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Un rubí en la corona de Inglaterra
Desde Fernando III el conocimiento de la Mesa de Salomón se transmite con la corona de Castilla y pasa de cada rey a su sucesor. Unos reyes le prestan más atención que otros. Incluso es posible que algunos de ellos, rudos hombres de armas, incapaces de comprender cabalmente el legado iniciático de la Mesa, se desentiendan totalmente de él. Es el caso de Sancho, hijo de Alfonso X, que reina de 1284 a 1295. A primera vista parece paradójico que el hijo de “el Sabio” más devotamente dedicado a descifrar los secretos de la Mesa no parezca siquiera haber tenido noticia de ella. Es muy probable que Alfonso el Sabio nunca le confiase su secreto al hijo díscolo que se rebeló contra él e intentó destronarlo.
Sin embargo, es evidente que Alfonso X se cuidó de que alguno de sus más leales colaboradores transmitiese la preciosa herencia a su meto, el rey Fernando IV el Emplazado, al que el interés por la Mesa de Salomón le costó la vida tras una serie de acontecimientos de difícil interpretación.
En 1312 Fernando IV sitia Alcaudete, ciudad musulmana cercana a Jaén. Al pasar por Martos comparecen ante él los hermanos Carvajales, acusados de asesinato. El rey, en juicio sumarísimo, los condena a morir despeñados dentro de jaulas de hierro, desde la célebre peña de Martos, la mítica columna de Hércules. Los Carvajales, tras protestar su inocencia, viendo que los condenan injustamente, emplazan al rey para que comparezca ante la justicia divina en el plazo de un mes. El día en que se cumple el plazo, el 7 de septiembre, el rey almuerza con excelente apetito y se retira a sestear. Cuando el mayordomo va a despertarlo lo encuentra muerto.
Éstos son los términos de la leyenda que, desde su mención en la crónica atribuida a Fernán Sánchez de Tovar, repiten los historiadores de los siglos XVI y XVII.
El rey muere un 7 de septiembre, es decir, precisamente el día anterior al que en otros tiempos se celebraba el orto helíaco de la estrella Spica, cuyo nacimiento ocurre el 8 de septiembre. En los términos del mito, la muerte del rey propicia el nacimiento de la Diosa Madre, por lo tanto, Fernando IV cumple la función del Rey Sagrado. Y muere precisamente en Jaén, en el palacio real, junto al peñón de Uribe, donde se sacrificaban los Reyes Sagrados en los tiempos del Dolmen. Y su muerte resulta ser precisamente el acto más importante de su corta vida, puesto que incluso los historiadores que no dan crédito a la leyenda titulan al rey «el Emplazado».
La misma tradición asegura que velaron el cadáver del monarca, o incluso lo sepultaron, en el Arco de San Lorenzo de Jaén.[310] La iglesia de San Lorenzo pertenecía al hospital que fundó don Luis Lucas de Torres, religioso del siglo XV, perteneciente a una de las dos familias jiennenses que conocieron el secreto de la Mesa e hijo del condestable Iranzo, cuyo nombre figura en la lista de los que buscaron la Cava. Desde el siglo XV esta iglesia se vincula a personas conocedoras de la tradición de la Mesa. Más adelante veremos como un criado del condestable Iranzo, un tal Juan de Olid, su secretario y probable heredero de sus conocimientos sobre la Mesa, recibe sepultura en esta parroquia. Las piezas del rompecabezas coinciden. Alguien, en el siglo XIV, o incluso en el XV, tuvo interés en fraguar la leyenda de la muerte sacrificial del Rey Sagrado coincidiendo con el nacimiento de la Diosa Madre y señaló este Arco de San Lorenzo, relacionado con los iniciados en el secreto de la Mesa, como enterramiento del rey (Fig. 104).
Hay otra circunstancia significativa. Esos hermanos Carvajales protagonistas de la leyenda existieron en realidad, aunque no fueron contemporáneos del rey Fernando IV sino del condestable Iranzo, un siglo después.
Los hermanos Carvajales eran comendadores de la peña de Martos cuando se rebelaron contra la Orden de Calatrava y se apropiaron del tesoro que su maestre, Pedro Girón, había depositado en aquella fortaleza.[311]
Así que existió un tesoro de los calatravos guardado en la peña de Martos, la roca levantada por Hércules. Aquel Pedro Girón, maestre de Calatrava, conoció el secreto de la Mesa heredado por la casa real de Castilla y, por fantástico que parezca, no concibió mejor medio para apoderarse de él que casarse con la heredera del trono castellano, la princesa Isabel. Estuvo a punto de conseguirlo, pero murió en misteriosas circunstancias, probablemente envenenado, cuando acudía a las bodas.[312]
La leyenda de la muerte del rey Fernando IV el Emplazado admite una lectura esotérica relacionada con el sacrificio del Rey Sagrado. Probablemente, la leyenda sea obra de la familia Torres, que estaba en el secreto de la Mesa de Salomón.
