1
¡Viva!
Viva…, de nuevo.
El Despertar fue duro, como siempre. El más definitivo de los desencantos. Era toda una lucha sólo lograr inspirar el aire suficiente como para borrar la pesadilla de la sensación de asfixia. Lilith Iyapo yació jadeante, estremecida por lo violento de su esfuerzo. Su corazón latía demasiado fuerte, demasiado aprisa. Se enroscó en torno a él, fetal, inerme. La circulación empezó a volver a sus brazos y piernas en oleadas de diminutos, exquisitos dolores.
Cuando su cuerpo se calmó, y se fue reconciliando con la reanimación, miró en derredor. La habitación parecía estar iluminada de modo tenue, aunque nunca antes se había despertado bajo una iluminación tenue. Corrigió su pensamiento: la habitación no sólo parecía estar tenuemente iluminada, estaba tenuemente iluminada. En un anterior Despertar había decidido que la realidad sería lo que pasase, lo que ella percibiese. Naturalmente, se le había ocurrido —¿cuántas veces se le había ocurrido?— que podía estar loca o drogada, enferma o herida. Pero nada de aquello importaba. No podía importar mientras estuviera confinada de aquel modo, mientras la mantuvieran inerme, sola e ignorante.
Se sentó y se tambaleó, mareada, luego se volvió para mirar al resto de la habitación.
Las paredes eran de color claro…, quizá blancas o grises. La cama era lo que siempre había sido: una plataforma sólida, que cedía algo al tacto y que parecía brotar del suelo. Al otro lado de la habitación había una puerta que probablemente daba a un lavabo. Usualmente, la habitación tenía baño. En dos ocasiones no lo había habido y, metida en un cubículo sin ventanas ni puertas, se había visto forzada simplemente a elegir un rincón para hacer sus necesidades.
Fue hasta la puerta, atisbó a través de la uniforme penumbra y comprobó satisfecha que, desde luego, tenía un servicio. Y que éste no sólo contenía el retrete y el lavabo, sino además una ducha. ¡Puro lujo!
¿Qué más tenía?
Muy poco. Había otra plataforma, quizá un palmo más alta que la cama. Podía ser utilizada como mesa, aunque no había silla. Y había algunas cosas sobre ella. Lo primero que descubrió fue la comida. Era el habitual cereal o estofado grumoso, de irreconocible sabor, contenido en un bol comestible que se desintegraría si no se lo comía también.
Y había algo más junto al bol. No pudo verlo claramente, así que lo palpó.
¡Ropa! Un montón de ropa doblada. La alzó de un tirón, se le cayó en su ansiedad, la recogió de nuevo y empezó a ponérsela: una chaqueta de color claro que le llegaba hasta las caderas, y unos pantalones largos y sueltos. Ambas prendas estaban hechas con un material fresco y exquisitamente suave que le hizo pensar en la seda pero que, por algún motivo que no pudo racionalizar, no creyó que fuese seda. La chaqueta se adhería a sí misma y permanecía cerrada cuando la cerraba, pero se abría con suficiente facilidad cuando apartaba los dos lados frontales. La forma en que se separaban le hizo pensar en el velcro, aunque no veía nada de ese material adhesivo. Los pantalones se cerraban del mismo modo. Desde el primer Despertar hasta ahora no le había sido permitida ninguna ropa. Había suplicado que se la dieran, pero sus captores habían ignorado sus súplicas. Ahora, vestida, se sintió más segura que nunca antes durante su cautiverio. Sabía que era una falsa seguridad, pero había aprendido a saborear cualquier placer, cualquier suplemento a su autoestima que pudiera conseguir.
Mientras abría y cerraba su chaqueta, su mano tocó la larga cicatriz que atravesaba su abdomen. Había aparecido, de algún modo, entre su segundo y su tercer Despertar: la había examinado temerosa, preguntándose qué le habrían hecho. ¿Qué habría ganado o perdido, y por qué? ¿Y qué más le podrían hacer? Ya no se poseía a sí misma. Incluso su carne podía ser cortada y cosida sin su consentimiento ni conocimiento.
La irritaba el hecho de que, durante otros Despertares, hubiera habido momentos en los que, realmente, se había sentido agradecida hacia sus mutiladores por haberla dejado dormir durante lo que fuese que la hubieran hecho…, y por haberlo hecho lo suficientemente bien como para que luego no sintiese dolor ni hubiese quedado disminuida.
Se frotó la cicatriz, trazando su perfil. Finalmente, se sentó en la cama y comió su insípida comida, junto con el bol, más por disfrutar del cambio de textura que por satisfacer ningún hambre residual. Luego, inició la más antigua y fútil de sus actividades: la búsqueda de alguna grieta, algún sonido a hueco, alguna indicación de que hubiese un camino por el que salir de su prisión.
