28
La montaña mágica
Una mañana brumosa tomé el barco-autobús que remonta el Támesis hasta Greenwich. Deianus, alto y robusto, me estaba esperando en el muelle. Nos estrechamos la mano y paseamos a lo largo del Cutty Shark y de la fila de turistas nipones que hacían cola frente a la taquilla del navío. Anduvimos hasta los jardines del National Maritime Museum, desiertos a aquella hora de la mañana. Después de unas frases de conversación cortés acerca del tiempo impredecible típicamente británico que soportábamos, Deianus se detuvo y me miró a los ojos.
—Me ha sorprendido usted —declaró con una leve sonrisa—. No esperaba que fuese tan tenaz en su investigación sobre la Mesa de Salomón.
—Tengo la impresión de que me he refugiado en ese estudio para huir de ciertos problemas personales.
—Huir —murmuró—. ¿No es eso lo que en el fondo hace la especie humana desde que descubrió su desamparo, desde que inventó a Dios?
No supe qué responder.
Él carraspeó ligeramente y prosiguió.
—Usted ha encontrado a casi todos los que buscaron la Cava. Es justo que sepa algo más de aquel objetivo que se habían marcado, alcanzar la Mesa de Salomón.
»No era sólo un objeto. No era sólo los tesoros que el objeto depara. El Shem Shemaforash, el Nombre del Poder, el nombre secreto del Dios primordial, la fórmula precisa de la Creación desde la que el hombre se trasciende y asciende a Dios, comprende su Creación, la comparte y la reproduce es, también, el Poder absoluto y la Sabiduría absoluta.
Se detuvo nuevamente y me miró a los ojos.
—¡Sabiduría! —añadió—. Ése es el objetivo final de la Cábala.
Llevaba meses investigando, pero no sabía nada de ese nombre terrible y absoluto. Había seguido las huellas de algunas personas que lo buscaron afanosamente, pero ignoraba adónde conducía ese camino ni cuánto camino les quedó por recorrer cuando murieron. Ni siquiera estaba seguro de que alguno de ellos alcanzara la meta.
—El Nombre del Poder —prosiguió Deianus— se relaciona con ciertos alfabetos sagrados que, en sus inicios, fueron calendarios astrales y especialmente de la Luna, el primer símbolo de la Diosa.
»El calendario alfabético implica un año de 360 días, de cinco vocales-estaciones, cada una de 72 días con otros 5 días sobrantes. Eso es precisamente lo que expresa la moldura gótica de la calle Valparaíso donde el obispo Suárez dejó su mensaje esotérico. Recuerda que se compone de 77 elementos, es decir, de 72 días, correspondientes a las vocales-estaciones, más 5 días sobrantes.[468] Estos cinco días se relacionan, a su vez, con el primer número sagrado de la Diosa.
»El número 72 es canónico en el santuario de Stonehenge, que fue a un tiempo templo y observatorio astronómico.[469] Es el número más grandioso del sol, el ocho, multiplicado por nueve, el número de la Luna.[470] Además, el 72 es el número de la precesión de los equinoccios. Cada 72 años el eje de la Tierra se mueve un grado. Este fenómeno lo conocían los babilonios, los egipcios, los mayas y los incas.
»La esencia numérica de la Diosa, en cuyos santuarios se crean los alfabetos sagrados, es el número tres, pero esa trinidad sólo oculta un aspecto complejo de la unidad. Este misterio numérico se mantiene, por cierto, en el cristianismo. En algún caso el tránsito es tan evidente como en el santuario de las tres musas helicomanas que se transforma en iglesia de la Santísima Trinidad en la Edad Media.[471]
»EL mismo sentido tienen los textos cabalísticos que cifran la trinidad de cabezas que habitan la Cabeza del Anciano o abstracción del Nombre del Poder.
Habíamos alcanzado el parterre de las rosas, en el que una urna griega derrama una limpia cascada de agua sobre una fuente. Deianus mojó la mano distraídamente y aunque hacía frío se refrescó la frente. Prosiguió:
—Las vocales originales de la Diosa son AOUEI. El número cinco se consagra a la Luna.[472] «Pero la vocal de la muerte I se reemplaza por la consonante regia J y la vocal del nacimiento omega (la o larga) completando la vocal del nacimiento alfa».[473]
»Salomón enunció el nombre divino de siete letras. Este número sagrado abarca la semana de siete días gobernada por el Sol, la Luna y los planetas.