Los hermanos Carvajales fueron despeñados dentro de sendas jaulas de hierro que rodaron hasta Martos. Este refinado tormento medieval refleja un rito solar. En algunas sociedades antiguas se lanzaban «ruedas en llamas montaña abajo en los solsticios», a veces con «hombres atados a las ruedas».[313] Esto confirma el carácter ritual de la leyenda de los Carvajales. Recordemos que la peña de Martos corresponde a la tercera columna de Hércules, el héroe solar por excelencia.
El sentido religioso del rito que acompaña a la muerte de los Carvajales se conmemora en la cruz del Lloro, un grueso fuste de piedra, réplica de un antiguo menhir, rematado por la cruz de hierro que cristianizó al monolito pagano (Figs. 105 y 106).
¿En qué circunstancias falleció Fernando IV, cuando sólo contaba veintisiete años de edad? Probablemente, nunca lo sabremos. Desde luego, falleció en Jaén de manera repentina y misteriosa, tal vez relacionada con el secreto de la Mesa. O, al menos, los Torres, que estaban en el secreto, la relacionaron y la hicieron coincidir con una fecha precisa llena de connotaciones míticas.
Agua y almenas
A Fernando IV el Emplazado lo sucedió su hijo Alfonso XI, que sólo contaba un año de edad. Sin embargo, el secreto continuaba transmitiéndose, pues nuevamente se manifiesta en el hijo de Alfonso, el rey Pedro I el Cruel. Durante su reinado, Castilla se escinde en una guerra civil entre los partidarios del rey legítimo y los de su hermano bastardo, Enrique de Trastámara.
En plena guerra civil, el rey don Pedro visita Jaén de incógnito y sin escolta. Resulta difícil creer que este hombre tan alejado de veleidades místicas lo abandonara todo para ir a Jaén en pos de una leyenda a la que su padre no había prestado demasiada atención. Es evidente que Pedro I obedecía a razones poderosas que justificaban el riesgo.
El secreto de la Mesa de Salomón se había transmitido a la casa real de Castilla, pero también a la de Granada desde su fundador, el rey Alhamar. En 1362, Pedro I prende y ejecuta al rey de Granada cuando lo visitaba en el alcázar de Sevilla después de arrebatarle «tres piedras falaxes muy notables e muy grandes… e otras doblas e joyas».
Estaba en este punto de la investigación cuando Margaret me hizo llegar unas notas sobre Pedro I que había encontrado entre los papeles de la señora Mann.
La telefoneé esa misma noche.
—Joyce Mann estaba convencida de que el famoso rubí espinela maldito de Pedro I formaba parte de este alijo.
—¿De qué rubí me hablas?
—El 3 de abril de 1367, Pedro I derrotó a su hermano Enrique gracias a la ayuda de los arqueros ingleses del Príncipe Negro. Pedro I recompensó al Príncipe Negro con «muchas joyas ricas de aljófar e piedras preciosas», entre ellas un notable rubí espinela.
—No tenía ni idea.
—Porque no eres nada patriota —me riñó cariñosamente—. Si lo fueras, sabrías que el rubí, que tiene el tamaño de un huevo de paloma, está engastado en nuestra corona imperial, la inglesa, entre dos flores de lis.
—Ésa es la flor que simboliza a la Diosa Madre —apunté.
—Lo sé; y el dos es el número del Temple —prosiguió Margaret—. Como otras joyas notables, este rubí tiene su leyenda maldita. Sus propietarios tienden a morir trágicamente: el propio Pedro I, asesinado por su hermano en Montiel; el Príncipe Negro, fallecido a los pocos meses de recibir la joya, sin llegar a reinar; un siglo después, el rey Ricardo in de Inglaterra, derrotado y muerto en combate cuando llevaba una corona adornada con el rubí de la Mesa.
—¿Cuando decía «Mi reino por un caballo»?
—Exacto.