Había hecho aquello a cada Despertar. En su primer Despertar, había estado llamando durante toda su búsqueda. Al no recibir respuesta, había gritado, luego llorado, luego maldecido, hasta que le había fallado la voz. Y había golpeado las paredes hasta que sus manos habían sangrado y se le habían hinchado grotescamente.
No había habido ni un susurro de respuesta. Sus captores habían hablado cuando estuvieron dispuestos, y no antes. Desde luego, no se mostraron: ella siguió encerrada en su cubículo, y sus voces le llegaron desde arriba, como la luz. No se veía altavoz de ningún tipo, del mismo modo que no había ningún punto concreto donde se originase la luz. Todo el techo parecía ser un altavoz y una luz…, y quizá también un ventilador, pues el aire se mantenía fresco. Se imaginó a sí misma en una gran caja, como un ratón de laboratorio en su jaula. Quizás había gente arriba, contemplándola allá abajo, a través de un cristal de un solo sentido o mediante algún vídeo de circuito cerrado.
¿Por qué?
No había respuesta. Se lo había preguntado a sus aprehensores cuando, finalmente, habían empezado a hablar con ella. Habían rehusado explicárselo y, en cambio, la habían hecho preguntas a ella. Al principio simples.
¿Qué edad tenía?
Veintiséis años, había pensado en silencio. ¿Tenía aún veintiséis años? ¿Cuánto tiempo hacía que la mantenían cautiva? No se lo dijeron.
¿Había estado casada?
Sí, pero él se había ido, hacía mucho, más allá de su alcance, más allá de su prisión.
¿Había tenido hijos?
¡Oh, Dios! Un hijo, ido también hacía mucho, con su padre. Un hijo. Ido. ¡Si hay otro mundo, qué lugar tan atestado debe de ser ahora!
¿Había tenido compañeros de camada? Ésa era la palabra que habían empleado, camada.
Dos hermanos y una hermana, probablemente muertos junto con el resto de su familia. Una madre, muerta hacía mucho; un padre, probablemente muerto también; diversos tíos y tías, primos y primas, sobrinos y sobrinas… todos probablemente muertos.
¿Qué trabajo había llevado a cabo?
Ninguno. Su hijo y su marido habían sido su trabajo durante unos breves años. Después de que el accidente de coche los hubiera matado, ella había regresado a la Universidad, para decidir allí qué hacer con su vida.
¿Recordaba la guerra?
Tonta pregunta… ¿Podía, alguien que hubiese vivido la guerra, llegar a olvidarla? Un puñado de gente había intentado cometer un humanicidio. Casi lo habían conseguido. Ella había logrado, por puro azar, sobrevivir…, sólo para ser capturada por Dios sabía quién y encarcelada. Se había ofrecido a contestar sus preguntas si la dejaban salir del cubículo. No lo habían aceptado.
Les había ofrecido intercambiar respuestas de ella por otras de ellos: ¿Quiénes eran? ¿Por qué la tenían prisionera? ¿Dónde estaba? Respuesta por respuesta. Se habían negado.
Así que, a su vez, ella se había negado también; no les había dado respuestas, había ignorado las pruebas, físicas y mentales, a las que habían intentado someterla. No sabía lo que le harían ahora. Le aterraba que fuesen a hacerle daño, a castigarla. Pero creía que tenía que arriesgarse a negociar, intentar ganar algo, y que su única moneda de cambio era la cooperación.
Ni la habían castigado ni habían negociado. Simplemente, habían dejado de hablarle.
La comida continuaba apareciendo, misteriosamente, cuando se adormilaba. El agua seguía fluyendo de los grifos del lavabo. La luz aún brillaba. Pero, fuera de eso, no había nada ni nadie, ningún sonido a menos que ella lo produjese, ningún objeto con el que divertirse. Sólo estaban las plataformas de la cama y la mesa. Y éstas no podían ser separadas del suelo, por mucho que lo intentase. Las manchas se desdibujaban enseguida y acababan por desaparecer de las superficies. Pasó horas tratando, vanamente, de resolver el problema de cómo intentar destruirlos. Ésta era una de las actividades que la mantenían relativamente cuerda. Otra era tratar de alcanzar el techo. Nada, sobre lo que pudiera ponerse en pie, la colocaba a distancia de salto del mismo. Experimentalmente, le lanzó un bol de comida…, la mejor arma de que disponía. La comida se estrelló contra el techo, confirmándole que era sólido y no algún tipo de proyección o truco de espejos. Pero quizá no fuese tan grueso como las paredes. Quizá incluso fuera de cristal o de plástico delgado.
Nunca lo descubrió.
Se planteó una tabla de ejercicios físicos, y los hubiera realizado diariamente si hubiera tenido algún modo de distinguir un día del siguiente, o el día de la noche. Tal como estaban las cosas, la hacía después de sus siestas más largas.
