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Una representación de fantoches

Un día de julio, a O’Neil se le ocurrió dar una representación de fantoches en la terraza de la Batería de las Damas.

Habían pasado por la casa del Laberinto tres cómicos errabundos, y O’Neil mandó que les dieran de comer y les contrató para una representación de noche. Los tres cómicos eran: un viejo, el señor Benedetto, prestidigitador, equilibrista y mostrador de títeres; una muchacha de dieciséis o diecisiete años, Fiametta, que cantaba y tocaba la mandolina, y un chico, Lelio, que recitaba y hacía ejercicios acrobáticos. Tenían también un perro, Medoro.

El señor Benedetto era ya viejo y decrépito; mas conservaba cierta elegancia y esbeltez; Fiametta era una morenita muy perfilada, con unos ojos claros, muy hermosos, y Lelio tenía cierto aire atrevido y genial.

Se veía que los tres cómicos errantes estaban muy unidos y que Lelio no permitía que la gente tomara libertades con la muchachita.

El señor Benedetto, director de la compañía, decidió representar: primero la Mandrágora, de Maquiavelo, y luego dos obras de circunstancias, inventadas y arregladas por él, pensando que de allí, además de la contrata, podía sacar una buena colecta.

La primera obra de circunstancias sería Arlequín, marinero, o Los pescadores de Roccanera, y la segunda Las sirenas del Laberinto, obra llena de alusiones a las personas que vivían en la casa.

Decidieron representar la función en La Batería de las Damas. Construyeron un tablero provisional, lo vistieron con paños, lo pintaron de rojo y de purpurina y pusieron para alumbrarlo varios faroles.

En seguida, el señor Benedetto sacó de una caja larga sus fantoches y les retocó las caras con un pincel. Fiametta remendó los trajes de los títeres que tenían algún desgarrón con aguja e hilo e hizo otros nuevos, todos muy bonitos y de colores brillantes.

Roberto mandó que se sacaran sillas a la terraza para cuarenta o cincuenta personas. Estaban invitadas las personas de la casa, los trabajadores de la granja y de la vecindad. Después de cenar comenzó a entrar la gente en la Batería de las Damas.

La noche estaba tibia y suave. En el cielo había nubes blancas y la luna, en su vuelo rápido, parecía irlas atravesando. El agua del mar tenía una transparencia misteriosa. Las luces de Roccanera brillaban, se reflejaban en la bahía y daban la impresión de una ciudad importante. En la gran curva de la playa se extendía la ola blanca, que saltaba en los peñascos del Laberinto.

Un barco; de vela al pairo esperaba, sin duda, a la mañana para la descarga, lejos del puerto.

Comenzó la representación, encendiéndose las luces del tablado y con una pequeña orquesta, en que Fiametta tocó la mandolina y Lelio el violín, acompañados por la guitarra del señor Benedetto. Lelio cantó las canciones de moda.

Al terminar, se retiraron los tres, y el señor Benedetto volvió un poco más tarde a explicar lo que iba a ser la primera función.

