8

Un día, había decidido hacía mucho Lilith, era lo que su cuerpo le decía que era un día. Ahora se convirtió también en lo que le decía que era su nueva y mejorada memoria. Un día era una larga actividad, y luego un largo sueño. Y, ahora, recordaba cada día que había pasado despierta. Y contaba los días que pasaban mientras Nikanj buscaba un humano de habla inglesa para ella. Fue a solas a entrevistarse con varios. Y nada que ella le dijese pudo inducirlo a llevarla con él, o al menos a hablarle de la gente con la que se había entrevistado.

Al fin, Kahguyaht halló a alguien. Nikanj le dio una ojeada y aceptó el juicio de su padre.

—Será uno de los humanos que ha elegido quedarse aquí —le dijo Nikanj a Lilith.

Ella ya se esperaba esto, por lo que Kahguyaht le había contado antes. Sin embargo, le costaba creerlo.

—¿Es un hombre o una mujer? —preguntó.

—Macho. Un hombre.

—¿Cómo…, cómo puede no querer volver a casa?

—Ha estado aquí, entre nosotros, durante largo tiempo. Sólo es un poco mayor que tú, pero fue Despertado cuando era joven y mantenido Despierto. Una familia Toaht lo quería, y él estuvo dispuesto a permanecer con ellos.

¿Dispuesto? ¿Qué posibilidad de elección había tenido? Probablemente la misma que le habían dado a ella, y eso siendo él años más joven. Quizá sólo un niño. ¿Y qué sería ahora? ¿Qué habrían creado a partir de la materia prima humana?

—Llevadme con él —dijo.

Por segunda vez, Lilith viajó en uno de los transportes planos a través de los atestados pasillos. Éste no se movía más deprisa de lo que lo había hecho el otro. Nikanj no lo guiaba, a excepción de tocar, ocasionalmente, uno u otro lado con sus tentáculos craneales, para hacerlo girar. Viajaron durante quizá una media hora antes de bajar. Nikanj tocó el transporte con varios tentáculos de la cabeza para mandarlo de vuelta.

—¿No lo necesitaremos para volver? —preguntó ella.

—Cogeremos otro —contestó Nikanj—. Quizá quieras quedarte un tiempo aquí.

Lo miró fijamente. ¿Qué era aquello, el paso segundo en el Programa de Cría en Cautiverio? Observó el transporte que se alejaba; quizá se había precipitado al aceptar ver a aquel hombre. Si él estaba tan totalmente divorciado de la Humanidad como para querer quedarse aquí, ¿quién sabía qué otras cosas estaría dispuesto a hacer?

—Es un animal —le dijo Nikanj.

—¿Cómo?

—Eso en que hemos venido. Es un animal: un tilio. ¿Lo sabías?

—No, pero no me sorprende. ¿Cómo se mueve?

—Sobre una delgada película de una sustancia muy resbaladiza.

—¿Baba?

Nikanj dudó.

—Conozco esa palabra. Es… inadecuada, pero nos servirá. He visto animales terrestres que usan su baba para moverse por encima. Son poco eficientes comparados con el tilio, pero veo la similaridad. Nosotros moldeamos el tilio a partir de unos seres mayores, más eficientes.

—No deja un rastro de baba…

—No; el tilio tiene en la parte de atrás un órgano que recoge la mayor parte de lo que extiende por delante. La nave se queda con el resto.

—¿Alguna vez construís maquinaria, Nikanj? ¿Nunca trasteáis con metal y plástico, en lugar de con seres vivos?

—Eso lo hacemos sólo cuando lo tenemos que hacer. No…, no nos gusta. En eso no hay comercio.

Ella suspiró.

—¿Dónde está ese hombre? Y, por cierto, ¿cómo se llama?

—Paul Titus.

Bueno, aquello no le decía nada. Nikanj la llevó a una pared cercana y la acarició con tres largos tentáculos de la cabeza. La pared cambió del blanco deslumbrante a un rojo apagado, pero no se abrió.

—¿Algo va mal? —preguntó Lilith.

—No. Alguien nos abrirá enseguida. Vale más no entrar en un sitio si uno no lo conoce bien por dentro. Es mejor hacer saber a la gente que vive dentro que estás esperando para entrar.

