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El periplo de los babilonios

En la plaza de la Magdalena, a un tiro de piedra del manantial del Lagarto, existe una vivienda humilde, como todas las de la vecindad, que se conoce como «la casa de las almenas». Esta denominación parece absurda, puesto que no tiene almenas ni trazas de haberlas tenido. Sin embargo, hasta los años cincuenta del siglo XX, el dintel de su puerta presentaba un extraño relieve que podía interpretarse como un edificio almenado.

Un rectángulo coronado por una línea quebrada. Dentro del rectángulo había unas letras o números ilegibles; debajo, un par de líneas onduladas apenas perceptibles debido al deterioro de la piedra.

Antiguamente, se creía que los espíritus habitaban ciertas fuentes, ciertos árboles y ciertos edificios. El espíritu de los edificios residía en el dintel de la entrada.[266] (Fig. 75). Quizá el relieve de la casa de las almenas representaba algo trascendente.

El dintel de la casa de las almenas desapareció en los años sesenta, durante una reforma, pero a la derecha de la puerta perdura una interesante ventana de yeso, que reproduce la estrella de seis puntas, el sello de Salomón o estrella de David, que vuelve a repetirse en el patio y en otros edificios del entorno (Figs. 76, 77, 78 y 79).

La casa de las almenas es relativamente moderna, quizá de finales del siglo XIX. La estrella y la piedra del dintel debieron de pertenecer al edificio anterior. La tradición sostiene que allí vivió un famoso sanador judío y que allí se hospedó un rey de España.

En la época del califato hubo un famoso médico judío oriundo de Jaén, Hasday Ben Chaprut, miembro de una de las más notables familias de la ciudad. Esta casa, emplazada en lugar preferente del núcleo medieval, podría muy bien haber sido la suya. Es evidente que a lo largo de aquel dilatado período debieron de existir muchos médicos judíos en Jaén, pero existe otro indicio que refuerza esta hipótesis. Se menciona en una de las oraciones de los curanderos:

San Champrún bendito

que lees en la mesa

La tierra y el aire

y el fuego en la artesa,

el pan camarado, (?)

la paja en la era,

que se me cure el mulo

de esta manera.[267]

Ese san Champrún, inexistente en el santoral cristiano, no es otro que el famoso médico de Jaén Chaprut, del que escribe Mosé Ibn’Ezra en su Libro de Poética: «En su tiempo se despertaron los ánimos adormecidos… Él supo extraer para su país las aguas de las fuentes de la ciencia oriental e importar los tesoros de la sabiduría desde todas las ciudades lejanas, él fortificó las columnas de la ciencia, rodeándose de sabios procedentes de Siria y Babilonia».

Es un texto revelador: este enigmático personaje había traído «los tesoros de la sabiduría» de Siria y Babilonia.

Siria era para los contemporáneos de Ibn’Ezra toda la fachada oriental del Mediterráneo, incluida Israel. ¿Qué tesoros de sabiduría podían proceder de allí y de Babilonia?

El texto aludía a ciertos sabios venidos de aquellos lugares. Después de la destrucción de Jerusalén y el exilio de sus habitantes, Babilonia se había convertido en el centro principal del pensamiento judío. Allí se fraguó el Zohar, el Libro del Esplendor cabalístico.[268] Aquel tesoro de la sabiduría oriental que Hasday Ben Chaprut trajo de Siria y Babilonia era la primitiva Cábala hebraica.

En el año 912 murió Sa’adyá ha-Gaón, maestro de la hermandad de Sura y «la más destacada figura del judaísmo oriental durante los cinco siglos que siguieron a la clausura del Talmud babilónico».[269] Su sucesor, Ben Hanok, y un grupo escogido de sus discípulos viajaron a Occidente para recabar ayuda económica de los judíos occidentales, una endeble justificación del largo y difícil viaje de cuatro ancianos. En aquel tiempo existían prósperas comunidades judías en Palestina y Egipto que hubieran podido socorrer a la babilónica. Por otra parte, hubiera resultado más lógico enviar a los miembros más jóvenes de la hermandad, no a los más ancianos y sabios, cuya pérdida resultaría irreparable, puesto que las enseñanzas cabalísticas se transmitían por vía oral.

