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El hacer dos cosas se convirtió en algo irracionalmente importante para ella. La primera era hablar con otro ser humano. Cualquiera le valía, pero le hubiese gustado que fuera uno que llevase más tiempo Despierto que ella, uno que supiese más que lo que ella había logrado descubrir.

La segunda era que deseaba atrapar a un oankali en una mentira. A cualquier oankali, en cualquier mentira.

Pero no vio ni señales de otros humanos. Y lo más cerca que anduvo de atrapar a un oankali en una mentira fue cuando los cazó en medias verdades…, aunque incluso en esto eran honestos. Admitían claramente que sólo le iban a contar parte de lo que ella quería saber. Fuera de esto, los oankali parecían decir siempre la verdad, tal como ellos la veían. Esto la dejaba con una sensación, casi intolerable, de desesperanza, y también muy inerme… ¡Como si el atraparlos en una mentira fuera a hacerlos vulnerables! ¡Como si aquello fuera a convertir en menos real, en más fácil de ignorar, aquello que pensaban realizar!

Únicamente Nikanj le ofrecía algo de alegría, algo de olvido. Parecía como si el niño ooloi le hubiera sido dado a ella, tanto como ella le había sido dada a él. Raras veces la abandonaba, parecía quererla…, aunque no sabía lo que podría significar para un oankali el «querer» a un humano. Ni siquiera había logrado imaginar cómo eran los nexos emocionales de unos oankali con otros.

Aunque Jdahya había tenido el suficiente afecto hacia ella como para ofrecerle algo que él creía absolutamente equivocado… ¿Qué sería lo que podía llegar a hacer Nikanj por ella?

En un sentido muy real, ella era un animal de laboratorio. No un animalito doméstico. ¿Qué sería lo que Nikanj podía hacer por un animal de laboratorio…? ¿Protestar llorosamente cuando ella fuera sacrificada, al final del experimento?

Pero no, no se trataba de ese tipo de experimentos. Estaba destinada a vivir y reproducirse, no a morir. ¿Un animal experimental, madre de animalitos domésticos? ¿O… un animal casi extinto, parte de un programa de reproducción en cautividad? Los biólogos humanos habían hecho aquello, antes de la guerra: habían usado a unos pocos miembros cautivos de una especie animal en peligro de extinción, para criar más que añadir a la población salvaje. ¿Era eso hacia lo que ella se encaminaba? ¿Inseminación artificial forzada? ¿Maternidad interpuesta? ¿Drogas de fertilidad y «donación» forzada de óvulos? ¿Implantación de óvulos fertilizados no relacionados con ella? ¿Niños que les son quitados a sus madres al nacer…? Los humanos habían hecho estas cosas a paridoras cautivas…, todo en nombre de una causa superior, naturalmente.

Era de esto de lo que necesitaba hablar con otro ser humano. Sólo un humano podría tranquilizarla…, o, al menos, comprender sus temores. Pero sólo tenía a Nikanj. Pasaba todo el tiempo enseñándole y aprendiendo de él todo lo que podía. Él la mantenía tan ocupada como ella se dejaba: necesitaba menos sueño que ella y, cuando Lilith no estaba durmiendo, esperaba que ella estuviese enseñándole o aprendiendo. No sólo quería lenguaje, sino también cultura, biología, historia, la historia de su propia vida… Esperaba aprender todo lo que ella sabía.

Aquello era un poco como tener de nuevo al pequeño Sharad con ella. Pero Nikanj era mucho más exigente…, mucho más parecido a los adultos en su persistencia. Sin duda, ella y Sharad habían pasado aquel tiempo juntos para que los oankali pudiesen ver cómo se comportaba con un niño extraño de su propia especie…, un niño con el que tuviera que compartir habitación y enseñarle.

Como Sharad, Nikanj tenía una memoria fotográfica. Quizá todos los oankali la tuviesen. Todo lo que Nikanj veía u oía, una sola vez, lo recordaba, lo comprendiese o no. Y era listo y sorprendentemente rápido para entender las cosas. Tanto, que ella llegó a avergonzarse de su tanteante lentitud y su desigual memoria.

Siempre había visto que le resultaba más fácil aprender cuando podía escribir las cosas. Pero, en todo su tiempo con los oankali, jamás había visto a ninguno de ellos leer o escribir.

