Epílogo

Desde la muerte de Odilia, la melancolía reinó en aquella casa. Don Juan, Santa y su hija marcharon a vivir a la granja, con Alfio.

El viejo torrero, Juan Bautista, ya no quiso trabajar más; pasaba el tiempo yendo de tertulia a las tiendas de Roccanera y marchando a los alrededores a ver jugar a los bolos.

Don Juan, cada vez más serio y más triste, se sentía inclinado a la Iglesia. Santa estaba enferma y melancólica; muchas veces iba al antiguo cementerio del Desierto a rezar en la tumba de O’Neil.

Unos años después, Santa murió. Don Juan y Roberta, su hija, que entonces tenía quince o dieciséis años, se entregaron a la devoción.

Luego Galardi, instigado por el hermano Bartolomé, comenzó a seguir sus antiguos estudios en el seminario, y se ordenó. A la primera misa que celebró fueron todos sus amigos y conocidos, y entre ellos Laura Roccanera y Rosa Malaspina. Roberta Galardi entró poco después en el convento de franciscanas de Roccanera, y su padre llegó a ser capellán en el convento en donde estaba su hija, y murió, al decir de la gente, con una gran tranquilidad y resignación.

Galardi era un vasco decidido y valiente.

Muchos años después, el marido de Susana O’Neil vendió desde América los muebles, los libros y luego los árboles de la casa del Laberinto.

Los campesinos de los alrededores entraron a saco en el parque, hicieron agujeros en las tapias para entrar y poner lazos, y se llevaron lo que pudieron.

Unos años más tarde, en un temblor de tierra, la casa del Inglés se cuarteó y rajó. Las rocas, blancas, negras y rojas, con sus perfiles de monstruos y de quimeras, se hundieron en el mar; la Batería de las Damas se derrumbó, y con el derrumbamiento se cegó con grandes bloques de piedras volcánicas la gruta del Tritón.

El agua carcomió un poco más el esqueleto de la antigua Tirrénida, y al carcomerlo, desapareció para siempre el laberinto de las sirenas.

Rotterdam, septiembre de 1923