—Señoras y señores —dijo—: nosotros somos pobres artistas errantes, sin medios de fortuna ni conocimientos para poner en escena como es debido algunas de las obras ilustres de la Comedia del Arte. Por esto, antes de comenzar, pedimos benevolencia al auditorio, a las bellas damas y a los amables caballeros, y, sobre todo, al dueño de la casa, quien sabemos que es un noble prócer y un altísimo poeta. Ahora, señoras y señores, después de pedir vuestra venia, vamos a comenzar nuestras representaciones por La mandrágora, del gran escritor italiano Maquiavelo. Se levanta el telón. Va a comenzar la fiesta. Os presentaré primero los personajes. Éste que veis aquí es Messer Nicia Calfucci, comerciante florentino, un poco viejo, casado con la bellísima doña Lucrecia, que es la dama rubia que tenéis delante. Éste es el parásito de la casa, Saturio, ilustre lameplatos, y éste, Calímaco, estudiante enamorado de doña Lucrecia. Messer Calfucci cuenta al estudiante Calímaco que está muy triste, porque no tiene hijos, y el estudiante Calímaco le dice que hay un remedio para la infecundidad: el jugo de la mandrágora. Messer Calfucci se entusiasma. Le dará la mandrágora a doña Lucrecia. Pero la mandrágora, dice el estudiante Calímaco, tiene un inconveniente, y es que los primeros abrazos y besos de la mujer que ha bebido este jugo son mortales para su marido. Messer Calfucci, al saber esto, se detiene, carraspea y no quiere oír hablar ya de mandrágoras. Pero, no; hay un recurso, dice el estudiante Calímaco, después de pensarlo bien. ¿Por qué no darle la mandrágora a doña Lucrecia y hacer que entre luego en su cuarto un cualquiera a quien abrace y bese? Messer Calfucci vacila, duda; pero al último se convence. ¿Querrá doña Lucrecia aceptar el procedimiento? El problema ahora es convencer a doña Lucrecia. Su madre y el padre Timoteo, amigo y confesor de la casa, van a verla y vencen su resistencia. Doña Lucrecia se resigna, toma la mandrágora, y poco después pasa un mozo de cuerda muy feo, el estudiante Calímaco disfrazado. Le invitan a entrar. El mozo de cuerda no quiere; pero, al fin, lo meten entre todos en el cuarto de doña Lucrecia y cierran, mientras tanto, el buen Messer Calfucci se frota las manos satisfecho y el padre Timoteo reza el rosario por lo bien que ha resultado la combinación.

El argumento era un poco escandaloso y produjo murmullos en el público. Afortunadamente, había poca luz y no se veían las caras.

El señor Benedetto se retiró y comenzó la representación.

Los fantoches eran muy bonitos y muy bien pintados. Tenían la cabeza de cartón, el busto y las piernas de madera y el cuello, los pies y las manos de plomo, lo que les permitía moverse muy fácilmente sin perder el centro de gravedad.

El señor Benedetto era un verdadero maestro, hacía hablar y moverse a sus muñecos con verdadera gracia. La gente rió a carcajadas las situaciones de La mandrágora y las mujeres dieron gritos de alegría.

Se terminó la función y hubo un momento de descanso. Pasados diez minutos, después de un intermedio musical, comenzó el primer apropósito: Arlequín, marinero.

Arlequín era aquí un poltrón, mentiroso y cobarde, que llegaba a Roccanera muerto de hambre, y aunque no se había embarcado nunca, decía a los marineros que había hecho maravillas en el mar.

—¿Has viajado? —le preguntaban.

—Por todos los mares del mundo: del Norte, del Sur, del Este y del Oeste.

—¿Has pescado?

—Desde la ballena hasta los boquerones.

—¿Y qué has visto?

Arlequín contaba una de mentiras tremendas de lo que había visto en el mar, y mientras distraía a los marineros de Roccanera, les iba comiendo la comida y bebiéndoles el vino.

Después de las bravatas, llegaba el momento de embarcarse para ir a pescar. Arlequín no se apresuraba a entrar en la lancha.

—¿Para qué? —decía—. Tengo tres céntimos guardados, y con tres céntimos se come, se bebe y se lava la cara.

Esta frase solían emplear los vendedores de macarrones de Nápoles para anunciar burlonamente su mercancía.

En la barca, Arlequín se ensuciaba de miedo, y los pescadores, viéndole tan cobarde, le jugaban la mala pasada de dejarle en un bote en medio del mar. Arlequín comenzaba a remar y soltaba una serie de maldiciones y de frases chistosas, según sus alternativas de cólera y de miedo. Las frases de Arlequín, dichas todas en napolitano, produjeron grandes risotadas en el público.

Después de esta escena, se apagaron las luces del retablo y hubo un descanso; vino Benedetto, vestido de rojo, encendió una pequeña hoguera, con unos palos y unas cañas, en el suelo, y cantó, recitó e improvisó.