—¿Guardáis algún archivo, fuera de vuestras propias memorias? —preguntó a Nikanj, cuando hubo trabajado con ello el tiempo suficiente como para sentirse frustrada e irritada—. ¿Nunca leéis o escribís?

—Nunca me has enseñado esas palabras —dijo el niño.

—Comunicación por marcas simbólicas… —Miró a su alrededor, buscando algo que pudiera marcar, pero estaban en su dormitorio y no había nada que pudiese retener sus marcas el suficiente tiempo como para que pudiera escribir palabras…, incluso aunque tuviera algo con lo que escribirlas—. Vamos fuera —dijo—. Te lo mostraré.

Él abrió una pared y tomó el camino hacia fuera. Allí, bajo las ramas del pseudoárbol que contenía su vivienda, ella se arrodilló y comenzó a escribir con el dedo en lo que parecía ser un suelo de arena suelta. Escribió su nombre, luego el de Nikanj.

—Así es como se vería tu nombre una vez lo hubieses escrito —explicó—. Yo podría escribir las palabras que tú me dijeras, y estudiarlas hasta haberlas aprendido. De este modo no tendría que preguntarte las cosas una y otra vez. Pero necesito algo en lo que escribir… y algo con lo que escribir. Lo mejor serían unas hojas de papel.

No estaba segura de que él supiese lo que era el papel, pero no se lo preguntó.

—Si no tenéis papel, podría emplear unas hojas finas de plástico, o incluso trozos de ropa, si podéis fabricarme algo con lo que pueda hacer marcas encima. Alguna tinta o tinte…, algo que deje una señal clara. ¿Me comprendes?

—Podrías hacer lo que estás haciendo ahora con los dedos —dijo él.

—No basta. Necesito poder conservar lo que escriba… para estudiarlo. Necesito…

—No.

Ella se detuvo a media frase y parpadeó.

—¡Pero si no es nada peligroso! —explicó—. Tu gente debe de haber visto nuestros libros, discos, cintas, películas… Nuestros archivos de historia, medicina, lenguas, ciencias, todo tipo de cosas. ¡Yo sólo quiero hacerme mi propio archivo de vuestro idioma!

—Conozco lo de los… archivos que guardaba tu pueblo. No sabía cómo se llamaba eso en inglés, pero los he visto. Hemos rescatado muchos de ellos, y hemos aprendido a usarlos para conocer mejor a los humanos. Yo no los comprendo, pero otros sí.

—¿Puedo verlos?

—No. No se permite verlos a ninguno de tu pueblo.

—¿Por qué?

No le contestó.

—¿Nikanj?

Silencio.

—Entonces…, al menos dejadme crear mis propios archivos para ayudarme a aprender vuestro idioma. Nosotros los humanos necesitamos hacer estas cosas, para que nos ayuden a recordar.

—No.

Ella frunció el ceño.

—Pero ¿qué quieres decir con ese no? ¡Las hacemos!

—No puedo darte esas cosas. Ni para leer, ni para escribir.

—¿Por qué?

—Porque no está permitido. El pueblo ha decidido que no debe ser permitido.

—Eso no es una respuesta. ¿En qué se han basado?

Silencio de nuevo. El niño dejó caer de nuevo sus tentáculos. Esto le hacía parecer más pequeño, como un animal peludo que se ha mojado.

—¿No será que no tenéis…, o no podéis hacer, materiales de escritura?

—Podemos hacer cualquier cosa que tu pueblo pudiese hacer —afirmó él—. Aunque no desearíamos hacer muchas de vuestras cosas.

—Es algo tan simple… —Agitó la cabeza—. ¿Te han dicho que no tenías que explicarme el motivo?

Rehusó contestarla. ¿Significaba aquello que el no contárselo era su propia idea, su propio deseo infantil de ejercer el poder que tenía? ¿Por qué iban a tener los oankali que hacer aquel tipo de cosas con tanta facilidad como lo hacían los humanos?

Al cabo de un tiempo, él le dijo:

—Volvamos dentro. Te enseñaré un poco más de nuestra historia. —Sabía que a ella le gustaban los relatos acerca de la larga historia multiespecies de los oankali, y que esas historias la ayudaban con su vocabulario oankali. Pero ella no estaba ahora de humor para mostrarse cooperativa. Se sentó en el suelo y se recostó contra el pseudoárbol.

