10
Se pasa de la amistad al amor
—Amigo Galardi —le dijo el señor Murano unos días después—. Ha hecho usted mucho efecto en María Santa Croce y en la marquesa Roccanera.
—¡Bah!
—Le digo a usted que sí. Todo el mundo lo nota.
—Habladurías.
—Yo conozco a las mujeres, mio caro; las conozco muy bien. Creo que si me hubieran querido, no las hubiera conocido tan a fondo; pero no me han querido, y bien sabe Dios que han sido mi única debilidad. La Santa Croce tiene un capricho por usted; pero la Santa Croce es una mujer que tiene muchos caprichos. Respecto a la marquesa Roccanera, ésta, amigo mío, vale la pena, y la marquesa siente inclinación por usted. Ahora usted, mi querido Galardi, haga usted lo que le parezca o échese usted de cabeza al mar, como hizo usted para salvarme a mí, o escápese usted, váyase usted y métase en su camarote.
—Usted, ¿qué haría, señor Murano?
—¡Yo, por la Roccanera! Me echaría al mar de cabeza. Sí; ¡por el patriarca Abraham!; ¡ya lo creo! Respecto a la Santa Croce, no tendría inconveniente en gastarme con ella unos cuantos miles de liras; pero, ¡por la Roccanera!, al mar; sí, querido; otra vez al mar.
Galardi se encontraba atraído por la marquesa. ¡Era una mujer tan graciosa, tan simpática, tan culta! El pobre marino oscuro quedó admirado ante ella como ante una diosa.
Supo que la marquesa estaba separada del marido, un americano del Norte, hacía ya dos años.
El tal americano era, según se decía, un poco loco. Ella le había querido mucho y le seguía queriendo aún.
La intimidad entre la marquesa y el marino se fue estableciendo tras largas conversaciones. Él habló de su vida, de sus estudios para hacerse cura, de sus viajes por el Extremo Oriente y de su mal paso en Marsella con la argelina. Aseguró que desde entonces tenía mala idea de las mujeres.
La marquesa se rió mucho y le preguntó mil detalles acerca de la Raquel.
La Roccanera le miraba a Juan como a un inocente; le parecía un hombre infantil y poco comprensivo, un hombre seguro, en quien se podía depositar una confianza absoluta.
Ella le contó también su vida, achacando los motivos de separación del matrimonio a culpas del marido.
Pasearon juntos la Roccanera y el vasco y fueron a Ischia, a Capri y Castellamare.
Los primeros días, las largas conversaciones les bastaron; pero, cuando Galardi dijo que al cabo de una semana tendría que volver a embarcarse, la Roccanera se quedó en una gran perplejidad.
No estaba en sus planes el sacrificar la dicha, si ésta pasaba por su lado, y era, además, muy enamorada y muy sensual.
—Yo no quiero que se vaya usted —dijo a Galardi.
—Yo tampoco quisiera irme —replicó él—, pero, ¡qué voy a hacer! No tengo dinero para vivir; necesito trabajar.
—Yo tengo, por lo menos, bastante para los dos.
—Pero usted no tiene ninguna obligación conmigo.
Una combinación así: dejarse alimentar por una mujer, era algo muy indigno para Galardi. Él tenía sus dogmas categóricos en estas cuestiones.
—Yo no sé si mi amor por usted será eterno o no —le dijo ella una vez—. ¿Quién cree en la palabra eterno? Además, le quiero aún a mi marido; a veces me parece que le odio solamente, y otras que todavía le tengo amor.
—¿Y ha decidido usted algo? —le preguntó Galardi.
—Sí: vamos a cualquier rincón de Suiza, donde no nos conozca nadie; viviremos allí, juntos; si nos entendemos bien, para siempre; si no, hasta que no nos entendamos.