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Las angustias de Stuart
Stuart pasó muchas horas en vela, hasta elaborar un plan de campaña.
La opción terminaba el último día del mes de abril, a las doce de la noche. Se encontraban a fines de marzo. El ingeniero de San Francisco tenía más de un mes de término para entregar la suma que le iba a costar El Caimanito.
Stuart echó a volar por el pueblo la noticia de que los negocios iban mal; se dejó protestar varias letras, y quince días después se presentó al ingeniero de San Francisco, que por entonces estaba de viaje en Los Ángeles, pidiéndole que le dijera si la sociedad metalúrgica iba a comprar El Caimanito o no, porque estaba un poco apurado de dinero por unos pagos que tenía que hacer.
El ingeniero yanqui contestó que ésa era cuestión del gerente de la sociedad y que sobraba tiempo aún.
Stuart fue a ver al gerente e insinuó la idea de que podía hacer alguna rebaja; el gerente, tomando la idea al vuelo, le dijo que indudablemente la mina tenía un mineral muy pobre y que era indispensable que bajara de precio, porque si no la sociedad abandonaría la opción. Stuart se quejó y quedaron los dos en que se discutiría la cuantía de la rebaja.
Se cruzaron varias cartas entre ellos debatiendo el asunto.
Los días siguientes, si alguien le hubiera observado, hubiera visto a Stuart que adelantaba por la mañana un minuto o medio minuto los relojes de las oficinas y de los talleres. Estuvo también el minero en San Francisco. Luego se supo que había ido al observatorio astronómico y encargado que a las doce en punto de la noche del último día de abril le telegrafiaran a su casa diciendo que acababa de dar la hora en que concluía el mes.
El último día de abril, Stuart citó al ingeniero, al gerente de la sociedad metalúrgica, al notario del pueblo y a dos empleados de las oficinas en su despacho, a las once de la noche, para fijar la cuantía de la rebaja y pagar la opción.
Stuart se las arregló con diferentes pretextos para no comenzar la reunión hasta las once y cuarto.
Al ingeniero y al gerente les agradaba la idea de sacar la mina veinte o treinta mil dólares más barata, y como le creían apurado a Stuart, al menos por el momento, manejaban como un arma la posibilidad de abandonar la opción. Charlaron de muchas cosas.
Eran las doce menos cuarto en el reloj de la oficina, cuando el gerente de la sociedad dijo:
—Se pasa el tiempo, y esto hay que decidirlo para antes de las doce.
—¿Ustedes no quieren dar los ciento cincuenta mil dólares que yo les he pedido? —preguntó Stuart, muy pálido, con un aire desconcertado que los demás no sabían explicarse.
—Usted ha ofrecido rebajarnos algo —dijo el gerente.
—Sí, pero ahora comprendo que esto no me conviene.
—Bueno, pues usted dirá cuál es el último precio, porque nosotros tenemos que resolver definitivamente este asunto.
—Mi último precio son los ciento cincuenta mil dólares.
—No, eso no.
—Pongámonos en razón —dijo el ingeniero—. Usted ha ofrecido rebajar la opción.
—Ciento cincuenta mil dólares.
—No.
En esto el telégrafo de la oficina comenzó a sonar.
—Vea usted lo que es —dijo Stuart a su empleado.
El empleado vino con una cinta azul en la mano.
—No comprendo —murmuró— para qué nos telegrafían la hora.
—Lea usted —gritó Stuart, descompuesto.
El empleado leyó:
—Acaban de dar las doce. Observatorio de San Francisco.
—¿Qué quiere decir esto? —preguntaron al mismo tiempo el gerente y el ingeniero.
—Esto quiere decir —replicó Stuart— que han dado las doce de la noche del último día de abril; que ustedes no han depositado los ciento cincuenta mil dólares, y que han perdido la opción a la mina el Caimanito.
El ingeniero y el gerente se levantaron de sus asientos, quizá con intenciones de agredir a Stuart, pero éste estaba preparado con el revólver en la mano.
—Nos ha reventado —exclamó el gerente.
—¡Esto es una falsedad! ¡Es un engaño! —gritó el ingeniero.
El notario miró el telegrama y luego sacó su reloj. Efectivamente, acababan de dar las doce.
—Indudablemente, han perdido ustedes su derecho —dijo el notario—; yo tengo que testificar que se ha pasado el plazo y que ustedes no han entregado el dinero. ¿Pero, qué les importa a ustedes, si la mina no vale nada?
—¿Usted qué sabe si vale o no vale? —exclamó el ingeniero.
El notario comenzó a escribir un acta, que firmaron su pasante y los dos empleados de la casa.
—Otra vez tendrán ustedes el desquite —dijo Stuart riendo al gerente y al ingeniero.
—¡Y yo que le tenía a usted por un hombre honrado! —exclamó el ingeniero.
—Soy un hombre de negocios. Ustedes me querían engañar, y yo les he engañado a ustedes.
Al día siguiente todos los relojes de las oficinas de Stuart marchaban con el meridiano.
Cuando se supo lo ocurrido, se habló mucho de ello. En aquel mundo de aventureros rapaces a nadie le parecía mal estos procedimientos. Al revés, se celebró la picardía del patrón, que había sabido salir de un mal paso con astucia y con energía.