Medité sobre el rubí que causa la ruina de los que lo lucen, la joya que Tariq arrancó presumiblemente de la Mesa de Salomón en (y murió por ello al poco tiempo). En mi siguiente visita a Londres fui a la torre y lo admiré por unas pocas libras, tras la rotonda de cristal blindado en la que se exhibe el tesoro real. Margaret me insinuó, medio en broma, que quizá no sea del todo ajeno a las desventuras del príncipe Carlos y de la princesa Diana y del incendio del castillo de Windsor en el annus horribilis de Isabel II. Aquel mismo año, la reina se había probado la corona por si había que hacer algún ajuste cuando se preparaban las celebraciones, que resultaron tan amargas y deslucidas, de sus bodas de oro. Finalmente, se decidió que la corona del rubí maldito no figurara en la celebración (Fig. 107).
El desventurado rey de Granada al que Pedro I arrebató el rubí pudo confesar antes de morir, bajo tortura, que la Mesa de Salomón era algo más que el tesoro espiritual que había interesado al abuelo de Pedro I hasta el punto de costarle la vida. Esto explicaría que el impulsivo rey de Castilla se arriesgara a viajar a Jaén de incógnito.
Pedro I llega de noche y se hospeda en una casa de la plaza de la Magdalena. Su anfitrión, un tal Salazar, descubre que es el rey por el sonido que le producen las rodillas artríticas.[314]
Cuando amanece, Pedro I encuentra a Salazar acurrucado en un rincón, espada en mano. Después del sobresalto inicial le pregunta:
—¿Qué haces ahí?
—Guardo el aposento donde duerme mi señor natural —responde Salazar.
Conmovido por este gesto, Pedro I lo ennoblece concediéndole el apellido del Rincón y le otorga a la casa el privilegio de «agua y almenas».[315]
Agua y almenas. El rey se había hospedado en la antigua casa de Ben Chaprut, luego llamada «de las almenas» en alusión al grabado de su dintel, en el que la línea quebrada superior representaría las almenas y la ondulada inferior podría ser el agua.
Pero una leyenda que deja marcas indelebles sobre una piedra no es tal leyenda, es historia viva, conservada por vía oral.
¿A qué fue a Jaén Pedro I? Desde luego, no por simple capricho. Resulta inadmisible que el rey se pusiera en tales peligros sin motivo.
Al poco tiempo, Pedro I castiga a la ciudad, partidaria del rebelde Enrique, vendiendo los judíos locales a su nuevo aliado Mahomed V de Granada. Pero los judíos mal podrían ser responsables de la rebeldía de una ciudad de cuyo gobierno estaban excluidos. Además, el rey no castigó de igual modo a los judíos de otras ciudades rebeldes. Y, lo que es más extraño, salvo en el caso de Jaén, Pedro I se mostró decidido protector de los judíos frente a los brotes de violencia antisemita que comenzaban a azotar Castilla.
Se deduce que los judíos de Jaén habían cometido alguna falta grave contra Pedro I.
Examinemos los hechos: el rey visita la ciudad de incógnito y sin escolta, se aloja en la antigua casa de los Chaprut, habitada presumiblemente por sus descendientes, una familia criptojudía que ha adoptado el apellido Salazar (y desde entonces «del Rincón»). Criptojudíos sólo hasta cierto punto, puesto que en la parte que se ha conservado de la casa medieval observamos dos ventanas de yeso y piedra en forma de estrella de David, una en la calle y otra en el patio interior.
Es evidente que el rey de Castilla, angustiosamente necesitado de ayuda para vencer a los rebeldes, precisaba que los custodios del secreto de la Mesa le prestasen el auxilio necesario. Pero los Rincón no quisieron o no pudieron satisfacer las exigencias del rey. Pedro I, que tenía un pronto temible, se vengó de la aljama de Jaén condenándola a la esclavitud y al destierro.
Es evidente también que en Jaén quedó memoria de estos sucesos, y no sólo en forma de leyenda. Juan de Castro, obispo de la diócesis entre 1379 y 1382 (diez años después de ocurridos los hechos), redactó una Crónica verdadera, hoy perdida, en la que defendía a Pedro I.[316]
Los Rincón, o quienes se entrevistasen con el rey en la casa de las almenas en aquella noche memorable, denegaron a Pedro I el auxilio espiritual de la Mesa, que es tanto como decir su poder.
Entre las notas de Joyce Mann se encuentran algunas referencias a un tal J. M. fusilado en 1941 tras un proceso en el que lo acusaron de expoliar el tesoro de la catedral de Jaén.
Joyce Mann se había tomado muchas molestias para conseguir el sumario de la causa de J. M., aunque ningún familiar del represaliado quiso responder a sus preguntas. Pensé que medio siglo habría cerrado las heridas de la Guerra Civil y que ahora los familiares de J. M., ya en su segunda generación, quizá aportaran alguna luz al asunto que me traía entre manos.