Al cabo de un momento, Nikanj se sentó frente a ella y empezó a hablar:

—Hace seis divisiones, en el mundo acuático de un sol blanco, vivíamos en grandes océanos poco profundos. Éramos multicorpóreos y hablábamos con colores corporales y gamas de colores entre nosotros mismos y con los otros nosotros…

Le dejó que siguiese, sin hacerle preguntas cuando no le entendía, no deseando que le importase aquella historia. La idea de los oankali fundiéndose con una especie de seres parecidos a peces, inteligentes y que vivían en bancos, le resultaba fascinante, pero estaba demasiado irritada como para prestarle toda su atención. Materiales de escritura…, unas cosas tan insignificantes, y le eran negadas. ¡Unas cosas tan insignificantes!

Cuando Nikanj entró en el apartamento a buscar comida para ambos, ella se alzó y se marchó. Vagó, más libre de lo que nunca antes había caminado, por la zona, parecida a un parque, que había en el exterior de sus viviendas: los pseudoárboles. Los oankali la veían, pero no parecían prestarle más que una atención momentánea. Se había quedado absorta contemplando lo que había a su alrededor cuando, de repente, Nikanj estuvo de nuevo junto a ella.

—Tienes que quedarte conmigo —le dijo, en un tono que le recordó el de una madre humana hablándole a su niñito de cinco años. Y ésa, pensó, era justamente su situación dentro de la familia.

Tras aquel incidente, se escapó siempre que pudo. Una de dos: o la detenían, castigaban y/o la confinaban…, o no.

No lo hicieron, Nikanj pareció acostumbrarse a sus escapadas. De repente, dejó de aparecer a su lado minutos después de que ella se hubiese escapado. Parecía dispuesto a dejarla estar, ocasionalmente, una o dos horas lejos de su vista. Ella empezó a llevarse comida en sus escapadas, guardando artículos fácilmente transportables de las comidas: un arroz, muy especiado, que envolvían en hojas comestibles de un alto contenido en proteínas, nueces, fruta o quatasayasha, una comida oankali, con un fuerte sabor a queso, que Kahguyaht le había asegurado que era comestible para ella. Nikanj había demostrado su aceptación de las escapadas, aconsejándole que enterrase cualquier alimento que no desease comer:

—Dáselo a comer a la nave —fue el modo en que hizo esa sugestión.

Convirtió su chaqueta extra en una bolsa, y metía en ella su comida, tras lo cual vagaba sola, comiendo y pensando. No le reconfortaba, realmente, el estar sola con sus pensamientos, con sus recuerdos; pero, a veces, la ilusión de libertad disminuía su desesperación.

A veces, otros oankali trataban de hablar con ella, pero aún no podía comprender lo bastante de su idioma como para mantener una conversación. A veces, incluso cuando le hablaban lentamente, no reconocía palabras que debería saber, y que identificaba luego, momentos después de que el encuentro con sus interpeladores ocasionales hubiese terminado. La mayoría de las veces acababa recurriendo a los gestos, que no le servían de mucho, y sintiéndose inconmensurablemente estúpida. La única comunicación segura que lograba era para pedir ayuda a los desconocidos, cuando se veía perdida.

Nikanj le había explicado que, si no hallaba el camino de vuelta a casa, tenía que acercarse al adulto más próximo y decirle su nombre con los añadidos oankali: Dho​kaal​te​diin​jdah​ya​li​lith eka Kahguyaht aj Dinso. El Dho, utilizado como prefijo, indicaba a un no-oankali adoptado. Kaal era un nombre de afinidad con un grupo. Tras eso seguían los nombres de Tediin y Jdahya, con el de éste situado en último lugar, puesto que era él quien la había llevado a la familia. Eka significaba niño, un niño tan pequeño que, literalmente, no tenía sexo, como era habitual entre los oankali muy pequeños. Lilith había aceptado esperanzada esta denominación. Seguro que los niños tan pequeñitos que aún no tenían sexo no eran empleados en experimentos de procreación. Luego estaba el nombre de Kahguyaht: al fin y al cabo, era su tercer «progenitor». Para acabar, estaba el nombre del status comercial. El grupo Dinso iba a quedarse en la Tierra, transformándose al adoptar parte de la herencia genética de la raza humana… Dinso; aquello no era un nombre, aquello era una terrible promesa, una amenaza.

