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El campo de entrenamiento era una sala marrón, verde y azul. Un suelo marrón, embarrado, era visible a través de una hojarasca dispersa y poco espesa. Un agua marrón, cenagosa, corría por el suelo, centelleando a la luz de lo que parecía ser el sol. El agua estaba tan cargada de sedimentos que no podía verse azul, pese a que, por encima, el techo…, el cielo, era de un profundo e intenso azul. No había humo ni polución industrial, sólo unas pocas nubes, resto de una reciente lluvia.
Al otro lado del amplio río había la ilusión de una hilera de árboles, en la orilla opuesta. Una línea de color verde. Aparte el río, el color predominante era el verde. Por encima estaba la cúpula de auténtico verde: las copas de árboles de todos los tamaños, muchos de ellos cargados con profusión de otra vida vegetal: bromelíadas, orquídeas, helechos, musgos, líquenes, lianas, parras parásitas, más un generoso complemento del mundo de los insectos y unas pocas ranas, lagartos y serpientes.
Una de las primeras cosas que Lilith había aprendido durante su propio período anterior de entrenamiento era a no apoyarse contra los árboles.
Había pocas flores, y éstas, principalmente bromelíadas y orquídeas, estaban altas en los árboles. Cualquier objeto estacionario y coloreado que hubiera en el suelo era muy probable que fuese una hoja caída o algún tipo de hongo. Por todas partes se veía verde. La maleza era, en general, lo bastante poco espesa como para permitir caminar sin dificultades, excepto cerca del río, en donde, en algunos lugares, el machete era esencial…, y aún no estaba permitido.
—Las herramientas llegarán luego —le dijo Nikanj a Lilith—. Dejemos que los humanos se acostumbren primero a estar aquí. Dejémosles antes explorar y descubrir que están en una selva, dentro de una isla. Dejémosles empezar a sentir lo que representa vivir aquí.
Dudó, pero luego prosiguió:
—Dejémosles que se afirmen con más fuerza a sus posiciones con sus ooloi. Ahora pueden tolerarse los unos a los otros. Dejémosles que aprendan que no es vergonzoso estar juntos entre sí y con nosotros.
Había ido con Lilith a la orilla del río, a un lugar en el que un gran pedazo de tierra había sido erosionado por debajo y había caído al agua, llevándose con él varios árboles y mucha maleza. Aquí no había problema para llegar hasta el agua, aunque había una caída en vertical de unos tres metros. Al borde del corte estaba uno de los gigantes de la isla: un enorme árbol con apuntalamientos que se alzaban bien por encima de la cabeza de Lilith y que, como paredes, separaban el terreno que lo rodeaba en habitaciones individuales. A pesar de la gran variedad de vida que soportaba el árbol, Lilith se encontraba entre dos de los apuntalamientos, cubierta en sus dos terceras partes por el árbol. Se sentía así envuelta en una sólida cosa terrestre. Una cosa que pronto sería socavada, como lo habían sido sus vecinas, que pronto caería al río y moriría.
—Cortarán los árboles, ¿sabes? —dijo ella en voz baja—. Harán balsas o botes. Se pensarán que están en la Tierra.
—Algunos de ellos piensan otra cosa —le dijo Nikanj—. Y lo piensan porque tú lo piensas.
—Eso no detendrá la construcción de botes.
—No. No intentaremos detenerla. Deja que lleven sus botes hasta las paredes y de vuelta. No hay más camino de salida para ellos que el que nosotros les ofrecemos: aprender a alimentarse y a buscar cobijo en este medio ambiente…, convertirse en autárquicos respecto a su sustento. Cuando hayan logrado esto, los llevaremos a la Tierra y los soltaremos allí.
Él sabía que escaparían corriendo, pensó Lilith. Tenía que saberlo. Y, sin embargo, hablaba de colonias mixtas, de humanos y oankali…, poblados de asociados comerciales, dentro de los cuales los ooloi controlarían la fertilidad y «mezclarían» a los niños de ambos grupos.
Miró a los inclinados apuntalamientos, con su forma de cuñas. Medio encerrada como estaba por ellos, no podía ver ni a Nikanj ni al río. Sólo estaba la selva, verde y marrón…, la ilusión de vida salvaje y aislamiento.
Nikanj le dejó la ilusión por un rato: no dijo nada, no hizo sonido alguno. Los pies de ella acabaron por cansarse y miró a su alrededor, buscando algo donde sentarse. No quería volver con los otros antes del momento en que tuviera que hacerlo. Ahora podían tolerarse los unos a los otros, la fase más difícil de su aglutinación ya había terminado. Era muy pocos los que seguían drogados: Curt y Gabriel lo estaban, junto con algunos otros. A Lilith la preocupaban esos pocos; pero, extrañamente, también los admiraba por ser capaces de resistir al condicionamiento. ¿Acaso eran fuertes? ¿O, simplemente, eran incapaces de adaptarse?
—¿Lilith? —dijo en voz baja Nikanj.
Ella no le contestó.
—Volvamos.
Ella había encontrado una seca y gruesa raíz de liana en la que sentarse. Colgaba como un columpio, cayendo desde la cúpula vegetal, luego curvándose, mientras subía de nuevo para sujetarse de las ramas de un árbol cercano, más pequeño, antes de caer de nuevo hasta el suelo y hundirse en él. La raíz era más gruesa que algunos árboles, y los pocos insectos que había en ella tenían aspecto de ser inofensivos. Era un asiento poco confortable: retorcido y duro…, pero Lilith aún no estaba dispuesta a abandonarlo.
—¿Qué haréis con los humanos que no puedan adaptarse?
—Si no son violentos, los llevaremos a la Tierra con el resto de vosotros. —Nikanj llegó rodeando el apuntalamiento, destruyendo su sensación de soledad y de estar en casa. Nada que tuviese el aspecto y se moviese como Nikanj podía provenir de casa. Se puso en pie cansinamente y caminó al lado del ooloi.
—¿Te han picado los insectos? —le preguntó éste.
Ella negó con la cabeza. A Nikanj no le gustaba que ella le ocultase las pequeñas heridas. Consideraba que la salud de sus humanos era su responsabilidad y les curaba las picaduras de insectos, especialmente las de los mosquitos, al final de cada jornada en aquella selva. Ella pensaba que hubiese sido más fácil dejar a los mosquitos fuera de esta pequeña simulación de la Tierra. Pero los oankali no pensaban así: una simulación de una selva tropical de la Tierra tenía que ser completa, con sus serpientes, ciempiés, mosquitos y otras cosas de las que Lilith habría podido pasarse perfectamente. Y, ¿para qué iban a preocuparse los oankali?, pensó cínicamente. ¡A ellos no les picaba nada!
—Hay tan pocos de vosotros —dijo Nikanj, mientras caminaban—, que nadie quiere prescindir ni de uno solo.
Ella tuvo que volver su pensamiento hacia atrás para saber de qué la estaba hablando.
—Algunos de nosotros pensábamos que debíamos de haber esperado a unirnos con vosotros hasta el momento en que hubieseis sido traídos aquí —le explicó—. Aquí os hubiese resultado más fácil juntaros en una banda, convertiros en una familia.
Lilith lo miró, inquieta, pero no dijo nada. Las familias tenían niños. ¿Estaba diciéndole Nikanj que allí podían ser concebidos y podían nacer niños?
—Pero la mayor parte de nosotros no podíamos aguardar. —Le echó un brazo sensorial alrededor del cuello, rodeándola suavemente—. Sería mejor para nuestros dos pueblos que no nos sintiésemos tan fuertemente atraídos por vosotros.