Es evidente que la misión de los ancianos cabalistas de Sura en Occidente era distinta. Buscaban algo.

Hoy contemplamos la Cábala como una actividad inmaterial que no precisa más apoyatura textual que la que le otorga la Biblia. A partir de la palabra revelada, la Cábala desarrolla sus ecuaciones espirituales. En la judería babilónica no faltaban códices de la Biblia. No era menester buscarlos en Occidente. Los de Occidente eran idénticos a los babilónicos, repetían incluso sus mismos presuntos errores.

¿Qué buscaban entonces aquellos ancianos portadores de la ciencia cabalística?

Recordemos que el tesoro de la Mesa de Salomón no reside tan sólo en su valor material, en el oro y las piedras preciosas, sino más bien, y principalmente, en su contenido espiritual, en el código que transmiten los valores numéricos de sus líneas, las letras de sus inscripciones y en la geometría mística expresada en sus ricas taraceas.

Ignoramos lo que el maestro Sa’adyá ha-Gaón sabía del paradero final de la Mesa de Salomón. Es muy posible que sus últimas noticias, desfasadas varios siglos a causa de la incomunicación y aislamiento en que vivía la hermandad de Sura, señalasen Roma como el destino final del tesoro del Templo tras su saqueo por los romanos. El hecho es que aquel grupo de ancianos cabalistas se dirigía a Italia, pero el navío en el que viajaban naufragó y, aunque los ancianos salvaron la vida, cayeron en poder del almirante de la flota de Córdoba, un tal Rumalis, que los vendió como esclavos.[270]

El relato de los avatares sufridos por los cabalistas de Sura procede de una fuente digna de crédito, pero sus detalles no encajan. ¿Qué hacía cerca de las costas italianas un navío de guerra del califa de Córdoba? ¿Cómo pudieron salvarse de un naufragio cuatro viejos medio impedidos?

Parece más plausible que estos detalles novelescos deban interpretarse alegóricamente. Quizá quieren expresar que las pesquisas de los cabalistas de Sura en Roma naufragaron, es decir, fracasaron, y que, después de aquello, siempre en pos de lo que habían venido a buscar a Occidente, es decir, del tesoro del Templo, prosiguieron su búsqueda en Al-Ándalus.

Sea como fuera, Moisés Ben Hanok llegó a Córdoba. La pudiente aljama cordobesa lo redime de la esclavitud y lo pone al frente de su escuela rabínica. Ben Hanok no descuida la tarea que lo trajo a Occidente. Traba amistad estrecha con los Chaprut de Jaén y transmite sus enseñanzas más secretas, los arcanos de la Cábala, a un vástago de esta familia, Hasday Ben Chaprut.

Ben Hanok no regresó a la lejana Sura. La hermandad de Sura desapareció en el transcurso de una generación, pero la llama de su sabiduría, conservada en Mesopotamia durante siglos, prendió en la lejana Sefarad. Ben Hanok había encontrado en Chaprut a un brillante discípulo digno de portar el sello. Los acontecimientos ulteriores de la vida de Ben Chaprut no dejan lugar a dudas. Su fulminante ascenso a las más altas esferas del poder y otros peculiares acontecimientos de su biografía sólo pueden entenderse en el contexto de alguna forma de iniciación que hizo de él un hombre superior. Hasday Ben Chaprut destacó sobre sus contemporáneos por su brillantez y cultura. Fue igualmente famoso como médico, como diplomático, como canciller y como ministro de asuntos exteriores del califa de Córdoba, en el apogeo de su poder.

Un hombre tan polifacético estaría muy ocupado en los negocios de la corte y en la alta política. Sin embargo, se consagró a una serie de empresas en apariencia absurdas o, al menos, ilusorias. Usó su poder como ministro plenipotenciario del califa para esclarecer el destino de las diez tribus de Israel perdidas después de la caída de Samaria, en el año –721, cuando los asirios deportaron y dispersaron a los israelitas. Después del milenio transcurrido, Chaprut convierte la búsqueda de aquella gente en una de las cuestiones más importantes de su vida. Descubre que en el lejano Oriente, entre el mar Caspio y el río Volga, existe un pueblo de religión judía, los kázaros. Escribe una larga epístola a su rey, un tal José, convencido de haber encontrado, al fin, a las diez tribus perdidas.