»Después de su conflicto con los principios patriarcales, los alfabetos sagrados matriarcales sufrieron cambios. No sé cómo se resolvieron en los santuarios de la península Ibérica, pero conozco algo de lo que ocurrió en los griegos. Ellos «eliminaron del alfabeto las consonantes H y F y las incorporaron al nombre secreto de ocho letras de Dios».[474]
»Idénticas o similares transmutaciones se practicaron en otros pueblos mediterráneos que también aceptaron un nombre divino de ocho letras relacionado con el principio masculino del sol. El ocho se consagraba al Sol en Babilonia, Egipto, Arabia, quizá porque es numéricamente el signo de la «repetición 2 x 2 x 2».[475]
»El candelabro sagrado judío, la Menorah, símbolo de la Creación, contiene en sus siete luces las vocales del Nombre del Poder salomónico. Con los cambios alfabéticos se incorpora un candelabro de ocho brazos (Chanukah) testimoniado en la fiesta hebrea del solsticio de invierno.[476]
Recordé que en los enigmáticos relieves de las zapatas de la Santa Capilla de San Andrés tallados por Guierero, la barba del anciano que representa al Bafomet tiene forma de ocho, la de otro personaje se abre para formar la letra omega.
—El secreto del nuevo Nombre —prosiguió Deianus— se relaciona con la sustitución del sagrado número 7 por el sagrado número 8 y con la prohibición de las letras F y H del alfabeto ordinario.
—¿Le dieron ocho letras al Nombre en lugar de siete? —me atreví a sugerir.
—Simónides agregó omega (la o larga) y la eta (la e larga) a las siete letras originales AOUEIFH inventadas por las Parcas o Mercurio y suprimió la H aspirada otorgando su carácter a eta —prosiguió Deianus, ajeno a mi interrupción, abstraído en sus pensamientos—. El Óctuple Nombre de Dios que contenía la digamma F (V) y la H aspirada era, tal vez, JEHUOVAÖ, pero deletreada, por razones de seguridad, así:
»JEBUOTAÖ será la Óctuple Ciudad de Luz en la que residía la Palabra que era Toth, Hermes, Mercurio…
»JIEVOAÖ, la forma anterior de siete letras, recuerda el nombre Bendito del Santo de Israel. Sólo la podía pronunciar el Sumo Sacerdote una vez al año y en voz baja cuando iba al sanctasanctórum, el Santo de los Santos. No podía escribirse. Se transmitía de un sacerdote a otro, no escribiéndola directamente, sino describiendo el alfabeto escrito que la revelaba…
Durante unos minutos paseamos en silencio, hombro con hombro, como dos viejos amigos. Se había despejado la niebla matutina y parecía que se preparaba una mañana radiante. El sol asomaba a intervalos tímidamente entre las nubes.
—Así que ése es el secreto de la Mesa de Salomón —dije—: La descripción de un código alfabético que conduce al Shem Shemaforash, al Nombre del Poder.
—Simónides y Pitágoras estabilizaron la forma de ocho letras JEHUOVAÖ en honor del inmortal dios solar Apolo omitiendo la I, la vocal de la muerte, y conservando la Y, semivocal de la generación[477] —prosiguió Deianus.
—Algunos personajes históricos se jactaron de conocer el secreto del Nombre —dije—, entre ellos, el historiador judío Flavio Josefo y el presidente de las academias fariseas.
—Es posible —concedió Deianus—. La cadena de iniciación nunca se interrumpió. Por eso los templarios la encontraron en su casa de Oriente. Las ocho letras de Simónides y Pitágoras revelan por qué el ocho aparece repetidamente en las obras templarias, en sus capillas octogonales y vuelve a repetirse con relación a la Mesa de Salomón y al santuario matriarcal de Jaén.
