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La tripulación del Argonauta

En la goleta había un comedor, un salón y dos camarotes muy cómodos, a popa, y una cámara para los marineros, a proa.

Los primeros días la tripulación estuvo un poco torpe; pero pronto se adaptó a las necesidades del barco, y bajo la dirección de Galardi y del contramaestre, se hicieron las maniobras con rapidez y orden.

Se comenzaban las faenas a las cinco y media de la mañana; a las ocho se disparaba un cañonazo y se desayunaba; a las once comían los marineros, y a las doce, Galardi y O’Neil. Por la tarde, la tripulación cenaba a las seis, y el capitán y Roberto a las siete.

La vida en el Argonauta era una vida regular, conventual, monótona, a toque de campana.

La gente era buena; Galardi, un capitán experto, y el contramaestre un viejo calabrés, hombre serio y de confianza, que sabía tratar a los hombres. Su único defecto era el ser exageradamente rígido y aficionado al procedimiento del chicote.

Galardi también era partidario del palo, pero en casos extremos. O’Neil, no.

El contramaestre puso en el cuarto de los marineros un vergajo colgado, con este letrero: OJO AL CATEDRÁTICO.

Al segundo día de navegación, Roberto llamó a Galardi a su camarote.

—¿Ha comprendido usted —le dijo— por qué le he sacado de su casa?

—Sí.

—¿Y no cree usted que he hecho bien?

—Sí, y se lo agradezco.

—Esa walkiria zurda le puede comprometer a usted y hacerle dar un mal paso. Lo sentiría por usted; pero lo sentiría más por Santa, por quien tengo un cariño de hermano.

Galardi quedó confuso y sin saber qué decir.

—Pero, en fin, eso por ahora pasó —agregó Roberto—. Ahora estamos en el mar. Yo tengo por objeto hacer un viaje, y contarlo en mi poema «El viaje de los hijos de Aitor». Demos lo pasado como pasado.

—Muy bien. ¿Adónde nos dirigimos? Déme usted sus órdenes.

—Pasaremos el estrecho de Mesina e iremos por Sicilia a Malta; de Malta tomaremos hacia África, donde nos venga mejor y costearemos hasta Oran; de Orán marcharemos hacia España, y ya veremos cómo volveremos de nuevo aquí.

Durante todo el día el Argonauta fue siguiendo el rumbo hacia el sur. Cruzaron por delante del cabo Vaticano, con su faro, desde donde se ve dibujarse el perfil del Strómboli, con su cráter humeante, en el archipiélago de Lípari, y los huertos de naranjos de la isla Panaria.

El mar estaba perfectamente tranquilo. O’Neil contempló con su anteojo el cráter cónico del volcán, del que salía una ligera columna de humo, y las montañas de Sicilia. Se habló de estas islas Eólicas, donde los antiguos ponían la morada de los vientos; de la fábula de hallarse éstos encerrados en un odre, y O’Neil contó que Filóstrato dice que Apolonio de Tyana vio en la India dos toneles de piedra negra, llamados los toneles de la lluvia y el viento, que se abrían o se cerraban según las necesidades del campo.

Se ve que, tanto Apolonio como Filóstrato, eran grandes fabricantes de bolas.

Pasaron la roca de Escila, con sus casas colgadas sobre los precipicios. Arrighoni sabía que allí había un monstruo.

Esta tradición quedaba aún entre los marineros, y Malatesta, el contramaestre, indicó que él había oído decir que en Escila vivía un monstruo, con los rasgos de una muchacha encantadora, de cuerpo de lobo y cola de delfín.

O’Neil añadió que, según los poetas clásicos, entre esta roca y la de Caribdis, que colocaban enfrente, aunque no lo estaba, se encontraba un torbellino de los más peligrosos, que tragaba las embarcaciones que se aventuraban por allí, lo que se podía comprobar que no era cierto.

Pasaron al anochecer por el abismo de Caribdis, y vieron las arenas negruzcas de la playa y creyeron oír los clamores furibundos de las arpías.

—Este abismo no es otra cosa —dijo O’Neil— que uno de los torbellinos ocasionados por el cambio de corriente, que se forma, con alternativas de Sur a Norte y de Norte a Sur, cada seis horas. Los más violentos de estos torbellinos están en el lugar llamado Garofalo, el clavel, por su forma.

