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Las piedras de los gigantes
En el barranco de la Tinaja y en el cerro Veleta, el hombre prehistórico había legado un mensaje a la eternidad. Había esculpido en la roca, había amontonado piedras, había construido una cámara con losas que pesan varias toneladas, había dibujado signos enigmáticos en las paredes de las cuevas después de ascender penosamente por farallones casi verticales.
El peñón de Uribe también estaba esculpido. Aunque ya no era posible examinarlo, parecía razonable atribuirlo a la misma serie de piedras manipuladas por el hombre prehistórico. Lo mismo cabía decir de la enigmática esfera de Perulera, de las esferas de la catedral y de los tres huevos de la hornacina de la calle Veracruz, en Jaén.
En cuanto a la leyenda del lagarto de la Malena, procedía de un mito de lucha del héroe contra el monstruo, cuyas raíces remotas también se pierden en la noche de los tiempos.
Todo ello podía atribuirse a los hombres primitivos, pero ¿qué quisieron expresar? ¿Por qué se embarcaron en aquellos trabajos, en apariencia inútiles, cuando procurarse el sustento diario les daba ya sobrado quehacer? ¿Qué interés cifraban en aquellas obras? ¿Por qué las inscribieron en una línea recta? Y finalmente: ¿por qué los templarios se habían interesado por esos lugares?
Tenía un puñado de claves. Si eran tan absurdas como a primera vista parecían, ¿cómo se habían transmitido a lo largo no ya de siglos, sino de milenios? ¿Cómo habían sobrevivido al olvido y a la muerte para llegar hasta nosotros? ¿Qué sentido tenían? ¿Adónde conducían?
Debía de existir un hilo conductor que, de algún modo, ayudase a desentrañar el enigma. Me resistía a creer que la alineación de aquellos lugares prehistóricos y la supervivencia de una tradición que los relacionaba fuesen fruto del azar.
El proyecto de la BBC se aplazó nuevamente, esta vez porque el cámara principal, Basil O’Connor, había contraído durante su último viaje a Marruecos un virus diarreico que lo tenía postrado junto al inodoro, con altas fiebres, en su apartamento de Kensington Road.
Tenía tiempo y no deseaba regresar a Inglaterra. El misterio templario del antiguo Santo Reino había captado por completo mi interés como en los años cuarenta captó el de mi compatriota Joyce Mann. En los días siguientes visité los lugares de la línea ley mencionados en la oración del gitano. En el barranco de la Tinaja conversé con un guarda forestal. Supe que por aquel barranco desciende un caudal subterráneo de unos cuarenta o cincuenta litros de agua por segundo.
El barranco de la Tinaja ofrece un aspecto imponente. El santuario prehistórico ocupa un abrigo rocoso de dimensiones catedralicias. Allí, en la roca parietal, se cuentan hasta veintisiete círculos o series de círculos concéntricos, toscamente tallados entre el –2000 y el –1500.[8]
Además de los grabados, y a un nivel más bajo, hay una venus en relieve, preciosamente tallada y pulimentada con los típicos abultamientos de grasa de las venus paleolíticas, de la que se distinguen, como brotando de la pared, el prominente vientre y los muslos.
El dolmen del cerro Veleta se compone de ocho grandes losas verticales que forman un octógono un tanto irregular y sostienen otra mayor que las cubre.[9]
Un octógono.
¿Tendría alguna relación con las capillas octogonales iniciáticas de los templarios? ¿Acaso los templarios habían obtenido su idea del edificio octogonal de los dólmenes sagrados?
Este dolmen puede fecharse en la Edad del Bronce, mil y pico años antes de Cristo. Seguramente, lo construyeron prospectores de metales que construían tumbas colectivas, adoraban a la Diosa Madre y plasmaban dibujos propiciatorios en las cuevas (Fig. 19).
En las cuevas del cerro Veleta (llamadas de los Soles, del Poyo de la Mina y de los Herreros) y en las del cerro vecino, separado por un barranco (cuevas del Plato y la de la Higuera), aparecen muchas pinturas esquemáticas que representan figuras humanas, cuadrúpedos, cérvidos y signos abstractos, círculos y puntos.
Las figuras humanas se han identificado con representaciones astrales.[10] Curiosamente, este tipo de representaciones abunda más en estas cuevas que en sus otros paralelos peninsulares.[11] Pensé que quizá no fuera una simple coincidencia.
Busqué información arqueológica sobre aquellos lugares en la estupenda biblioteca del Instituto de Estudios Giennenses, instalada en un antiguo hospital y convento carmelita, con la confortable sala de lectura abierta al claustro silencioso. El manantial de la Magdalena se había remodelado en agosto de 1969. Durante las obras aparecieron hachas neolíticas partidas como exvoto[12]. Estas hachas abundan en lugares sagrados de la Antigüedad como Martos[13], Otíñar y Víboras. En un ladrillo muy desgastado por el agua se distinguía claramente la marca W, una de las que aparecían en la portada del manuscrito del gitano.