Pero ¿por qué las diez tribus? ¿Por qué este ministro del califa cordobés descuida los graves asuntos de Estado para mover cielo y tierra en busca de unas personas de las que no han quedado más que lejanos ecos envueltos en la bruma de la leyenda? Lo que Ben Chaprut busca afanosamente es algo relacionado con sus estudios. Entre la gente deportada por los asirios viajaban algunos grandes maestros. Era más que probable que la tradición salomónica se hubiese conservado entre ellos. Es evidente que Ben Hanok inspiró esta búsqueda, que se trataba de encontrar algo que los mismos cabalistas de Sura habían buscado afanosamente. Quizá lo mismo que habían venido a buscar a Occidente. La hermandad de Sura descendía de los judíos deportados a Babilonia tras la derrota de Judá en –587, es decir, siglo y medio después de la desaparición de las diez tribus. En este tiempo pudo forjarse la leyenda rabínica de los secretos perdidos con la gran diáspora en este pueblo siempre hambriento de Sabiduría.

En su carta a los kázaros, Ben Chaprut anuncia que está dispuesto a abandonarlo todo para irse a vivir con ellos. El privado del califa de Córdoba, el hombre más culto de la ciudad más culta del Estado más culto de Occidente, un hombre que está en la cima del poder, está dispuesto a iniciar una nueva vida entre pastores medio analfabetos que habitan en tiendas de piel de cabra en las inhóspitas orillas del Caspio. ¿Qué secreto guardaban las diez tribus para que los iniciados estuvieran dispuestos a correr tales aventuras por acercarse a él?

Los correos no funcionaban mejor que ahora. La carta tardó años en llegar a José, el rey de los kázaros, y la respuesta invirtió otros pocos años en alcanzar a Ben Chaprut. Una decepción vino a culminar tanta esperanza acumulada en la paciente espera. El rey José informaba que los kázaros no eran descendientes de las míticas diez tribus. Su historia era mucho más sencilla. Hacía poco más de un siglo que uno de sus antecesores se había convertido al judaísmo y a esa circunstancia se debía que su pueblo profesara la religión de Moisés.[271]

Existen otras circunstancias enigmáticas en la vida de Ben Chaprut. ¿Qué tratos mantuvo con los sabios bizantinos? Desde luego, excedieron el mero intercambio diplomático entre dos potencias, aunque aparentemente sólo fueron misiones culturales: la embajada de Constantino VIII que visita Córdoba lleva un libro para Chaprut, el sabio primer ministro. Al poco tiempo Chaprut consigue que Bizancio envíe un letrado, el monje Nicolás, para traducir al latín el tratado médico de Dioscórides, un texto científico del siglo I. Ésa fue la explicación oficial. Pero para traducir un texto griego al latín hubiesen sobrado sabios en la culta Al-Ándalus y, en cualquier caso, el monje Nicolás lo hubiese traducido igualmente en Bizancio sin necesidad de cruzar el mar. Es evidente que el texto que el monje tradujo no se encontraba en Bizancio sino en España y que era algo más que un libro de medicina. Probablemente, se trataba de un código, de una escritura secreta quizá compuesta con letras griegas, pero con un fondo doctrinal muy distinto, un fondo que requería algo más que un erudito en letras griegas.

Pero ¿de qué se trataba?

Mil años después de la muerte de Ben Chaprut resulta imposible desentrañar el misterio, aunque los fríos hechos nos señalen que tal enigma existió.

Es evidente que Ben Chaprut no estaba solo. La hermandad de Sura revivió a orillas del Guadalquivir, se robusteció con savia nueva y floreció con renovado esplendor en la ciudad de los califas, en la que, por cierto, se encontraba entonces la mayor biblioteca del mundo.

Los cabalistas buscan la Mesa de Salomón. La tradición de este tesoro de Sabiduría existe y se confunde con la de un lugar sagrado mucho más antiguo establecido en Jaén. A partir de este punto y siguiendo un proceso cuyos detalles se nos escapan, las dos tradiciones se confunden. Las tres cabezas de la Gran Diosa, representadas en las tres esferas de piedra que el Dolmen Sagrado encerraba como representaciones del triple principio femenino, se asimilan a tres principios cabalísticos.