—Así que lo que has hecho es como llamar a una puerta —dijo ella, y estaba a punto de demostrarle cómo era llamar a una puerta cuando la pared empezó a abrirse. Al otro lado había un hombre, vestido únicamente con unos viejos pantalones cortos.

Lo miró: un ser humano…, alto, robusto, tan moreno como ella, bien afeitado. Al principio lo vio raro: extraño y diferente, y, aun así, familiar, irresistible. Era apuesto. Claro que, aunque hubiera sido viejo y arrugado, le hubiera parecido atractivo.

Miró a Nikanj, y se dio cuenta de que se había quedado rígido como una estatua. Aparentemente, no tenía intención de moverse o hablar por el momento.

—¿Paul Titus? —le preguntó al hombre.

Él abrió la boca, la cerró, tragó saliva, y asintió con la cabeza.

—Sí —dijo al fin.

El sonido de su voz: profundo, claramente humano, claramente masculino…, hizo nacer un ansia en ella.

—Soy Lilith Iyapo —dijo ella—. ¿Sabía que yo venía, o es una sorpresa para usted?

—Entre —contestó él, tocando la abertura de la pared—. Lo sabía. ¡No sabe usted lo bienvenida que es!

Miró a Nikanj:

—Kaalnikanj oo Jdahyatediinkahguyaht aj Dinso, entre. Gracias por haberla traído.

Nikanj hizo un complejo gesto de saludo con los tentáculos de su cabeza y entró en la habitación…, la habitual habitación desnuda. El ooloi fue hasta una plataforma que había en un rincón y se dobló en una posición sentada. Lilith eligió una plataforma que le permitía sentarse casi dándole la espalda a Nikanj. Quería olvidarse de que estaba allí, observando, dado que estaba claro que no pensaba hacer otra cosa que observar. Quería prestar toda su atención al hombre. ¡Era un milagro…, un ser humano, un adulto que hablaba inglés y que se parecía, un poco demasiado, a uno de sus hermanos muertos!

Su acento era tan estadounidense como el de ella, y la mente de Lilith estaba llena a rebosar de preguntas. ¿Dónde había vivido antes de la guerra? ¿Cómo había sobrevivido? Además de un nombre, ¿quién era? ¿Había visto a otros humanos? ¿Había…?

—¿Está realmente decidido a quedarse aquí? —preguntó bruscamente. No era ésta la primera pregunta que había pensado hacerle.

El hombre estaba sentado, con las piernas cruzadas, en el centro de una plataforma lo bastante grande como para ser una cama o una mesa para comer muchos.

—Tenía catorce años cuando me Despertaron —explicó—. Todo el mundo que yo conocía había muerto. Los oankali me dijeron que, si lo deseaba, llegado el momento me devolverían a la Tierra. Pero, una vez hube pasado aquí un tiempo, supe que era aquí donde deseaba quedarme. En la Tierra no queda ya nada que me importe.

—Todos perdimos parientes y amigos —dijo ella—. Por lo que sé, yo soy el único miembro de mi familia que sigue con vida.

—Yo vi a mi padre, a mi hermano…, sus cadáveres. No sé qué le pasó a mi madre. Yo mismo me estaba muriendo cuando los oankali me encontraron. Eso me han dicho…, yo no lo recuerdo, pero les creo.

—Yo tampoco me acuerdo de cómo me hallaron. —Se volvió para mirar atrás—. Nikanj, ¿tu gente nos hizo algo para impedir que recordáramos?

Nikanj pareció despertarse lentamente:

—Tuvieron que hacerlo —contestó—: Los humanos a los que se les permitió recordar su rescate se convirtieron en incontrolables. Algunos de ellos murieron, a pesar de nuestros cuidados.

No era sorprendente. Trató de imaginar lo que había hecho ella cuando, en pleno shock de darse cuenta de que su casa, su familia, sus amigos, su mundo, todo estaba destruido, debió hallarse frente a un equipo de rescate oankali…, seguro que creyó que se había vuelto loca. O quizá enloqueció realmente, durante un tiempo. Era un milagro que no se hubiera matado, tratando de escapar de ellos.