El caso es que si decía este largo nombre, entero, la gente comprendía de inmediato no sólo quién era, sino dónde debería estar, y le indicaban el camino a «casa». No es que por eso les quedase especialmente agradecida…

En una de esas caminatas solitarias, oyó a dos oankali usar una de las palabras con que designaban a los humanos: kaizidi, y moderó el paso para escucharles. Supuso que aquellos dos estarían hablando de ella. A menudo imaginaba que la gente por entre la que caminaba estaba hablando de ella, como si de un animal raro se tratase. Esos dos confirmaron sus temores cuando guardaron silencio a medida que ella se acercaba, tras lo que continuaron su conversación en silencio, a base de ir uniendo sus tentáculos craneales. Ya casi había olvidado ese incidente cuando, varias semanas después, oyó a otro grupo de gente de esa misma zona hablar de nuevo de un kaizidi…, un macho al que llamaban Fukumoto.

De nuevo, todo el mundo guardó silencio al acercarse ella. Había tratado de quedarse muy quieta y escucharles, ocultándose tras el tronco de un pseudoárbol; pero, en el mismo momento en que se apostó allí, la conversación entre los oankali se cortó. Cuando se decidían a escuchar, su oído era especialmente agudo: ¡a principios de su estancia allí, Nikanj se había quejado de lo ruidoso que era el latir de su corazón!

Siguió su camino, avergonzada a su pesar de que la hubieran cazado curioseando. Aquella sensación no tenía sentido: Ella era una cautiva…, ¿qué cortesía debía a sus captores, aparte de la que resultase necesaria para su autopreservación?

Y, ¿dónde estaba Fukumoto?

Volvió a estudiar, mentalmente, los fragmentos que había oído. Fukumoto tenía algo que ver con el grupo familiar Tiej, que también era gente Dinso. Sabía, de un modo vago, cuál era su zona, a pesar de que nunca había estado allí.

¿Por qué había estado hablando la gente de Kaal de un humano que estaba con los Tiej? Y, ¿cómo podía ponerse en contacto con él?

Iría hasta Tiej. Emplearía sus paseos para ir hasta allí…, si es que no aparecía Nikanj para detenerla. Aún lo seguía haciendo, ocasionalmente, dándole a entender que podía seguirla a cualquier parte, acercarse a ella estuviera donde estuviese, y siempre pareciendo surgir de la nada. Quizá le encantaba verla sobresaltarse.

Comenzó a caminar hacia Tiej. Quizá lograse ver al hombre hoy mismo, si él estaba al aire libre…, si era un adicto de los paseos sin rumbo como ella. Y, si lo encontraba, quizá hablase inglés. Si lo hablaba, quizá sus carceleros oankali no le impidiesen hablar con ella. Si ambos lograban charlar, quizá resultase ser tan ignorante como ella. Y, si no lo era, si se encontraban y hablaban, si todo iba bien, quizá aun así los oankali decidiesen castigarla. ¿Encierro en solitario de nuevo? ¿Animación suspendida? ¿O quizás un confinamiento más estricto con Nikanj y su familia? Si hacían una de las dos primeras cosas, ella se vería, simplemente, liberada de una responsabilidad que no quería y que, posiblemente, no podía asumir con éxito. Y, si hacían lo tercero, ¿qué diferencia representaría? ¿Y qué importancia tenía todo aquello, si se lo comparaba con la posibilidad de ver y hablar de nuevo con uno de su propia especie al fin?

Ninguna.

Jamás se le ocurrió ir a Nikanj y pedirle que él, o su familia, le dejasen conocer a Fukumoto. Le habían dejado muy claro que no debía de tener contacto con otros seres humanos o con artefactos de la Humanidad.

El paseo hasta Tiej era más largo de lo que había supuesto. Aún no había aprendido a calcular las distancias a bordo de la nave. El horizonte, cuando no estaba tapado por pseudoárboles y entradas a otros niveles, construidas como si fuesen colinas, parecía sorprendentemente cercano. Pero lo cierto es que no habría sabido decir cuán cercano.

Al menos, nadie la detuvo. Los oankali con los que se cruzaba parecían suponer que se encontraba donde se debía encontrar. A menos que apareciese Nikanj, era libre para vagar por Tiej en libertad durante tanto tiempo como le apeteciese.