O’Neil añadió a la explicación la historia del pez Nicolao, como lo cuenta Schiller en su balada del Buzo.

Fortunato, el grumete, preguntó si era verdad que había rocas de imán que atraen a los barcos y les quitan todos los hierros, con lo que, naturalmente, les hacen naufragar.

Malatesta dijo que él lo había oído contar; pero no sabía la verdad que podía haber en ello.

—Es una fábula antigua —explicó O’Neil— que aparece en las Mil y una noches; pero que no tienen ninguna realidad. Es una fantasía.

Como veía en su tripulación gran deseo de instruirse, decidió, en los ratos de calma, leerles algunos libros de viajes, para entretenerlos y para entretenerse él. A veces, las horas le pesaban en el barco; en cambio, los días y las semanas le parecían huir.

A medida que iba conociendo a la gente de la tripulación, les iba encontrando carácter. El contramaestre, Malatesta, tiraba un poco a la misantropía y a la avaricia; Marcos el Chipriota era, sobre todo, vanidoso y, mujeriego; los otros marineros, excepto Pascual, que era un poco simple, y Arrighoni, que era un excelente cantor, no se diferenciaban gran cosa. Uno de ellos había llevado a bordo un perro de aguas, muy inteligente, Neptuno, y una gata. El grumete era uno de los principales elementos amenos del Argonauta.

Marcos el Chipriota y Fortunato, el grumete, se sentían rivales en decir gracias y agudezas. Marcos, hijo de un griego de Chipre, tenía veintiuno o veintidós años, era moreno, de facciones correctas y un poco petulante. Se las echaba de hombre corrido, y tenía un gran amor por las alhajas.

Fortunato Servucci, el grumete, a quien llamaban Fortunatino, se manifestaba como un muchacho fantástico. Fortunato tenía la nariz respingona y algo torcida; el aire, cómico, de clown inglés; el pelo, rojo. Este color, entre los pescadores, es, generalmente, mal signo; indicio de hombre malo y atravesado.

Fortunatino parecía un gato, por lo independiente y atrevido. No se sabía de qué casta venía. Su madre era una pescadera muy negra, casada, con un hombre muy moreno. Todo el barrio de La Marina, de Roccanera, pensaba que aquel chico rojo había venido de contrabando.

O’Neil se divertía mucho oyéndole. Fortunato se mostraba muy mentiroso y muy imaginativo. Él había visto brujas, piratas; había sacado una vez un ojo al diablo llevando dos laureles el día del Domingo de Ramos en el ojal de la chaqueta.

Fortunatino hablaba con gran desparpajo de todo, y Marcos el Chipriota le salía al paso, queriendo humillarle; pero el grumete, cuanto más apretado estaba, tenía salidas más extrañas y ocurrentes.

El contramaestre le dijo un día:

—Oye, Fortunato: te voy a contar un cuento que le oí contar varias veces a mi padre. Antiguamente, los marinos griegos de Atenas solían llevar en sus barcos algunos animales, y con frecuencia monos. Uno de estos barcos naufragó en una gran tempestad. Un delfín, que vio que el mono se ahogaba, creyéndolo un hombre, lo salvó. El delfín le preguntó:

»“¿Tú, quién eres?”.

»“Soy un ciudadano de Atenas”, contestó el mono, “de familia aristocrática”.

»“¿Conoces El Pireo?”, le preguntó el delfín.

»“Ya lo creo. Es muy amigo mío”, contestó el mono.

»El delfín, al oír esto, y viendo que el mono le engañaba, lo cogió y lo tiró al mar, donde se ahogó. Esto quiere decir que engañar a los demás para darse tono es muy peligroso.

—¡Bah! Los delfines no hablan y los monos tampoco —contestó Fortunato.

La gente se echó a reír.

O’Neil se pasaba largas horas en su camarote, leyendo y escribiendo su poema.

La primera parte de esta composición era «La Edad de Piedra», y Roberto describía la vida y las costumbres de los pueblos escitas, de las orillas del mar Negro, y sus guerras con los egipcios, los asirios y los persas.

Después de «La Edad de Piedra», venía «La canción de los hijos de Aitor», que Roberto leyó a Galardi.