—¿Ha comido ya? —preguntó el hombre.

—Sí —contestó ella, repentinamente tímida.

Hubo un largo silencio.

—¿Qué era usted antes? —preguntó él—. Quiero decir…, ¿trabajaba?

—Había vuelto a la Universidad —explicó—. Estaba graduándome en Antropología. —Se echó a reír amargamente—. Supongo que podría considerar esto como un trabajo de campo…, pero ¿cómo infiernos logro volver del campo?

—¿Antropología? —dijo él, frunciendo el ceño—. Oh, sí, recuerdo haber leído algo de Margaret Mead, antes de la guerra. Entonces, ¿eso es lo que quería estudiar usted? ¿La gente de las tribus?

—Al menos quería estudiar a la gente diferente. A la gente que no hacía las cosas en el modo que las hacíamos nosotros.

—¿De dónde es usted? —preguntó él.

—De Los Ángeles.

—Oh, sí. Hollywood, Beverly Hills, estrellas de cine…, siempre quise ir ahí.

—Un viaje hubiera roto sus ilusiones. Y, usted, ¿de dónde era?

—De Denver.

—¿Y dónde estaba cuando estalló la guerra?

—En el Gran Cañón…, bajando los rápidos en canoa. Era la primera vez que realmente hacía algo, que había ido a algún sitio que realmente valiese la pena… Luego nos congelamos. ¡Y mi padre acostumbraba a decir que el invierno nuclear no era otra cosa que politiqueo!

—Yo estaba en Perú, en los Andes —explicó ella—. Una excursión a pie hacia el Machu Picchu. En realidad, tampoco yo había estado en ninguna parte. Al menos, no desde que mi esposo…

—¿Estaba usted casada?

—Sí, pero él y mi hijo… se mataron…, quiero decir que fue antes de la guerra. Yo había ido a un viaje de estudios al Perú. Formaba parte de mi vuelta a la Universidad. Una amiga me convenció para que realizase ese trabajo de campo. Ella también vino…, y murió.

—Ajá. —Se alzó de hombros, incómodo—. Yo también planeaba ir a la Universidad. Pero aún estaba en la enseñanza secundaria cuando el mundo estalló en pedazos.

—Los oankali debieron de sacar mucha gente del hemisferio sur —dijo ella, pensativa—. Quiero decir que también allí nos congelamos, pero oí que la helada en el sur fue desigual, por zonas. Mucha gente debió de sobrevivir.

Él se hundió en sus propios pensamientos.

—Es curioso —dijo—. Usted empezó siendo años mayor que yo, pero llevo ya tanto tiempo Despierto… que supongo que, ahora, yo soy el mayor de los dos.

—Me pregunto cuánta gente pudieron sacar del hemisferio norte…, sin contar a los militares y los políticos cuyos refugios no fueron destruidos por las bombas.

Se volvió para consultárselo a Nikanj, y vio que se había marchado.

—Se fue hará un par de minutos —dijo el hombre—. Cuando quieren, pueden moverse deprisa y silenciosamente.

—Pero…

—¡Hey! No se preocupe. Volverá. Y, si no lo hace, yo puedo abrirle las paredes y conseguirle comida o lo que quiera.

—¿Puede?

—Seguro. Cuando decidí quedarme, cambiaron un poquito la química de mi cuerpo. Ahora, las paredes se abren para mí del mismo modo que se abren para ellos.

—Oh. —No estaba segura de que le gustase que la dejasen así con aquel hombre…, especialmente si estaba diciendo la verdad: si él podía abrir las paredes y ella no, entonces ella era su prisionera.

—Probablemente nos estarán mirando —comentó Lilith. Y luego habló en oankali, imitando la voz de Nikanj—: Veamos lo que hacen ahora si creen que están solos.

El hombre se echó a reír.

—Probablemente. Aunque no creo que importe.

—A mí sí que me importa. Y prefiero tener a los mirones en un lugar donde yo también pueda mirarlos.

De nuevo la risa.

—Quizá haya pensado que podíamos sentirnos inhibidos si se quedaba por aquí.

Deliberadamente, ella ignoró las implicaciones de aquello.