Por aquellos días supe que Arcángelos Petros-Beer había abandonado su retiro griego para volar a Milán, donde tenía que asistir al bar mistva de un sobrino. Por teléfono, concertamos una cita para la semana siguiente en París, en donde quería pasar unos días antes de regresar al vinoso mar de Hornero.

Nos vimos en la isla del Sena, en el embarcadero, donde una discreta placa recuerda el lugar en el que Jacques de Molay y la plana mayor del Temple perecieron en la hoguera. Tomamos el bateau-mouche y paseamos por el Sena, acomodados en el puente superior, entre un disciplinado grupo de japoneses con cámaras al cuello.

Lo puse al corriente de mis últimas investigaciones.

—La Cábala menciona la «Cabeza del Anciano» que se puede identificar con la «suprema esencia divina del Creador»[272] —dijo—. Ésta es la «Cabeza de las Cabezas», pero al propio tiempo es «tres cabezas superpuestas una en otra».[273]

Vio cierta perplejidad reflejada en mi semblante.

—Otro pasaje parece más claro y contundente: «El Anciano está constituido por tres cabezas reunidas en una sola».[274]

—O sea, la Trinidad —apunté—. Tres esferas de piedra veneradas en un vetusto santuario representaban un principio abstracto: la divinidad creadora de la Diosa Madre, cuyo atributo es la Sabiduría.

Arcángelos asintió.

—En un momento histórico los cabalistas las asimilan a los tres principios de la Creación representados por el Anciano de los Ancianos, cuyo atributo es también la Sabiduría.

—Lo que los templarios llamarían Bafomet —dije.

—Cambia la terminología, pero el fondo es el mismo. Además, en las dos concepciones existe un misterio de la trinidad: los tres principios son, en realidad, uno solo. La Diosa Madre es, en esencia, una y las Cabezas del Anciano están reunidas en una sola.[275]

Bordeábamos los muros grises de Notre Dame, reflejados en el Sena. Arcángelos dijo:

—Volvamos a los principios cabalísticos. La Cabeza del Anciano recibe otros dos nombres: el Gran Rostro y, vista desde fuera a través de las veladuras del secreto, la Pequeña Figura.[276] Ya tenemos los tres nombres de esta única e indivisible trinidad. Los cabalistas la relacionaron con los tres principios del Dolmen sagrado, con sus tres esferas.

—Entiendo.

—La «Cabeza del Anciano vistió la Corona», dice un texto cabalístico. La corona es símbolo de soberanía y es tesoro, lo que alude a la realeza, a Salomón y a la riqueza de oro y sabiduría que lo caracterizaba y a su herencia de oro y sabiduría representada por la Mesa.

«Un rocío sale a diario de la Cabeza del Anciano», dice el texto cabalístico, y añade: «Este rocío corre por el vergel sagrado».[277]

Caí en la cuenta. La Cabeza del Anciano se identifica con el santuario del Dolmen Sagrado, y el rocío, con su fuente. El agua discurría ladera abajo por la calle de Valparaíso.

Valparaíso, “el valle del paraíso”, el vergel sagrado de los cabalistas, la cabecera de la catedral de Jaén, donde está la moldura gótica del primitivo templo.

Arcángelos sonrió aprobadoramente a mis deducciones. Después prosiguió:

—Otra máxima cabalística: «Tres letras se han grabado en la cabeza de la Pequeña Figura, que corresponden a las tres mentes alojadas en los tres cráneos».[278]

—Parece que la Pequeña Figura, que es lo visible y externo de la Cabeza del Anciano o principio, mantiene un mensaje esotérico o contiene un código, contiene escritura —sugerí.

—La Cábala habla de tres letras —dijo Arcángelos—. Son las tres Letras Madres: Alef, Mem y Shin.

—¿Son las que están grabadas en la cabeza de la Pequeña Figura?

—En efecto —concedió el cabalista—, pero existe otro pasaje que contradice el anterior: «Cuatro son los cerebros que posee la Pequeña Figura».[279]

—Eso me desconcierta —admití—. ¿Representan a otras cuatro letras?

