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Los apuros de Galardi

El vasco y la argelina se mudaron a un cuarto de un hotel de la calle del Pabellón, calle estrecha, oscura y céntrica, con pequeños hoteles y agencias de negocios, de colocaciones y casas de comercio.

Volvieron de nuevo a gastar alegremente el dinero ganado en el juego, y cuando no le quedó al marino más que un billete de cien francos, fue a jugarlo al mismo garito de la plaza Real, con la candidez de suponer que le iba a pasar lo mismo que la vez anterior; pero, en lugar de ganar, se quedó sin un cuarto.

Al principio, Galardi notó, naturalmente, la falta de dinero, aunque no de una manera viva; tenía crédito en el hotel y en el restaurante, pero el crédito desapareció pronto.

Marsella es un pueblo en donde el culto al vellocino de oro es grande; hay mucho agiotista, mucho judío, mucho aventurero, empresarios de negocios sucios, empleados que desfalcan y se juegan el dinero que les pasa por las manos. En un pueblo así, donde se siente la fiebre del oro y del placer, el crédito y la confianza en las personas son poco amplios; hay que tener moneda contante y sonante para ser respetado.

A medida que Galardi y la Raquel iban a la miseria, ella se mostraba displicente, malhumorada y desdeñosa. No era la argelina una mujer de mal carácter, pero quería vivir alegremente y sin cuidados.

—Yo necesito dinero —decía ella—. Si tú no me lo das, tendré que ir, como las busconas, al Castillo de Flores a ver si lo encuentro.

Esto mortificaba profundamente a Juan, quien aseguró que pronto tendría trabajo, pero los empleos que encontró apenas daban para que pudiese vivir él solo.

La argelina dijo que ella buscaría, por su parte, y una noche le llevó a Galardi a ver a un comerciante sirio de la misma calle del Pabellón. Este sirio, hombre alto, cobrizo, con la barba negra y los ojos claros, que había hecho quiebra varias veces, tenía todo el tipo de un bandolero.

El sirio propuso a Galardi mandar un barco lleno de sacos de arena, asegurado como si fuera un cargamento de azúcar, y hundirlo en medio del mar. El comerciante le daría tres mil francos en el acto de embarcarse y diez mil después de hecha la faena. Galardi rechazó la proposición.

Al volver al hotel, el vasco y la argelina comenzaron a discutir y riñeron agriamente.

—Si no me sirves para nada, déjame, me estorbas —le dijo ella, furiosa.

Juanito estaba aturdido, perplejo; no sabía qué hacer; tuvo momentos de furor y de desesperación en que se le ocurrieron ideas feroces, violentas, de sangre; pero las llegó a dominar. Mientras él buscaba trabajo, ella abandonó la casa, y él quedó solo en el hotel.

Unos días después le presentaron la cuenta, y como no la pagó, le despacharon.

Desde entonces empezó a conocer la miseria negra. De cuando en cuando empeñaba alguna cosa, y tenía para comer y acostarse. Se refugió en los cuartos de los hoteles miserables de las callejuelas estrechas del barrio de San Juan, entre talleres negros, almacenes de pescado, carnicerías, pescaderías malolientes y arroyos de agua de color de las tintorerías.

A veces Galardi sentía un paroxismo de rabia que hacía fruncir sus espesas cejas, pero el paroxismo pasaba. La necesidad de buscarse la comida le iba amansando.

Unos días después, andaba el vasco por el muelle buscando trabajo, cuando vio pasar a la Raquel con otra muchacha y dos jóvenes elegantes que embarcaban en una balandra. Ella no le vio. La argelina iba cantando. Era una verdadera sirena.

Galardi la contempló con menos cólera de lo que hubiera pensado.

Todos los animales violentos y feroces se domestican con la pedagogía del hambre y del palo.

Esta pedagogía había amansado al piloto.

En la miseria, Galardi encontró a un español, de quien se hizo amigo, un viejo carlista, todo un soldado del Ejército de la Fe, que había peleado con Zumalacárregui, que repartía un prospecto de una cervecería que al mismo tiempo era un burdel.

El viejo, comandante en las filas carlistas, no había encontrado en Marsella un trabajo más digno y más decente que aquel a que se dedicaba. Galardi le contó con franqueza sus calaveradas y sus tonterías.

—No hay que apurarse —le dijo el viejo—; una equivocación en la vida, ¿quién no la tiene? Usted es joven; si sabe usted su oficio, se colocará usted pronto.

El viejo español conocía a uno de los cargadores del muelle, hombre muy influyente en la asociación que forman los de este oficio en Marsella, y el cargador encontró pronto para Galardi una plaza de marinero en el barco francés El Provenzal. Galardi quiso romper todo rasgo de unión con su vida anterior, y se afeitó las patillas y se vistió como requería su nueva posición. La vida para él de marinero no fue muy agradable; tuvo que hacerse respetar con frecuencia a puñetazos. De El Provenzal pasó de segundo piloto a La Estrella.

Galardi tenía la cabeza sólida, mucha fuerza y mucha agilidad; y, sobre todo, mucho nervio; en su primera juventud había sido un buen jugador de pelota. Era, además, muy diestro en el boxeo y un gran nadador, que podía pasarse dos o tres horas en el agua sin cansarse. Su filosofía era el fatalismo, pero creía que a veces el Destino adverso se deja vencer por la audacia.

Galardi era un vasco decidido y valiente.