Llegó a Tiej e inició su búsqueda. Los pseudoárboles de Tiej eran de tono amarillo-marrón, en lugar del gris-marrón de Kaal, y su corteza parecía más burda…, más como lo que ella esperaba que fuese la corteza de un árbol. Y, sin embargo, la gente los abría del mismo modo para entrar o salir. Cuando le era posible, atisbaba por las aberturas que hacían. Lilith pensaba que el viaje ya habría valido la pena con sólo que lograse darle una simple mirada a Fukumoto…, o a cualquier otro humano Despierto y consciente. A cualquiera.

Hasta que realmente no se había puesto a buscarlo, no se había dado cuenta de lo importante que era para ella el hallar a alguien. Los oankali la habían apartado tan completamente de su propia gente…, y eso sólo para decirle luego que planeaban usarla como chivo expiatorio. Y lo habían hecho suavemente, sin brutalidad, y con una paciencia y cuidado que eran puro corrosivo para cualquier decisión a oponerse a sus designios que ella pudiera tener.

Caminó y fue escudriñando hasta estar demasiado cansada para poder seguir. Finalmente, descorazonada y más desalentada de lo que le parecía razonable, se sentó apoyándose contra un pseudoárbol, y se comió las dos naranjas que se había guardado de la comida que había tomado antes en Kaal.

Finalmente, admitió que su búsqueda había sido ridícula. Se podía haber quedado en Kaal, soñado despierta acerca de encontrarse con otro humano, y logrado así mayores satisfacciones. No podía ni estar segura de cuánta parte de Tiej había recorrido. No había carteles que ella pudiese leer, los oankali no usaban esas cosas. Las zonas de vivienda de un grupo familiar estaban claramente marcadas por sus aromas. Cada vez que abrían una pared, incrementaban la señalización local con aromas…, o se identificaban a sí mismos como visitantes, miembros de otro grupo familiar. Los ooloi podían cambiar su aroma, y lo hacían cuando dejaban sus casas para aparearse; los machos y las hembras conservaban los aromas de nacimiento, y jamás salían de su zona. Lilith no podía leer los carteles olfativos… por lo que a ella se refería, los oankali no parecían tener olor.

Eso era mejor, suponía, que el que hubiesen emitido un pestazo impresionante, y la hubieran obligado a soportarlo. Pero el caso era que aquello la dejaba sin carteles callejeros.

Suspiró y decidió regresar a Kaal…, si es que podía hallar el camino de vuelta. Miró a su alrededor, confirmó su suposición de que se hallaba desorientada, perdida. Tendría que pedirle a alguien que le indicase el camino hacia Kaal.

Se alzó, se apartó del pseudoárbol contra el que había estado recostada y abrió, con las uñas, un agujero superficial en la tierra… pues realmente era tierra, como le había explicado Nikanj. Enterró las mondaduras de las naranjas, sabedora de que habrían desaparecido en un día, deshechas por los tentaculillos de la propia materia viva de la nave.

O, al menos, eso era lo que se suponía que debía de suceder.

Mientras sacudía la chaqueta extra y se quitaba el polvo, la tierra en torno de las mondaduras empezó a oscurecerse. El cambio de color llamó su atención, y se quedó mirando mientras la tierra se iba convirtiendo, lentamente, en barro y luego adquiría el mismo color naranja que habían tenido las mondaduras. Éste era un efecto que jamás había visto antes.

El suelo comenzó a oler mal, a heder en un modo que le resultaba difícil relacionar con las naranjas. Probablemente fue el olor lo que atrajo a los oankali: alzó la vista, y halló a dos de ellos de pie junto a ella, con sus tentáculos craneales apuntándola, tiesos.

Uno de ellos le habló, y ella puso empeño en entender sus palabras…, incluso logró comprender algunas, pero no lo bastante deprisa, ni las suficientes como para poder comprender el sentido de lo que le estaba diciendo.

La mancha naranja del suelo comenzó a crecer y a burbujear. Lilith se apartó de ella.

—¿Qué está pasando? —preguntó—. ¿Alguno de ustedes habla inglés?

El más grande de los dos oankali, Lilith suponía que debía tratarse de una hembra, hablaba en un idioma que ni era inglés ni oankali. Esto la confundió en un principio, pero pronto se dio cuenta de que aquel idioma sonaba a japonés.

—¿Fukumoto-san? —inquirió esperanzada.

Hubo otro estallido de lo que debía de ser japonés, y ella negó con la cabeza.

