8

Cuando Lilith los llamó para la comida, la gente se reunió a su alrededor en silencio, irradiando hostilidad. La mayor parte de ellos ya estaban fuera, esperando impacientes, hoscos, hambrientos. Lilith ignoró su enojo.

—¡Ya era hora! —murmuró Peter Van Weerden, mientras ella abría los diversos armarios de la pared y la gente se adelantaba para tomar la comida. Aquél era, recordó, el hombre que afirmaba que ella no era humana.

—Antes, la señora tenía que acabar de joder, claro —añadió Jean Pelerin.

Lilith se volvió para mirar a Jean, y pudo contemplar su rostro hinchado y amoratado antes de que se diese la vuelta.

Buscapleitos. Hasta el momento, sólo aquellos dos buscaban líos abiertamente. ¿Cuánto duraría aquello?

—Mañana Despertaré a diez personas más —dijo, antes de que nadie pudiera marcharse—. Todos me ayudaréis en ello, individualmente o por parejas.

Caminó a lo largo de la pared de la comida, pasando, de modo automático, los dedos por las aberturas circulares de los armarios, impidiendo que se cerraran mientras la gente elegía lo que quería. Incluso la gente más nueva estaba acostumbrada a esto, pero Gabriel Rinaldi se quejó un poco:

—Es ridículo que tengas que estar haciendo esto, Lilith. Haz que se queden abiertos.

—Así es como funcionan —le recordó ella—: Permanecen abiertos durante dos o tres minutos, y luego se cierran, a menos que yo los toque de nuevo.

Se detuvo, tomó el último bol caliente de judías picantes de uno de los armarios, y lo dejó que se cerrara. El armario no empezaría a llenarse de nuevo hasta que la pared estuviera cerrada. Colocó las judías en el suelo, a un lado, para comérselas luego. La gente estaba sentada por el suelo, sirviéndose de los platos igualmente comestibles. Había una cierta satisfacción en comer juntos…, una de sus pocas alegrías. Se formaban grupos, y la gente hablaba en voz baja entre sí. Lilith estaba tomando fruta para ella cuando Peter habló desde el grupo más cercano. Un grupo formado por Jean, Curt Loehr y Celene Ivers.

—Si queréis saber mi opinión, yo pienso que las paredes están preparadas de ese modo para impedirnos pensar en lo que deberíamos hacerle a nuestra carcelera —dijo.

Lilith esperó, preguntándose si alguien la defendería. Nadie lo hizo, aunque el silencio se extendió a los otros grupos.

Inspiró profundamente, caminó hasta el grupo de Peter.

—Las cosas pueden cambiar —dijo en voz tranquila—. Quizá puedas hacer que todo el mundo se ponga en mi contra. Eso me convertiría en un fracaso.

Alzó algo la voz, a pesar que su tono suave había sido escuchado por todos:

—Eso significaría que todos seríais puestos de nuevo en animación suspendida, para luego separaros y poneros de nuevo a hacer todo esto, con otra gente. —Hizo una pausa—. Si esto es lo que queréis…, el ser separados, el empezar de nuevo solos, el pasar por esto tantas veces como sean necesarias para que os decidáis a seguir hasta el final, pues adelante, seguid intentándolo. Quizá tengáis éxito.

Los dejó, tomó su comida y se unió a Tate, Gabriel y Leah.

—No ha estado mal —comentó Tate, cuando la gente hubo reanudado sus propias conversaciones—. Una clara advertencia a todo el mundo. Ya hacía tiempo que resultaba necesaria.

—No funcionará —afirmó Leah—. Esa gente no se conocen los unos a los otros. ¿Qué les importa si han de empezar de nuevo?

—Les importa —intervino Gabriel. Aun con su desastrada barba de pocos días, era uno de los hombres más apuestos que jamás hubiera visto Lilith. Y aún estaba durmiendo exclusivamente con Tate. A Lilith le caía bien, pero se daba cuenta de que él no acababa de fiarse de ella. Podía verlo en su expresión, cuando a veces lo descubría mirándola. Y, no obstante, tenía buen cuidado de mantener su buena relación con ella…, guardando así todas sus opciones abiertas.

—Han creado relaciones personales aquí —le dijo Gabriel a Leah—. Piensa en lo que tenían antes: guerra, caos, la familia y los amigos muertos. Luego, prisión solitaria. Una celda de cárcel y mierda para comer. Les importa mucho. Y a ti también.

Ella se volvió para enfrentársele, irritada, con la boca ya abierta, pero el apuesto rostro pareció desarmarla. Suspiró y asintió tristemente con la cabeza. Por un momento, pareció estar a punto de echarse a llorar.

—¿Cuántas veces pueden quitarle a una todo lo que tiene, y que aún le quede la voluntad de empezar de nuevo? —murmuró Tate.

Tantas veces como fuese necesario, pensó cansinamente Lilith. Tantas veces como lo hiciesen necesario el miedo, las sospechas y la terquedad humanos. Los oankali eran tan pacientes como la Tierra que les aguardaba.

Se dio cuenta de que Gabriel la estaba mirando.

—Aún sigues preocupada por ellos, ¿verdad? —le preguntó.

Ella asintió con la cabeza.

—Creo que te creyeron. Todos ellos, y no sólo Van Weerden y Jean.

—Lo sé. Me creerán un poco de tiempo más. Luego, algunos de ellos decidirán que les estoy mintiendo, o que otros me han mentido a mí.

—¿Estás segura de que no lo han hecho? —preguntó Tate.

—Estoy segura de que lo han hecho —dijo con amargura Lilith—. Al menos por omisión.

—Pero, entonces…

—Esto es lo que —afirmó Lilith—: Los que nos han rescatado, nuestros carceleros, son extraterrestres. Estamos a bordo de su nave. He visto y sentido lo bastante, incluido el flotar en ausencia de peso, como para estar convencida de que esto es una nave. Estamos en el espacio. Y en manos de una gente que maneja el ADN con la misma naturalidad con que nosotros manejamos lápices o pinceles. Esto es lo que sé. Esto es lo que os he explicado a todos. Y si alguno decide actuar como si esto no fuese cierto, tendremos todos mucha suerte si sólo nos ponen a dormir, y luego nos separan.

Miró a los otros tres rostros y forzó una sonrisa cansina.

—Fin del discurso —dijo—. Será mejor que le lleve algo a Joseph.

—Tendrías que haber logrado que saliera aquí —le dijo Tate.

—No os preocupéis por él —le contestó Lilith.

—También tú podrías traerme alguna comida a la cama, de vez en cuando —le dijo Gabriel a Tate, cuando Lilith los dejó.

—¡Mira lo que has hecho! —le gritó ella a las espaldas de Lilith, que se alejaba.

Lilith descubrió que estaba sonriendo, con una sonrisa no forzada, mientras sacaba más comida de los armarios. Era inevitable que alguna de la gente que Despertaba no creyese en ella, no le gustase ella, desconfiase de ella. Al menos había otros con los que podía hablar, relajarse. Si podía evitar que los escépticos se autodestruyesen, aún había esperanza.