Entre el –2500 y el –2000, en el paraje de Marroquíes Altos, hoy ocupado por modernas urbanizaciones, con sus supermercados, sus multicines y sus iglesias de diseño, surgió lo que los arqueólogos denominan púdicamente una «macroaldea»: treinta y cuatro hectáreas de perímetro amurallado, una compleja construcción de cinco círculos concéntricos de canales excavados en la roca e intercomunicados por canales transversales que se alimentaba con el agua de los manantiales de la Malena y de la catedral (Fig. 20).
—¿Cómo se explica una obra de ingeniería tan compleja en aquel tiempo? —le pregunté a un arqueólogo con el que coincidí en la sala.
—Vaya usted a saber —se encogió de hombros—. Como parecerse, se parece a la Atlántida descrita por Platón, aunque está aquí, en medio del secano, y no en el fondo del océano. A no ser que algún superviviente de la Atlántida llegara aquí y fundara una ciudad o «macroaldea» con ayuda de los nativos.
En Marroquíes Altos se encontraron cuatro cuevas artificiales, de corredor acabado en cúpula y nichos laterales. Una de ellas contenía dieciocho esqueletos flexionados y colocados en círculo, con la cabeza apoyada en la pared, que estaba teñida con pintura roja.[14]
Luego estaba el asunto de las venus: en la región abundan las figuraciones de la Diosa Madre ancestral en forma de pinturas, relieves o estatuillas femeninas: la del santuario del barranco de la Tinaja, la de la cueva natural de Caño Quebrado,[15] la de Torredelcampo.[16] (Fig. 21).
Las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar.
Pero ¿cuál era el denominador común de todos estos yacimientos? En primer lugar, la obsesión por el círculo: los relieves de Otíñar, el dolmen y las pinturas del cerro Veleta, las tumbas de corredor de Marroquíes Altos, la esfera de Perulera, la «macroaldea» de Marroquíes Bajos.
En segundo lugar, la presencia de agua: en el barranco de la Tinaja, en el cerro Veleta, regado por el río Quiebrajano, en el Caño Santo de la catedral, en el manantial de la Magdalena…
En tercer lugar, la fecha: todo ello puede datarse en la época neolítica y, más exactamente, en la Edad del Bronce.
¿Qué gente calculó, construyó, esculpió y pintó este enigma encadenado? ¿Cuáles eran sus creencias? ¿Por qué se interesaron los templarios por estos lugares tres mil años después?
En un viaje a Londres, visité al profesor Mortimer Thomson en su cottage de las afueras de Windsor. Estaba leyendo en el jardín posterior, en una vieja hamaca, rodeado de rosas y de enanos de cemento. Me escuchó con atención, después carraspeó ligeramente y me preguntó:
—¿Conoce el fundamento de las líneas ley?
—Me temo que no. Ni siquiera sabía que usted creyera en las líneas ley.
—En el mundo académico hay que ser cautos —murmuró con una sonrisa de conejo—. Digamos que, oficialmente, no creo en las líneas ley, y sin embargo…
Las corrientes telúricas.
Llegó la hija del profesor con una bandeja, una doncella talludita y rubia que me profesa gran simpatía porque una vez la asistí en un desmayo durante unas excavaciones en Baalbeck (una vieja historia que no viene a cuento). Tras saludarme con la circunspección que imponía la presencia del patriarca, me sirvió un té de Ceilán, espeso y amargo, y le sirvió a él una taza de vino de Jerez, dado que el té lo pone nervioso. Cuando se retiró, reanudamos el debate académico.
—Comenzaremos por el principio, antes de llegar a las líneas ley —propuso Thomson—. Te supongo enterado de que la evolución de la especie humana ha supuesto para el hombre un progreso que lo ha llevado a erigirse en rey de la Creación. Al evolucionar, el hombre ha ganado en capacidad craneal, en habilidad y en inteligencia, pero, paralelamente, esta ganancia acarrea una pérdida del instinto. Desde que tenemos calculadora de bolsillo, hemos olvidado multiplicar y desde que desarrollamos la inteligencia hemos descuidado ese sexto sentido.
El profesor Thomson bebió un sorbito de su taza, chascó ligeramente la lengua y prosiguió:
—El hombre actual ha perdido su instinto. Es incapaz de presentir reveses de la naturaleza, como hacen otros animales menos evolucionados, que barruntan el incendio, la inundación, el terremoto, el buque que se va a pique o cualquier otro tipo de peligro. Muchos animales se tornan irritables y nerviosos cuando ventean el peligro, avisan de que algo va a ocurrir, intentan huir. En algunos casos incluso han sido capaces de barruntar la muerte propia o la ajena. Ya conoce el sorprendente suceso de lady Pendelbury. Murió la anciana, aunque vigorosa, señora y su perro lobo alemán cruzado con belga, que tanto la había acompañado durante sus últimos años de viudez, se recluyó en las caballerizas del castillo emitiendo aullidos lastimeros, se negó a comer y murió de tristeza una semana después del fallecimiento de su dueña.