Recordé los detalles: el ocho en la cúpula que quiso levantar sobre su catedral iniciática Nicolás de Biedma, el obispo volador asimilado a Salomón por la leyenda medieval; el ocho en la compleja simbología de la Santa Capilla, el ocho en la estrella simbólica de Alfonso X el Sabio y en las obras de los nazaríes granadinos, el ocho en la portada del libro de los gitanos…
Comprendí la razón de la ofrenda cereal al lagarto de la Malena y a las fuentes iniciáticas: panes divididos en ocho porciones, ochíos, que todavía se consumen en Jaén.[478] El ocho repetido en ciertas Mesas iniciáticas que intentan reproducir, como un eco lejano, la de Salomón: la de San Martín de Arjona, desaparecida en 1936;[479] la de la abadía del Sacromonte de Granada, que, según la leyenda, perteneció a los reyes nazaríes.[480]
—La trinidad de la Diosa de los santuarios matriarcales ibéricos se multiplica en tres trinidades, lo que nos lleva al número nueve —prosiguió Deianus—. En ciertos casos, este cambio puede datarse con precisión. Las nueve musas, por ejemplo, empiezan a derivarse de la trinidad previa en el siglo –VII.[481] En España los romances tradicionales vinculados a arcaicas supervivencias matriarcales nos conducen también a este número. En el romance de la dama Gelda, que va a la ermita de San Andrés a deshacer un sortilegio, nos describen que la devota tiene que tomar nueve ondas antes de la salida del Sol, llevando en las manos nueve hojas de olivo.[482]
»El número 9 está relacionado con el 8 en la disposición del ajedrez sufí.
»EL número 8 de las capillas octogonales templarias oculta el número 9, el centro a partir del cual se organiza el octógono geométrico.
»En fin, no es cosa de profundizar los secretos matemáticos del número 9 que tanto interesan a los cabalistas. De todos los números dígitos, el 9 es el mágico por excelencia, porque se presta a combinaciones sorprendentes.[483]
Pensé en la predilección por el número nueve de los que buscaron la Cava, las nueve misas que encargó Andrés de Vandelvira, el arquitecto de la catedral, en su testamento.[484]
Todavía investigué durante dos semanas en los fondos RILKO de la British Library. En ese tiempo descubrí algunas cosas sobre la misión de Joyce Mann en el Santo Reino y sobre las pervivencias templarias.
Una mañana recibí una llamada telefónica de Burt Bricklayer.
—Pedazo de gandul, ponte las pilas porque dentro de quince días comenzamos el rodaje en Cazorla. Vente por aquí y charlamos.
La BBC me llamaba al deber. Teníamos crédito y equipo. Había que desempolvar el proyecto del documental a toda prisa. Revisé mis papeles e hice el equipaje.
Durante el trayecto desde el aeropuerto de Granada, en un todoterreno de alquiler, conduje pensativo. Había aplazado en diversas ocasiones una visita a Arjona. Ahora tenía ocho días libres antes de que el equipo de filmación desembarcara en España. Ahora o nunca, me dije, y enfilé la carretera de Alcalá la Real, que discurre a través de los antiguos territorios de la Orden de Calatrava, hasta Arjona.
Arjona, a media mañana, tenía el aspecto tranquilo y apacible de los pueblos del sur. Aparqué en la plaza de los Coches, en el centro del pueblo, y subí a la explanada de Santa María por una calle empinada que discurre al pie de la imponente muralla ibérica. No pasé por alto ninguno de los lugares que había venido a visitar. Otra vez me asomé al mirador sobre la muralla que llaman Cementerio de los Santos y subí la amplia escalinata que conduce a la meseta superior, a la plaza de Santa María. La esfera de piedra del santuario dolménico de la Diosa Madre continuaba en su rincón, enigmática e inspiradora. Crucé la plaza y contemplé, como meses atrás, el Bafomet, los abultados ojos de la Sabiduría que veneraron los templarios y los calatravos. Caí en la cuenta de que el Bafomet se contempla desde el atrio enlosado de la iglesia que oculta el aljibe de la mezquita almohade, las aguas santas de la cisterna construida con piedras romanas, sostenida por gruesas columnas orladas de inscripciones…
Había aplazado a propósito la visita al santuario de los Santos. Crucé de nuevo la plaza y lo contemplé.
—El obispo Moscoso Sandoval construyó el Templo de Salomón en el santuario de los Santos de Arjona —me había advertido Deianus—. Si abres los ojos comprenderás.
