5
Dispersión
Al cabo de seis meses de estancia allá, un día que se hacían grandes elogios de la casa del Laberinto el doctor O’Neil dijo:
—Todo esto, como juego, está muy bien; pero hay que pensar en volver a San Francisco.
—¿Ya? —exclamó Roberto.
—¿Te parece pronto?
—A mí sí.
—Así, que tú no quieres volver. Muy bien. Puedes elegir entre dos cosas: o venir a América o ir a concluir tus estudios a Alemania.
—En esa alternativa, prefiero ir a Alemania.
—Bueno. ¿Y tú, Susana?
Susana era partidaria de volver a América y de comenzar allí su vida ordinaria, con sus ocupaciones y sus amistades.
Roberto sentía cariño por la casa del Laberinto, y le dijo a su padre que si le dejaba allí, se quedaría con mucho gusto hasta que empezaran los cursos en Alemania.
—Bueno, pues ya sabes. Al comenzar el otoño, desfile general —dijo el doctor—; nosotros nos iremos a América, y tú, a Alemania.
O’Neil padre se comenzaba a aburrir en la soledad del Laberinto. Le había entrado, además, la pasión quirúrgica, y fue a París y a Berlín a ver operar en los hospitales.
Roberto se quedó solo en la casa durante varios meses. Se había hecho muy amigo de Alfio, el guardián, y pasaba largo tiempo con él en la granja. Hablaba con Simonetta, la mujer de Alfio, y jugaba con su hija, Santa, que tendría entonces siete u ocho años.
Visitaba los alrededores; subía a los Apeninos, y solía hacer en el Argonauta excursiones, a veces hasta Sicilia y las costas de África.
Roberto era un muchacho tímido, melancólico, con gustos de poeta, aficionado a la contemplación y a la soledad.
Leía mucho a Shelley, a Carlyle y a Poe.
El parque del Laberinto le encantaba, y muchas veces se pasaba horas enteras en el claustro románico contemplando el bosque de cipreses, sobre la piedra sepulcral donde el hermano Elías, el frailecito muerto en olor de santidad, rezaba en otro tiempo.
También le gustaba abismarse, mirando las olas desde la Batería de las Damas.
Como no tenía orgullo, la gente que se le acercaba llegaba a sentir afecto por él.
—El padroncino de la casa del Laberinto es muy simpático —se decía por los alrededores.