Asentí. El caso apareció en los periódicos sensacionalistas. Incluso la propia reina se había interesado por la suerte del perro.
—Y luego está lo de la prodigiosa memoria genética —prosiguió el profesor—, esos animales capaces de recordar durante toda una vida un complicado camino que recorrieron solamente una vez. Incluso existen especies capaces de recordar un camino que no recorrieron nunca, los salmones que trabajosamente remontan las corrientes de los ríos para depositar sus huevos en los cursos altos, obedientes a un mandato genético. En fin, que los animales están integrados en la naturaleza. El hombre no lo está y hoy menos que nunca, cuando se ha transformado en un peligroso agresor de la naturaleza.
Apareció nuevamente la hija del profesor. Esta vez la vi llegar y pude admirar sus armónicas proporciones.
—¿Se quedará a cenar Mr. Wilcox?
—Me encantaría, pero tengo un compromiso —mentí. En realidad, sólo me esperaba mi desangelada habitación de hotel, pero no quería molestar al profesor.
Ella pareció contrariada. Desde el desmayo en Baalbeck sentía una especial simpatía por mí.
—Hubo un tiempo en que el hombre entendía la naturaleza y colaboraba con ella —dijo el profesor dirigiendo una mirada melancólica a los setos lejanos, que comenzaban a oscurecerse—. Aquel hombre primitivo, con una inteligencia y una capacidad craneal todavía limitadas, conservaba aún la facultad de percibir ciertas vibraciones de la naturaleza, de la tierra y del cielo. Porque la tierra no es un soporte inerte. Por el contrario, está dotada de vida, es la matriz y el origen de la vida de las criaturas que sustenta, incluido el hombre. Las vibraciones de la tierra son especialmente intensas en determinados lugares recorridos por corrientes telúricas.
—¿Qué son corrientes telúricas? —indagué.
—Pulsiones electromagnéticas que recorren nuestro planeta a más o menos profundidad, según el relieve, la conductibilidad de los terrenos y la presencia de agua.[17]
Abrió un libro y me hizo leer un párrafo en voz alta:
—«De esas corrientes telúricas las hay que nacen de los movimientos de las aguas subterráneas; otras de fallas de terrenos que han puesto en contacto suelos de diferentes naturalezas, que acusan diferencias de potencial en los cambios de temperaturas y otros más que vienen de lo más profundo del magma terrestre».[18]
—Hoy se empieza a admitir que el hombre no es ajeno a las leyes generales que afectan al universo —prosiguió—. El universo está sujeto a una serie de ritmos interrelacionados, a manera de un gigantesco aparato de relojería en el que unas piezas regulan el funcionamiento de otras. Podemos hablar de ritmos solares, lunares, planetarios e incluso galácticos.
»Esos ritmos afectan a la naturaleza desde el organismo más simple, incluso desde el objeto de apariencia más inerte, hasta el ser más complejo que llamamos hombre.[19]
»El hombre está sometido a una serie de biorritmos (respiratorio, cardíaco, etc.) relacionados con la naturaleza exterior. El equilibrio de un ser exige su adaptación a los ritmos del lugar en que habita. En los lugares recorridos por corrientes telúricas, la naturaleza ejerce profunda influencia en el hombre.
Me señaló otra página de otro libro y me hizo leer:
—«En estos lugares, las personas con facultades supranormales vibran como arpas, captan, transmiten mensajes, entran en comunicación con entidades y revelan más claramente los poderes de que gozan.[20]
»El dolmen es piedra de religión. Está situado en un lugar donde la corriente telúrica ejerce en el hombre una acción espiritual; está situado en un lugar donde “alienta el espíritu”. Recrea la caverna en el seno mismo de la tierra, en la habitación dolménica, donde el hombre va a buscar el don terrestre».[21]
—Los antiguos santuarios y lugares de culto suelen situarse donde las corrientes telúricas son más evidentes —concluyó—. Esto presupone un cierto conocimiento de tales corrientes por parte del hombre primitivo, que podría remontarse al Paleolítico. «Los lugares donde, a causa de sus naturalezas, se juntaban las corrientes telúricas y las corrientes aéreas originaban dragones, tarascas y Melusinas».[22]
—Como el dragón representado por el lagarto de Jaén —dije.