—Nikanj no es un macho, es un ooloi.

—Sí, lo sé. Pero ¿a usted no le parece un macho?

Pensó en ello.

—No, pero supongo que es porque he aceptado su palabra respecto a lo que son.

—Cuando me despertaron, pensé que los ooloi actuaban como mujeres y hombres, mientras que los machos y las hembras actuaban como eunucos. Nunca he perdido el hábito de pensar en los ooloi como machos o hembras.

Ése, pensó Lilith, era un raro modo de pensar para alguien que había decidido pasar su vida entre los oankali…, una especie de deliberada y persistente ignorancia.

—Espere a que el suyo madure —insistió—. Ya verá lo que quiero decir. Cambian cuando les han crecido esas dos cosas extra.

Él alzó una ceja, y preguntó:

—¿Sabe lo que son esas cosas?

—Sí —contestó ella. Probablemente él sabía más, pero se dio cuenta de que no quería animarle a hablar de sexo, ni siquiera de sexo oankali.

—Entonces sabrá que no son brazos, sin importar cómo nos digan que debemos llamarlas. Cuando les crecen esas cosas, los ooloi dejan bien claro a los demás quién es el que manda. Los oankali necesitarían de algo de liberación femenina…, y masculina.

Ella se humedeció los labios.

—Quiere que le ayude durante su metamorfosis.

—Ayúdele. ¿Qué le ha contestado?

—Que le ayudaría. No parece demasiado complicado.

Él se echó a reír.

—No es duro. Y los pone en deuda contigo. No es mala cosa el que alguien poderoso esté en deuda contigo. Además, demuestras que se puede confiar en ti. Te están agradecidos, y tú eres mucho más libre. Si lo hace, quizá incluso arreglen las cosas para que pueda abrir paredes.

—¿Eso es lo que le pasó a usted?

Él se agitó, inquieto.

—Más o menos. —Se alzó de su plataforma, colocó los diez dedos sobre la pared que había detrás, y esperó a que se abriera. Tras la misma había el tipo de armario-despensa que a menudo había visto en su casa. ¿En su casa? Bueno, ¿y qué otra cosa era? Ella vivía allí…

Sacó unos bocadillos, algo que parecía un pastelito…, y otra cosa que parecía patatas fritas.

Lilith miró la comida con sorpresa. Había estado satisfecha con los alimentos que le habían dado los oankali una vez había empezado a vivir con la familia de Nikanj: tenían variedad y buen sabor. A veces había echado a faltar algo de carne, pero una vez que los oankali le habían dejado claro que no matarían animales para ella, ni le permitirían que los matase ella mientras estuviese viviendo con ellos, había dejado de preocuparse por el asunto. Nunca había sido una gran gourmet, y jamás se le había ocurrido pedirles a los oankali que preparasen los alimentos en un modo al que ella estuviese más acostumbrada.

—A veces —dijo él—, deseo tanto una hamburguesa que sueño con ellas. Ya sabe, aquéllas con queso y bacon, y pepinillos, y…

—¿Qué hay en esos bocadillos? —preguntó ella.

—Falsa carne, en su mayor parte soja…, supongo. Y quat.

Quatasayasha, la verdura oankali que sabía a queso.

—También yo como mucho quat —confirmó ella.

—Entonces coma algo. No pretenderá estarse sentada ahí viéndome comer a mí, ¿no?

Ella sonrió y tomó el bocadillo que él le ofrecía. No tenía nada de apetito, pero el comer con él era algo sin peligro y amistoso. También tomó algunas patatas fritas.

—Mandioca —explicó él—. No obstante, sabe como las patatas. Jamás había oído hablar de la mandioca antes de llegar aquí. Es algún tipo de planta tropical que los oankali están cultivando.

—Lo sé. La quieren para que nos la llevemos aquellos de nosotros que vamos a volver a la Tierra. Para que la cultivemos allí. Con ella se puede hacer harina y usarla como la del trigo.

Él se la quedó mirando, hasta que ella frunció el ceño.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó al fin.

Su mirada se apartó de ella y cayó hacia abajo, sin fijarse en nada.

