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La caza de las sirenas

Se habló mucho entre los contertulios de la Batería de las Damas, de las sirenas que, según la gente del pueblo, existían en la gruta del Maleficio; y O’Neil, para distraerse, pidió a un librero de Heidelberg conocido suyo todo lo que se hubiese escrito sobre sirenas, y al cabo de algún tiempo le enviaron dos grandes cajones de libros en varios idiomas, en los cuales estaban señalados con cintas los parajes en que se ocupaban de estos fantásticos animales.

Entre los libros enviados, estaban los de Plinio, de Aristóteles y Galeno, la Vida de Apolonio de Tyana, de Filóstrato; las Disquisiciones de Magia, de Martín del Río; De Natura Animalium, de Claudio Eliano, traducido del griego; el Genialum Dieram, de Alexander ab Alexandro; el Juris Spiritualis, de Torreblanca; el Hortulus Genialis, de Baricelli; la Magia Natural, de Porta; el Mundus Mirabilis, y otras muchas obras, de Ambrosio Pareo, Alberto el Magno, Simón el Mago, Metafrasto, Atanasio Kircher, etc.

Las sirenas aparecían en distintos avatares: primero, implumes; luego, plúmeas; después, pisciformes, y, por último, convertidas en rocas.

En un Diccionario de Antigüedades, del siglo XVIII, vieron el dibujo de tres sirenas, las tres con alas. Una de ellas, copiada de un vaso griego por Tchisben, con cabeza y pecho de mujer y el cuerpo de pájaro; llevaba en la mano izquierda una pandereta, y en la derecha unas hortalizas que parecían puerros. Las otras dos sirenas eran también con alas; una de ellas tenía una flauta de llaves en cada mano.

—La verdad es que estos alemanes son admirables de conocimiento y de paciencia —dijo Roberto al revisar el envío de aquellas obras.

O’Neil se dedicó a la lectura de los libros, y el faquir hizo lo mismo. Los textos en latín y en español los tradujo Galardi.

Cuando llegaban a algún pasaje cómico, O’Neil sonreía, se frotaba las manos y leía con entusiasmo el relato de algún antiguo geógrafo, en que describía con todas sus señales alguna sirena o algún monstruo marino.

Sakiadasamy tomaba en seguida un aire de superioridad, como diciendo: «De todo esto estoy yo en el secreto».

El faquir aseguraba tener un espejo misterioso, algo como el espejo Almuchesi, de los antiguos alquimistas, en el que veía cosas sobrenaturales.

El vasco se admiraba de oír estas extravagancias, y de ver que O’Neil, al parecer, las tomaba en serio.

—Vamos a dedicarnos durante algún tiempo a la sirenografía —dijo O’Neil—. Vamos a suponer que estos monstruos existen, y veremos qué resultado dan las experiencias.

—¿Qué resultado van a dar? Absolutamente ninguno —replicó Galardi.

Sakiadasamy sonrió despreciativamente.

—Sin embargo, tenemos autores que pasan por serios que han afirmado que existen las sirenas, amigo don Juan —replicó O’Neil—. Se puede hacer una lista formidable: Aristóteles, Alberto el Magno, Cardan, Filóstrato, Galeno y otros más modernos. Dejando a los poetas a un lado, a quien consideramos, indudablemente, con derecho para inventar toda clase de fantasías, tenemos una enormidad de testimonios de que hay sirenas. ¿Hay datos más fidedignos de que ha habido la batalla de Farsalia o la de Carmas?

Galardi quedaba sorprendido con estos especiosos argumentos.

O’Neil y el faquir comenzaron a andar en el bote por entre las rocas del Laberinto en busca de las sirenas.

A O’Neil se le ocurrió poner muy en serio una red a la entrada de la gruta del Tritón. Al día siguiente la encontraron desgarrada.

—Por aquí ha podido escapar la sirena —dijo el faquir con su aire doctoral.

—Es verdad.

O’Neil explicó a Galardi y a Santa que Sakiadasamy y él habían debido tener una sirena entre las redes, que se les escapó.

Galardi pensó si las fiebres habrían trastornado la cabeza de Roberto.

O’Neil, después, inventó la teoría de que la estancia en la gruta del Maleficio producía un sopor y una gran laxitud.

Al entrar en ella se notaba, según Roberto, que el pulso se debilitaba y flaqueaban las piernas. Esto era resultado de la atmósfera de encantamiento que producían las sirenas.

Se hicieron pruebas, y a todos los que les decían de antemano que quizá dentro de la cueva le podían flaquear las piernas, creían sentir este efecto.

Otro día decidieron ir una noche oscura, con un farol, al Laberinto, por si la oscuridad era favorable a la reunión de las sirenas.

O’Neil invitó a Galardi al paseo. La luz del farol sobre el mar, iluminando aquellas rocas, hacía un efecto extraño.

—Me parece que no vemos tampoco a las sirenas —dijo Galardi burlonamente.

—Vamos a suponer —replicó O’Neil— que hay luces que asustan a las sirenas y otras que no.

—Cosa que es muy posible —afirmó Sakiadasamy.

—A ver si encontramos alguna clase de luz que les guste.

Roberto empleó desde entonces faroles de varios colores para visitar el Laberinto. Decía que había que tener mucha malicia para coger a aquellos animales fantásticos; Sakiadasamy refrendaba esta opinión con su gravedad de granuja. Hablaban los dos de la sirena que se les había escapado rompiendo la red como si fuera un hecho incontrovertible.

Galardi, a veces pensaba si la sirenografía de O’Neil sería una broma que se daba a sí mismo; otras veces suponía si los accesos de fiebre habrían concluido de desequilibrar el espíritu del irlandés.