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Donde Galardi pierde la aguja de marear

Juanito Galardi y Zarragoitia había llegado a Marsella de piloto del brick La Abundancia, barco de tres mil quinientas toneladas, de la matrícula de Barcelona.

Era en diciembre, poco antes de Navidad. Juanito, hombre poco comunicativo y nada amigo de francachelas, decidió no salir del barco y quedarse en su camarote leyendo; pero, el sobrecargo, un valenciano llamado Peris, le convenció para que fueran los dos a dar una vuelta por el pueblo.

Había feria en las dos avenidas, la de Meilhan y la de los Capuchinos: una serie de barracas de figuras de ceras, chucherías y juguetes de Navidad. La diversión no podía ser más inocente, dijo Peris.

Salieron el valenciano y el vasco a primera hora de la tarde, subieron por la Cannebière y llegaron a una plaza en la que se reunían las dos avenidas en las cuales estaba instalada la feria. En el kiosco de la plaza tocaba la música municipal.

Pasearon por las avenidas, contemplando los puestos y las barracas. En una de éstas leyeron un letrero que decía: GRANDES BAILES POR EL GRUPO ORIENTAL ESPAÑOL.

—Vamos a entrar aquí —dijo Peris.

—Esto debe ser una tontería.

—Bueno; de todas maneras, yo entro.

—Entonces, iré yo también.

Pasaron adelante. Dentro de la barraca había cuatro mujeres, entre ellas, una negra. Bailaban al sonido estridente de un cornetín de pistón, de unos platillos y de un bombo.

El espectáculo era un poco monótono. Entre el público, Galardi y Peris vieron dos muchachas, una pequeña y viva; la otra, alta, rubia, bien hecha, con una risa burlona y una manera de hablar marsellesa clásica, un poco ceceante.

Peris se puso a bromear con las dos en su mal francés mezclado de valenciano. La pequeña le sonreía a él, pero la rubia guapa le miraba con curiosidad a Galardi.

—Vengan ustedes con nosotros a ver las otras barracas —les dijo Peris.

—Ahora no puede ser —replicó la pequeña.

—Pues, ¿cuándo?

—Por la noche volveremos a la feria.

Las dos muchachas salieron de la barraca y se escabulleron entre la multitud. El valenciano y el vasco las vieron alejarse. Galardi había quedado entusiasmado con la muchacha rubia.

—Yo no tengo ninguna gana de volver al barco —dijo Peris—; me voy a quedar a cenar por aquí; tú, ¿qué vas a hacer?

Galardi hubiera querido volver a bordo; comprendía que esto era lo mejor para él, pero tenía un ardiente deseo de volver a ver a la muchacha rubia.

Había oscurecido; bajaron los dos marinos por la Cannebière hacia el puerto.

—Tú, ¿qué has decidido? —preguntó Peris—. ¿Te quedas o no?

—Bueno; me quedaré.

—Por aquí hay cafés más baratos y mejores que los del centro; luego, veremos si encontramos a esas muchachas.

Entraron en una fonda del puerto y encargaron una cena suculenta, con este menú: bouillabaisse, costillas de cerdo, pollo, langosta, pasteles y variedad de vinos. Después, café y coñac.

Había en una mesa próxima un patrón, un contramaestre y tres marineros franceses, del Colibrí, un barco anclado en la Joliette, y trincaron con ellos repetidas veces, y al terminar la cena salieron todos juntos y fueron hacia la feria cantando. Después, se agarraron del brazo y entonaron, llevando el compás, una canción por entonces muy en boga:

Les matelots, les matelots

De la Belle Eugenie

Ont pavoisé, ont pavoisé

Des plus riches couleurs

Le beau vaisseau, le beau vaisseau

Qui part pour l’Italie.

C’est le pays, c’est le pays

Des belles et des fleurs.

Al final de la canción hacían todos largos calderones.

Juanito Galardi se encontraba fuera de sí; nunca se había sentido tan contento, tan animado y tan alegre.

Al llegar a la feria, la cadena de marinos alborotadores se fraccionó ante el gentío, y Peris y Galardi perdieron de vista a sus compañeros del Colibrí.