—¿Ha pensado realmente en cómo será? —preguntó con voz suave—. Quiero decir…, ¡la Edad de Piedra! Escarbar en el suelo con un palo para buscar raíces, quizá comer insectos, ratas. He oído que las ratas sobrevivieron. El ganado y los caballos no. Los perros tampoco. Pero las ratas sí.

—Lo sé.

—Dijo usted que tuvo un niño.

—Mi hijo. Murió.

—Ajá. Bien. Apuesto a que, cuando nació, estaba usted en un hospital, con médicos y enfermeras por todas partes, ayudándola y poniéndole inyecciones para quitarle el dolor. ¿Qué le parecería hacerlo en la jungla, sin nada alrededor excepto bichos y ratas y gente que lo siente por usted, pero que no puede hacer una mierda por ayudarla?

—Tuve un parto natural —dijo ella—. No fue divertido, pero salió bien.

—¿Qué quiere decir con eso? ¿Sin analgésicos?

—Ninguno. Y tampoco fue en un hospital, sino en algo llamado un centro de natalidad…, un lugar para mujeres preñadas que no les gustaba la idea de que las tratasen como si aquello fuese una enfermedad.

Él agitó la cabeza y sonrió torcidamente.

—Me pregunto a cuántas otras mujeres tuvieron que revisar antes de encontrarla a usted. Apostaría que a un montón. Probablemente usted sea lo que ellos quieren en cosas que aún ni he imaginado.

Sus palabras le llegaron más hondo de lo que quiso dejar ver. Con todos los interrogatorios y pruebas por los que había pasado, durante los dos años y medio de ser observada veinticuatro horas sobre veinticuatro…, los oankali debían conocerla, en algunas cosas, mejor de lo que jamás la hubiera conocido ningún ser humano. Sabían cómo iba a reaccionar a casi todo en lo que la metieran. Y sabían cómo manipularla, maniobrarla para que hiciese cualquier cosa que ellos deseasen. Naturalmente, sabían que ella había tenido ciertas experiencias prácticas que ellos consideraban importantes. Si hubiera tenido graves problemas para dar a luz…, si, a pesar de sus deseos, la hubieran tenido que llevar al hospital, si hubiera necesitado de una cesárea…, probablemente habrían pasado de ella y buscado a otra.

—¿Por qué va a volver? —preguntó Titus—. ¿Por qué quiere pasar su vida viviendo como una cavernícola?

—No quiero eso.

Los ojos de él se agrandaron.

—Entonces, ¿por qué…?

—No tenemos por qué olvidar lo que sabemos —afirmó ella. Sonrió para sí—. Yo no podría, ni aunque quisiera. No tenemos por qué volver a la Edad de Piedra. Seguro, nos costará un montón de trabajo duro, pero, con lo que nos enseñarán los oankali y lo que ya sabemos, al menos tendremos una oportunidad.

—¡Ellos no enseñan gratis! ¡No nos salvaron por simple bondad! Para ellos, todo es puro negocio… ¿Sabe lo que tendrá que pagar ahí abajo?

—¿Y qué es lo que ha pagado usted por quedarse aquí arriba?

Silencio.

Comió algunos bocados más.

—El precio —dijo él al fin, en voz baja— es el mismo. Cuando hayan acabado con nosotros ya no quedará ningún ser humano de verdad. Ni aquí, ni en la Tierra. Acabarán lo que las bombas empezaron.

—No creo que tenga por qué ser así.

—Ya. Pero, claro, no lleva demasiado Despierta.

—La Tierra es un lugar jodidamente grande. Aunque ciertas partes sean inhabitables, sigue siendo un lugar jodidamente grande.

La miró con una piedad tan grande y tan poco disimulada que ella se echó hacia atrás, irritada.

—¿Cree que ellos no saben lo jodidamente grande que es? —preguntó.

—Si pensase eso no hubiera dicho nada…, ni a usted, ni a quienquiera que nos esté escuchando. Ellos saben lo que yo siento.

—Y saben cómo hacerle cambiar de idea.

—No acerca de esto. Jamás acerca de esto.

—Como ya he dicho, no lleva usted demasiado tiempo Despierta.