—Exacto. Como ése y muchos otros. Algunas de estas corrientes eran positivas, pues favorecían la fecundidad de la tierra o de los animales. Se señalaban con piedras enhiestas o menhires, que, además, contribuían a fijarlas y a recoger las corrientes celestes. «Eran piedras de fecundidad, pues acumulaban las propiedades fecundadoras de la Tierra y del Cielo».[23]
»La existencia de menhires y piedras enhiestas nos demuestra que el hombre primitivo conocía los factores telúricos que condicionaban su entorno natural, y los modificaba en su provecho. Los que levantaban megalitos practicaban una especie de acupuntura terrestre. Igual que el cuerpo humano o animal, la tierra está recorrida por corrientes diferentes de las magnéticas y bastante mal conocidas en su naturaleza, pero que no pueden permanecer inactivas en las capas geológicas que atraviesan y, por lo tanto, no pueden quedar inactivas sobre la vegetación.[24]
»En las regiones donde los megalitos abundan, los campesinos los respetan aunque estorben el laboreo de sus campos. Están convencidos de que atraen la lluvia y fertilizan la tierra».[25]
Pocos días después regresé a España. Cuando comuniqué mis descubrimientos a Juan, comentó:
—Parece que todo encaja. En el Jaén del siglo X todavía se tenía conciencia de la existencia de una poderosa corriente telúrica que recorría su territorio. El nombre que le daban entonces era «la carrera de las nubes». Según el historiador árabe Al-Himyari, el valor de una finca en Jaén dependía de su ubicación respecto a la carrera de las nubes.[26] Si la finca estaba comprendida dentro de dicha carrera, alcanzaba un precio mucho más alto que si no lo estaba, puesto que su tierra se consideraba más fértil. La explicación científica que le daban a este hecho era que, por alguna razón desconocida, las nubes solían agruparse a lo largo de este corredor y descargaban allí su lluvia. Evidentemente, se trata de una explicación forzada, porque a cualquier observador actual se le alcanza que a lo largo de aquella pretendida carrera de las nubes no llueve más que en sus contornos.
Sin embargo, el agricultor de la época de Al-Himyari todavía estaba dispuesto a pagar mucho más por la tierra situada a lo largo de aquella línea misteriosa que discurría entre Otíñar y Perulera.[27]
El cerro de las peñas de Castro está partido cerca de su cima y forma dos núcleos rocosos que recuerdan las tetas de una cabra. Por todas partes se descubren restos de población antigua, especialmente musulmana. En la cima quedan ruinas de una atalaya y de un lienzo de muralla, de dos eras y de un molino aceitero de época musulmana. A sus pies se levanta el impresionante paredón de la torre Bermeja.
En las peñas de Castro aparecen restos prehistóricos de la época en que se pintaron los abrigos del cerro Veleta y se esculpió el santuario del barranco de la Tinaja: hachas votivas donadas por los devotos al santuario o lugar santo del monte y dos corredores, uno de ellos tallado en la roca viva al pie de la peña, con pinturas prehistóricas similares a las de Otíñar y cerro Veleta. Desgraciadamente, el corredor está cegado y no se sabe adónde conduce.
El segundo túnel es natural y atraviesa de un lado a otro la cima de una de las peña de Castro. En una de sus paredes, algo desdibujados por el tiempo, aparecen tres trazos convergentes (\!/) parecidos al signo del libro del gitano sanador sobre la Mesa de Salomón.
El mismo signo que aparecía en un ladrillo del manantial de la Malena.
Los lugares de la oración sanadora se localizan en una línea recta de doce kilómetros de longitud que sigue el trazado de una corriente telúrica. En algún momento de la prehistoria este trazado quedó fijado por una serie de hitos. Probablemente, los hombres que levantaron estos monumentos habían evolucionado tanto que ya no eran capaces de detectar por instinto la presencia de las corrientes telúricas. Eran todavía conscientes de su influencia, pero no sabían ya explicarla. Por lo tanto, aquella sucesión de lugares adquirió para ellos un significado religioso. De este modo se explicaba la existencia de un Caño Santo, en un lugar todavía hoy sagrado de la catedral, y un poco más lejos la leyenda del lagarto de la Malena, el dragón resultante de la confluencia de una corriente telúrica y otra aérea.
No nos fue difícil alcanzar una conclusión lógica. Todo lo que habíamos descubierto a lo largo de aquella línea ley parecía relacionarse con los cultos a la fecundidad. Las piedras esféricas eran imagen del Huevo de la Creación. La Diosa Madre o Virgen, asociada a estas piedras, era imagen de la naturaleza fecunda que da vida a ese Huevo. Para el hombre primitivo fecundar es crear, es dominar la naturaleza, es hacer que la naturaleza se someta a sus leyes.
La Fecundidad es el conocimiento de la clave de la Creación, la primera preocupación inteligente de la especie humana.