11
Ensayo de amor
La decisión de la Roccanera sorprendió al marino, que la aceptó con gusto. Le chocaba que ella hubiera sido la que propusiera un plan de vida, después de todo, razonable y lógico.
Galardi se despidió del señor Murano, quien, al comprender de qué se trataba, se rió mucho y aseguró a su salvador que cuando necesitara de él le escribiera inmediatamente.
La Roccanera y Galardi fueron a pasar el verano a Lausana, pueblo suizo, de una vida mediocre e insignificante.
Vivieron los dos en el mismo hotel: Galardi, en el piso alto, y ella, en una de las mejores habitaciones. Galardi pagaba su pensión y comían juntos. Pronto ella se relacionó con ingleses y americanos ricos, que estaban allá de villegiattura, y la invitaban en sus paseos en coche y en sus viajes por el lago Leman.
Galardi, en cambio, no hizo más conocimiento en Lausana que con un gendarme del puerto y con el patrón de una barca.
La Roccanera no sentía gran interés en presentar a sus relaciones al marino; quería tenerle como a un amante oculto y, mientras tanto, lucir ella en sociedad.
La marquesa y el vasco no se entendían muy bien, y en la mayor parte de las cosas opinables estaban en desacuerdo.
—Sé orgulloso —le decía ella algunas veces.
—Orgulloso, ¿por qué?
—Porque eres mi amante.
Galardi pensaba que si era su amante, era un amante morganático, a quien, sin duda, no se podía lucir en sociedad. Él tenía un alma fiel, leal, de escudero; ella, todas las veleidades y caprichos de una gran dama. Ella manifestaba muchas veces sus entusiasmos por el arte, por la historia de su patria y de su familia. Sentía el orgullo del título, de la tradición y de la raza. A la Roccanera le entusiasmaba todo lo que significara brillo y esplendor: el político célebre, el militar atrevido, el poeta, el cantante y hasta el bailarín; lo que atrajera las miradas del público y tuviera carácter de divo le encantaba. Muchas veces quería conquistarle al marino, llevarle a su campo, recitando poesías; pero él quedaba frío e indiferente, como un hombre a quien quieren seducir con baratijas.
Galardi, pequeño hidalgo, acostumbrado a un medio social adusto, y luego a la soledad y al aislamiento del barco, no comprendía aquellas cosas que entusiasmaban a la Roccanera. Del arte no tenía la menor idea; la historia le dejaba indiferente, y hasta le producía repugnancia; los prestigios de las familias ilustres no le conmovían; los hombres todos le parecían de la misma pasta, con los mismos derechos y los mismos deberes.
Respecto a los divos y a las gentes de teatro, tenía por ellos una antipatía y un desprecio profundos.
Consideraba todos esos oficios dependientes del público como algo bajo, indigno y prostituido.
Al acabarse el verano, la incomprensión mutua se acentuó de tal modo, que ella y él pensaron que debían poner punto final a su aventura amorosa.
Ella seguía pensando que Juan Galardi era un hombre noble, un hombre leal; pero demasiado corto de alcances para vivir con ella.
Él tenía a la marquesa por una mujer de buenos sentimientos, corrompida por una educación falsa y por unas ideas ridículas y amaneradas sobre la mayoría de las cosas, que le habían hecho perder su sencillez nativa.
La Roccanera sentía afecto por Galardi; pero no lo bastante para pensar en vivir con él constantemente como marido y mujer.
—¿Qué piensas hacer? —le preguntó ella.
—Me embarcaré otra vez. El señor Murano me ha prometido reservarme el empleo en la compañía de navegación.
—Es triste vivir así siempre, lejos de la sociedad y de los hombres.
—¡Pse! ¡Para lo que hay que ver! —exclamó Galardi, con ironía misantrópica—. Es igual.
—¿Te gustaría ir a una finca mía de administrador? —le preguntó la Roccanera—. Así nos podríamos ver de cuando en cuando.
—¿Dónde está la finca?
—En Calabria, en mi pueblo. Es un sitio un poco salvaje, en donde todavía no hay tren. El administrador que tengo allí me roba; estoy segura de ello. Tú podrías ir allá a sustituirle.
—Bueno. Muy bien.
—Ahora, que es un país peligroso; por allí se anda con frecuencia a tiros.
—¡Bah! ¡Qué importa! Esa gente no será peor que los marinos.
—Pues si quieres, vete.
—Probaré.
La marquesa habló a Galardi del pueblo, que se llamaba, como su familia, Roccanera, y que antes había sido íntegramente de sus antecesores; de su palacio, de las fincas que le pertenecían y de la casa del Laberinto, una posesión de recreo de su marido, próxima, que era un lugar muy extraño.
Galardi se animó y se decidió a ser el administrador de la marquesa en el pueblo calabrés.
—Puesto que te decides, vete —le dijo ella—. Yo daré órdenes para que te reciban y te obedezcan. Si te gusta, vives en mi palacio, en el pueblo; te arreglarán allí las habitaciones; si no, le hablas al hombre que cuida de la granja, que hay próxima a esa casa del Laberinto que te he indicado, y él creo no tendrá inconveniente en cederte algún cuarto.
—Bueno; muy bien.
Galardi quiso poner en claro sus atribuciones, su sueldo y lo demás. Ella accedió a cuanto él fue indicando y acabó diciéndole irónicamente:
—Allí lo mejor que puedes hacer es casarte. En Roccanera no te será difícil conocer a una mujer oscura y fiel, como las que a ti te gustan, que no sepa nada de cuadros ni de estatuas, que desprecie a los cómicos y a los cantantes y que no se haya ocupado jamás de averiguar quiénes eran sus abuelos.
—Si la encuentro de ese tipo, me casaré con ella —contestó Galardi, sin hacer mucho caso de las intenciones irónicas de la marquesa.