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De Mesina a la pequeña Sirte
Pasaron el estrecho de Mesina un amanecer; vieron la ciudad destacándose sobre un anfiteatro de montañas y entraron en el mar Jónico y comenzaron a navegar a la vista de la costa oriental de Sicilia, dando bordadas porque no había viento favorable. El Argonauta marchaba a regañadientes, y sus velas parecían murmurar malhumoradas.
Todos los días, al amanecer y al caer de la tarde, el contramaestre rezaba con los marineros; el avemaría de la tarde solía tener una extraña solemnidad. Se descubrían todos, y cantaban y recitaban después la letanía.
Galardi rezaba también con fervor.
O’Neil les oía como observando en sí mismo el efecto que le producían los rezos y las canciones.
A veces navegaban cerca de tierra; veían a la gente que marchaba con sus carros y sus borricos por la carretera próxima a la costa, y podían ir a acogerse a los puertos. A veces quedaban en altar mar y dormían en el barco.
Las noches de otoño, magníficas, eran algo frías y húmedas y solían brillar con gran fulgor las estrellas. Marcos el Chipriota las aprovechaba para pescar; echaba la red, y con un farol o con teas encendidas atraía a los peces.
Galardi era un buen capitán, que tenía un cuidado meticuloso de todo. Hacía sus cálculos con precisión; marcaba la posición de la goleta con una cruz y la fecha en el mapa; no descuidaba ningún detalle, y llevaba el cuaderno de bitácora al día, escribiendo con minuciosidad los accidentes del viaje.
Siguieron la costa de Sicilia recta, siempre teniendo delante la mole aislada y gigantesca del Etna. Descansaron en Catania. Era allí el paisaje majestuoso y desolado. Se comprendía que los antiguos pusieran en este mundo siniestro, que es el Etna, cosas horribles y que su imaginación poblara aquella tierra de monstruos de un solo ojo, devoradores de hombres.
—¿Y por qué con un solo ojo? —preguntó Galardi.
—Quizá era un símbolo de los volcanes —respondió O’Neil—. El cráter se podía considerar como un ojo único.
Muchas veces se acercaban a tierra y veían a algún pastor moreno y esbelto, que cuidaba su rebaño y tocaba en el caramillo, mientras las cabras miraban al mar con aire diabólico.
Estuvieron también en Taormina, y luego en Siracusa. En esta última ciudad, O’Neil y Galardi visitaron el templo de Minerva y vieron la fuente de Aretusa, donde las lavanderas siracusanas lavaban camisas y calzoncillos, como en el más vulgar arroyo. De Siracusa enderezaron el rumbo a Malta. En esta travesía, O’Neil se puso a leer a los marineros, traduciéndoles del griego, trozos de la Odisea.
En Marcos el Chipriota y en el grumete producía la lectura un gran entusiasmo. Galardi oía, pero la parte fantástica no le entusiasmaba.
—Nada de eso es verdad —decía él.
—¿Qué le parece a usted Ulises? —le preguntó Roberto una vez.
—Me parece un hombre muy vulgar —dijo Galardi.
—Sí, es verdad; no es un gran hombre, por más que los críticos helenistas nos quieren decir que sí; no realiza nada extraordinario motu proprio. Cuando hace alguna cosa notable es porque se la indican los dioses.
Llegaron a Malta y pararon en La Valetta.
Allí hacía calor. Recorrieron la vieja ciudad blanca, con sus calles antiguas, con escaleras, sus miradores y sus azoteas, en donde relampagueaban los ojos negros de las mujeres; vieron a los soldados ingleses, con seis casacas; compraron lo que necesitaban y salieron con rumbo hacia el Sudoeste, por el mar de Las Sirtes, a buscar Susa en la costa de África.
En la travesía les cogió el mal tiempo, y hubo que capear el temporal durante varios días, aguantando el viento duro, sin perder el camino trazado.
El Sudeste luchaba con el Noroeste, a cuál más fiero; el Argonauta tenía terribles vaivenes y mojaba las velas en el agua.
La espuma de las olas, llevada por el viento, azotaba la cara.
El mar tenía un color amarillo sucio, con tonos ictéricos y biliosos. En la concavidad de las olas parecía de barro y estaba lleno de burbujas de espuma y de meandros blancos.
El Argonauta se portó valientemente y su tripulación también.
Desde el capitán, hasta el grumete, estuvieron todos en su puesto.
Galardi estudiaba las corrientes y la falta de isocronidad que había a veces entre las olas y las ráfagas de aire.
Los delfines le indicaban muchas veces la dirección futura de los vientos.
Hubo un instante en que se rompió una de las velas y entró en el Argonauta una gran cantidad de agua. Galardi conjuró el peligro y se siguió navegando como si tal cosa.
Galardi era un vasco decidido y valiente.
O’Neil admiró este oficio del marino, donde la audacia se convierte en costumbre.
Cuando amainó el temporal, después de una noche de lluvia horrorosa, vieron una tierra baja, al parecer, con palmeras.
No se comprendía si era una realidad o un espejismo, una verdad o una apariencia formada por la luz entre las nubes y las espumas.
Al acercarse a la isla, el agua se hundía entre las rocas y bramaba como si hubiera una jauría furiosa de perros; el viento producía un fragor como si desgarrara algo con violencia. Aquella isla parecía algún escollo fantástico, habitado por algún monstruo antropófago; de esos escollos, envueltos en un mar vertiginoso, adonde van los navíos impulsados por los vientos engañadores a destrozarse en los arrecifes, y en donde los huesos de los náufragos se calcinan al sol, después de haber sido bien mondados por unos dientes puntiagudos y apretados.
Al aproximarse a la isla el mar se fue tranquilizando, hasta que quedó quieto e inmóvil.
Esta isla era la isla de Kerkena, en la pequeña Sirte, en la costa de Túnez.
Galardi ancló y esperó, sin acercarse demasiado por miedo a los escollos. Por la tarde mejoró el tiempo y apareció en el cielo un magnífico arco iris, fantástico.
O’Neil escribió por entonces esta canción.