entre la gente pobre de las proximidades. Se le llamaba también mucho al ermitaño para hacer conjuros. Se decía que tenía muy buena mano para todo, principalmente para las abejas y para el ganado.

El hermano Bartolomé apenas tenía categoría en la Iglesia; estaba por debajo de los legos; sin embargo, pertenecía al clero, y era llamado con frecuencia por el obispo de la diócesis, monseñor Portaluppi, que le recibía muy cariñosamente y hablaba con él y hasta le convidaba a comer.

Un día, el ermitaño se presentó a O’Neil a darle las gracias por haberle permitido labrar su huerta en el trozo de terreno que pertenecía a la casa del Laberinto. Roberto no lo sabía siquiera. Le hizo algunas preguntas al hermano Bartolomé y le dijo que volviera.

La fe de aquel hombre inocente, que se unía con cierta picardía cándida de hombre trotacaminos, le interesaba. El hermano Bartolomé creía en muchas cosas fantásticas y mágicas, en mil supersticiones, llegadas a él en sus viajes y en sus conversaciones con la gente humilde que había conocido.

Tenía como reales los países misteriosos y encantados, con una fauna monstruosa, las sirenas, dragones y cinocéfalos, la fuente de Juvencio, las lluvias de fuego, los árboles que dan oráculos, los pájaros de oro y de rubí; creía también en los sátiros y ninfas, pero pensaba que debían ser más amigos del diablo que de Dios.

O’Neil quiso enterarse de las prácticas médicas del hermano Bartolomé. Averiguó que a algunos, indudablemente histéricos, les había curado con exorcismos y echándoles puñados de harina sobre el cuerpo. Según el antiguo administrador de la marquesa de Roccanera, don Filiberto Venosa, que tenía una gran cultura antigua, esta práctica era un resto de ofrenda de los paganos al Cancerbero.

Otras veces el hermano Bartolomé, en vez de utilizar la harina, daba un trozo de sal o pronunciaba el nombre de los Reyes Magos.

Solía también recomendar los piñones y las granadas para los dolores de muelas; la pulmonaria, para los catarros; los limones, para los débiles de corazón, y el comer capullos de rosas en gran cantidad, a las muchachas anémicas y opiladas.

—Esto no puede hacer daño —decía él— y con la fe puede curar.

Lo que, indudablemente, en muchos casos era cierto. El antiguo torrero, Juan Bautista Pica, tenía gran confianza en los remedios del ermitaño.

O’Neil le consideraba como un buen hombre; Santa y don Juan simpatizaban con él; pero Odilia, no; afirmaba que el hermano Bartolomé no era más que un gandul que había encontrado un sistema para vivir sin trabajar.

Werner, el astrónomo, era hostil a todo cuanto se relacionara con la religión, y más con el catolicismo. Repetía con frecuencia la frase de Lucrecio: Tantum Relligio potuit suadere malorum.

Como el mar empuja restos de todas partes de la superficie y del abismo a la playa, así la casualidad había llevado de distintos puntos de la vida social a aquellas personas que se reunían en la casa del Laberinto.