¿Qué le habrían hecho?, se preguntó. ¿Era sólo el que lo habían mantenido tanto tiempo Despierto…? ¿Despierto y, la mayor parte del tiempo, sin compañeros humanos? ¿Despierto y consciente de que todo lo que había conocido estaba muerto, que nada que pudiera tener ahora en la Tierra se podría comparar a su anterior vida? ¿Cómo habría asimilado aquello un chico de catorce años?

—Si usted lo desease —dijo él—, la dejarían quedarse aquí… conmigo.

—¿Cómo, permanentemente?

—Ajá.

—No.

Él dejó el pastelito que no había ofrecido compartir con ella y se le acercó.

—Sabe que esperan que usted diga que no —le espetó—. La han traído aquí para que pueda decirlo y así estar seguros, una vez más, de que no se equivocaban con usted.

Se alzaba alto y robusto, demasiado cerca, demasiado emotivo. De mala gana, se dio cuenta de que le tenía miedo.

—Sorpréndalos —le dijo en voz baja—. No haga lo que ellos esperan…, aunque sólo sea por una vez. No les deje que la manejen como una marioneta.

Había puesto las manos en los hombros de Lilith. Cuando ella trató de echarse hacia atrás, él siguió aferrándola, con un apretón que casi le resultó doloroso.

Siguió sentada, quieta y observándole. Su madre la había mirado del modo en que él la estaba mirando ahora. Y se había visto a sí misma dirigiéndole a su hijo la misma mirada, cuando había pensado que estaba haciendo algo que él sabía que estaba mal. ¿Cuánto de Titus tenía aún catorce años, seguía siendo el chico que habían Despertado los oankali, impresionándolo y atrayéndolo a sus propias filas?

La soltó.

—Aquí estarías a salvo —dijo con voz suave, tuteándola repentinamente—. Allá abajo, en la Tierra… ¿cuánto tiempo vivirás? ¿Cuánto tiempo desearás vivir? Aunque tú no olvides lo que sabes, otra gente lo olvidará. Algunos de ellos querrán ser cavernícolas…, arrastrarte por los cabellos, meterte en un harén, darte una buena paliza…

Agitó la cabeza.

—Dime que me equivoco. Siéntate aquí y dime que me equivoco.

Ella apartó la mirada, dándose cuenta de que probablemente él tenía razón. ¿Qué la esperaba en la Tierra? ¿La miseria? ¿La subyugación? ¿La muerte? Naturalmente, había gente que descartaría las restricciones de la civilización. Quizá no al principio, pero finalmente…, tan pronto como se diesen cuenta de que podían salirse con la suya.

La tomó de nuevo por los hombros y esta vez intentó, torpemente, besarla. Era como lo que podía recordar de los besos de un ansioso quinceañero. No le molestaba, y se encontró respondiéndole, a pesar de su miedo. Pero allí había más en juego que el simple disfrutar de unos momentos de placer.

—Mira —dijo cuando él se echó hacia atrás—. No estoy interesada en montar un espectáculo para los oankali.

—¿Y qué nos importan? No es lo mismo que si nos estuviesen mirando seres humanos.

—A mí sí que me importa.

—Lilith —dijo él, agitando la cabeza—. Siempre estarán mirando.

—La otra cosa en la que no estoy interesada es en darles un crío para que puedan experimentar con él.

—Probablemente ya se lo has dado.

La sorpresa, y un repentino miedo, la hicieron guardar silencio, pero su mano fue hasta su abdomen, allá donde la chaqueta ocultaba la cicatriz.

—No tenían los bastantes de nosotros para lo que ellos llaman un negocio normal —explicó él—. La mayor parte de los que tienen serán Dinso…, gente que querrá volver a la Tierra. No tenían bastantes para los Toaht. Tuvieron que hacer más.

—¿Mientras dormíamos? ¿Es que, de algún modo…?