Abrir los ojos. Lo mismo que me había aconsejado Chipneck, con las mismas palabras. Me pregunté si era algo más que una casualidad.
Comprendí cosas que no había advertido en mi primera visita. El santuario que reproduce el Templo de Salomón tiene dos niveles. Recordé la Tabla de Esmeralda de Salomón: «Lo que está arriba es como lo que está abajo». Hay un templo de arriba, lo que hoy es el santuario de San Bonoso y San Maximiano, los santos gemelos, los Dióscuros cristianos, los caballeros que montan el mismo corcel de los templarios, los santos dobles calatravos y hay un santuario de abajo, subterráneo y oculto del lado de la plaza de Santa María pero evidente del lado del Cementerio de los Santos; el actual museo arqueológico. En la clave de su puerta encontré la versión renacentista del Bafomet: un Santo Rostro que, enigmáticamente, sonríe.
El hombre torturado, el Cristo crucificado que suplanta a la Diosa Madre, sonríe como si nos comunicara su irónico secreto.
Me había provisto de los planos del edificio. Había tomado medidas y las había comparado con las del Templo de Salomón expresadas en la Biblia.
El Templo de Salomón era una nave rectangular orientada este-oeste terminada en un adytum o habitación cuadrada, el sanctasanctórum o debir, sobre una plataforma levantada que formaba un cubo perfecto de veinte codos de alto, largo y ancho.
El santuario de los Santos de Arjona reproducía el Templo de Salomón adaptado a la metrología del codo sagrado. La disposición era la misma tanto en el templo de arriba como en el de abajo, excepto por un pequeño detalle: en el templo de abajo el acceso al sanctasanctórum estaba interrumpido por un altar de yeso (Figs. 174, 175, 176 y 177).[485]
Consulté el plano: el sanctasanctórum existía, en su plataforma elevada, como en el Templo de Jerusalén, pero le habían tenido que abrir un acceso desde la calle en la fachada lateral.
Comprendí por qué la logia de Los Doce Apóstoles había construido los dos enormes contrafuertes que representaban a las columnas Jakim y Boaz para enmarcar la humilde puerta de aquel habitáculo: es que era la verdadera entrada al sanctasanctórum que el edificio iniciático ocultaba.
Me llamó la atención la extraña disposición interior: una cámara pequeña en forma de H y un gran espacio vacío desaprovechado a su lado, muchos metros cúbicos de edificio aparentemente vacío.
Algo no encaja. Han construido una parte del edificio absurdamente maciza.
A no ser que…
A no ser que en esa parte exista una cámara oculta. ¿Es que existe una cámara oculta?
Excitado por mi descubrimiento, me propuse examinar más cuidadosamente, plano en mano, el complejo edificio. Nuevamente ascendí al templo superior y comprobé, en efecto, que el camarín de los santos en el que se venera la calavera santa (la vieja devoción del Temple) estaba cubierto por una cúpula que se resuelve exteriormente en un octógono con una claraboya igualmente octogonal, la «linterna de los muertos» propia de los edificios iniciáticos.
Nuevamente en el exterior, descendí la escalinata de la plaza hasta los contrafuertes semicirculares que representan a Jakim y Boaz, añadidos por Los Doce Apóstoles en 1906. Entre las dos columnas, la puertecita. Empujé. Estaba abierta. Dentro, una pequeña cámara en forma de H tan pequeña que no puede servir para nada, un extraño recoveco inútil y sin relación alguna con el resto del edificio, ¿el sanctasanctórum? No supe cómo interpretarlo. A todas luces, la puerta de ingreso era un añadido posterior. ¿Estuvo esta cámara cerrada y ciega cuando se construyó el edificio en 1648?
Observé el muro lateral. Ni rastro de una posible puerta de entrada a la cámara secreta que pudiera contener: sólo mampuestos en hilera, como el resto del edificio.
¿Qué se oculta en este espacio cerrado y perdido?
Nadie ha explorado esos metros cúbicos de edificio inaccesibles.
Recordé la bir-el-arwakh del Templo de Salomón, el pozo de las Almas. ¿Quiso el obispo Moscoso y Sandoval reproducir aspectos del Templo que los templarios habían transmitido, lo que indagaron tras sus excavaciones, aquellos secretos que les hicieron concebir la orden mística dentro de la orden externa?