Dormía mucho, y estaba agradecida a su cuerpo por responder a sus sentimientos alternativos de miedo y aburrimiento adormilándose con frecuencia. Los pequeños e indoloros despertares de esas siestas empezaron, al fin, a dejarla tan desencantada como lo había hecho el gran Despertar.
¿El gran Despertar de qué? ¿De un sueño inducido por las drogas? ¿Qué otra cosa podía ser? No había resultado herida en la guerra, no había solicitado ni necesitado ayuda médica. Y, sin embargo, allí estaba.
Cantó canciones y recordó libros que había leído, películas y programas de televisión que había visto, historias familiares que había oído, retazos de su propia vida que tan vulgares le habían parecido mientras era libre para vivirla. Se inventó cuentos y argumentó en ambos puntos de vista sobre cuestiones por las que en otro tiempo había sentido pasión… ¡Cualquier cosa!
Pasó más tiempo. Resistió, no habló directamente a sus captores, como no fuera para maldecirlos. No les ofreció cooperación. Hubo momentos en los que no sabía para qué resistía. ¿Qué iba a perder si contestaba a las preguntas de sus carceleros? ¿Qué tenía que perder, como no fuese la desesperación, el aislamiento y el silencio? Y, sin embargo, resistió.
Llegó un momento en que no pudo evitar el hablar consigo misma, en que le pareció que cada pensamiento que se le ocurría debía de ser dicho en voz alta. Hacía intentos desesperados por estar callada, pero, de algún modo, las palabras empezaban a brotar de ella otra vez. Pensó que perdería la cordura, que ya había empezado a perderla. Se puso a llorar.
Al fin, mientras estaba sentada en el suelo, balanceándose, pensando en volverse loca, y quizá también hablando de ello consigo misma, algo fue metido en la habitación… algún gas quizá. Cayó hacia atrás y se hundió en lo que luego consideraría como su segundo largo sueño.
En su siguiente Despertar, fuera horas, días o años después, sus captores comenzaron a hablar de nuevo con ella, haciéndole las mismas preguntas, como si no se las hubieran hecho antes. Esta vez les contestó. Cuando le parecía, les mentía, pero siempre les contestaba. En el largo sueño había estado su curación: se despertó sin una tendencia especial a decir en voz alta lo que pensaba, o a sentarse en el suelo y balancearse de adelante hacia atrás, pero conservaba sus recuerdos. Se acordaba muy bien del largo período de silencio y aislamiento, y pensó que incluso resultaba preferible un inquisidor no visto.
Las preguntas se hicieron más complejas. De hecho, durante los Despertares posteriores, llegaron a convertirse en conversaciones. En una ocasión pusieron con ella a un niño…, un pequeño de largo y liso cabello negro y piel marrón humo, más pálida que la de ella. No hablaba inglés, y sentía pánico de ella. Sólo tendría unos cinco años de edad, un poco mayor que Ayre, su hijo. El Despertar junto a ella, en aquel extraño lugar, probablemente había sido la cosa más aterradora que jamás hubiera experimentado el pequeño. El niño pasó muchas de las primeras horas encerrado en el lavabo o apretado contra el rincón más alejado a ella. Le llevó largo tiempo convencerle de que no era peligrosa. Luego empezó a enseñarle inglés, y él le enseñó su propio idioma, fuera el que fuese. Se llamaba Sharad. Ella le cantaba canciones, y él las aprendía al momento. Las cantaba luego, en un inglés casi sin acento, y no comprendía por qué ella no hacía lo mismo cuando él le cantaba sus propias canciones.
Al final, ella aprendió sus canciones. Disfrutaba con el ejercicio. Cualquier cosa nueva era un tesoro.
Sharad fue una bendición. Incluso cuando mojaba la cama que compartían, o se ponía impaciente porque ella no lograba entenderle con la bastante rapidez. No era muy parecido a Ayre ni en aspecto ni en temperamento, pero podía tocarlo. No recordaba cuándo era la última vez en que había tocado a alguien, y no se había dado cuenta de lo mucho que había notado a faltar esto. Se preocupaba por él y se preguntaba cómo protegerlo. ¿Quién sabía lo que le habrían hecho sus carceleros…, o lo que le podrían hacer? Pero tenía tan poco poder sobre ellos como lo pudiese tener él: al siguiente Despertar, había desaparecido. Experimento terminado.
Les suplicó que lo dejasen volver, pero se negaron. Le contestaron que estaba con su madre. No los creyó. Se imaginó a Sharad encerrado a solas en su propio cubículo diminuto, con su retentiva mente embotándose a medida que pasaba el tiempo.
Impertérritos, sus captores empezaron una nueva y compleja serie de preguntas y ejercicios.