—La Pequeña Figura contiene, según la cita textual, tres.

—¿Cómo se compaginan las dos cifras? —pregunté—. ¿Quizá estas cuatro letras son distintas a las tres Letras Madres? ¿Podrían ser las que componen el Tetragrámaton: Y H V H?

Arcángelos asintió complacido.

—Un maestro de la Cábala, rabí Simeón, enseña: «El Nombre sagrado ha sido revelado y escondido a la vez». Y H V H es lo revelado.

—¿Y lo escondido?

—Lo escondido está en las combinaciones de las veintidós letras del alfabeto sagrado que forman las coronas de Misericordia y los veintidós senderos de la Clemencia. «Trece letras conciernen al Anciano de muchos días, y nueve a la Pequeña Figura» —recitó—. La combinación de Y H V H con las nueve letras de la Pequeña Figura forman el Nombre inefable, el Shem Shemaforash pronunciado por el Sumo Sacerdote en el seno del Tabernáculo.[280]

—O sea, si no he entendido mal, las tres letras inscritas en la cabeza de la Pequeña Figura representan cada una de ellas una trinidad de signos, lo que totaliza nueve. También los tres principios de la Diosa Madre del dolmen se triplicaban en una cifra de nueve.

—Es significativo.

Las lecciones de la Cábala, que Arcángelos me administraba con gran paciencia, me dejaban agotado. Es un mundo complejo cuyo tránsito requiere el entrenamiento de toda una vida en la escuela rabínica, o quizá un temperamento menos inquieto que el mío.

Proseguí mis indagaciones en Londres, en la estupenda biblioteca de la Escuela de Estudios Judíos. Por la tarde me cité con Margaret, que continuaba clasificando los papeles del RILKO. Nos encontramos, como siempre, en la esquina de la calle Russell, frente al pub The Horny Sailor.

—Traigo algún material interesante —me dijo.

Se había teñido los labios con un carmín suave. Estaba atractiva.

—Esta noche no, por favor —le dije—. Ya he tenido bastante por hoy. Esta noche sólo quiero invitar a cenar a una guapa bibliotecaria.

Se sonrojó ligeramente.

La lleve al La Famiglia, un restaurante italiano de Chelsea, en el que sirven unas notables ensaladas de cinco clases de lechuga. Ella pidió una ensalada de lechuga y zanahoria. A Margaret le encanta la zanahoria.

Al término de la cena, después del Chianti y del tiramisú, paseamos por la orilla del Támesis, bajo las farolas, sobre los adoquines brillantes y mojados.

—¿Cómo van tus investigaciones? —preguntó.

Le hablé del grupo de cabalistas de la hermandad de Sura que se embarcó en un viaje a Occidente en busca de la Mesa de Salomón, hace mil años.

También le conté la historia del vástago de la familia judía jiennense de los Chaprut, custodia del secreto, que recibió enseñanza de aquellos cabalistas y al parecer penetró en el secreto, es decir, leyó en la Mesa.

—Pero Chaprut no obtuvo el éxito completo —concluí—, o al menos, esto es lo que se deduce de su desesperada e infructuosa búsqueda de las diez tribus perdidas de Israel, entre las que seguramente esperaba encontrar las claves que le faltaban. El mismo sentido pudieron tener sus relaciones con los sabios bizantinos a los que también recurrió en busca de ayuda.

Le hablé de la Cábala y me sorprendí de mi propia comprensión del tema.

—Los textos cabalísticos cifran la sabiduría de Dios en tres cabezas que son sólo una, la llamada Cabeza del Anciano. Ésta también se conoce como Gran Rostro o Pequeña Figura. Del lugar de esta triple cabeza brotan, según la Cábala, los cuatro ríos del Paraíso. Creo que esta alegoría se basa en la tradición del Dolmen Sagrado, de aquel santuario matriarcal donde se contenían las tres cabezas o monolitos de la Triple Diosa, que es en realidad sólo una, santuario del que, efectivamente, brota el manantial de la iniciación, el Caño Santo. Lo que viene a demostrar la estrecha conexión existente entre la Cábala y el santuario matriarcal de la Diosa Madre.

Aquella noche la despedí frente a su casa, con un casto beso en la frente.