—No lo entiendo —dijo en oankali. Esta frase la había aprendido rápido, por la constante repetición. Pero los únicos términos en japonés que se le acudían en ese momento eran las palabras más habituales de un viaje que había hecho, años antes, al Japón: Konichiwa, arigato gozaimaso, sayonara…

Otros oankali se habían reunido para contemplar el suelo burbujeante. La zona naranja había crecido hasta formar un círculo perfecto, de algo más de un metro de diámetro. Éste había alcanzado una de las carnosas pseudoplantas tentaculares, y ésta se había puesto oscura, mientras se agitaba violentamente, como si estuviera agonizando. Al ver aquel movimiento espasmódico, Lilith se olvidó de que no era un organismo independiente. Se centró en el hecho de que aquello estaba vivo y de que, probablemente, ella le había causado dolor. No sólo había provocado un efecto inusitado, también había provocado daños y dolor.

Se esforzó en hablar en un lento y cuidado oankali:

—Yo no puedo cambiar esto —dijo, deseando expresar que no podía reparar los daños—: ¿Me ayudarán?

Un ooloi se adelantó, tocó el barro naranja con uno de sus brazos sensoriales, y luego mantuvo el tentáculo inmóvil en el barro durante unos segundos. El burbujeo disminuyó, luego terminó. Para cuando el ooloi retiró su miembro, el color naranja brillante también se estaba apagando para volver al tono normal.

El ooloi le dijo algo a la hembra grande, y ésta le contestó señalando a Lilith con los tentáculos de su cabeza.

Lilith frunció el ceño, suspicaz, mientras miraba al ooloi.

—¿Kahguyaht? —preguntó, sintiéndose estúpida; pero la disposición de los tentáculos craneales de este ooloi era la misma que la de Kahguyaht.

El ooloi apuntó los tentáculos de su cabeza hacia ella:

—¿Cómo ha logrado seguir siendo tan prometedora y, al mismo tiempo, tan ignorante? —preguntó.

Kahguyaht.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó ella.

Silencio. El ooloi volvió su atención al suelo, en proceso de curación, y pareció examinarlo una vez más, luego dijo algo en voz alta a la gente que se había reunido. La mayor parte de ellos distendieron sus tentáculos y empezaron a dispersarse. Lilith supuso que había hecho algún chiste a costa de ella.

—Así que, finalmente, halló algo que envenenar —dijo él.

Ella negó con la cabeza:

—Me limité a enterrar unas mondaduras de naranja. Nikanj me dijo que enterrase todos los desperdicios.

—Entierre lo que quiera en Kaal. Pero, cuando salga de Kaal y quiera tirar algo, déselo a un ooloi. ¡Y no vuelva a marcharse de Kaal hasta que sea capaz de hablar con la gente! ¿Por qué está aquí?

Ahora fue ella la que se negó a contestar.

—Fukumoto-san murió recientemente —dijo Kahguyaht—. Sin duda fue por eso por lo que supo de él, ¿no? Oyó a la gente hablar de él, ¿no es cierto?

Al cabo de un momento, ella asintió con la cabeza.

—Tenía ciento veinte años de edad. No hablaba inglés.

—Era humano —susurró ella.

—Vivió aquí, Despierto, durante casi sesenta años. No creo que, en ese tiempo, viera a otro humano más que en un par de ocasiones.

Ella se acercó a Kahguyaht y lo estudió atentamente.

—¿Y no se les ocurrió que eso era una crueldad?

—Se adaptó muy bien.

—Pero, aun así…

—¿Puede encontrar el camino a casa, Lilith?

—Somos una especie adaptable —prosiguió ella, negándose a callar—, pero no está bien ocasionar sufrimientos, sólo porque su víctima puede soportarlos.

—Aprenda nuestro idioma. Cuando lo haya hecho, uno de nosotros la presentará a algún humano que, como Fukumoto, haya elegido vivir y morir entre nosotros, en lugar de regresar a la Tierra.

—¿Quiere decir que Fukumoto eligió…?

—Casi no sabe nada de nada —cortó él—. Venga, la llevaré a casa…, y hablaré con Nikanj sobre usted.

Eso hizo que le espetara con premura:

—Nikanj no sabía a dónde venía yo. Quizá ya me esté siguiendo la pista.

—No, no lo está haciendo; ya lo hacía yo. Vamos.