—¿De algún modo…? —siseó él—. ¡De cualquier modo! Tomaron material de hombres y mujeres que ni se conocen y lo juntaron, e hicieron niños en mujeres que jamás conocieron ni a la madre ni al padre de su hijo…, y que quizá ni siquiera llegaron a conocer al propio hijo. O quizá hicieron crecer al bebé dentro de algún tipo de animal. Tienen animales a los que pueden ajustar para… para que incuben a fetos humanos, como ellos mismos dicen. O quizá ni se molesten tanto: tal vez se limiten a rascar algo de piel de una persona y a hacer críos a partir de eso, por clonación, ya sabes. O tal vez usen una de sus impresiones, y no me preguntes de qué impresión se trata; pero el caso es que, si tienen una tuya, la pueden emplear para hacer otro tú, aunque lleves cien años muerta, y a ellos ya no les quede nada de tu cuerpo. Y eso es sólo el principio: pueden hacer críos de modos que yo ni te podría explicar. Lo único que al parecer no pueden hacer es dejarnos en paz. Dejarnos hacerlo a nuestra manera.

Sus manos casi eran amables mientras la tocaba.

—Al menos no lo han hecho hasta hoy. —La agitó de repente—. ¿Sabes cuántos hijos tengo? Ellos te dicen: «Tu material genético ha sido usado en más de setenta niños». ¡Y en todo el tiempo que llevo aquí jamás he visto a una sola mujer!

Se la quedó mirando unos segundos; y ella le temió, y sintió pena por él, y deseó hallarse lejos. El primer ser humano que había visto en años, y lo único que deseaba era encontrarse lejos de él.

Y, no obstante, no le serviría de nada intentar enfrentarse a él físicamente. Ella era alta, y siempre había pensado ser fuerte, pero él era mucho más alto, uno noventa y pico, y macizo.

—Han tenido doscientos cincuenta años para jugar con nosotros —le dijo al hombre—. Quizá no podamos detenerlos, pero no tenemos por qué ayudarlos.

—¡Al infierno con ellos! —Trató de desabrocharle la chaqueta.

¡No! —gritó ella, sobresaltándolo deliberadamente—. Así se trata a los animales: se pone a un semental y una yegua juntos hasta que se aparean, y luego se devuelve cada uno a su dueño. ¿A ellos qué les importa? ¡Sólo son animales!

Él le arrancó la chaqueta y empezó a pelearse con los pantalones.

Ella lanzó repentinamente todo su peso contra él y logró apartarlo.

Él retrocedió unos pasos, trastabillando, se recuperó, y volvió a por ella.

Gritándole, ella pasó las piernas por sobre la plataforma en la que había estado sentada y se situó en el lado opuesto. Ahora la plataforma estaba entre los dos. Él la rodeó.

De nuevo se sentó en ella y pasó las piernas por encima, para mantenerla entre ellos.

—¡No te conviertas en su servidor! —le suplicó ella—. ¡No hagas esto!

Él siguió acercándosele, demasiado excitado para importarle lo que ella dijese. En realidad, parecía estar disfrutando de la situación. La separó de la cama, pasando también él por encima. Y la acorraló contra una pared.

—¿Cuántas veces antes has hecho esto? —le preguntó ella, desesperada—. ¿Tenías una hermana allá en la Tierra? ¿La reconocerías ahora? ¡Quizá te lo hayan hecho hacer con tu hermana!

Él la agarró por un brazo y la atrajo hacia sí.

—¡Quizá te lo hayan hecho hacer con tu madre!

Él se quedó helado y ella rogó que hubiera acertado en un punto neurálgico.

—Tu madre —repitió—. No la has visto desde que tenías catorce años. ¿Cómo lo sabrías si te la trajeran aquí, y tú…?

La golpeó.

Atontada por el shock y el dolor, ella se derrumbó contra él, pero él la empujó, apartándola de sí, como si lo que le hubiese caído encima fuese algo repugnante.

Cayó pesadamente, pero no estaba inconsciente del todo cuando él se situó a su lado.

—Nunca lo he hecho antes —susurró—. Nunca con una mujer. Pero ¿quién sabe con quién mezclaron el material?

Hizo una pausa y la miró allá donde estaba caída.

—Me dijeron que podía hacerlo contigo. Me dijeron que, si lo querías, podrías quedarte aquí. ¡Y tú has tenido que estropearlo todo!

Le pegó una patada, con gran fuerza. El último sonido que ella escuchó, antes de perder el conocimiento, fue el airado grito de su maldición.