Cuando concluyó, pasó la gorra para que le echaran algo.

El señor Benedetto daba la impresión de un bufón medieval, sobre todo cuando pedía con la gorra en la mano, la sonrisa humilde y dolorosa y la voz llorona.

Se volvieron a encender las luces del retablo. Lelio y Fiametta cantaron y bailaron; se descorrieron las cortinas y comenzó la representación del segundo y último apropósito, titulado Las sirenas del Laberinto.

Había en este apropósito tres damas: doña Isabel, doña Sirena y dona Petronia: y tres galanes: don Horacio, don Juan y Tartaglia. Había, además, tres criadas: Olivetta, Franceschina y Zerbinetta; un médico pedante, don Pancracio Cocozziello, y un criado, Arlequín.

La gente decidió que doña Isabel, que era morena y vestía de blanco, era Santa; que doña Sirena, la rubia, vestida de color de rosa, era Odilia, y alguien supuso que doña Petronia, de negro y de aire muy grave, era la marquesa Roccanera. Respecto a los galanes, Horacio se identificó con Roberto y don Juan con Galardi; Tartaglia, que aparecía gordo, pesado, moreno, no se sabía quién era; pero cuando dijo que tenía la mirada magnética y unos secretos para fascinar a las mujeres y comenzó a perseguir a doña Sirena, la rubia, que, a pesar de la mirada magnética, le trataba con bufidos, todo el mundo recordó a Busoni. Era su caricatura. ¿Estaría por allá el agrimensor? La gente volvió la cabeza para encontrarle.

La farsa no tenía un argumento muy claro. Había un diálogo entre don Pancracio Cocozziello y Zerbinetta. El doctor don Pancracio, calvo y con grandes anteojos, quería tomar el pulso a Zerbinetta y con este pretexto abrazarla, porque encontraba que, según los preceptos de Galeno, estaba demasiado gordita; pero, al ir a abrazarla, se interponía Arlequín y le abrazaba a él.

Tras de esto aparecía Tartaglia, de negro, con una flor en el ojal, los pelos rizados y muchas joyas, a decir que, gracias a su mirada magnética y a sus secretos mágicos, tenía conquistada a doña Sirena. Con todas le pasaba lo mismo. Verlas, lanzarlas la mirada magnética y fascinarlas era inmediato. No se le resistía ninguna: ni viudas, ni casadas, ni solteras.

En la casa próxima le esperaba la dama muerta de amor. Tartaglia se acercaba, contoneándose; llamaba. Y, pin… pan…, pin… pan…, le daban cuatro palos en la cabeza.

—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Qué bruto! ¡Qué mala bestia! ¡Asesino! —decía Tartaglia, y se tocaba la cabeza con la mano y veía si tenía sangre, hasta que se tranquilizaba y comenzaba de nuevo a tener esperanzas y volvía a hablar de sus talismanes y de su mirada magnética, y se acercaba de nuevo con un contoneo cómico a la puerta, otra vez: pin… pan…, pin… pan…

—¡Animal! ¡Bruto! ¡Bestia! ¡Canalla! ¡Mascalzone!

Todo el mundo reía a carcajadas. Galardi se volvió a decir algo a Odilia, y ella se tapó la boca con la mano para no reírse. En este momento sonó un tiro. Busoni, que estaba entre la gente, en la oscuridad, había disparado la pistola contra Odilia; pero, en vez de herirle a ella, le hirió a Roberto en un hombro.

Se produjo un gran alboroto de gritos y de chillidos, y se tardó en asistir a Roberto, que estaba perdiendo mucha sangre. Entre Alfio y don Juan lo cogieron en una silla y lo llevaron a casa.

Se llamó al médico. La noticia corrió en seguida por Roccanera.

Busoni se había escapado al monte, y durante mucho tiempo no se supo nada de él.