Me sentía bien en aquella cámara. Pensé: el edificio es un diapasón, un condensador de energía que actúa sobre el que penetra en él, sobre mí.
Permanecí allí un buen rato. Luego salí y rodeé el edificio. Era una bella construcción renacentista, pero algunos detalles de su decoración no se explicaban fácilmente. En la cara opuesta, subiendo la otra escalinata que conduce del Cementerio de los Santos a la plaza de Santa María, hay una bella hornacina renacentista vacía, sin fondo alguno. Un espacio rectangular encuadrado por un elaborado marco de piedra que no parece tener objeto aparente. ¿Qué función tiene y qué representa? Más arriba, en el mismo muro, un óculo circular que no da luz ni vista a ninguna parte. ¿Por qué?
Nuevamente en la plaza de Santa María, contemplé la portada de la nave superior del templo. Sobre la puerta, una doble hornacina destinada a dos santos que jamás la ocuparon, una doble hornacina vacía, un mero número abstracto, la dualidad que da paso a la unidad (Fig. 178).
¿Qué ocultaba la enigmática construcción de aquel edificio a un tiempo funcional y absurdo? ¿Qué sentido tenía que una parte importante de él estuviera maciza?
¿Ocultaba alguna cámara secreta?
El obispo había querido reproducir el Templo de Salomón. Tomé asiento en un poyete y busqué lo referente al templo en la Biblia. En el libro primero de los Reyes, capítulo ocho, versículos 27 al 29, encontré la clave en la oración de Salomón en la dedicación de su templo, cuando dice: «Los cielos no son capaces de contenerte. ¡Cuánto menos esta casa que yo he edificado!… Que estén tus ojos abiertos noche y día sobre este lugar, del que has dicho: EN ÉL ESTARÁ MI NOMBRE».
¡En él estará mi Nombre! Era evidente que se refería al nombre de Dios, a su nombre poderoso y secreto, al Shem Shemaforash.
¿Dónde estaba el Nombre?
¿Ocultaba aquella cámara secreta la Mesa de Salomón?
El nombre secreto se expresaba en proporciones geométricas: recordé aquella cita de san Bernardo, el impulsor del Temple y del cristianismo iniciático, en su obra De Consideratione: «Dios es longitud, anchura, altura y profundidad».
De un modo u otro, aquel edificio contenía el misterio.
Allí estaba, como un arpa dormida, aguardando al que sepa templar sus cuerdas, arrancar de ella la suprema melodía.
No sé cuánto tiempo permanecí frente al santuario, contemplando sus armoniosas líneas, sintiendo que, al menos, había descubierto una parte de su secreto.
Una señora de mediana edad, cargada con la cesta de la compra, subió la escalinata que comunica el Cementerio de los Santos con la plaza de Santa María. Al llegar a mi altura exhaló un suspiro y me dijo:
—¡Las escaleritas!
Me había mirado y me había sonreído. La vi alejarse. Las escaleritas la ayudaban a mantener una silueta atractiva, pensé. La belleza y la soledad del lugar. Pasar por aquí cada día, a la sombra del misterio, pensé.
Llegó la hora del almuerzo y bajé a reponer fuerzas a un restaurante de la plaza de los Coches. Después continué con mis indagaciones.
Los documentos RILKO mencionaban al barón de Velasco, uno de los componentes de la logia de Los Doce Apóstoles, que se había construido una cripta subterránea bajo la iglesia de San Juan.
San Juan. Uno de los santos templarios. La devoción de una iglesia gnóstica cristiana, paralela a la de Roma.
Pensé que valía la pena explorarlo. La iglesia estaba cerca de Santa María, al otro lado del barrio medieval, donde antiguamente se ubicaba la judería. Ya no se accede a la cripta desde la iglesia. La entrada actual es una puerta anónima, de chapa, en la fachada trasera del templo. Pedí la llave en el ayuntamiento y me dirigí a la iglesia. Por el camino refresqué lo que sabía del arquitecto que la diseñó, probablemente el último arquitecto iniciado de la cadena que comienza en Hiram.
El arquitecto era Antonio Florián, hijo de Justo Florián.