Busqué el apellido en la guía telefónica de Jaén e hice unas llamadas sin resultado. Ninguno de los J. M. registrados en la guía de Jaén tenía relación con la persona que me interesaba. Entonces recurrí a las páginas amarillas. Había una agencia de detectives, La Impepinable, que no me terminó de convencer. La siguiente de la lista era Pinkerton Investigations. Conductas dudosas. Adulterios. Adolescentes Mejorables. Laboral. Desaparecimientos. Confirmación de sospechas. Precios ajustados.
Telefoneé y concerté una cita. La agencia estaba cerca de la catedral, lo que tomé como un buen augurio, en el primer piso de un inmueble de renta antigua al que se accedía por unas escaleras medio hundidas de baldosa hidráulica desportillada, lo que, unido al aroma de orines de gato que embalsamaba el aire, moderó mi entusiasmo inicial. En una puerta sólida de cuarterones había una placa de bronce que no recordaba cuándo vio por última vez el limpiametales, con la inscripción Pinkerton Investigations, en negro. Pulsé el timbre. No funcionaba. Llamé tres veces con los nudillos. Un hombre de mediana edad, calvo, un poco gordo, con pinta de escribiente, me introdujo en el único despacho y me ofreció asiento tras una mesa llena de carpetas, papeles y ceniceros repletos de colillas.
—¿Es usted Pinkerton? —pregunté incrédulo.
—Bueno —sonrió mostrando unos dientes pequeños y amarillos—. En realidad, me llamo José Conejera, pero comprenderá usted que con ese nombre no me iba a jalar una rosca en esto del detectiveo, por eso me puse Pinkerton. Lo saqué de una novela muy buena de Marcial Lafuente Estefanía. Bien, mi tiempo es oro. Times is golden, como dicen ustedes. Dígame qué se le ofrece. ¿Se la pega su señora?
—No se trata de eso. Quiero localizar a los familiares de un hombre al que fusilaron en 1941.
—Un rojo fusilado por los nacionales, claro —dedujo Pinkerton.
—Ya veo que no se le escapa nada —comenté, aprobador.
—Bien. Hablemos de tarifas antes que nada. Mis honorarios varían mucho dependiendo de la complejidad de cada caso, claro. Si usted me pide que localice a alguien notorio, pongo por caso a la señora Palizón Bis, a la que todo el mundo conoce, dado que se pirra por figurar y salir en los periódicos, eso le puede costar un euro, más IVA naturalmente, una tarifa simbólica, pero si me pide que dé con el paradero de Bin Laden, lo que no me sería imposible, se lo advierto, eso saldría ya por una pasta gansa. Localizar a la familia de un objetivo que desapareció hace cincuenta años, y además fusilado, ¡vaya por Dios!, eso le saldrá por ciento veinte euros diarios, más gastos, más IVA.
»Y le advierto que los gastos pueden ser cuantiosos porque lo que más cuesta es dar con alguien que te informe a cambio de una suma de dinero. Lo difícil es dar con la persona que sabe, le pagas y te pone en la pista. Eso puede costar, según la posición de esa persona, mil euros suplementarios, quizá más. Y me lo darán a mí, que tengo contactos en la ciudad, antes que a un británico con pinta de aventurero que parece, y usted dispense, que no es por ofender, un anuncio de Marlboro.
Lo contraté. Tres días después me telefoneó:
—Tengo a una hermana del objetivo, la única familia que le queda, que vive en Lisboa. Venga a verme y le daré los datos y los detalles. Y no olvide su talonario.
Me había citado en el café Montana. Lo encontré sentado delante de un chocolate con churros. Me invitó a desayunar. Antes de recibir la información satisfice los mil quinientos euros del trabajo, más IVA.
—¿Necesita factura? —indagó Pinkerton mientras contaba los billetes con despego hidalgo y miraba algunos al trasluz, no fueran a ser falsos.
—No, no hace falta.
—Mejor —comentó—. Así evitamos dejar rastros.
Guardó los billetes en el bolsillo interior de la chaquete. Sacó de su carpeta un folio en cuya cabecera había escrito una dirección y un teléfono de Lisboa. Partió el folio por la mitad, me tendió la parte escrita y devolvió la otra a la cartera.
—Hay que ahorrar papel —comentó—. Que nos estamos cargando los bosques.
Llamó al camarero y me permitió que pagara la cuenta. Me tendió una mano blanda al despedirnos.
—¡Que haya suerte! Ya sabe dónde me tiene.
Y me introdujo en el bolsillo superior de la chaqueta una tarjeta de la agencia.