¿De qué me sonaba Justo Florián? Lo comprobé en mis apuntes: uno de Los Doce Apóstoles, arquitecto, «de origen gallego, se estableció en Jaén en 1884 y adquirió extensas fincas y minas en el término de Fuensanta de Martos».
¿Por qué ese interés por el subsuelo de Fuensanta de Martos?
Fuensanta, la Fuente Santa, el santuario de la Negra, el objetivo de los calatravos en aquella extraña expedición de 1224, cuando atacaron el vecino castillo de Víboras. Además, Justo Florián excava el solar de la antigua iglesia calatrava en Porcuna y edifica en su solar un nuevo templo de traza bizantina.
¿Qué había buscado en la cripta de los calatravos?
Antonio Florián heredó los intereses de su padre. Se licenció en arquitectura a los veintitrés años y amplió estudios en Venecia (ese interés por la arquitectura iniciática oriental, por el número de oro y la áurea proporción), antes de trasladarse a Viena junto al arquitecto Otto Wagner. Allí se relacionó con los círculos ocultistas y conoció a Walter Stein y Otto Rahn, que más tarde colaborarían con los nazis en la búsqueda del Grial. De regreso al Santo Reino, en 1914, edificó la obra más extraña de su vida: una cripta subterránea según los principios de la arquitectura sagrada. En apariencia, se trataba de un panteón cruciforme de planta central, destinado a la familia del barón de Velasco, otro componente de Los Doce Apóstoles. La cripta, en realidad, jamás tuvo destino funerario alguno, pues se había concebido como marco para albergar la Mesa de Salomón (Figs. 179, 180, 181, 182 y 183).
La sociedad de Los Doce Apóstoles se disolvió al poco tiempo, pero la cripta mantuvo sus funciones, cualesquiera que fueran. Algunos ancianos del pueblo recuerdan que un par de veces al año llegaban forasteros en coches lujosos que aparcaban lejos, en la plaza de los Coches, y se encerraban en la cripta durante horas. Quizá alguna organización neotemplaria la usaba para sus ceremonias. En 1936 la cripta resultó dañada junto con la iglesia, y desde entonces permaneció cerrada y sellada hasta su reciente restauración.
La iglesia de San Juan está en el extremo de una plaza tranquila, rodeada de naranjos. Contemplé la bella fachada plateresca y la torre, más minarete que campanario, de planta octogonal (Fig. 184).
Una torre calatrava octogonal, tan delgada que en su cuerpo de campanas apenas queda espacio para una persona. ¿Qué me recordaba esta construcción?
Caí en la cuenta: «La linterna de los muertos», el cubículo de los iniciados que trascienden a la otra vida.
Comprendí que no había nada casual en aquella iglesia: ni su dedicación a san Juan, ni el insólito campanario calatravo, ni la elección de Los Doce Apóstoles para albergar la cripta iniciática en el subsuelo sagrado.
En un callejón lateral encontré la puerta de acceso a la cripta. Introduje la llave y entré. Un habitáculo del que partía una hermosa escalera descendente, curva, de mármol finísimo. Pulsé un interruptor. Abajo se encendieron las luces. Descendí los peldaños sintiendo que el corazón se aceleraba levemente, la misma sensación que a lo largo de mi vida me ha asaltado en otros lugares donde el misterio se manifiesta. Hay algo trascendente en el ambiente de aquel lugar, lejanos ecos, sentimientos antiguos detenidos entre aquellas piedras relucientes. La cripta es enteramente bizantina, mármoles y teselas cubren las paredes, ángeles de mármol extienden sus alas cuádruples. En la redonda bóveda del techo un majestuoso Jesús pantocrátor de profunda mirada levanta dos dedos para bendecir. Un templo oriental bajo una iglesia andaluza.
Los nichos de las paredes configuran una cruz de dos pares de brazos desiguales, el superior en forma de T, la variante secreta de la cruz templaria.
Una cruz en forma de T.
La inicial del Temple, la marca en el muro del obispo Suárez, la cruz de la crucifixión de El Indaco tallada para glorificar a la Magdalena, esposa de Jesús.
Cada uno de los extremos de la cruz en forma de T parte de una enorme escultura de mármol blanco. Tres esculturas. Tres damas.
La Triple diosa del dolmen, la Diosa Madre en una formulación moderna, al estilo fin de siècle predominante cuando se construyó esta cripta.
En el suelo, disimulado entre los mármoles, un mecanismo de hierro destinado a mover las toneladas de cada una de las esculturas femeninas que disimulaban los nichos instalados en los brazos de la cruz.
Posé mi mano en el frío mármol e intenté imaginar los sentimientos del arquitecto, del escultor, de los doce hombres empeñados en recuperar el Shem Shemaforash que habían ideado aquella extraña construcción para recibir en su día la Mesa de Salomón.
¿Qué fue de ellos? La Primera Guerra Mundial los dispersó. Sus nombres aparecen después en distintas organizaciones europeas. En cuanto a Antonio Florián, el arquitecto de la cripta, fue otra víctima de la Guerra Civil. En 1937 lo destituyeron como arquitecto del Estado, huyó a Francia, pasó a la zona nacional y se instaló en San Sebastián, pero los nacionales confirmaron su destitución. Murió en 1941 en Madrid. En el testamento dispuso que por todo epitafio le pusieran una palabra: artista.
Tras la visita regresé al ayuntamiento para devolver la llave del subterráneo.
—¿Qué le ha parecido? —me preguntó el municipal—. ¿A que no se imagina uno que pueda haber una cripta bizantina en Andalucía?
—Lleva usted razón. Uno no se lo imagina.
—Aquella lápida que ve usted allí —señaló—, empotrada debajo de la escalera, estaba en la cripta.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Así que, al término de mis indagaciones, cuando nuevamente las labores de la BBC me iban a devolver al mundo prosaico del presente, el azar o el destino me reservaba la mayor sorpresa. Así fue como descubrí el aspecto físico de la Mesa de Salomón, la formulación geométrica del Shem Shemaforash, en aquel mármol que en su día adornó el frontispicio del altar de la cripta.
Me acerqué a la escalera y examiné cuidadosamente la lápida templaria: la estrella, los cuadrados, la retícula central, los cuatro círculos del Mercaba cabalístico… un mundo en el que no me atrevía, no me atrevo, a penetrar, el mundo de los iniciados que a través de los siglos han soñado con remontarse a los misterios de Dios, de servir a los hombres, de instaurar la paz y la hermandad bajo la Sinarquía.
En un atisbo de inspiración, comprendí, como una luz remota, por qué habían luchado y muerto los caballeros templarios y todos los iniciados que retomaron la antorcha y siguieron su camino en los siglos sucesivos (Figs. 185 y 186).
Como impulsado por un extraño palpito subí la escalera. En el muro frontero, presidiéndola, un antiguo azulejo: el encuentro de Ana y Joaquín frente a la Puerta Áurea de Jerusalén, el mismo motivo con el que el iniciado Gutierre Doncel adornó la fachada y la reja de su Santa Capilla, aquel cofre de misterios disimulado entre las callejuelas del barrio antiguo de Jaén.
—¿Y ese azulejo?
El municipal sonrió.
—Es muy antiguo. Casualmente, procede del palacio del barón de Velasco, el que hizo la cripta bajo la iglesia de San Juan.
Casualmente había dicho, pero yo sé bien que la casualidad solamente existe para quienes no saben explicar las causas.
Regresé al coche y enfilé la carretera de Cazorla, pensativo y conmovido por lo que había descubierto.
Hubo una vez una Orden integrada por caballeros que se propusieron rescatar el mundo del sufrimiento y liberarlo de la injusticia. Quizá su obra no esté enteramente perdida mientras otros caballeros recojan el testigo y prosigan la tarea.
El parque natural de Cazorla, mediado mayo, estaba en el apogeo de su belleza. Llegó mi equipo y regresé al mundo de las aves, a la verde naturaleza, a la hermandad de las tardes de vino y charla en torno a la chimenea de la torre del Vinagre. Algo había florecido dentro de mí, quizá la crisálida de un hombre distinto, menos convencional, que se abría paso, no sin dolor, entre mis recuerdos, mis vivencias y mis pensamientos, en la profunda huella de los meses transcurridos tras la pista de los Templarios y la Mesa de Salomón.